Entrevista con el vampiro (31 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Era de una enorme estatura, aunque tan delgado como yo; su rostro largo y blanco brillaba bajo la luz; sus ojos negros y grandes me miraban con lo que me pareció una franca curiosidad. Tenía la pierna izquierda ligeramente doblada, como si se hubiera quedado petrificado en medio de un paso. Y entonces, de repente, me di cuenta de que no sólo tenía el largo pelo negro peinado exactamente como el mío, y que no sólo estaba vestido con un abrigo y una capa idénticos a los míos, sino que imitaba mi mirada y mi expresión facial a la perfección. Tragué saliva y dejé que mi mirada lo recorriera lentamente, mientras trataba de ocultarle el ritmo rápido de mi pulso cuando sus ojos me recorrieron del mismo modo. Y, cuando lo vi parpadear, me percaté de que yo acababa de parpadear, y cuando abrí los brazos y los crucé lentamente sobre mi pecho, él hizo lo mismo. Era una locura, peor que una locura. Porque, cuando apenas moví los labios, él también lo hizo, y encontré muertas las palabras y no pude encontrar otras para decirle que se detuviera. Y, entretanto, seguían fijos allí esa estatura desmesurada, esos negros ojos agudos y esa atención poderosa que, sin duda, era una burla perfecta, pero de cualquier manera clavada en mí. Él era el vampiro; yo parecía el espejo.

—Muy hábil —le dije, breve y desesperadamente, y, por supuesto, él repitió la palabra con tanta rapidez como yo la había dicho. Y furioso como estaba, más por eso que por cualquier otra cosa, me esforcé por mostrar una lenta sonrisa que desafió el sudor que me había aparecido en cada poro y el temblor violento de mis piernas. El también sonrió, pero sus ojos tenían una ferocidad animal, diferente de la mía, y la sonrisa era siniestra en su pura cualidad mecánica.

Di un paso adelante y él hizo lo mismo, y, cuando me detuve, él también lo hizo. Pero entonces, lentamente, muy lentamente, levantó el brazo derecho aunque el mío seguía inmóvil y, crispando el puño, se golpeó el pecho imitando el ritmo de mi corazón. Lanzó una carcajada. Echó la cabeza hacia atrás mostrando sus dientes caninos y la risa pareció llenar el callejón. Lo detesté. Por completo.

—¿Quieres molestarme? —pregunté, sólo para escuchar mis propias palabras repetidas—. ¡Payaso! —grité—. ¡Bufón!

Esas palabras lo detuvieron. Se desvanecieron en sus labios cuando las estaba diciendo, y el rostro se le congestionó.

Lo que entonces hice fue puro impulso. Le di la espalda y empecé a alejarme, quizá para obligarlo a seguirme y preguntarme quién era. Pero, en un movimiento tan rápido que no me fue posible verlo, volvió a ponerse delante de mí como si se hubiera materializado allí. Le volví a dar la espalda, sólo para volver a enfrentarme con él bajo el farol, y el movimiento de su pelo fue la única indicación de que se había movido.

—¡Te he estado buscando! ¡He venido a París a buscarte! —me obligué a pronunciar esas palabras y vi que sus modales y su cuerpo recuperaban su auténtico ser, y extendió una mano como para pedir la mía, pero, de repente, me empujó hacia atrás haciéndome perder el equilibrio. Pude sentir la camisa empapada y pegada al cuerpo cuando me enderecé con una mano tiznada, porque me había apoyado en la pared húmeda.

Cuando me di la vuelta para enfrentarme a él, me arrojó al suelo.

Ojalá pudiera describirte su fortaleza. Si yo te atacara, sabrías lo que es recibir el golpe de un brazo al que ni siquiera ves moverse.

Pero algo en mi interior me dijo: "Muéstrale tu propio poder", y me puse de pie de un salto y me abalancé contra él con los dos brazos extendidos. Le pegué a la noche, la noche vacía girando debajo de ese farol, y me quedé mirando a mi alrededor, solitario y hecho un perfecto idiota. Esto era una prueba de alguna clase, lo supe entonces, aunque conscientemente fijé mi atención en la calleja oscura, en el vacío de los portales, en cualquier sitio donde pudiera haberse escondido. Yo no tenía la menor gana de pasar esa prueba, pero no vi ninguna escapatoria. Estaba pensando alguna manera de dejar en claro, desdeñosamente, ese punto cuando, de pronto, volvió a aparecer, me agarró, me hizo girar y me arrojó en el empedrado donde antes había caído. Sentí sus botas en mis costillas. Enfurecido, le agarré un pie y apenas pude creerlo cuando sentí la tela y los huesos. Cayó contra la pétrea pared y dejó escapar un rugido de furia irrefrenable.

Lo que entonces sucedió fue pura confusión. Me aferré a esa pierna, aunque la bota trataba de patearme. Y, en un momento, después de haberme atropellado y haber liberado su pierna, me sentí lanzado al aire por dos manos fortísimas. Bien me puedo imaginar lo que me podría haber pasado. Me habría arrojado a varios metros de distancia, porque tenía fuerza suficiente para ello; y golpeado, severamente castigado, yo podría haber quedado inconsciente. Me perturbó mucho el hecho de que en la pelea no pude saber si podía perder el sentido o no. Pero eso nunca se puso a prueba. Porque, aunque yo estaba confundido, estuve seguro de que alguien se nos había interpuesto, alguien que peleaba con gran fortaleza y que le hizo desprenderse de mí.

Cuando levanté la mirada, estaba en la calle y vi dos figuras sólo por un instante, como el contorno parpadeante de una imagen después de haber cerrado los ojos. Sólo vi un revoloteo de vestimentas, una bota que golpeó las piedras y la noche quedó vacía. Me senté, jadeante, con la cara empapada de sudor, mirando a mí alrededor y luego arriba, a la angosta cinta del cielo desfallecido. Una sola figura, porque mis ojos se concentraron de forma total en ella, salió de la oscuridad del muro. Agachada en las piedras salientes del dintel, se dio vuelta de modo que vislumbré un débil rayo de luz sobre el pelo y luego el rostro blanco, tieso. Un rostro extraño, más ancho y no tan delgado como el anterior; sólo uno de sus grandes ojos negros era visible, y me miraba fijamente. Un susurro salió de sus labios, aunque en ningún momento parecieron moverse.

—¿Está usted bien?

Yo estaba más que bien. De pie, listo para el ataque. Pero la figura siguió agachada, como si fuera parte del muro. Pude ver la mano blanca hurgando en lo que pareció ser un bolsillo de abrigo. Apareció una tarjeta blanca como los dedos que me la ofrecieron. No me moví para aceptarla.

—Venga a vernos mañana por la noche —me dijo con el mismo susurro la cara pulida e inexpresiva que aún mostraba sólo un ojo a la luz—. No le haré daño. Tampoco lo hará el otro. No se lo permitiré.

Y su mano hizo aquello que los vampiros pueden hacer; es decir, dejó su cuerpo en la oscuridad para depositar la tarjeta en mis manos y la escritura púrpura brilló de inmediato a la luz. Y la figura, subiendo por el muro como un gato, desapareció rápidamente entre las buhardillas.

Entonces supe que me encontraba definitivamente a solas; pude sentirlo. Los latidos de mi corazón parecieron llenar la calleja desierta cuando me puse, bajo el farol, a leer la tarjeta. Conocía la dirección, porque había ido a los teatros de esa calle. Pero el nombre era sorprendente: "Théàtre des Vampires", y la hora de la cita era a las nueve de la noche.

Di la vuelta a la tarjeta y allí descubrí que habían escrito una nota: "Traiga a su pequeña belleza consigo. Serán bienvenidos. Armand".

No había dudas de que la figura que me la había entregado era quien había escrito el mensaje. Tenía muy poco tiempo para regresar al hotel y contarle a Claudia lo que había sucedido. Corrí a toda velocidad y la gente que pasé en las avenidas no vio la sombra que pasaba rozándoles.

Al Théàtre des Vampires sólo se asistía por invitación, y a la noche siguiente el portero examinó la mía un momento mientras la lluvia caía suavemente a nuestro alrededor: sobre el hombre y la mujer delante de la taquilla cerrada; sobre los carteles arrugados de vampiros baratos con los brazos extendidos y las capas parecidas a alas de murciélagos, listos para caer sobre los hombros desnudos de una víctima mortal; sobre las parejas que nos pasaban en el recibidor, donde con toda facilidad pude percibir que el público era enteramente humano; no había vampiros en su seno, ni siquiera el muchacho que nos admitió por último en la muchedumbre llena de conversaciones y lana húmeda y dedos enguantados de damas que tocaban sus sombreros y sus rizos mojados. Me fui a las sombras con una excitación frenética. Nos habíamos alimentado más pronto para que en la calle concurrida del teatro nuestra piel no resultara tan blanca ni nuestros ojos demasiado brillantes. Y el sabor de la sangre que no había saboreado me había dejado intranquilo; pero no tenía tiempo para preocuparme de ello. Esta no era una noche para matar. Ésta sería una noche de revelaciones, no importa cómo terminara. Estaba seguro de ello.

Y allí estábamos con todo ese gentío de mortales; las puertas del auditorio se abrieron y un joven se nos acercó y señaló las escaleras por encima de los hombros de la gente. Teníamos un palco, uno de los mejores, y si la sangre no había oscurecido por completo mi piel ni había convertido a Claudia en una niña humana, este ujier no pareció percatarse de ello o no le importó. De hecho, sonrió con mucha amabilidad cuando abrió las cortinas que daban a las dos sillas delante de la barandilla de metal.

—¿Crees que tienen esclavos humanos? —me preguntó Claudia.

—Lestat nunca confió en los esclavos humanos —le contesté. Observé que se llenaban los asientos; contemplé los sombreros maravillosamente floreados que navegaban ahí debajo, por las filas de butacas de seda. Los hombros blancos brillaban en la amplia curva de los palcos, alejándose de nosotros; los diamantes centelleaban a la luz de las lámparas.

—Recuerda: sé astuto esta vez —me susurró Claudia con su rubia cabeza gacha— Eres demasiado caballeroso.

Se apagaban las luces, primero en los palcos y luego a lo largo de las paredes de la planta baja. Un grupo de músicos se habían colocado ya frente al escenario. Y al pie del largo telón de terciopelo, el gas parpadeó, luego ganó intensidad y la audiencia retrocedió como envuelta por una nube gris en la cual sólo brillaban los diamantes sobre las muñecas, los cuellos y los dedos. Y un murmullo descendió como una nube gris hasta que todo el sonido se concentró en una única tos persistente. Luego, el silencio. Y el ritmo lento de una pandereta. A la vez, se oyó la aguda melodía de una flauta de madera que parecía seleccionar el agudo toque metálico de la pandereta y que la conjugaba en una melodía fantasmagórica y medieval. Entonces, el sonido de las cuerdas subrayó a la pandereta. Y la flauta subió y, en esa melodía, expresó algo melancólico, triste. Esa música tenía encanto, y toda la audiencia pareció acallada y en comunión, como si la música de esa flauta fuera una cinta luminosa que se desenrollaba en la oscuridad. Ni siquiera cuando se levantó el telón se rompió el silencio. Las luces se encendieron y el escenario no pareció un escenario sino un lugar en un denso bosque; la luz relumbraba sobre los troncos naturales de los árboles y en la espesura de las hojas, debajo del arco de oscuridad que reinaba más arriba, y a través de los árboles se podía ver lo que parecía una ribera baja y de piedra y, más allá, las aguas luminosas del río. Ese mundo tridimensional estaba creado por una pintura en una fina pantalla de seda que se movía suavemente debido a una débil ráfaga de aire.

Unos aplausos recibieron a la ilusión, reuniendo adherentes de todas partes del auditorio hasta que consumó su breve
crescendo
y desapareció. Una figura oscura y arropada avanzaba por el escenario de árbol en árbol, tan rápidamente que, cuando salió a las luces dio la sensación de aparecer mágicamente en el centro; un brazo salió relampagueante de su capa para mostrar una guadaña de plata y el otro una máscara en la punta de un fino palo sobre el rostro invisible, una máscara que mostraba el rostro deslumbrante de la Muerte, una calavera pintada.

Hubo murmullos entre el público. Era la Muerte de pie ante la audiencia, con la guadaña en alto; la Muerte al borde de un bosque tenebroso. Y algo en mí reaccionó de igual manera que en la audiencia, no con miedo sino de una manera humana, ante la magia de ese frágil decorado pintado, ante el misterio del mundo allí iluminado, el mundo en el que se movía aquella figura con su ondulante capa negra, con la gracia de una gran pantera, provocando esos murmullos, esos gemidos, esos susurros reverentes.

Y entonces, detrás de esa figura cuyos mismos gestos parecían poseer un poder cautivante como el ritmo de la música con que se movía, aparecieron otras figuras por los costados. Primero, una anciana, muy encorvada y gacha, con su pelo gris como el musgo, sus brazos colgando con el peso de una gran canasta llena de flores. Sus pasos lentos se arrastraban por el suelo y su cabeza se sacudía con el ritmo de la música y los pasos saltarines del Maldito Segador. Y entonces retrocedió cuando lo vio y, lentamente, depositó su canasta y puso las manos juntas como si estuviera en oración. Parecía muy cansada. Poco a poco, fue dejando caer la cabeza hasta apoyarla sobre las manos, como si durmiera y las extendió hacia él, en súplica. Pero cuando él se le acercó y se agachó para mirarla directamente a la cara, que estaba ensombrecida debajo de sus cabellos, dio un paso atrás y movió las manos como para refrescar el aire. De forma vacilante, se produjeron algunas risas tímidas entre la concurrencia. Pero cuando la anciana se levantó y salió atrás de la Muerte, las risas resonaron abiertamente.

La música aceleró su ritmo mientras la anciana perseguía a la Muerte por todo el escenario hasta que, al final, se apoyó en la oscuridad de un viejo tronco metiendo su máscara bajo un brazo como un pájaro. Y la anciana, perdida, derrotada, recogió su canasta mientras la música se ajustaba a sus pasos lentos. Y ella se fue del escenario.

No me gustó. Ni me gustaron las risas. Pude ver que entraban otras figuras en el escenario, que la música orquestaba sus gesticulaciones y que un montón de mendigos y mutilados, con muletas y vestidos con trapos grises, se acercaban a la Muerte, quien giró y escapó de uno con un súbito arqueamiento de la espalda, del otro con un gesto femenino de disgusto, de todos ellos finalmente con una cansada muestra de aburrimiento y apatía.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la mano blanca y lánguida que hacía esos gestos cómicos no estaba pintada. Era una mano de vampiro la que hacía reír al público. Una mano de vampiro fue la que levantó entonces la calavera sonriente, cuando el escenario quedó vacío. Y entonces ese vampiro, todavía con la máscara tapándole el rostro, adoptó de forma maravillosa la posición de descansar su peso contra un árbol pintado en la seda, como si se estuviera durmiendo plácidamente. La música lo acompañó como el canto de los pájaros, lo arrulló como el paso del agua; y el foco, que lo centraba en un círculo amarillo, se hizo más pálido y casi se desvaneció mientras él dormía.

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