Entrevista con el vampiro (39 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Pero, para mi propia sorpresa, estaba vacío de todo remordimiento. Quizá fue la noche, el cielo sin estrellas, las lámparas congeladas en la bruma lo que me daba un bienestar que no había solicitado y que, en ese vacío y en esa soledad, no sabía cómo recibir. "Estoy solo —pensaba—. Estoy solo." Parecía justo, perfecto y, en consecuencia, tenía una forma agradable e inevitable. Me imaginé solo para siempre, como si al ganar esa fortaleza de vampiro la noche de mi muerte, hubiera abandonado a Lestat y jamás hubiera vuelto la mirada buscándolo, más allá de la necesidad de tenerlo a él o a cualquier otro a mi lado. Era como si la noche me hubiera dicho: "Tú eres la noche y únicamente la noche te comprende y te cubre con sus brazos". Uno con las sombras. Sin pesadillas. Una paz inexplicable.

No obstante, pude sentir el fin de esa paz con la misma seguridad con que sintiera mi breve entrega. Y la paz se rompía como los negros nubarrones. El dolor urgente de la pérdida de Claudia me presionaba, desde atrás, como la forma salida de los rincones de esa habitación extrañamente ajena y atestada. Pero, afuera, aun cuando la noche parecía disolverse en el fuerte viento, presentí que algo me llamaba, algo inanimado que yo jamás había conocido. Y un poder en mi interior pareció contestar a ese otro poder, no con resistencia sino con una fuerza inescrutable, estremecedora.

Pasé en silencio por las habitaciones, abriendo con cuidado las puertas hasta que vi, en la luz mortecina que echaban las lámparas detrás de mí, a esa mujer dormida en las sombras del sofá, con la muñeca rígida sobre sus pechos. Poco antes de arrodillarme a su lado, vi que tenía los ojos abiertos y pude sentir en la oscuridad esos otros ojos que me vigilaban, esa pequeña cara impasible que esperaba.

—¿Te ocuparás de ella, Madeleine?

Vi sus manos cerrarse sobre la muñeca y volvió el rostro contra su pecho. Y mi propia mano se extendió y la agarró, aunque no supe por qué, ni siquiera cuando ella me contestaba:

—¡Sí! —me aseguró con desesperación.

—¿Es esto lo que tú crees que es ella? ¿Una muñeca? —le pregunté, y mi mano se cerró en la cabeza de la muñeca sólo para ver que ella me la arrebataba, con sus dientes cerrados y echándome una mirada furibunda.

—¡Una niña que no puede morir! Eso es lo que es —dijo ella como si estuviera pronunciando una terrible maldición.

—Aaah... —susurré.

—He terminado con las muñecas —dijo ella, y la arrojó sobre los cojines del sofá. Buscaba algo en su pecho, algo que quería mostrarme y ocultarme al mismo tiempo, abriendo y cerrando sus dedos por encima. Yo sabía lo que era; me había dado cuenta antes. Un relicario atado con un alfiler de oro. Ojalá pudiera describir la pasión que llenaba sus facciones redondas; cómo se distorsionó su suave boca infantil.

—¿Y la niña que murió? —pregunté, adivinando, observándola. Me imaginaba una tienda de muñecas, todas las muñecas con la misma cara. Ella sacudió la cabeza; su mano tiró fuerte del relicario y el alfiler rasgó el tafetán. Entonces vi miedo en ella, un miedo consumidor. Y le sangró la mano cuando lo abrió con el alfiler roto. Le quité el relicario de los dedos.

—Mi hija —murmuró, y le temblaron los labios.

Era un rostro de muñeca sobre el pequeño fragmento de porcelana, la cara de Claudia, una cara de niña, una burla dulzona que el artista había pintado, una niña con el pelo despeinado como la muñeca. Y la madre, aterrada, contemplaba la oscuridad delante de ella.

—El dolor... —dije en voz baja.

—He terminado con el dolor —me interrumpió, y entrecerró los ojos para mirarme—. Si tú supieras cuánto deseo tu poder; estoy lista, ansió tenerlo —y se volvió a mí, respirando pesadamente, de modo que sus pechos parecieron hincharse bajo el vestido.

Entonces una frustración violenta le cruzó la cara. Desvió la mirada, sacudiendo la cabeza y los rizos.

—Si fueras un ser humano, hombre y monstruo — dijo ella con furia—; si te pudiera demostrar mi poder... —y sonrió malignamente, en desafío—. ¡Te podría hacer desearme! ¡Desearme! —Su sonrisa contrajo las comisuras de sus labios—. Pero no eres normal. ¿Qué puedo darte yo? ¿Qué puedo hacer para que me des lo que pretendo? —terminó, y sus manos se movieron encima de sus pechos como para acariciarlos como un hombre.

Ese momento fue extraño; extraño porque yo jamás podría haber predicho la sensación que incitaron en mí sus palabras, el modo en que entonces la vi con su pequeña cintura atractiva, con la curva redonda y amplia de sus pechos y con esos labios delicados y como haciendo pucheros. Jamás se imaginó lo que era en mí el hombre mortal, lo atormentado que estaba por la sangre que acababa de beber. La deseé más de lo que supo porque no comprendía la naturaleza de la muerte. Y, con el orgullo de un hombre, quise probárselo, humillarla por lo que me había dicho, por la vanidad de su provocación y por los ojos que ahora se alejaban disgustados de mí. Pero eso era una locura. No eran razones valederas para justificar una vida eterna.

Y con crueldad, con seguridad, le dije:

—¿Amabas a esa niña?

Jamás olvidaré su cara entonces, la violencia, el odio absoluto.

—Sí. ¿Cómo te atreves?

Estiró la mano pidiendo el relicario que yo aún tenía en las mías. La consumía la culpabilidad, no el amor. Era la culpabilidad, esa tienda de muñecas que Claudia me había descrito, de estantes y estantes con la efigie de la niña difunta. Pero era una culpabilidad que ignoraba completamente la finalidad de la muerte. En ella había algo duro como el mal en mí mismo, algo igual de poderoso. Extendió una mano en mi dirección. Tocó mi abrigo y allí abrió los dedos apretándolos contra mi pecho. Me puse de rodillas, acercándome a ella, con su pelo tocándome la cara.

—Agárrate de mí cuando te beba —le dije, y vi que abría los ojos, la boca—. Y cuando el delirio alcance el paroxismo, escucha con todas tus fuerzas los latidos de mi corazón. Aférrate y di una y otra vez: "Viviré".

—Sí, sí —dijo, y el corazón le latía, excitado.

Sus manos me ardieron en el cuello, con los dedos abriéndose paso por la camisa.

—Mira por encima de mí aquella luz distante; no apartes tus ojos de ella, ni un segundo, y repite y repite: "Viviré".

Gimió cuando le abrí la carne y entró en mí esa corriente cálida, con sus pechos aplastados contra mí, su cuerpo arqueado, indefenso, en el sofá. Y pude ver sus ojos incluso cuando cerré los míos, ver su boca provocativa, anhelante. La abracé con fuerza, levantándola, y sentí que se debilitaba, que las manos se le caían a los costados.

—Aférrate fuerte —susurré por encima de la corriente caliente de su sangre, con su corazón atronando en mis oídos, y su sangre hinchando mis venas saciadas— La lámpara —le indiqué—; ¡mírala!

Se le detenía el corazón y su cabeza cayó sobre el terciopelo, con sus ojos opacos al borde de la muerte. Por un momento me pareció que no podía moverme; no obstante, supe que debía hacerlo, que alguien me llevaba la muñeca a la boca mientras la habitación giraba y giraba; que yo me concentraba en la luz tal como le había ordenado a ella, que saboreaba mi propia sangre en mi muñeca y que luego se la ponía en la boca.

—Bébela, bebe —le dije. Pero ella quedó echada como muerta. La acerqué aún más a mí y la sangre manó sobre sus labios. Entonces abrió los ojos. Sentí la presión suave de su boca, y sus manos apretaron mi brazo cuando empezó a beber.

Yo la mecía, le hablaba, tratando con desesperación de romper mi delirio, y entonces sentí su empuje poderoso. Cada vaso de mi sangre lo sintió. Estaba atrapado por su ímpetu, con mi mano aferrada al sofá y su corazón latiendo tremebundo contra el mío. Sus dedos se hundieron en mi brazo y en mi palma extendida. Me cortaba, me quemaba y casi grité mientras esto seguía y seguía. Traté de alejarme de ella, pero me la llevaba conmigo. Mi vida pasaba por mi brazo; su respiración, con sus gemidos, seguía el ritmo de sus ansias. Y esas cuerdas que eran mis venas, esos alambres chamuscados, tiraban de mi propio corazón con fuerza hasta que, sin voluntad ni dirección, me liberé de ella y caí al suelo, aferrado con una mano a mi sangrante muñeca.

Ella, me miraba, con la boca abierta, manchada de sangre. Pareció que pasaba una eternidad mientras lo hacía. En mi visión nublada, ella se duplicaba y triplicaba y luego se borró en una forma temblorosa. Se llevó una mano a la boca; sus ojos no se movieron, pero se agrandaron mientras miraba. Y entonces se levantó lentamente, no como por sus propias fuerzas sino como levantada del sofá corporalmente por una fuerza invisible que ahora la tenía en sus manos, y ella miraba y daba vueltas y vueltas, con su falda moviéndose rígida como si fuera de una sola pieza, girando como un gran ornamento tallado en una caja de música que se repite, incesante. Y, de repente, ella miró el tafetán de su vestido, lo tomó entre sus dedos hasta que crujió y lo dejó caer; se cubrió rápidamente los oídos, mantuvo los ojos cerrados y luego los abrió. Entonces pareció ver la lámpara, la lámpara distante y baja de la otra habitación, que proyectaba una luz frágil a través de las puertas dobles. Corrió hacia ella y se puso a su lado mirándola como si estuviera con vida.

—No la toques —le dijo Claudia, y la alejó suavemente de su lado. Pero Madeleine había visto las flores del balcón y se acercó a ellas, con sus manos estiradas acariciando los pétalos y luego llevando las gotas de agua hasta su cara.

Yo me movía a los costados de la habitación, mirando cada movimiento suyo; cómo cogía las flores y las estrujaba en sus manos y dejaba caer los pétalos a su alrededor, y cómo tocaba el espejo con las yemas de los dedos y se miraba a los ojos. Había cesado mi dolor, había atado un pañuelo a mi muñeca y esperaba, aguardaba, viendo que Claudia no tenía idea de lo que entonces iba a suceder. Bailaban juntas mientras la piel de Madeleine palidecía en la inestable luz dorada. Abrazó a Claudia y ésta se movió en círculos con ella, con su rostro pequeño alerta y preocupado detrás de la superficial sonrisa.

Y, entonces, Madeleine se debilitó. Dio un paso atrás y pareció perder el equilibrio. Pero rápidamente se enderezó y dejó a Claudia en el suelo. En puntillas, Claudia la abrazó.

—Louis. —Me hizo una señal con la respiración entrecortada—. Louis...

Le hice un gesto para que se alejara. Madeleine, al parecer sin ni siquiera vernos, la miraba con las manos extendidas. Tenía el rostro blancuzco y desencajado y, de improviso, se rascó los labios y se miró las manchas oscuras en sus dedos.

—¡No! ¡No! —le avisé en voz baja, y tomé a Claudia de la mano y la traje a mi lado. Un gemido prolongado escapó de los labios de Madeleine.

—Louis... —me susurró Claudia con esa voz sobrenatural que Madeleine parecía no escuchar.

—Se está muriendo, algo que tú no puedes recordar. Tú no pasaste por eso, no te dejó ninguna marca —le dije en voz baja, quitándole el pelo de encima de la oreja sin que mis ojos dejaran a Madeleine ni por un instante; ésta pasaba de espejo en espejo, derramando sus lágrimas, mientras su cuerpo dejaba la vida.

—Pero, Louis, si ella se muere... —exclamó Claudia.

—No. —Me arrodillé al ver la preocupación en su rostro—. La sangre tuvo fuerza suficiente; vivirá. Pero tendrá miedo, muchísimo miedo.

Y, con suavidad, pero con firmeza, apreté la mano de Claudia y la besé en la mejilla. Me miró entonces con una mezcla de sorpresa y miedo. Y me siguió mirando con esa misma expresión cuando me acerqué a Madeleine, atraído por sus gritos. Ella dio una vuelta, con las manos extendidas, y la agarré y la atraje hacia mí. Sus ojos, ya quemados por una luz anormal, mostraban un fuego violeta que se reflejaba en sus lágrimas.

—Es la muerte natural; únicamente la muerte humana —le dije con suavidad—. ¿Ves el cielo? Ahora debemos dejarlo, y tú debes quedarte a mi lado, echarte a mi lado. Un sueño tan pesado como la muerte invadirá tus miembros y no podré tranquilizarte. Tú te echarás allí y lucharás contra ese sueño.

Pero aférrate a mí en la oscuridad, ¿me oyes? Te cogerás de mis manos, y yo cogeré las tuyas mientas pueda sentirlas.

Ella pareció un momento perdida en mi mirada y presentí la incógnita que la rodeaba, cómo la luminosidad de mis ojos era la luminosidad de todos los colores y cómo todos esos colores estaban para ella reflejados en mis ojos. La empujé dulcemente hasta el ataúd, diciéndole una y otra vez que no tuviera miedo.

—Cuando te despiertes, serás inmortal —dije—. Ninguna causa natural de la muerte te podrá tocar. Ven, échate.

Pude sentir su miedo, la vi tratando de evitar esa caja angosta cuyo raso no le dio ningún consuelo. Su piel ya había empezado a brillar, a poseer esa luminosidad que compartíamos Claudia y yo. Me di cuenta de que no se entregaría hasta que yo no estuviese echado a su lado.

La tomé en mis brazos y miré a través de la habitación hacia donde estaba Claudia, con ese extraño ataúd, mirándome. Tenía los ojos quietos pero oscurecidos con una sospecha indefinible, una fría desconfianza. Puse a Madeleine al lado de su lecho y me acerqué a esos ojos. Y entonces, arrodillándome con calma a su lado, tomé a Claudia en mis brazos.

—¿No me reconoces? —le pregunté—. ¿No sabes quién soy?

Ella me miró.

—No —dijo.

Sonreí. Asentí con la cabeza.

—No me guardes rencor. Estamos a mano —dije.

Movió la cabeza a un costado y me estudió con meticulosidad; entonces pareció sonreír pese a sí misma, y empezó a mover la cabeza, asintiendo.

—Porque, ¿ves? —le dije, con esa misma voz tranquila—, lo que aquí murió en esta habitación no fue esa mujer. Tardará varias noches en morir, quizás años. Lo que esta noche ha muerto en esta habitación es el último vestigio en mí de lo que era humano.

Una sombra cayó sobre su cara como si la serenidad se hubiera desgarrado como un velo. Abrió los ojos sólo para aspirar un poco de aire. Luego dijo:

—Pues entonces tienes razón: sin duda, estamos a mano.

—¡Quiero incendiar la tienda de muñecas!

Madeleine nos lo dijo. Tiraba a la chimenea los vestidos doblados de esa hija muerta, los lazos blancos y las telas grises, los zapatos arrugados, los sombreros que olían a alcanfor y perfumes.

—Esto no significa nada, para mí, nada. —Se quedó contemplando las llamas y luego miró a Claudia con ojos triunfantes, feroces.

Yo no le creí. A pesar de que noche tras noche la tenía que alejar de hombres y mujeres a quienes ya no podía sacarles más sangre, estaba tan saciada con la sangre de sus muertes anteriores, a menudo levantando a sus víctimas del suelo con la impetuosidad de su pasión, rompiéndoles la garganta con sus dedos de marfil al mismo tiempo que les chupaba la sangre, que estaba seguro de que, tarde o temprano, esa intensidad demencial debía ceder. Ella se haría cargo de los elementos de esa pesadilla, de su propia piel luminosa, de las habitaciones lujosas del Hotel Saint-Gabriel, y clamaría para que la despertasen, para que la liberasen. No comprendía que no se trataba de un experimento; mostraba sus dientes aterradores a los espejos de marco plateado; estaba loca.

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