Entrevista con el vampiro (42 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—¡No!

Agaché la cabeza.

—Yo habría transformado a esa mujer en una vampira —dijo él—, pero pensé que sería mejor que tú te ocuparas de eso. De otro modo, no dejarías a Claudia. Debías saber que lo deseabas...

—¡Detesto lo que hice! —dije.

—Entonces, detéstame a mí, no a ti.

—No, tú no comprendes. ¡Tú casi destruiste lo que valoras en mí cuando eso sucedió! Te resistí con todas mis fuerzas cuando ni siquiera sabía que era tu poder lo que me influía. ¡Algo casi murió en mí! ¡Casi fui destruido cuando apareció Madeleine!

—Pero eso ya no está muerto, esa pasión, esa humanidad, como tú quieras llamarlo. Si no estuvieras con vida, ahora no habría lágrimas en tus ojos. No habría furia en tu voz —dijo él.

Por el momento, no pude contestar. Simplemente asentí con la cabeza. Luego traté de volver a hablar:

—Jamás debes obligarme a hacer algo en contra de mi voluntad. Jamás debes utilizar ese poder... —tartamudeé.

—No —dijo de inmediato—. No debo hacerlo. Mi poder se detiene en algún punto de tu interior, en algún portal. Allí no tengo ningún poder. No obstante..., esta creación de Madeleine está hecha. Tú quedas libre.

—Y tú satisfecho —dije, recuperando el dominio de mí mismo—. No quiero ser grosero. Tú me tienes en tu poder. Yo te quiero. Pero estoy en falta. ¿Estás satisfecho?

—¿Cómo puedo dejar de estarlo? —preguntó él—. Por supuesto que estoy satisfecho.

Me puse de pie y fui a la ventana. Los últimos rescoldos agonizaban. La luz salía del cielo gris. Oí que Armand me seguía hasta la ventana. Podía sentirlo a mi lado. Mis ojos se acostumbraron cada vez más a la luminosidad del cielo, de modo que pude ver su perfil y sus ojos finos en la lluvia que caía. El sonido de la lluvia estaba en todas partes y era en todas partes diferente: flotaba en el canal del tejado, repiqueteaba en las tejas, caía suavemente por los distintos niveles de las ramas de los árboles, chapoteaba en la piedra del alféizar delante de mis manos. Una suave mezcla de sonido humedecía y coloreaba la noche.

—¿Me perdonas... por obligarte a hacer esa vampira? —me preguntó.

—No necesitas mi perdón.

—Tú lo necesitas —dijo él—. Por tanto, yo lo necesito —Su rostro, como siempre, estaba completamente en calma.

—¿Cuidará ella a Claudia? ¿Aguantará? —pregunté.

— Es perfecta. Está loca, pero por el momento es perfecta. Cuidará a Claudia. Jamás ha vivido sola un solo momento; para ella es natural estar dedicada a terceros. No necesita razones especiales para amar a Claudia. Sin embargo, aparte de sus necesidades, tiene razones especiales. El aspecto hermoso de Claudia, la tranquilidad de Claudia, el dominio y la serenidad de Claudia. Juntas son perfectas. Pero pienso... que deben abandonar París lo antes posible.

—¿Por qué?

—Tú sabes por qué: Santiago y los demás vampiros las vigilan y tienen grandes sospechas. Todos los vampiros han visto a Madeleine. Le temen porque ella sabe de ellos y ellos no la conocen. No dejan en paz a nadie que sepa algo de ellos.

—¿Y el chico, Denis? ¿Qué piensas hacer con él?

—Ha muerto —contestó.

Quedé atónito. Tanto de sus palabras como de su calma.

—¿Tú lo mataste? —pregunté.

Dijo que sí con la cabeza. Y yo no dije nada. Pero sus grandes ojos oscuros parecieron en trance conmigo, con la emoción, el trauma que no traté de ocultar. Su sonrisa sutil y suave pareció atraerme, su mano se cerró sobre la mía en el marco húmedo de la ventana y sentí que mi cuerpo giraba para hacerle frente, como si no estuviera dominado por mí sino por él.

—Era mejor —me concedió—. Ahora debemos irnos...

Y miró calle abajo.

—Armand —dije—, yo no puedo...

—Louis, sígueme —susurró; y luego, en el marco, se detuvo—. Aunque te cayeras en el empedrado de abajo —dijo—, sólo quedarías lesionado por muy poco tiempo. Te curarías con tal rapidez y perfección que en pocos días no tendrías la menor señal; tus huesos se curan igual que la piel; que este conocimiento te sirva para poder hacer lo que en realidad puedes. Bajemos.

—¿Qué puede matarme? —pregunté.

Volvió a detenerse.

—La destrucción de tus restos —dijo él—. ¿No lo sabes? El fuego, la desmembración... El calor del sol. Nada más. Puedes quemarte, sí, pero eres elástico. Eres inmortal.

Yo miraba la llovizna plateada que caía en la oscuridad. Entonces apareció una luz bajo las ramas de un gran árbol y los pálidos rayos descubrieron la calle. El empedrado mojado, el gancho de hierro de la campana del carromato, las hiedras aferradas al muro. El gran bulto negro del carruaje rozó las hiedras y entonces la luz palideció; la calle pasó del amarillo al plateado y desapareció de golpe, como si los oscuros árboles se la tragasen. O, más bien, como si todo hubiera sido sustraído desde la oscuridad. Me sentí mareado. Sentí que el edificio se movía. Armand, sentado en el marco, me observaba.

—Louis, ven conmigo esta noche —murmuró de improviso con tono de urgencia.

—No —dije en voz baja—, es demasiado pronto. Todavía no las puedo dejar.

Lo vi darse vuelta y mirar el cielo. Pareció suspirar, pero no lo oí. Sentí su mano próxima a la mía en el marco.

—Muy bien... —dijo.

—Un poco más de tiempo... —dije yo. Y él asintió con la cabeza y palmeó mi mano como para decirme que estaba bien. Luego pasó las piernas y desapareció. Vacilé un instante, alarmado por los latidos de mi corazón. Pero entonces pasé por el marco de la ventana y comencé a seguirlo sin animarme a mirar para abajo.

El vampiro reanudó el hilo de su relato:

—Era casi el alba cuando abrí la puerta del hotel. La luz de las lámparas flameaba en las paredes. Y Madeleine, con aguja e hilo en sus manos, se había dormido al lado de la chimenea. Claudia estaba inmóvil mirándome desde los helechos en la ventana, en las sombras. Tenía un peine en las manos. Le brillaba el pelo.

Me quedé de pie absorbiendo todo lo que allí me impresionaba, como si todos los placeres sensuales de esas habitaciones me traspasaran como oleadas y el cuerpo se llenara de esas cosas, tan diferentes de la atracción de Armand y de la torre donde había estado. Aquí había algo cómodo y era perturbador. Busqué mi silla. Me senté y me llevé las manos a las sienes. Entonces vi que Claudia estaba a mi lado, y sentí sus labios en mi frente.

—Has estado con Armand —dijo ella—. Quieres irte con él.

Levanté la vista. ¡Qué hermosa y suave era! Y, súbitamente, tan mía. No vacilé en mis ganas de tocarle las mejillas, acariciarle suavemente las cejas; familiaridades que no había tomado desde la noche de nuestra pelea.

—Te volveré a ver; no aquí, en otros sitios. Siempre sabré dónde estás —dije.

Me pasó los brazos por el cuello. Me apretó, y cerré los ojos y hundí la cara en sus cabellos. Le cubrí de besos el cuello. Le cogí los brazos. Se los besé, le besé las suaves curvas de la carne, las muñecas, las palmas de las manos. Sentí que sus dedos me acariciaban el pelo, la cara.

—Lo que tú quieras —prometió—. Lo que tú quieras.

—¿Estás contenta? ¿Tienes lo que quieres? —le pregunté.

—Sí, Louis. —Me apretó contra su vestido y sus dedos me tocaron la nuca—. Tengo cuanto quiero. Pero, ¿tú realmente sabes lo que quieres?

Me movió la cabeza y tuve que mirarla a los ojos.

—Temo por ti —insistió—. Quizás estés cometiendo un error. ¿Por qué no te vas de París con nosotras? —dijo de repente—. Tenemos el mundo por delante. Ven con nosotras.

—No —dije y me separé de ella—. Tú quieres que todo vuelva a ser como con Lestat. Eso jamás se podrá repetir. Y no sucederá.

—Será algo nuevo y diferente con Madeleine. No pido que se repita el pasado. Fui yo quien le puso punto final —dijo ella—. Pero realmente, ¿sabes lo que estás eligiendo con Armand?

Le di la espalda. En la antipatía que ella le tenía había algo misterioso y terco. En su fracaso de comprenderlo, ella repetiría que él le deseaba la muerte, lo que yo no creía que fuera cierto. No se daba cuenta de algo que yo sabía: él no podía desearle la muerte porque yo no la deseaba. Pero, ¿cómo se lo podía explicar sin sonar a algo pomposo y ciego, dado el amor que yo le tenía?

—Es algo que se debe hacer. Es el camino a seguir —dije, como si todo se me aclarara ante la presión de las dudas de Claudia—. Sólo él puede darme las fuerzas para ser lo que soy. No puedo seguir viviendo dividido y consumido por el dolor. O me voy con él o muero —dije—. Y hay algo más que es irracional e inexplicable y que únicamente me satisface a mí...

—¿Qué es...? —preguntó ella.

—Que lo quiero —dije.

—Sin duda, lo quieres —murmuró ella—. Pero tú eres capaz de quererme incluso a mí.

—Claudia, Claudia... —la abracé y sentí su peso sobre mi rodilla. Se apoyó en mi pecho.

—Únicamente espero que cuando me necesites, me puedas encontrar... —susurró ella—. Que pueda volver a ti... Te he herido tantas veces. Te he dado tanto sufrimiento...

Sus palabras se apagaron. Quedó inmóvil. Sentí su peso y pensé: "Dentro de poco tiempo, no la tendré más. Ahora simplemente quiero abrazarla. Siempre ha habido tanto placer en algo tan simple... Su peso encima de mí, esta mano descansando en mi cuello...".

Una lámpara se apagó en alguna parte. Pareció que del aire húmedo y fresco, de improviso, se hubiera sustraído esa luz. Yo estaba al borde del sueño. De haber sido mortal, me habría contentado con dormirme allí mismo. Y en ese cómodo y soñoliento estado, tuve una sensación extraña, casi humana: que el sol me despertaría cálidamente y que tendría esa visión rica y normal de los helechos a la luz del sol, y de los rayos del sol en las gotas de lluvia. Me permití el lujo de esa sensación. Tenía los ojos entrecerrados.

Tiempo después he tratado con frecuencia de recordar esos momentos. He tratado una y otra vez de recordar exactamente lo que en esas habitaciones empezó a molestarme, y tendría que haberme molestado. Cómo, al no haber estado alerta, estaba insensible de algún modo a los cambios que deben haberse verificado. Mucho después, dolido y robado y amargado más allá de lo imaginable, repasé esos momentos, esos soñolientos momentos anteriores al alba, cuando el reloj latía de forma casi imperceptible sobre la chimenea y el cielo palidecía cada vez más; y lo único que podía recordar —pese a la desesperación con que fijaba y alargaba ese tiempo, pese a que con mis manos detenía las manecillas de ese reloj—, lo único que podía recordar era el cambio suave de la luz.

En guardia, jamás hubiera permitido que sucediera. Abotargado con precauciones más graves, no me percaté de nada. Una lámpara que se apagaba, una vela que se extinguía con el temblor de su propio charco de cera caliente. Con los ojos semicerrados, tuve entonces la sensación de oscuridad inmediata, de que me encerraban en la oscuridad.

Y entonces abrí los ojos sin pensar en lámparas ni en velas. Pero fue demasiado tarde. Recuerdo haberme puesto de pie, haber sentido la mano de Claudia que caía a mi costado, y la visión de un grupo de hombres y mujeres vestidos de negro que entraban en las habitaciones; sus vestimentas parecieron apagar todas las luces de cualquier adorno o superficie laqueada; parecieron abrumar toda luz. Giré en contra de ellos, grité a Madeleine; la vi despertarse de golpe, aterrorizada, aferrada al brazo del sofá, y luego de rodillas cuando llegaron ante ella. Santiago y Celeste se acercaban a nosotros, y, detrás de ellos, Estelle y los otros cuyos nombres no sabía, y llenaban todos los espejos y se unían para formar muros amenazantes y móviles. Le grité a Claudia que corriera, después de haberme ido hasta la puerta de atrás. La hice pasar de un empujón y luego me detuve y lancé un puntapié cuando se acercó Santiago.

Aquella débil posición defensiva que había mostrado contra él en el Barrio Latino no era nada comparada con la fuerza que entonces demostré. Quizá jamás pelearía bien en defensa de mis propias convicciones. Pero el instinto de proteger a Claudia y Madeleine fue abrumador. Recuerdo haber lanzado a Santiago hacia atrás de un puntapié; luego golpeé a aquella hermosa y poderosa Celeste que trató de pasar por mi lado. Los pasos de Claudia resonaron distantes en la escalera de mármol. Celeste me atacó, me clavó las uñas en la cara hasta que me brotó la sangre y me corrió hasta el cuello. La pude ver brillando con el rabillo del ojo. Ataqué a Santiago, abrazado a él, consciente de las fuerzas de esos brazos que se aferraban a mí, de esas manos que intentaban llegar a mi cuello.

—Lucha, Madeleine —grité, pero lo único que pude escuchar fueron sus sollozos. Entonces la vi en un remolino; era una cosa fija, aterrada y rodeada de vampiros. Ellos se reían con esa risa vampírica vacía, que es como de lata o de campanillas. Santiago se llevó las manos a la cara. Mis dientes le habían sacado sangre. Lo golpeé en el pecho, en la cabeza; el dolor me atravesó el brazo; algo me agarró del pecho, como dos brazos, que me quité de encima, y oí el ruido de cristales rotos detrás de mí. Pero algo más, alguien más, se aferró a mi brazo y me tiró con una fuerza tenaz.

No recuerdo haberme debilitado. No recuerdo ningún momento preciso en que la fuerza de alguien me haya vencido. Recuerdo que simplemente estaba en inferioridad numérica. Desesperado, debido a la cantidad y la persistencia en mi contra, me inmovilizaron, me rodearon y me sacaron de las habitaciones. Llevado por los vampiros, me obligaron a recorrer el pasillo. Y luego caí por los escalones, libre por un momento ante las puertas angostas del fondo del hotel, sólo para volver a estar rodeado y agarrado por ellos. Pude ver el rostro de Celeste muy cerca de mí, y, de haber podido, la hubiera cortado con los dientes. Yo sangraba profusamente y me tenían agarrado tan fuerte de una muñeca que esa mano no la sentía. Madeleine estaba a mi lado, sollozando en silencio. Nos metieron a ambos en un carruaje. Me golpearon una y otra vez, pero no perdí el conocimiento. Recuerdo haberme aferrado tenazmente a la conciencia, sintiendo los golpes en la nuca, sintiendo que tenía la nuca llena de sangre que me bajaba por el cuello cuando estaba echado en el suelo del vehículo. Pensaba únicamente: "Puedo sentir que se mueve el carruaje; estoy con vida; estoy consciente".

Y, tan pronto como nos metieron a rastras en el Théàtre des Vampires, grité llamando a Armand.

Me dejaron ir, trastabillé en los escalones del sótano, una horda detrás de mí y otra delante, empujándome con manos amenazadoras. En un momento, le pegué a Celeste, y ella gritó, y alguien me golpeó por detrás.

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