Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
Entonces vi a Lestat, y ese golpe fue el más fuerte de todos. Lestat, de pie en medio del recinto, erguido, con sus ojos grises agudos y enfocados, la boca alargada con una sonrisa sardónica. Como siempre, estaba impecablemente vestido y espléndido con su rico abrigo negro y las telas finas. Pero las cicatrices aún marcaban cada milímetro de su piel blanca. ¡Y cómo distorsionaban su cara apuesta, dura! Tenía unas líneas finas y profundas que cortaban la delicada piel encima del labio, en los párpados, en la frente pulida. Y los ojos le brillaban con una furia silenciosa que parecía imbuida de vanidad, una horrenda vanidad incesante que decía: "¡Ved lo que soy!".
—¿Es éste? —preguntó Santiago, empujándome.
Pero Lestat giró bruscamente en su dirección y dijo en voz baja pero ronca:
—Te dije que quería a Claudia, ¡la niña! ¡Ella fue!
Y entonces vi que se le movía la cabeza involuntariamente con sus palabras y que estiraba una mano como buscando el brazo de una silla, pero la cerró cuando se recompuso y me miró a los ojos.
—Lestat —dije, viendo que tenía algunas posibilidades de salvación—, ¡estás vivo! ¡Estás con vida! Diles cómo nos trataste...
—No —dijo y sacudió la cabeza con furia—, tú volverás conmigo, Louis.
Por un momento no pude creer lo que acababa de oír. Una parte mía más sana, más desesperada, me dijo: "Razona con él", incluso cuando una risa siniestra le brotó de los labios.
—¡Estás loco!
—Te devolveré la vida —dijo, y los ojos le temblaron con la angustia de sus palabras, el pecho agitado y esa mano moviéndose nuevamente y cerrándose impotente en la oscuridad—. Tú me prometiste —le dijo a Santiago— que lo podía volver a llevar a Nueva Orleans. —Y entonces, cuando miró a uno, y a otro, y a otro, se le agitó aún más la respiración—. ¡Claudia!, ¿dónde está? ¡Ella me lo hizo! ¡Os lo dije!
—Tiempo al tiempo —dijo Santiago. Y cuando se acercó a Lestat, éste dio un paso atrás y casi perdió el equilibrio. Encontró el brazo de sillón que necesitaba y se aferró a él, cerró los ojos y recuperó el dominio de sí mismo.
—Pero él la ayudó, la asistió... —dijo Santiago, acercándosele. Lestat levantó la mirada.
—No —dijo—. Louis, debes regresar a mi lado. Hay algo que debo decirte... sobre aquella noche en el pantano... —Pero se detuvo y volvió a mirar en derredor como si estuviera enjaulado, herido, desesperado.
—Escúchame, Lestat —dije—, tú la dejas ir, la dejas en libertad... y yo... volveré contigo —dije, y las palabras sonaron vacías, metálicas. Traté de dar un paso en su dirección, de hacerle leer mis ojos, hacer que de ellos emanara mi poder como dos rayos de luz. Él me miraba; me estudiaba, luchando todo el tiempo contra su propia fragilidad. Celeste me cogió de la muñeca—. Tú se lo debes decir —continué diciendo—: Cómo nos tratabas; que no conocíamos las leyes; que ella no sabía de la existencia de otros vampiros.
Yo pensaba sin cesar mientras esa voz mecánica salía de mí: "Armand volverá esta noche, Armand tiene que volver. Él pondrá fin a todo esto; no permitirá de ningún modo que esto siga".
Se oyó el ruido de algo que arrastraban por el suelo. Pude oír el llanto exhausto de Madeleine. Miré en derredor y la vi en una silla y, cuando ella vio mis ojos, su miedo pareció aumentar. Trató de levantarse pero no se lo permitieron.
—Lestat —dije—, ¿qué quieres de mí? Te lo daré...
Y entonces vi lo que hacía ruido. Lestat también lo había visto. Era un ataúd con grandes cerrojos de hierro lo que arrastraban en la habitación. Comprendí de inmediato.
—¿Dónde está Armand? —dije, desesperado.
—Ella me lo hizo, Louis. Ella me lo hizo. Tú no, ¡ella tiene que morir! —dijo Lestat, y su voz enronqueció como si le costara un gran esfuerzo hablar—. Sacad eso de aquí. Él viene conmigo a casa —le dijo con furia a Santiago. Santiago se rió, y Celeste también, y la risa contagió a todos los demás.
—Me lo prometiste —dijo Lestat.
—Yo no te prometí nada —dijo Santiago.
—Te han engañado —le dije con amargura cuando abrieron la tapa del ataúd—. ¡Como a un idiota! Debes conseguir a Armand. Él es el jefe —le grité. Pero no pareció entender.
Lo que entonces sucedió fue desesperado, nebuloso y miserable; yo los pateaba, trataba de liberar los brazos, les aullaba que Armand no les permitiría hacer lo que estaban haciendo, que no osaran hacerle daño a Claudia. No obstante, me metieron en el ataúd; mi esfuerzo frenético sólo sirvió para hacerme olvidar los sollozos de Madeleine, sus alaridos espantosos y el miedo de que en cualquier momento se le sumaran los gritos de Claudia. Recuerdo haberme levantado contra la tapa que me aplastaba y haberla mantenido un momento antes de que la cerraran encima de mí y trabasen los candados con gran ruido de metales y llaves.
Unas palabras antiguas volvieron a mí, un Lestat estridente y sonriente en aquel sitio distante, ajeno a los peligros, donde nosotros tres habíamos peleado juntos: "Un niño hambriento es un espectáculo horrendo... Un vampiro hambriento es aún peor. Oirían sus gritos hasta en París". Mi cuerpo empapado de sudor y tembloroso quedó tieso en el ataúd sofocante, y me dije: "Armand no permitirá que esto suceda; no hay ningún lugar en que me puedan esconder y quedar seguros".
Levantaron el ataúd, hubo ruidos de pasos, y comenzó una oscilación de lado a lado. Mis brazos estaban apretados contra los costados de la caja, y cerré los ojos quizá por un instante. Me dije a mí mismo que no debía tocar los costados ni sentir el estrecho margen de aire entre mi rostro y la tapa; noté que el ataúd se movía cuando los pasos llegaron a los escalones. En vano traté de distinguir los gritos de Madeleine, porque me pareció que lloraba por Claudia, que la llamaba como si ella nos pudiera ayudar: "Llama a Armand; él debe volver esta noche", pensé con desesperación. Únicamente el pensamiento de la horrible humillación de oír mi propio grito encerrado conmigo, inundando mis oídos pero encerrado conmigo, me hizo evitar que lo hiciera.
Pero otra idea se apoderó de mí incluso cuando aún fraseaba esas palabras: "¿Y si no viene? ¿Y si en algún sitio de aquella mansión tenía un ataúd escondido al que volvía...?". Y entonces mi cuerpo pareció escapar de repente, sin aviso previo, del dominio de mi mente, y golpeé contra las maderas que me rodeaban, luché por darme vuelta y poner toda la fuerza de mi espalda contra la tapa del ataúd. Pero no pude hacerlo; era demasiado estrecho y mi cabeza volvió a caer contra las planchas; el sudor me empapó la espalda y los costados.
Dejaron de oírse los gritos de Madeleine. Lo único que oía eran los pasos y mi propia respiración. "Entonces, él vendrá mañana por la noche —sí, mañana por la noche— y ellos se lo dirán y él nos encontrará y nos liberará." El ataúd se movía. Un olor a humedad me llenó la nariz; su frescura se hizo palpable a través del calor cerrado del ataúd; y, entonces, al olor a humedad se sumó el olor a tierra. Pusieron el ataúd en el suelo. Me dolieron los miembros y me froté los brazos con las manos, tratando de no tocar la tapa del ataúd para no sentir lo próxima que estaba, temeroso de que mi propio miedo degenerara en pánico, en terror.
Pensé que entonces me dejarían solo, pero no lo hicieron. Estaban cerca, atareados, y me llegó a la nariz otro olor que era crudo y desconocido. Entonces, cuando estaba echado, inmóvil, me di cuenta de que estaban poniendo ladrillos y que el olor provenía del cemento. Lenta, cuidadosamente, subí una mano para secarme la cara. "Muy bien, entonces, mañana por la noche", razoné conmigo mismo, y mis hombros parecieron crecer y apretarse contra los costados del ataúd. "Vendrá mañana; y, hasta entonces, éstos son, simplemente, los confines de mi propio ataúd, el precio que he pagado por todo esto noche tras noche."
Pero las lágrimas me brotaron de los ojos y me vi golpeando la madera. La cabeza se me iba de un lado al otro y sólo pensaba en mañana y en la noche posterior. Y entonces, como para distraerme de toda esa locura, pensé en Claudia, sólo para sentir sus brazos en mi cuerpo a la luz mortecina de aquellas habitaciones del Hotel Saint-Gabriel, y sólo pude imaginarme la curva de su mejilla a la luz, el movimiento lánguido y suave de sus cejas, la superficie sedosa de sus labios. Se me puso tenso el cuerpo y di puntapiés contra las tablas. Había desaparecido el ruido de los ladrillos y se alejaban los pasos de los vampiros. Grité su nombre: "¡Claudia!", hasta que me dolió todo el cuello. Hundí las uñas en las palmas de mis manos, y lentamente, como una corriente helada, la parálisis del sueño se apoderó de mí. Traté de llamar a Armand, tonta, desesperadamente, apenas consciente de la pesadez cada vez mayor de mis párpados y de mis manos inmóviles y de que él también estaría durmiendo en algún sitio, que él también descansaba en su cuarto. Lo intenté una última vez. Mis ojos vieron la oscuridad, mis manos sintieron la madera. Pero estaba débil. Y entonces no hubo nada más.
Me despertó una voz —prosiguió el vampiro—. Era distante pero clara. Pronunció mi nombre dos veces. Por un instante no supe dónde estaba. Había estado soñando; algo desesperado que amenazaba con desaparecer por completo sin dejar la menor pista acerca de lo que había sido; y era algo terrible que yo estaba ansioso por dejar escapar. Entonces abrí los ojos y sentí la tapa del ataúd. Recordé dónde estaba en el mismo instante en que, misericordiosamente, supe que era Armand quien me llamaba. Le contesté, pero mi voz estaba encerrada conmigo y era ensordecedora. En un momento de terror, pensé: "Me está buscando y no puedo decirle que estoy aquí''. Pero entonces escuché que me hablaba y que me decía que no tuviera miedo. Y oí un fuerte ruido. Y otro. Y hubo un sonido de algo que se rompía y luego la caída tumultuosa de los ladrillos. Me pareció que varios golpearon el ataúd. Entonces oí que los levantaba uno por uno. Sonó como si estuviera arrancando los candados por los tornillos.
Se rompió la madera dura de la tapa. Un punto de luz brilló ante mis ojos. Respiré a través del mismo y sentí que el sudor me empapaba la cara. La tapa se abrió y, por un instante, quedé enceguecido; luego me senté viendo la luz brillante de una lámpara a través de mis dedos.
—Deprisa —me dijo—. No hagas el menor ruido.
—Pero, ¿adónde vamos? —pregunté. Pude ver un pasillo de ladrillos que llegaba hasta la puerta que él había roto. A lo largo del pasillo, había puertas herméticamente cerradas, tal como había estado ésta. De inmediato tuve una visión de ataúdes detrás de esos ladrillos, de vampiros muriéndose de hambre y pudriéndose allí. Pero Armand me levantó y me volvió a decir que no hiciera ruido; nos arrastramos por el pasillo. Se detuvo ante una puerta de madera y entonces apagó la lámpara. Por un instante todo quedó a oscuras hasta que, por debajo de la puerta, apareció una luz. Abrió la puerta con tanto cuidado que los goznes no hicieron el menor chirrido. Ahora yo podía oír mi propia respiración y traté de acallarla. Entramos por el pasillo inferior que llevaba a su celda. Pero corrí detrás de él y me di cuenta de una horrible verdad. Él me estaba rescatando a mí, pero a mí únicamente. Estiré una mano para detenerlo, pero él me empujó para que lo siguiera. Sólo cuando estuvimos en el callejón al lado del Théàtre des Vampires, pude detenerlo. Y aun entonces, estaba a punto de continuar andando. Empezó a sacudir la cabeza antes de que le hablara.
—¡No puedo salvarla! —exclamó.
—Realmente, ¡no esperarás que me vaya sin ella! ¡Ellos la tienen allí! —Yo estaba horrorizado—. ¡Armand, debes salvarla! ¡No tienes otra posibilidad!
—¿Por qué me dices eso? —me contestó—. Simplemente, no tengo el poder; lo debes comprender. Se levantarán contra mí. No hay ninguna razón para que no lo hagan. Louis, te lo repito, no puedo salvarla. Sólo arriesgaré perderte. Tú no puedes volver.
Me negué a admitir que eso pudiera ser verdad. Mi única esperanza era Armand. Pero, en verdad, puedo decir que yo había superado el miedo. Lo único que sabía era que tenía que rescatar a Claudia o morir en el intento. Fue algo realmente simple y no un asunto de valentía. Asimismo, yo sabía, y lo podía ver en la pasividad de Armand, en la manera de hablar, que él me seguiría si yo volvía, que no trataría de evitar que fuera.
Yo tenía razón. Corrí de vuelta al pasillo y estuvo detrás de mí en un santiamén; nos dirigimos a la escalera que daba al salón. Pude oír a los demás vampiros. Pude oír toda clase de sonidos, hasta el tránsito de París, que resonaba como una congregación en la bóveda superior. Y entonces, cuando llegué al rellano de la escalera, vi a Celeste en la puerta del salón. Tenía una de las máscaras de escena en la mano. Simplemente, me contemplaba. No parecía alarmada. En realidad, parecía extrañamente indiferente.
Si me hubiera atacado, si hubiera hecho sonar la alarma, yo podría haber comprendido. Pero no hizo nada. Dio un paso atrás y entró en el salón, al parecer disfrutando de los sutiles movimientos de su falda; pareció girar por el simple placer de mover la falda y, haciendo un gran círculo, llegó al centro del salón. Se llevó la máscara a la cara y dijo en voz baja detrás de la calavera pintada:
—Lestat..., es tu amigo Louis que te llama. Mira bien, Lestat.
Dejó caer la máscara y se oyeron unas carcajadas. Vi entonces que todos estaban en el salón, en las sombras, sentados aquí y allí, juntos. Lestat, en un sillón, estaba sentado con los hombros encogidos y su rostro miraba en dirección opuesta a la mía. Parecía que tenía algo en las manos, algo que no pude ver; lentamente, levantó la vista y sus rizos rubios le cayeron en la cara. Sus ojos demostraban miedo. Era innegable. Miró a Armand. Este se movió por el salón con pasos lentos y seguros y todos los vampiros se alejaron de él, vigilantes.
—
Bonsoir, monsieur —
le dijo Celeste, con la máscara delante, como un espectro. El no le prestó atención. Miró a Lestat.
—¿Estás satisfecho? —le preguntó.
Los ojos grises de Lestat miraron a Armand con sorpresa y sus labios trataron de formar una palabra. Pude ver que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Sí... —murmuró, mientras su mano luchaba con el objeto que trataba de esconder debajo de su abrigo negro; pero entonces me miró y las lágrimas le rodaron por el rostro—. Louis —dijo con la voz profunda y rica, en lo que pareció ser una batalla insoportable—, por favor, debes escucharme. Tienes que volver... —y entonces, agachando la cabeza, hizo una mueca de vergüenza.
Santiago se reía en alguna parte. Armand le dijo en voz baja a Lestat que se debía ir, dejar París; que era un paria.