Entrevista con el vampiro (46 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Y entonces, por último, me rendí. Volví a Armand y dejé que sus ojos penetraran en los míos y lo dejé acercarse como si quisiera hacerme su víctima. Bajé la cabeza y sentí su brazo firme sobre mi hombro. Y, súbitamente, recordando las palabras de Claudia que casi habían sido sus últimas palabras —la admisión de que ella sabía que yo podía amar a Armand porque había sido capaz incluso de amarla a ella—, esas palabras me parecieron ricas e irónicas, más llenas de significado de lo que ella se pudo haber imaginado.

—Sí —le dije en voz baja—, éste es el máximo mal: que hasta podamos llegar tan lejos como amarnos, tú y yo. ¿Y quién más nos podría mostrar una partícula de amor, una pizca de compasión o misericordia? ¿Quién más, conociéndonos como nosotros nos conocemos, podría hacer algo más que destruirnos? Y, sin embargo, nos podemos amar.

Durante largo rato se quedó mirándome, acercándose inclinando su cabeza poco a poco a un lado, y abriendo los labios como a punto de hablar. Pero sólo sonrió y sacudió la cabeza suavemente para confesar que no comprendía.

Yo ya no pensaba más en él. Tuve uno de esos raros momentos en que parecí no pensar en nada. Mi mente era informe. Vi que se había detenido la lluvia. Vi que el aire estaba claro y frío. Que la calle estaba iluminada. Y quise entrar en el Louvre. Formé palabras para decírselo a Armand, preguntarle si podía ayudarme a hacer todo lo necesario para pasar la noche en el Louvre.

Consideró que era una petición muy simple. Únicamente dijo que se preguntaba por qué había esperado yo tanto tiempo.

Nos fuimos de París poco tiempo después —siguió relatando el vampiro—. Le dije a Armand que quería regresar al Mediterráneo; no a Grecia, como había soñado tanto tiempo, sino a Egipto. Quería ver el desierto y, más importante todavía, quería ver las pirámides y las tumbas de los reyes. Quería tomar contacto con esos ladrones de tumbas que saben más de ellas que los académicos, y quería descender a las tumbas todavía vírgenes y ver cómo estaban enterrados esos reyes, y las pinturas en los muros. Armand estaba más que dispuesto. Y partimos de París a primera hora de un atardecer, sin el menor indicio de ceremonia.

Yo había hecho una cosa que debo anotar. Había vuelto a mis habitaciones en el Hotel Saint-Gabriel. Tenía el propósito de llevarme algunas pertenencias de Claudia y de Madeleine y colocarlas en ataúdes y hacerlas enterrar en el cementerio de Montmartre. No lo hice. Me quedé un rato en las habitaciones, donde todo estaba en orden y arreglado por los empleados, de modo que parecía que Claudia y Madeleine podían regresar en cualquier momento. En una mesita estaba el bordado de Madeleine junto a sus ovillos. Miré eso y todo lo demás, y mi tarea me pareció absurda. En consecuencia, me retiré.

Pero algo me había pasado allí; o, más bien, algo de lo que yo había sido vagamente consciente se aclaró entonces. Aquella noche yo había ido al Louvre para encontrar algún placer trascendente que me aliviara el dolor y me hiciera olvidar por completo incluso de mí mismo. Eso me había sostenido. Ahora, cuando estaba a las puertas del hotel esperando el carruaje que me llevaría a encontrarme con Armand, vi la gente que caminaba por allí —la incesante muchedumbre de la avenida, las damas y caballeros elegantes, los vendedores de periódicos, los carruajes de equipaje, los conductores de vehículos—, y todo lo vi bajo una nueva luz. Antes, todo el arte había tenido para mí la promesa de una comprensión más profunda del corazón humano. Ahora el corazón humano no significaba nada. No lo denigré. Simplemente, me olvidé de él. Las magníficas pinturas del Louvre para mí no estaban relacionadas íntimamente con las manos que las habían pintado. Estaban cortadas y sueltas como niños convertidos en piedra. Como Claudia, separada de su madre, preservada durante décadas enteras con perlas y oro tallado. Como las muñecas de Madeleine. Y, por supuesto, como Claudia y Madeleine y yo mismo, todos seríamos reducidos a cenizas.

CUARTA PARTE

En realidad —dijo ahora el entrevistado—, ése es el final de la historia.

Por supuesto, sé que te preguntas qué nos pasó después. ¿Qué le sucedió a Armand? ¿Adónde fui? ¿Qué hice? Pero te diré que, verdaderamente, no pasó nada. Nada que no fuera, simplemente, inevitable. Y mi paseo por el Louvre esa última noche que te he descrito fue meramente profetice.

Jamás cambié después de eso. No busqué más nada en la única gran fuente de cambio que es la humanidad. E incluso en mi amor y concentración en la belleza del mundo, no busqué aprender nada que pudiera ser devuelto a la humanidad. Bebí de la hermosura del mundo tal cual lo hace un vampiro. Quedé satisfecho. Estuve lleno hasta los bordes. Pero estaba muerto. La historia terminó en París, como te he dicho.

Durante largo tiempo pensé que la muerte de Claudia había sido la causa del fin de las cosas. Que si yo hubiera visto que Claudia y Madeleine dejaban París a salvo, las cosas podrían haber sido diferentes para Armand y para mí. Podría haber vuelto a amar y a desear, y buscar algún aspecto de la vida humana que pudiera haber sido rico y variado, aunque no natural. Pero entonces llegué a ver que eso era falso. Incluso si Claudia no hubiera muerto, incluso si no hubiera despreciado a Armand por permitir su muerte, todo habría terminado del mismo modo. Lentamente hubiera llegado a conocer su mal o hubiera sido lanzado hacia él... Era lo mismo. Por último no quise saber nada de nada. Y, al no merecerme nada mejor, me encogí como una araña ante la llama de una cerilla. E incluso Armand, que era mi constante compañero y mi única compañía, existía sólo a gran distancia de mí, detrás de aquel velo que me separaba de todo lo viviente; un velo que era una especie de mortaja.

Pero sé que estás ansioso por escuchar lo que le sucedió a Armand. Y la noche ya casi ha terminado. Te lo quiero contar porque es muy importante. La historia sería incompleta sin eso.

Después de dejar París, viajamos por el mundo, como te he dicho. Primero, Egipto; luego Grecia; luego, Italia, el Asia Menor, adondequiera que yo elegía ir, en realidad, y dondequiera que me llevara mi búsqueda del arte. El tiempo dejó de existir en una base significativa durante todos esos años. A menudo yo estaba concentrado durante largos períodos en cosas muy simples: una pintura en un museo, una vidriera de catedral o una estatua hermosa.

Pero durante todos esos años sentí un deseo vago, pero persistente, de regresar a Nueva Orleans. Jamás me olvidé de Nueva Orleans. Y cuando estábamos en lugares tropicales y en lugares donde existieran aquellas plantas y flores que crecían también en Luisiana, pensaba en Nueva Orleans, profundamente, y sentía por mi hogar la única pizca de deseo que sentía por cualquier cosa exterior aparte de mi búsqueda infinita del arte. De tiempo en tiempo, Armand me pedía que lo llevara allí. Y yo, consciente, de una manera caballeresca, de lo poco que hacía para complacerlo y de los frecuentes períodos en que ni le dirigía la palabra ni buscaba su compañía, quería hacerlo porque me lo pedía él. Pareció como si su pedido me hiciera olvidar un vago miedo de que pudiese llegar a sentir dolor en Nueva Orleans; de que pudiera llegar a experimentar de nuevo la pálida sombra de mi anterior infelicidad y melancolía. Pero pospuse el regreso. Tal vez ese miedo era más fuerte de lo que me imaginaba. Vinimos a América y vivimos mucho tiempo en Nueva York. Continué posponiendo el viaje. Luego, por último, Armand me lo pidió de otra manera. Me contó algo que me había escondido desde que nos fuéramos de París.

Lestat no había muerto en el Théàtre des Vampires. Yo había creído que estaba muerto y, cuando se lo pregunté a Armand, me dijo que todos esos vampiros habían muerto. Pero ahora me contó que no era así. Lestat había abandonado el teatro la misma noche en que me escapé de Armand y me fui al cementerio de Montmartre. Dos vampiros que habían sido creados por Lestat lo habían ayudado a conseguir un pasaje para Nueva Orleans.

No te puedo expresar el sentimiento que me embargó cuando escuché aquello. Por supuesto, Armand me dijo que me había protegido al no decírmelo, pues esperaba que yo no hiciera un viaje tan largo únicamente por venganza; un viaje que me causaría dolor y pena en ese tiempo. Pero a mí no me importó. No había pensado para nada en Lestat la noche en que incendié el teatro. Había pensado en Santiago y en Celeste y en los otros, que habían destruido a Claudia. En realidad, Lestat me despertó una serie de sentimientos que no había querido confiar a nadie, sentimientos que había querido olvidar pese a la muerte de Claudia. El odio no había sido uno de ellos.

Pero cuando oí aquello por boca de Armand fue como si el velo que me había protegido fuera tan fino y transparente que ya no resistía, y, aunque todavía me separaba del sentimiento, a través de él percibí a Lestat y quería verlo nuevamente. Y con ese deseo en mí, viajamos a Nueva Orleans.

Fue a fines de la primavera de este año. Y tan pronto como salí de la estación, supe, sin ninguna clase de duda, que había regresado a casa. Fue como si el mismo aire fuera perfumado y especial, y sentí inmensa tranquilidad caminando por esas calles cálidas, bajo esos robles familiares, y escuchando los incesantes y vibrantes sonidos vivientes de la noche.

Por supuesto, Nueva Orleans había cambiado. Pero lejos de lamentar esos cambios, me sentí agradecido por lo que aún parecía igual. Pude encontrar en el distrito alto del Garden, que en mis tiempos había sido el faubourg Sainte-Marie, una de las elegantes mansiones antiguas que databan de aquellos años, tan distante de la tranquila calle de ladrillos, y, al caminar a la luz de la luna bajo sus magnolias, conocí la misma dulzura y paz que había vivido en los viejos tiempos; no sólo en las calles angostas y oscuras del Vieux Garre, sino también en el descampado de Pointe du Lac. Allí estaban los rosales y las madreselvas y el contorno de las columnas corintias contra las estrellas; y fuera del portal estaban las calles soñolientas, otras mansiones... Era una fortaleza de la gracia.

En la rué Royale, adonde llevé a Armand, pasando las tiendas de turistas y antigüedades, y las entradas bien iluminadas de restaurantes de moda, me quedé perplejo al descubrir la casa que Lestat, Claudia y yo habíamos convertido en nuestro hogar. La fachada apenas estaba cambiada, y sólo algunas reparaciones se tuvieron que hacer esos años en el interior. Sus dos ventanas corredizas aún se abrían a los pequeños balcones sobre la tienda de abajo, y pude ver en el suave brillo de las bombillas eléctricas un elegante papel de pared que no hubiera sido extraño en los años de antes de la guerra. Allí tuve una fuerte sensación de la presencia de Lestat, más de Lestat que de Claudia, y me sentí seguro de que, aunque no estuviera cerca de esta casa de ciudad, lo encontraría en Nueva Orleans.

Y sentí algo más; fue una tristeza que me abrumó cuando Armand se hubo retirado. Pero esta tristeza no era dolorosa ni tampoco apasionada. No obstante, era algo rico, casi dulce, como la fragancia de los jazmines y las rosas que inundaban el viejo jardín, que contemplé a través de las rejas de hierro. Esta tristeza me dio una sutil satisfacción y me hizo quedar largo tiempo en aquel lugar; me ató a la ciudad; y, realmente, no me dejó cuando esa noche me alejé de allí.

Me pregunto ahora qué se habrá hecho de esa tristeza, qué pudo haber engendrado en mí algo capaz de ser más fuerte que ella. Pero me estoy adelantando en la historia.

Porque, poco después de eso, vi a un vampiro en Nueva Orleans, un joven delgado de rostro blanco que caminaba solo en las anchas aceras de la avenida Saint-Charles, en las primeras horas antes de la madrugada. Y de inmediato quedé convencido de que si Lestat todavía vivía allí, ese vampiro lo conocería y hasta me podría guiar a él. Por supuesto, el vampiro no me vio. Hacía mucho tiempo que había aprendido a descubrir a mi propia especie en las grandes ciudades sin darles la oportunidad de que me vieran. Armand, en sus breves visitas a los vampiros de Londres y Roma, se había enterado de que el incendio del Théàtre des Vampires era conocido en todo el mundo y de que los dos éramos considerados unos indeseables. Eso no significó nada para mí y, hasta la fecha, los he evitado. Pero empecé a vigilar a ese vampiro en Nueva Orleans y a seguirlo, aunque a menudo sólo me condujo a teatros y otros entretenimientos en los que yo no tenía el menor interés. Pero, por último, una noche las cosas cambiaron.

Era un anochecer muy caluroso y, tan pronto como lo vi en Saint-Charles, me di cuenta de que tenía que ir a algún sitio. No sólo caminaba rápido sino que parecía un poco preocupado. Y, cuando salió de Saint-Charles y se metió en una estrecha callejuela que, de inmediato, se volvió oscura y miserable, estuve seguro de que se dirigía a un sitio de interés para mí.

Pero entonces entró en un pequeño piso doble y dio muerte a una mujer. Esto lo hizo con suma rapidez, sin nada de placer; y, una vez que hubo terminado, sacó a un niño de su cuna, lo arropó suavemente con una manta de lana azul y volvió a salir a la calle.

Apenas una o dos manzanas después, se detuvo ante una reja de hierro cubierta de hiedra que cerraba un gran jardín descuidado. Pude divisar una casa vieja detrás de los árboles, oscura, con la pintura descascarada, y con las ornadas barandillas de las galerías superior e inferior llenas de herrumbre color naranja. Parecía una casa maldita, rodeada por muchas casas pequeñas, y sus altos ventanales vacíos daban a lo que debía ser un conjunto caótico de techos bajos, una tienda en la esquina y un pequeño bar al lado. Pero el terreno ancho y oscuro protegía de algún modo a la casa de estas cosas y tuve que caminar a lo largo de las rejas bastantes metros hasta que, por último, pude ver un débil resplandor en una de las ventanas inferiores, a través de las espesas ramas de los árboles. El vampiro había entrado por la puerta. Yo podía oír el llanto del niño. Y luego nada. Lo seguí, subiendo fácilmente las viejas rejas, cayendo en el jardín y yendo en silencio hasta el porche central.

Fue una escena sorprendente la que vi cuando me asomé a una de esas ventanas. Porque, pese al calor de ese anochecer sin la menor brisa, cuando la galería, a pesar de sus tablones rotos y retorcidos, hubiera sido el único sitio tolerable para un ser humano o un vampiro, vi un fuego en la chimenea de la sala, y todas las demás ventanas estaban cerradas. El vampiro joven estaba contándole algo a otro vampiro que lo escuchaba sentado al lado del fuego. Sus dedos temblorosos tiraban una y otra vez de las solapas de su raída bata azul. Y aunque un cordón de luz eléctrica colgaba del techo, sólo una lámpara de queroseno agregaba su luz mortecina al fuego, una lámpara que estaba al lado del niño lloroso sobre una mesa.

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