Entrevista con el vampiro (45 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Cuando mi plan estuvo en marcha, y me acerqué al teatro, éste seguía cerrado y protegido contra el día inmediato. Me acerqué cuando el aire y la luz me dijeron que tenía unos quince minutos para ejecutar mi plan. Yo sabía que, encerrados, los vampiros del teatro ya estaban en sus ataúdes. Y que incluso si uno de los vampiros estaba a punto de irse a dormir, no oiría las primeras maniobras mías. Rápidamente coloqué los leños al lado de la puerta cerrada. Hundí los clavos, que entonces cerraron esas puertas desde afuera. Un transeúnte se percató de lo que yo estaba haciendo, pero siguió su camino, creyendo que quizás estaba cerrando el establecimiento con el permiso del propietario. No lo sé. Sin embargo, sabía que antes de que terminara quizá me encontrara con los taquilleros, con los acomodadores y con los que barrían, y que quizá permanecieran en el interior, vigilando el sueño de los vampiros.

Pensaba en esos hombres cuando llevé el carruaje hasta la misma callejuela de Armand y lo dejé estacionado allí; me llevé dos pequeños barriles de queroseno hasta la puerta de Armand.

La llave abrió con facilidad, tal como esperaba, y una vez en el interior del pasillo inferior, abrí la puerta de su celda para cerciorarme de que él no estaba allí. El ataúd había desaparecido. De hecho, todo había desaparecido menos los muebles, incluyendo la cama del muchacho difunto. Rápidamente abrí un barril y, empujando el otro por las escaleras, me di prisa en mojar las vigas con queroseno y en empapar las puertas de madera de las demás celdas. El olor era fuerte, más fuerte y más poderoso que cualquier ruido que pudiera haber hecho para alertar a alguien. Y aunque me quedé absolutamente inmóvil al pie de las escaleras con el barril y la guadaña, escuchando, no oí nada, nada de esos guardias que yo suponía que estaban allí, nada de los vampiros. Aferrado al mango de la guadaña, me aventuré lentamente hasta que estuve ante la puerta que daba al salón. Nadie estaba allí para verme verter el queroseno en los sillones o en los cortinados; nadie me vio vacilar un instante ante la puerta del pequeño patio donde habían sido asesinadas Claudia y Madeleine. ¡Oh, cuánto quise abrir esa puerta! Me tentó tanto que casi me olvido del plan. Casi dejo caer los barriles y abro la puerta. Pero pude ver la luz a través de las grietas de la madera vieja de esa puerta. Y supe que debía seguir adelante. Madeleine y Claudia ya no estaban allí. Estaban muertas. ¿Y qué hubiera hecho de haber abierto esa puerta, de haberme enfrentado con esos restos, con ese pelo despeinado, sucio? No había tiempo, no tenía sentido. Corrí por los pasillos que antes no había explorado, bañé con queroseno antiguas puertas, seguro de que los vampiros estaban allí encerrados; entré en el mismo teatro, donde una luz fría y gris que venía de la puerta principal me hizo apresurar, y produje una gran mancha oscura en los cortinados de terciopelo del telón, en las sillas, en las cortinas de la entrada.

Y, por último, terminado el barril y dejado a un lado, saqué la antorcha casera que había hecho, le acerqué una cerilla a los trapos mojados con queroseno y prendí fuego a las sillas. Las llamas lamieron su gruesa seda. Moví la antorcha en mi carrera hacia el escenario y encendí ese oscuro telón con un solo golpe rápido.

En pocos segundos, todo el teatro ardió como con la luz del día, toda su estructura pareció chirriar y gruñir cuando el fuego subió por las paredes, chupando el gran arco del proscenio, los adornos de yeso de los palcos. Pero no tuve tiempo para admirar el espectáculo, para saborear el olor y el sonido, la visión de los escondrijos y rincones que salían a la luz en la furiosa iluminación que muy pronto los consumiría. Volví corriendo al piso inferior, prendiendo fuego con mi antorcha al sofá del salón, las cortinas, todo lo que ardiera.

Alguien gritó en los pisos superiores, en habitaciones que yo nunca había visto. Oí el inequívoco sonido de una puerta que se abría. Pero era demasiado tarde, me dije aferrando la antorcha y la guadaña. El edificio era pasto de las llamas. Serían destruidos. Corrí hacia las escaleras y un grito distante resonó por encima de los rugidos de las llamas; mi antorcha acarició las vigas empapadas de queroseno y las llamas envolvieron las antiguas maderas, rizándose ante el techo mojado. Era el grito de Santiago, estaba seguro; y entonces, cuando llegué al piso inferior, lo vi allá arriba, detrás de mí, bajando las escaleras; el humo llenaba el hueco de la escalera a su alrededor, y él tenía los ojos llorosos y la garganta sofocada; sus manos estaban extendidas en mi dirección mientras murmuraba:

—¡Tú, maldito seas...!

Y yo me quedé sobrecogido; entrecerré los ojos para defenderme del humo, sentí que me lagrimeaban, irritados, pero sin dejar de enfocar ni por un instante su imagen, pues el vampiro usaba ahora todo su poder para atacarme con tal rapidez que se haría invisible. Cuando esa cosa oscura que era su ropa se acercó, blandí la guadaña y vi que le daba en el cuello. Sentí el impacto en su cuello, y lo vi caer a un costado, buscando con sus manos la espantosa herida. El aire estaba lleno de gritos, de alaridos; un rostro blanco brilló encima de Santiago, una máscara de terror. Algún otro vampiro corrió por el pasillo delante de mí hacia la puerta secreta del pasillo. Pero yo me quedé allí mirando a Santiago, viéndolo levantarse pese a la herida. Volví a esgrimir la guadaña, golpeándolo con facilidad. Y no hubo herida. Nada más que dos manos buscando una cabeza que ya no estaba allí.

Y la cabeza, con la sangre que manaba del resto del cuello, y los ojos que miraban despavoridos bajo las vigas ardiendo, y el pelo oscuro y sedoso empapado de sangre, cayó a mis pies. Le di un fuerte puntapié con la bota y la envié volando por el pasillo. Corrí tras ella con la antorcha y la guadaña mientras levantaba los brazos para protegerme de la luz del día que inundaba las escaleras hasta la callejuela.

La lluvia caía en agujas brillantes sobre mis ojos, que se esforzaron por ver el contorno oscuro del carruaje que relumbró contra el cielo. El conductor dormido se sacudió con mis órdenes, su torpe mano fue instintivamente al látigo y el carruaje salió disparado cuando abrí la portezuela; los caballos avanzaron rápidos mientras yo abría la tapa del ataúd; mi cuerpo cayó a un lado, mis manos quemadas bajaron por la protectora seda fría, la tapa cayó y reinó la oscuridad.

El paso de los caballos aceleró su ritmo cuando nos alejamos de la esquina donde ardía el edificio. No obstante, aún podía oler el humo, me sofocaba, me irritaba los ojos y los pulmones, y tenía la frente quemada por la primera luz difusa del sol.

Pero nos alejábamos del humo y de los gritos. Nos íbamos de París. Lo había logrado. El Théàtre des Vampires era devorado por el fuego.

Cuando sentí que se me caía la cabeza de sueño, imaginé una vez más a Claudia y Madeleine abrazadas en ese patio sórdido, y les dije en voz baja, agachándome hasta las imaginarias cabezas de pelo rizado que brillaban a la luz de la lámpara:

—No pude traeros. No pude traeros. Pero ellos yacerán arruinados y muertos en vuestro derredor. Si el fuego no los consume, será el sol. Si no se queman, entonces la gente que vaya a combatir el fuego los verá y los expondrá a la luz del sol. Os lo prometo: todos morirán como vosotras habéis muerto; todo aquel que esté allí esta madrugada, morirá. Y ésas son las únicas muertes en mi larga vida que considero exquisitas y buenas.

Volví dos noches después —relató el vampiro—. Tenía que ver el sótano inundado donde cada ladrillo estaba calcinado, destrozado; donde unas pocas vigas esqueléticas apuntaban al cielo como estacas. Esos murales monstruosos que una vez habían rodeado el salón eran ahora fragmentos deshechos: una cara pintada aquí, un trozo de ala de ángel allá; eso era lo único identificable que quedaba.

Con los periódicos vespertinos, me abrí paso hasta el fondo de un pequeño café al otro lado de la calle. Allí, bajo la luz mortecina de las lámparas y el espeso humo de cigarros, leí las notas sobre el siniestro. Se encontraron pocos cuerpos en el teatro incendiado, pero en todas partes había ropas y disfraces desparramados, como si los famosos actores de vampiros hubieran escapado del teatro hacía mucho tiempo. En otras palabras, únicamente los vampiros más jóvenes habían dejado sus huesos; los antiguos habían sufrido una consumición total. Ninguna mención de testigos o de algún sobreviviente. ¿Cómo podría haberlos habido?

Sin embargo, algo me preocupó considerablemente. Yo no temía a ningún vampiro que se pudiera haber escapado. No tenía ganas de cazarlos en caso de haberlo conseguido. Estaba seguro de que había muerto la mayoría de los integrantes del grupo. Pero, ¿por qué no había habido guardias humanos? Yo estaba seguro de que Santiago había mencionado guardias y supuse que eran acomodadores y porteros que preparaban el teatro antes de las actuaciones. Y me había dispuesto a enfrentarlos con la guadaña. Pero no habían estado allí. Era extraño. Y lo extraño no me tranquilizaba mucho.

Pero, por último, cuando dejé los diarios a un costado y volví a pensar en esas cosas, no me importó más ese elemento extraño. Lo importante era que yo estaba absolutamente solo, más solo de lo que jamás había estado en mi vida. Que Claudia había desaparecido para siempre. Y yo tenía menos razones para vivir que nunca. Y menos ganas.

No obstante, mi pesadumbre no me abrumó, no me invadió, no me convirtió en esa criatura miserable y quebrada en que temía transformarme. Quizá no fuera posible aguantar el dolor que había sentido cuando vi los restos de Claudia. Quizá no fuera posible saber eso y sobrevivir por mucho tiempo. A medida que las horas pasaban, a medida que el humo en el café se hacía más espeso y que caía y subía el telón del pequeño escenario iluminado por una lámpara, en el que cantaban mujeres robustas, con la luz brillando sobre sus joyas baratas, y resonaban sus voces ricas y profundas, a menudo plañideras, exquisitamente tristes, me pregunté vagamente cómo sería sentir esta pérdida, esta indignación, y verse justificado en ellas, ser merecedor de simpatía, de aliento. Yo no hubiera contado mi dolor a ninguna criatura. Mis propias lágrimas no significaban nada para mí.

¿Adónde ir entonces si no me moría? Fue extraño cómo me llegó la respuesta. Extraño cómo salí entonces del café y di una vuelta alrededor del teatro incendiado y, al final, me dirigí a la ancha Avenue Napoleón y por ella hasta el palacio del Louvre. Fue como si ese palacio me llamara y, sin embargo, jamás había estado dentro de sus muros. Había pasado mil veces delante de su extensa fachada, deseando poder visitarlo como un ser mortal por sólo un día y pasear entonces por esos salones y ver sus magníficos cuadros. Ahora lo haría en posesión únicamente de una vaga noción de que en las obras de arte podía encontrar alivio; de que yo no podía brindar nada fatal a lo que era inanimado y, sin embargo, magníficamente poseído del espíritu de la vida misma.

En algún sitio de la Avenue Napoleón, oí detrás de mí el paso inconfundible de Armand. Me hacía llegar señales, me hacía saber que estaba cerca. Pero no hice otra cosa que aminorar el paso y dejar que se me pusiera a la par. Durante largo rato, caminamos sin pronunciar palabra. No me animaba a mirarlo. Por supuesto, no había dejado de pensar en él ni por un instante; como si fuéramos humanos y Claudia hubiese sido mi amor, al final podría haber caído en los brazos de él debido a la necesidad de compartir un dolor común tan fuerte, tan absorbente. Ahora el dique amenazaba quebrarse, pero no se rompió. Yo estaba entumecido y caminaba como tal.

—Ya sabes lo que he hecho —dije por último; habíamos salido de la avenida y ahora podía ver allá delante la larga fila de columnas dobles contra la fachada del Museo Real—. Sacaste tu ataúd, como te advertí...

—Sí —me contestó. Sentí un alivio súbito e inequívoco al escuchar su voz. Me debilitó. Pero, simplemente, yo estaba demasiado lejos del dolor, demasiado cansado.

—Y, sin embargo, estás aquí a mi lado. ¿Quieres vengarlos?

—No —dijo él.

—Eran tus compañeros, tú eras su jefe —dije—. ¿No les avisaste que yo estaba tras ellos, del mismo modo que yo te avisé?

—No —dijo.

—Pero seguro que me detestas por ello. Sin duda respetas alguna norma, alguna lealtad de alguna especie.

—No —dijo en voz baja.

Me sorprendió la lógica de sus respuestas, aunque no las podía explicar ni comprender.

Algo se me aclaró en las remotas regiones de mis propias consideraciones incesantes.

—Había guardias; estaban los acomodadores que dormían en el teatro. ¿Por qué no estaban allí cuando entré? ¿Por qué no estaban allí para proteger a los vampiros?

—Porque eran empleados míos y los despedí. Los eché —dijo Armand.

Me detuve. Estaba imperturbable cuando lo miré de frente, y tan pronto como se encontraron nuestros ojos deseé que el mundo no fuera una negra ruina vacía con cenizas y muertes. Deseé que fuera fresco y hermoso y que ambos viviéramos y nos pudiéramos dar amor.

—¿Tú hiciste eso sabiendo lo que yo pensaba hacer?

—Así es —dijo.

—¡Pero tú eras su jefe! Confiaban en ti. Creían en ti. ¡Vivían contigo! —dije—. No comprendo cómo tú... ¿Por qué?

—Piensa la respuesta que más te guste —dijo con calma y sensatez, como si no quisiera herirme con ninguna acusación o desdén sino mostrarme lo literal de sus palabras—. Puedo pensar en muchas. Piensa en la que necesites y créela. Es igual a cualquiera. Te daré la razón verdadera de lo que hice, que es la menos auténtica: estaba por irme de París. El teatro me pertenecía. Por tanto, los despedí...

—Pero, con lo que sabías...

—Te lo dije; fue la razón real y la menos verdadera —me dijo con paciencia.

—¿Me destruirías con la misma facilidad con que permitiste su destrucción? —le pregunté.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—¡Dios Santo! —susurré.

—Has cambiado mucho —dijo—. Pero de cierta manera, eres el mismo.

Seguí caminando y me detuve ante la entrada del Louvre. Al principio me pareció que sus muchas ventanas eran oscuras y plateadas con la luz de la luna y la llovizna. Pero entonces me pareció ver una luz débil que se movía en el interior, como si un guardia caminara entre esos tesoros. Y tercamente fijé mis pensamientos en él, en ese guardián, calculando cómo un vampiro podía atacarlo, arrebatarle la vida y la linterna, y las llaves. El plan era una confusión. Era incapaz de planes. Sólo había hecho un único plan en mi vida y lo había terminado.

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