Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
—Pero, ¿qué eran esas criaturas? ¿Por qué eran así? —preguntó el muchacho con una mueca de asco en los labios—. No lo comprendo. ¿Cómo podían ser tan diferentes de usted y de Claudia?
—Yo tenía mis teorías. Lo mismo Claudia. Pero lo más importante que entonces sentí fue la desesperación. Y, en esa desesperación, sentí una y otra vez el miedo de haber matado al único vampiro que era como nosotros: Lestat. Sin embargo, parecía algo impensable... De haber él poseído la sabiduría de un brujo, los poderes de una bruja..., quizá yo hubiera llegado a creer que, de algún modo, se las hubiese arreglado para sacar una vida consciente de las mismas fuerzas que gobernaban a esos monstruos. Pero él era únicamente Lestat, tal como te lo he descrito: una persona sin misterios. Y, al final, en esos meses pasados en el este de Europa, sus limitaciones me eran tan conocidas como sus encantos. Quería olvidarme de él y, no obstante, siempre parecía estar pensando en él. A veces me encontraba tan vívidamente consciente de su persona como si acabara de dejar la habitación y el sonido de su voz aún estuviese allí. De algún modo, yo sentía un alivio perturbador. Y pese a mí mismo, me imaginaba su cara, no como la había visto la última noche del incendio, sino en otras noches, la última que pasara con nosotros, en nuestra casa, con sus manos jugando con las teclas de la espineta y su cabeza inclinada hacia un lado. Cuando comprendí en qué dirección marchaban mis sueños, sentí una enfermedad más terrible que la angustia. ¡Yo quería que estuviese vivo! En las noches negras del este de Europa, Lestat era el único vampiro que yo había encontrado.
Pero los sueños de Claudia eran de una naturaleza mucho más práctica. Una y otra vez me hizo contarle esa noche en el hotel de Nueva Orleans, cuando ella se convirtió en una vampira, y, una y otra vez, buscó en ese proceso alguna pista de por qué las cosas que encontrábamos en las fosas rurales carecían de inteligencia. ¿Qué hubiera pasado si después de la succión de la sangre de Lestat, a ella la hubieran puesto en una fosa y la hubieran encerrado hasta que el ímpetu sobrenatural de la sangre le hubiera hecho romper la puerta de piedra que la encerraba? ¿Cómo hubiera sido entonces su mente, famélica casi hasta el límite? Su cuerpo se podría haber salvado a sí mismo, pero la mente no. Y en el mundo ella hubiera pillado, matado donde era posible, tal como hacían esas criaturas. Así fue como ella lo explicaba. Pero, ¿qué las había creado, cómo habían empezado? Eso era lo que ella no podía explicarse y lo que le daba esperanzas de descubrirlo cuando yo ya no tenía ninguna, de puro cansancio...
—Ellos procrean su propia especie; eso es obvio, pero, ¿cómo empezaron? —preguntaba ella.
Y entonces, en algún sitio de las inmediaciones de Viena, me hizo una pregunta que nunca había pronunciado sus labios. ¿Por qué no podía yo hacer lo que Lestat había hecho con ambos? ¿Por qué no podía yo crear otro vampiro? No sé por qué al principio ni siquiera la comprendí, salvo que, al odiar con todas mis fuerzas lo que yo era, sentí un miedo muy especial a esa pregunta que casi era peor que cualquier otra. ¿Ves?, yo no comprendía algo poderoso de mí mismo. La soledad me había llevado a pensar en esa misma posibilidad hacía muchos años, cuando estaba bajo el embrujo de Babette Freniere. Pero la dejé encerrada dentro de mí como una pasión sucia. Después de ella, me cerré a los mortales. Mataba a desconocidos. Y el inglés Morgan, debido a que yo lo conocía, estuvo tan a salvo como Babette de mi abrazo fatídico. Ambos me causaron demasiado dolor. No pude pensar en brindarles la muerte. La vida en la muerte... era algo monstruoso.
Me alejé de Claudia. No quise contestarle. Pero, enfadada como estaba, miserable con su impaciencia, no pudo tolerar que me fuese. Y se me acercó, acariciándome con las manos y con la mirada como si fuera mi amante hija.
—No pienses en ello, Louis —me dijo luego, cuando estábamos cómodamente instalados en un pequeño hotel suburbano. Yo estaba en la ventana, mirando el distante resplandor de Viena, tan deseoso de estar en esa ciudad, en su civilización, en su pura dimensión. La noche era clara y la bruma de la ciudad rondaba el cielo—. Deja que tranquilice tu conciencia, aunque jamás sabré con exactitud de qué se trata —me dijo al oído, y me acarició el pelo.
—Hazlo, Claudia —le contesté—. Tranquiliza mi conciencia. Dime que jamás me volverás a hablar de crear nuevos vampiros.
—¡No quiero huérfanos como nosotros! —exclamó súbitamente; mis palabras la molestaron, y mis sentimientos—. Quiero respuestas, conocimiento —me dijo—. Pero dime, Louis, ¿qué te hace estar tan seguro de que tú no lo hayas hecho sin saberlo?
Nuevamente sentí en mí una deliberada confusión. Tuve que mirarla como si desconociera el significado de sus palabras. Yo quería que se mantuviera en silencio y a mi lado, y que los dos estuviéramos ya en Viena. Le acaricié el pelo, toqué con mis dedos sus largas cejas y miré la luz.
—Después de todo, ¿qué cuesta hacer esas criaturas? —continuó diciendo—. ¿Esos vagabundos monstruosos? ¿Cuántas gotas de tu sangre debe haber mezcladas con la sangre de un hombre... y qué clase de corazón sobrevive al primer ataque?
Podía sentir que me observaba. Me quedé allí con los brazos cruzados, de espaldas a un costado de la ventana, mirando hacia afuera.
—Esa Emily era tan pálida, ese inglés miserable... —dijo ella, ignorando la mueca de dolor en mi cara—. Sus corazones no fueron nada y lo que los mató fue tanto el miedo a la muerte como la sangría que sufrieron. La idea los mató. ¿Pero qué pasa con los corazones que sobreviven? ¿Estás muy seguro de que no has procreado una legión de monstruos, quienes, de vez en cuando, luchan vana e instintivamente por seguir tus pasos? ¿Cuánto duraron las vidas de esos huérfanos que tú dejaste atrás? ¿Un día allí, una semana allá, antes de que el sol los convirtiera en cenizas o alguna víctima mortal los hiciera picadillo?
—¡Basta ya! —le rogué—. Si tú supieras de qué forma imagino lo que tú describes, no lo harías. ¡Te digo que jamás ha sucedido! ¡Lestat me sangró hasta el borde de la muerte para hacerme un vampiro! ¡Y me devolvió toda esa sangre mezclada con la propia! ¡Así lo hizo!
Ella desvió la mirada y luego pareció que se miraba las manos. Creo que la oí suspirar, pero no estoy seguro. Y entonces sus ojos se movieron en mi dirección lentamente, de arriba a abajo, hasta que al final se encontraron con los míos. Luego pareció sonreír.
—No te atemorices de mi fantasía —dijo en voz baja—. Al fin y al cabo, la decisión final siempre será tuya. ¿No es así?
—No comprendo —dije. Y ella lanzó una fría carcajada cuando se dio la vuelta.
—¿Te lo puedes imaginar? —preguntó en voz tan baja que apenas pude oírla—. ¿Un aquelarre de niños? Eso es lo único que puedo hacer...
—Claudia... —murmuré.
—Tranquilízate —me dijo abruptamente, en voz aún muy baja—. Te diré algo: pese a todo lo que odiaba a Lestat... —se detuvo.
—¿Sí? —murmuré—. ¿Sí...?
—Pese a todo lo que lo detestaba, con él nosotros éramos... completos. —Me miró, y sus ojos se arquearon como si el leve aumento de su voz me hubiera perturbado.
—No, sólo tú eras completa... —le dije—. Porque éramos dos, uno a cada lado, desde el principio.
Creo que la vi sonreír, pero no estoy seguro. Agachó la cabeza, pero vi que sus ojos se movían debajo de sus cejas de un lado al otro. Entonces, dijo:
—Los dos a mi lado. ¿Te lo imaginas como lo dices, como siempre te imaginas todo?
Una noche, hacía mucho tiempo, eso era para mí tan real como si aún estuviera inmerso en ella, pero no se lo dije. Esa noche ella estaba desesperada, escapándose de Lestat, quien le había pedido que asesinara a una mujer en la calle a quien Claudia había dejado en paz, obviamente alarmada. Yo estaba seguro de que esa mujer se parecía a su madre. Por último, ella se escapó de nosotros dos, pero yo la encontré en el armario, debajo de las chaquetas y los abrigos, aferrada a su muñeca. Y, al llevarla a su cuna, me senté a su lado y le canté y ella me miró, aferrada a su muñeca como si se tratara de una forma misteriosa y ciega de calmar un dolor que ella ni siquiera podía empezar a comprender. ¿Te lo puedes imaginar, esta espléndida situación doméstica, el padre vampiro que canta a su hija vampira? Únicamente la muñeca tenía un rostro humano, únicamente la muñeca.
—¡Pero debemos irnos de aquí! —dijo súbitamente la Claudia de años después, como si el pensamiento se le hubiera formado en la mente con una urgencia especial; se había llevado las manos a las orejas, como si se protegiera contra un sonido de espanto—. Por los caminos que hemos recorrido, por lo que ahora veo en tus ojos; debido a que he pronunciado pensamientos que para mí no son más que simples consideraciones...
—Perdóname —dije con la mayor amabilidad posible, retirándome lentamente de aquella habitación de tanto tiempo atrás, de esa niña monstruosa. Y Lestat, ¿dónde estaba Lestat? En el otro cuarto encendieron una cerilla, una sombra brotó de repente a la vida, como si la luz y la oscuridad llegaran a una vida donde únicamente había oscuridad.
—Perdóname... —me dijo entonces en ese hotel pequeño, cerca de la primera capital del Occidente europeo que tocábamos—. No, nos perdonamos mutuamente. Pero a él no lo olvidamos. Y sin él, ya ves las cosas que pasan entre los dos.
—Sólo porque estamos cansados y las cosas son difíciles —le dije a ella y a mí mismo, porque no había nadie más en el mundo con quien yo pudiera hablar.
—Ah, sí, y eso es lo que debe terminar. Te lo digo, empiezo a comprender que hemos hecho todo mal desde el comienzo. Debemos pasar de largo por Viena. Necesitamos nuestro idioma, nuestra gente. Quiero ir directamente a París.
Creo —reinició su relato el vampiro— que el mismo nombre de París me trajo un soplo de placer que fue extraordinario, un alivio tan próximo al bienestar que me sorprendí no sólo de poder sentirlo sino de haberme olvidado casi de esa sensación.
Me pregunto si puedes comprender lo que significó. Mis palabras no lo pueden expresar ahora porque lo que París implica para mí es muy diferente de entonces, de aquellos días, de aquella época; pero aun ahora, cuando lo recuerdo, siento algo parecido a la felicidad. Y ahora tengo más razones que nunca para decir que la felicidad no es lo que jamás llegaré a conocer ni lo que mereceré conocer. No obstante, el nombre de París me hace sentirla.
A menudo la belleza mortal me duele y la grandeza mortal me puede llenar con esa añoranza que sentí con tanta desesperación en el Mediterráneo. Pero París me acercó a su corazón, y me olvidé por completo de mí mismo. Me olvidé de esa cosa condenada y sobrenatural que andaba con una piel mortal y unas vestimentas mortales. París me abrumó y me iluminó y me recompensó con más riquezas que cualquier promesa.
Era la madre de Nueva Orleans: comprende eso primero; le había dado su vida a Nueva Orleans, y era lo que Nueva Orleans había tratado de ser durante mucho tiempo. Pero Nueva Orleans, aunque hermosa y desesperadamente viva, era también desesperadamente frágil. Había algo salvaje y primitivo para siempre, algo que amenazaba su vida exótica y refinada tanto desde adentro como desde afuera. Ni un centímetro de esas calles de madera, ni un ladrillo de esas atestadas casas españolas habían sido traídos de la fiera intemperie que rodeaba eternamente a la ciudad, lista para tragársela. Los huracanes, las inundaciones, las fiebres, la plaga y los pantanos de Luisiana trabajaban, incesantes, en cada tabla martilleada, en cada fachada de piedra, de modo que Nueva Orleans siempre parecía como un sueño en la imaginación de su populacho ansioso, un sueño mantenido intacto por una voluntad colectiva y tenaz, aunque inconsciente.
Pero París, París era en sí misma una totalidad, pulida y modelada por la Historia; así parecía en aquella época de Napoleón III, con los edificios con sus torres, sus imponentes catedrales, sus grandes avenidas y sus antiguas callejuelas medievales: tan vasta e indestructible como la misma naturaleza. Ella todo lo abarcaba. Su población volátil y encantada llenaba las galerías, los teatros, los cafés, dando vida, una y otra vez, al genio y la santidad, la filosofía y la guerra, la frivolidad y el arte más bello; de modo que parecía que todo el mundo fuera de ella estuviera a punto de hundirse en la oscuridad y todo lo que era hermoso y esencial podía llegar allí a dar su mejor fruto. Incluso los árboles majestuosos que agraciaban y protegían sus calles estaban a tono con ella. Y las aguas del Sena, contenidas y hermosas mientras pasaban por su corazón. Y la tierra en ese lugar, tan formada por la sangre y la conciencia, parecía haber dejado de ser la tierra y haberse convertido en París.
Nuevamente estábamos con vida. Estábamos enamorados, y tan eufórico estaba yo después de esas noches sin esperanza vagabundeando por el este de Europa, que me entregué por completo cuando Claudia nos instaló en el Hotel Saint-Gabriel, en el boulevard des Capucines. Se decía que era uno de los hoteles más grandes de Europa; sus habitaciones inmensas empequeñecían el recuerdo de nuestra vieja casona, pero, al mismo tiempo, lo invocaban con un agradable esplendor, íbamos a tener una de las mejores
suites.
Nuestras ventanas daban al boulevard iluminado con lámparas de gas, y allí, a primera hora del atardecer, las aceras se llenaban de paseantes y una hilera interminable de carruajes pasaban llevando a damas lujosamente ataviadas, junto a sus caballeros, camino de la Opera —o la Opera Comique—, los teatros, las fiestas y las recepciones infinitas de las Tullerías.
Claudia dio sus razones para ese gasto de un modo amable y lógico, pero pude darme cuenta de que se impacientaba teniendo que pedir todo por mi intermedio; le era irritante. Dijo que el hotel nos permitiría una libertad completa; nuestros hábitos nocturnos pasarían inadvertidos con la continua afluencia de turistas europeos; nuestras habitaciones serían mantenidas inmaculadas por un equipo anónimo, mientras que el elevadísimo precio que pagábamos nos garantizaría la intimidad y la seguridad. Pero había algo más en sus palabras. Había un propósito frenético en sus compras.
—Éste es mi mundo —me explicó, sentada en una sillita de terciopelo delante del gran balcón y contemplando la larga fila de carruajes que se detenían a la puerta del hotel—. Debo tenerlo según mis deseos —dijo, como hablando consigo misma.
Y entonces arreglamos las habitaciones como a ella le gustaba, con un llamativo empapelado rosa y dorado en las paredes, y abundancia de damasco y de muebles aterciopelados, cojines bordados y colgaduras de seda para la cama con dosel. Todos los días aparecían docenas de rosas en los estantes de mármol de la chimenea y en las mesas que llenaban la alcoba acortinada de su cuarto, reflejándose de forma interminable en los espejos. Y, por último, llenó las altas ventanas con un verdadero jardín de camelias y helechos.