Entrevista con el vampiro (27 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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El frasco cayó de sus manos. Se tapó las orejas con las manos, con el cuerpo hacia adelante y la cabeza también gacha.

Durante largo rato me quedé mirándolo; no tenía nada que decirle. Y cuando agregó en voz baja que ellos querían desacralizarla, diciendo que ella, Emily, era ahora una vampira, le aseguré en voz baja, aunque pienso que no me oyó, que no lo era.

Por último se movió hacia adelante como si se fuera a caer. Pareció querer coger la vela y, antes de que su brazo se apoyara en el mueble, su dedo tocó la cera caliente y apagó la pequeña llama que quedaba. Nos quedamos en una completa oscuridad y se le cayó la cabeza sobre el brazo.

Ahora toda la luz de la habitación pareció concentrarse en los ojos de Claudia. Pero mientras se alargaba el silencio y me quedaba allí sentado esperando que Morgan volviera a levantar la cabeza, apareció la mujer. Su vela lo iluminó, borracho, dormido.

—Vengan aquí —me dijo ella; había figuras oscuras detrás y la vieja posada de madera bullía con el movimiento de hombres y mujeres—. Acérquense al fuego.

—¿Qué van a hacer? —le pregunté, levantando a Claudia en mis brazos—. Quiero saber qué propósitos tienen.

—Vayan al lado del fuego —ordenó ella.

—No, no lo hagan —dije.

Pero ella entrecerró los ojos y mostró los dientes.

—¡Ya mismo! —gruñó.

—Morgan —dije, pero él no me oyó. No podía oírme.

—Déjelo así —dijo la mujer con furia.

—Pero es estúpido lo que están haciendo, ¿no lo comprenden? ¡Esa mujer está muerta!

—Louis —susurró Claudia para que no pudieran oírla, y me apretó el cuello con su brazo debajo de la piel de mi abrigo—, deja en paz a esta gente.

Los otros, entonces, entraron en la habitación y se pusieron alrededor de la mesa, con rostros graves.

—Pero, ¿de dónde vienen esos vampiros? —pregunté—. Han revisado el cementerio. Si se trata de vampiros, ¿dónde se ocultan? Esa mujer no les puede hacer ningún daño. Atrapen sólo a los vampiros, si quieren hacer algo.

—Durante el día —dijo ella gravemente, guiñando un ojo y moviendo la cabeza con lentitud—. Durante el día; los atrapamos durante el día.

—¿Dónde? ¿Allí en el cementerio, cavando en las fosas de su propia gente?

Ella negó con la cabeza.

—En las ruinas —dijo—. Siempre en las ruinas. Nosotros estábamos equivocados. En los tiempos de mis abuelos, fueron las ruinas y ahora son nuevamente las ruinas. Removeremos piedra por piedra si es necesario. Pero ustedes..., váyanse a su cuarto ahora. Porque si no se van ahora mismo, los sacaremos a esa oscuridad...

Y entonces, de debajo del delantal, sacó su puño cerrado alrededor de una estaca y la mostró a la luz de la vela.

—Ya me han oído: ¡váyanse! —dijo, y los hombres empujaron detrás de ella, con las bocas cerradas y los ojos brillando en la oscuridad.

Sí... —le dije—. Saldremos afuera. Lo prefiero así. Afuera. —Y pasé a su lado, casi arrojándola a un costado, viendo cómo los demás me abrían paso. Puse la mano en el picaporte de la posada y la abrí con un rápido movimiento.

—¡No! —gritó la mujer con su alemán gutural—. ¡Usted está loco! —y se me acercó corriendo. Luego miró el picaporte, aterrorizada, y puso las manos contra los rústicos tablones de la puerta—. ¿Sabe usted lo que hace?

—¿Dónde están las ruinas? —le pregunté con calma—. ¿A qué distancia? ¿Están a la izquierda o a la derecha del camino?

—No, no —dijo sacudiendo violentamente la cabeza; empujé la puerta y sentí el aire frío en la cara.

Una de las mujeres dijo algo, enfadada y cortante, y uno de los niños gimió en su sueño.

—Yo me voy. Quiero una cosa de ustedes: díganme dónde están las ruinas para poder evitarlas. Díganmelo.

—Usted no sabe, no sabe nada —dijo ella, y, entonces, puse mi mano en su muñeca cálida y la hice pasar lentamente la entrada, con sus pies rozando el suelo y los ojos desorbitados. Los hombres se acercaron, pero, cuando ella traspuso la puerta contra su voluntad, se detuvieron. Movió la cabeza; se le cayó el pelo sobre la cara y sus ojos miraron mi mano y luego mi rostro.

—Dígame —le dije.

Pude ver que entonces no me miraba a mí sino a Claudia. Ésta se había vuelto y la luz del fuego le daba en el rostro. La mujer no veía las mejillas redondas ni los labios apretados sino los ojos de Claudia, que estaban fijos en ella con una inteligencia demoníaca y oscura. La mujer se mordió el labio con los dientes.

—¿Al sur o al norte?

—Al norte —susurró.

—¿A la izquierda o a la derecha?

—A la izquierda.

—¿A qué distancia?

Su mano se debatió con desesperación.

—Cinco kilómetros —murmuró.

La solté y cayó contra la puerta, con los ojos abiertos y llenos de confusión y temor. Me había girado para irme cuando de repente pegó un grito y me pidió que aguardara. Me di vuelta y vi que había quitado el crucifijo de la pared y que lo tenía levantado en mi dirección. Y en el recuento de pesadillas de mi memoria vi a Babette mirándome como lo había hecho hacía tantos años diciéndome aquellas palabras:
Aléjate de mí, Satán.
Pero el rostro de la mujer estaba desesperado.

—Llévelo, por favor, en nombre de Dios —dijo—. Y viaje rápido.

Y la puerta se cerró dejándonos a mí y a Claudia en la oscuridad total.

En pocos minutos —volvió a contar el entrevistado— el túnel de la noche se cerró sobre las débiles linternas de nuestro carruaje, como si el poblado no hubiera existido jamás. Avanzamos, giramos, con los flejes crujiendo. La luna mortecina revelaba por un instante la silueta pálida de las montañas detrás de los pinos. No podía dejar de pensar en Morgan ni dejar de oír su voz. Todo se entremezclaba con mi propia y horrible anticipación de conocer la cosa que había matado a Emily, la cosa que sin duda era alguien de nuestra propia especie. Pero Claudia estaba frenética. De haber podido conducir los caballos ella misma, se hubiera hecho con las riendas. Una y otra vez me pidió que usara el látigo. Golpeó con salvajismo las pocas ramas bajas que de pronto sonaban contra las linternas delante de nuestras caras; y el brazo aferrado a mi cintura sobre el banco movedizo era firme como el acero.

Recuerdo una curva cerrada, el crujir de las linternas y Claudia, que gritaba por encima del ruido del viento:

—¡Allí, Louis! ¿Lo ves?

Tiré de las riendas.

Ella estaba de rodillas, apretada contra mí, y el vehículo se bamboleaba como un barco en alta mar.

Una gran nube viajera descubrió la luna, y allá, por encima del campo y el camino, se vio el contorno oscuro de la torre. Una larga ventana mostraba el cielo pálido detrás. Me senté allí, aferrado al banco, tratando de enderezar un movimiento que continuaba en mi mente mientras el carruaje se equilibraba sobre sus muelles. Uno de los caballos relinchó. Luego todo quedó quieto.

Claudia me dijo:

—Louis, ven...

Susurré algo, una negativa rápida e irracional. Tenía la impresión clara y aterrorizadora de que Morgan estaba cerca de mí, hablándome de ese modo apasionado con que lo había hecho en la posada. Ni una sola criatura viviente se movió a nuestro alrededor. Únicamente se oían el viento y el frotar de las hojas.

—¿Piensas que sabe que venimos? —pregunté, y mi voz no me resultó familiar en ese viento. Yo seguía mentalmente en aquella pequeña habitación, como si no hubiera escape de ella, como si el denso bosque no existiera. Creo que temblé. Y luego sentí que la mano de Claudia tocaba con mucha suavidad la mía. Los pinos delgados silbaban detrás de ella y el fragor de las hojas se hizo mayor, como si una gran boca chupase la brisa y comenzase un remolino.

—La enterrarán en ese cementerio. ¿Es eso lo que harán? ¡Una inglesa! —susurré.

—Si yo tuviera tu tamaño... —dijo Claudia—. Y si tú tuvieras mi corazón. Oh, Louis...

Y entonces inclinó su cabeza, y era tal su actitud la de un vampiro a punto de morder que me aparté de ella, pero sus labios sólo se apretaron suavemente contra los míos, encontraron una parte donde aspirar el aliento y dejar luego que pasara a mí cuando mis brazos la abrazaron.

—Déjame guiarte... —me rogó—. Ya no es posible volverse. Llévame en tus brazos y bajemos por el camino.

Pero me pareció una eternidad estar allí sentado sintiendo sus labios en mi cara y en mis párpados. Luego se movió, y de improviso la suavidad de su pequeño cuerpo se alejó de mí; hizo un movimiento tan grácil y rápido que pareció volar en el aire al lado del carruaje, con su mano aferrada a la mía un instante y luego dejándose ir. Entonces bajé la vista para encontrarla mirándome, de pie en el camino y en medio del charco de luz de la linterna. Me hizo un gesto cuando retrocedió un pie tras el otro.

—Louis, baja... —hasta que amenazó con desaparecer en la oscuridad. Y, en un segundo, quité la linterna del gancho y estuve a su lado entre las altas hierbas.

—¿No sientes el peligro? —le susurré—. ¿No lo puedes respirar en el viento?

Una de esas sonrisas rápidas y elusivas apareció en sus labios cuando se dio vuelta para dirigirse a la colina. La linterna mostró un sendero entre el alto bosque. Se abrochó su abrigo de lana y avanzó.

—Espera un momento...

—El miedo es tu enemigo... —me contestó, pero no se detuvo.

Avanzó delante de la luz, con el paso seguro, sereno, aun cuando las altas hierbas cedieron el lugar a montones de piedra y el bosque se espesó y la torre distante desapareció con la retirada de la luna y con las grandes redes de las ramas en lo alto. Pronto el ruido y el olor de los caballos murieron en el viento bajo.

—Sigue alerta —susurró Claudia mientras avanzaba sin cesar, sólo deteniéndose aquí y allí cuando las piedras y los matorrales parecían formar un refugio. Pero las ruinas eran antiguas. Si había sido la plaga o el fuego o el enemigo lo que había asolado el poblado, eso no lo sabíamos. En verdad, únicamente el monasterio permanecía.

Entonces algo resonó en la oscuridad y fue como el viento en las hojas, pero era algo distinto. Vi que se crispaba la espalda de Claudia, vi el relámpago de su blancura cuando aminoró el paso. Y supe que era el agua abriéndose paso lentamente por la montaña, y la vi allí delante, una cascada recta e iluminada por la luna que caía en una laguna burbujeante. Claudia apareció en el resplandor de la cascada y su mano se aferró a una raíz en la tierra húmeda; y entonces la vi escalar aquel risco; sus brazos temblaban ligeramente; sus pequeñas botas oscilaban, luego se afirmaban en la tierra, luego subían nuevamente. El agua estaba fría, de modo que el aire era fragante. Descansé un momento. Nada se movió a mí alrededor en el bosque. Escuché, separando quedamente el sonido del agua del sonido de las hojas, pero nada se movía. Y entonces, poco a poco, y como un frío que me subió por los brazos y la garganta para llegar finalmente a la cara, caí en la cuenta de que la noche era demasiado desolada, demasiado exánime. Era como si los pájaros evitaran aquel lugar; lo mismo parecía suceder con la miríada de criaturas que tendrían que haber estado a la orilla del agua. Pero Claudia, allá encima, necesitaba la linterna y su abrigo me rozó la cara. La levanté de modo que ella apareció de golpe en la luz como un querubín fantasmagórico. Alargó una mano como si, pese a su pequeño tamaño, pudiera ayudarme a subir. En un momento, volvimos a avanzar, contra la corriente y subiendo la montaña.

—¿Lo sientes? —me preguntó—. Todo está demasiado silencioso.

Pero su mano se aferró a la mía como para rogarme silencio. La colina se volvió más escarpada y la quietud era exasperante. Traté de mirar los límites de la luz, de ver cada tronco nuevo cuando se presentaba ante nosotros. Algo se movió y cogí a Claudia, casi empujándola. Pero sólo fue un reptil que marchaba entre las hojas con el látigo de su rabo. Las hojas volvieron a quedarse inmóviles. Pero Claudia se apretó aún más contra mí, bajo los dobleces de mi capa, con una mano aferrada firmemente a la tela de mi abrigo; y pareció empujarme adelante, y mi capa cayó sobre la suya.

Pronto desapareció el olor del agua y, cuando la luna brilló clara un instante, pude ver delante lo que me pareció un camino. Claudia agarró la linterna y cerró su portezuela de metal. Quise detenerla, mi mano luchó con la suya, pero entonces me dijo en voz baja:

—Cierra los ojos un momento. Luego ábrelos lentamente. Y, cuando lo hagas, lo verás.

Me estremecí cuando lo hice, aferrado a su hombro. Pero cuando abrí los ojos, vi detrás de los troncos distantes de los árboles, los largos muros del monasterio y la alta cima cuadrada de la masiva torre. Mucho más lejos, encima de un inmenso valle negro, brillaban los picos nevados de las montañas.

—Ven —me dijo—, serenamente, como si tu cuerpo no tuviera peso.

Y, sin vacilar, empezó a caminar hacia aquellos muros, hacia lo que nos esperase en aquel refugio.

En pocos segundos, encontramos la abertura que nos permitiría pasar, la gran entrada que era aún más negra que las paredes a su alrededor, con las enredaderas tapando sus bordes como para mantener a las piedras en su sitio. Arriba, a través del techo abierto, el olor húmedo de las piedras me crispó la nariz, y allí arriba, detrás de las masas de nubes, vi un débil relumbrar de estrellas. Una inmensa escalera iba de esquina a esquina hasta el alto ventanal que se abría al valle. Y debajo del primer rellano, en la oscuridad, apareció la gran puerta negra que daba a los demás recintos del monasterio.

Claudia se quedó quieta como si se hubiera convertido en piedra. Bajo la húmeda bóveda, no se le movía ni un cabello. Estaba escuchando. Y entonces me puse a escuchar también, a su lado. Sólo se oía el rumor de viento. Ella se movió, lenta, deliberadamente y, con un pie, abrió poco a poco un espacio en la tierra húmeda delante de ella. Allí pude ver una piedra chata y ancha que resonó hueca cuando ella la pisó suavemente con el tacón. Luego pude ver cómo se levantaba una de las esquinas; y se me ocurrió una imagen, mortífera en sus formas; la de la banda de hombres y mujeres del pueblo que rodeaban a la piedra y la levantaban con una inmensa cuña. Los ojos de Claudia repasaron las escaleras y se fijaron en la ruinosa puerta arruinada debajo de ellas. La luna iluminó un instante a través de una ventana baja. Entonces Claudia retrocedió tan súbitamente que quedó a mi lado sin haber hecho un solo sonido.

—¿Lo oyes? —susurró—. Escucha.

Era tan débil que ningún mortal podía haberlo oído. Y no provenía de las ruinas. Venía no del distante sendero por el que habíamos subido sino de otro, en las alturas de la colina, directamente unido al pueblo. Por ahora nada más que un crujido, pero era continuo; entonces, lentamente, se pudo distinguir el redondo apisonar de unos pasos. Claudia me cogió de la mano y, con una presión silenciosa, me hizo avanzar hasta debajo de la escalera. Pude ver las dobleces de su vestido que se movían suavemente debajo del borde de su capa. El resonar de los pasos aumentó y empecé a percatarme de que un paso seguía al otro con energía, pero que el primero se arrastraba en la tierra. Era un paso de cojo que se acercaba cada vez más por encima del suavísimo silbido del viento. Me latió fuerte el corazón y sentí que se me hinchaban las venas, un temblor me recorrió los miembros y sentía la tela de mi camisa contra la piel, la dureza del cuello, el frotar de los botones contra mi capa.

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