Entrevista con el vampiro (23 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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—Pero ¿por qué se fue? —preguntó, como si nada de lo dicho fuera suficiente.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué necesitabas de él? Estoy seguro de que él me habría...

—¡Él era mi amigo! —me dijo de improviso, y subió el volumen de su voz con indignación reprimida.

—Tú no te sientes bien —le dije—. Necesitas descansar. Hay algo... —y entonces le señalé, atento a cada movimiento suyo, las heridas del cuello— en tu cuello.

Ni siquiera sabía lo que le estaba diciendo. Sus dedos encontraron el lugar, lo frotaron.

—¿Qué importancia tiene? No sé. Los insectos están en todas partes —dijo, desviando la mirada—. ¿Le dijo algo más?

Durante largo rato lo vi alejarse por la rué Royale: una figura frenética, delgada, vestida de negro, a quien abría paso la masa que circulaba por allí.

De inmediato le conté a Claudia de sus heridas en el cuello.

Fue nuestra última noche en Nueva Orleans. Subiríamos a bordo del barco justo antes de medianoche del día siguiente y partiríamos de madrugada. Habíamos acordado caminar juntos hasta allí. Ella se mostraba muy solícita y había algo especialmente triste en su rostro, algo que no la había dejado desde que llorara.

—¿Qué pueden significar esas marcas? —me preguntó entonces—. ¿Que se alimentó del muchacho cuando éste dormía? ¿Que éste se lo permitió? No me lo puedo imaginar...

—Sí, debe de tratarse de eso —dije, pero sin estar convencido. Entonces recordé unas palabras que Lestat le dijera a Claudia acerca de que conocía a un joven que podría ser un vampiro mucho mejor que ella. ¿Había pensado hacer eso? ¿Había pensado crear otro más de nosotros?

—Ahora ya no tiene importancia —me recordó ella. Teníamos que despedirnos de Nueva Orleans. Nos alejamos de las multitudes de la rué Royale. Mis sentidos estaban bien alerta, negándose a decir que ésta era nuestra última noche.

La vieja ciudad francesa había sido quemada en gran parte hacía ya mucho tiempo, y la arquitectura de esos días era como la actual, española, lo que significaba que a medida que caminábamos lentamente por la misma calle angosta donde un coche tenía que detenerse para dejar paso a otro, pasábamos ante paredes blanqueadas y grandes entradas que revelaban distantes patios iluminados como paraísos parecidos al nuestro, y cada uno parecía ofrecer una promesa, un misterio sensual. Grandes bananeros cubrían las galerías de los patios interiores y las masas de helechos y flores se amontonaban a la entrada. Arriba, en la oscuridad, había figuras sentadas en los balcones, de espaldas a las puertas abiertas, y sus voces bajas y el rumor de sus abanicos eran apenas audibles por encima de la brisa del río; y sobre los muros crecía la visteria y las enredaderas, tan espesas que nos podíamos cepillar contra ellas cuando pasábamos y nos deteníamos ocasionalmente en este o aquel lugar para recoger una rosa luminosa o un tallo de madreselva. A través de los altos ventanales veíamos una y otra vez el juego de las luces de las lámparas contra los techos de yeso ricamente ornamentados, y a menudo la iridiscencia de un candelabro de cristal. De vez en cuando, una figura vestida de gala aparecía en las barandillas, y veíamos el brillo de las joyas en su cuello, su perfume agregaba un aroma lujurioso a las flores.

Nosotros teníamos nuestras esquinas, jardines y calles favoritos, pero inevitablemente alcanzábamos las afueras de la ciudad vieja y veíamos el pantano. Vehículo tras vehículo nos pasaban viniendo del Bayou Road en dirección al teatro o la ópera. Pero ahora las luces ciudadanas estaban detrás y sus olores mezclados estaban ahogados por el espeso hedor de la descomposición del pantano. La mera visión de los árboles altos, movedizos, con sus miembros ahítos de musgo, me hacía pensar en Lestat. Pensaba en él como había pensado en el cuerpo de mi hermano. Lo veía hundirse profundamente entre las raíces de los cipreses y los robles, esa horrible forma marchita envuelta en la sábana blanca. Me pregunté si las criaturas de los abismos lo rechazaban, sabiendo instintivamente lo que era aquella cosa emparchada, agrietada y virulenta; o si se arrastraban encima en el agua enlodada, pinchando su antigua carne seca de los huesos.

Me alejé de los pantanos, volví al corazón de la ciudad vieja, y el suave apretón de la mano de Claudia me reconfortó. Ella había hecho un ramo de lo recogido en todos los muros de los jardines, y lo tenía contra la pechera de su vestido amarillo, con su rostro enterrado en aquel perfumado recuerdo. Entonces me dijo, con un susurro tal que tuve que agacharme para oírlo:

—Louis, estás preocupado. Tú conoces el remedio. Deja que la carne... que la carne instruya a la mente.

Me dejó la mano y la miré alejarse, dándose vuelta una vez para susurrarme la misma orden.

—Olvídalo. Deja que la carne instruya a la mente...

Me hizo recordar aquel libro de poemas que yo tenía en las manos cuando ella me dijo esas palabras por primera vez, y vi el verso escrito sobre la página:

Sus labios eran rojos, su aspecto era libre, sus rizos eran tan amarillos como el oro, su piel era tan blanca como la lepra. Ella era la pesadilla, la-muerte-en-vida que espesa la sangre del hombre con el frío.

Ella me sonrió desde una esquina distante, una pizca de seda amarilla visible un momento en la angosta oscuridad; luego desapareció. Mi compañera, para siempre...

Me fui entonces a la rué Domaine y pasé rápidamente ante las ventanas a oscuras. Una lámpara se extinguió muy lentamente detrás de una gruesa pantalla de lazo, y la sombra del diseño se expandió sobre el ladrillo, se debilitó y luego terminó en la oscuridad.

Continué adelante, acercándome a la casa de Madame Le Clair, oyendo los violines chillones pero distantes de la sala de arriba y luego la aguda risa metálica de los invitados. Me quedé frente a la casa, en las sombras, viendo a un puñado de ellos moviéndose en las habitaciones iluminadas; de ventana a ventana caminaba un huésped, con un vino en la copa pálido como el limón, y su cara miraba la luna como si buscara algo desde una mejor posición, y finalmente la encontró en la última ventana, con su mano sobre el oscuro cortinado.

Delante había una puerta abierta en el muro de ladrillos y una luz caía sobre el pasillo al que daba acceso. Me moví en silencio por la calleja angosta y me encontré con los espesos aromas de la cocina que subían por el aire más allá de la puerta. El olor, apenas nauseabundo para un vampiro, de la comida hecha. Entré. Alguien acababa de cruzar el patio y la puerta trasera. Pero entonces vi otra figura. Estaba al lado del fuego de la cocina: una negra delgada con un pañuelo brillante en la cabeza; sus facciones estaban como talladas de una manera exquisita y brillaba a la luz como una figura esculpida en diorita. Revolvió la comida en la olla. Atrapé el perfume dulce de las especies y el verde frescor de la mejorana y del laurel, y luego en una oleada, vino el hedor horrible de la carne cocinada, la sangre y la carne descomponiéndose en los fluidos hirvientes. Me acerqué y la vi bajar su larga cuchara de hierro y se quedó con las manos sobre sus caderas generosas; la blancura de su delantal acentuaba su talle pequeño y fino. Los jugos de la olla hacían espuma y escupían sobre los carbones encendidos de abajo. El oscuro olor de la mujer me llegó; su perfume picante, más fuerte que el de la mezcla de la olla, me pareció casi prohibido cuando me apoyé en las paredes de las enredaderas. Arriba los violines agudos empezaron un vals y los pisos de madera crujieron con las parejas de bailarines. El jazmín del muro me rodeó y luego se alejó como el agua que deja la playa impecable y limpia. Y nuevamente sentí su perfume salado. Se había ido a la puerta de la cocina y tenía su largo cuello graciosamente inclinado mientras miraba debajo de la ventana iluminada.

—¡Monsieur! —me dijo, y salió entonces al rayo de luz amarilla. Ésta cayó sobre sus grandes pechos redondos y sus largos brazos sedosos, y sobre la larga y fría belleza de su cara—. ¿Está buscando la fiesta, señor? —preguntó ella—. La fiesta es arriba...

—No, querida, no estaba buscando la fiesta —le dije al salir de las sombras—. Te estaba buscando a ti.

Todo —prosiguió el vampiro— estaba preparado cuando me desperté a la tarde siguiente: el baúl de ropa estaba camino del barco, así como la caja que contenía el ataúd. Los criados se habían ido; los muebles estaban cubiertos de lienzos blancos. La visión de los pasajes y de una colección de notas de crédito bancario y algunos otros papeles, todo metido en una gruesa cartera, hizo que el viaje saliera a la luz brillante de la realidad. Habría dejado de matar de haber sido posible y, por tanto, me ocupé de ello a hora temprana al igual que Claudia; y cuando se acercaba el momento de irnos, me encontré a solas en el piso esperándola. Había tardado demasiado para mi estado de nervios. Temía por ella, aunque podía engañar a cualquiera y hacerse ayudar si se encontraba demasiado lejos de la casa. Muchas veces había convencido a desconocidos de que la trajeran a la misma puerta de su "padre", quien les agradecía profusamente por haber devuelto a su hija perdida.

Cuando llegó, lo hizo corriendo, y cuando dejé mi libro, me imaginé que se había olvidado de la hora. Creería que era más tarde de lo que era en realidad. Por mi reloj de bolsillo aún teníamos una hora. Pero, apenas llegó a la puerta, supe que estaba equivocado.

—¡Louis, las puertas! —dijo sin aliento; su pecho estaba agitado, tenía una mano sobre el corazón. Corrió por el pasillo, conmigo detrás, y, cuando me hizo una señal desesperada, cerré las puertas que daban a la galería.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué te ocurre?

Pero se acercó a las ventanas de la calle, las largas ventanas francesas que jamás se abrían a los angostos balcones sobre la calle. Levantó la pantalla de la lámpara y rápidamente apagó las velas de un soplido. La habitación quedó a oscuras y luego se iluminó poco a poco con las luces de la calle. Claudia se quedó de pie y agitada, con una mano sobre el pecho, y, entonces, me cogió de la mano y me llevó hasta la ventana.

—Alguien me ha seguido —me susurró entonces—. Lo podía oír manzana tras manzana detrás de mí. ¡Al principio pensé que no era nada! —Hizo una pausa para recuperar el aliento; su cara estaba blanca por la luz azulada que llegaba de las ventanas de enfrente—. Louis, es el músico —musitó.

—Pero, ¿qué importancia puede tener? Debe de haberte visto con Lestat.

—Louis, está allí abajo. Mira por la ventana. Trata de verlo.

Ella parecía muy conmovida, casi temerosa. Como si no pudiera soportar que la vieran por la ventana. Salí al balcón, aunque mantuve mi mano cogida a la suya mientras ella se escondía tras los cortinados y me la apretaba como si temiera por mí. Eran las once de la noche y la rué Royale en ese momento estaba tranquila. Las tiendas estaban cerradas y el público del teatro había desaparecido. Una puerta se cerró en algún sitio a mi derecha y vi que un hombre y una mujer salían rápidamente y se dirigían hacia la esquina. Sus pasos se alejaron. No podía ver a nadie, no podía sentir a nadie. Sólo podía oír la respiración agitada de Claudia. Algo se movió en la casa; di un respingo y entonces reconocí el aleteo y el movimiento de los pájaros. Nos habíamos olvidado de los pájaros. Pero Claudia se había sobresaltado peor que yo y se me acercó.

—No hay nadie, Claudia... —empecé a decirle.

Y entonces vi al músico.

Había estado tan inmóvil en la puerta de la mueblería que no me había percatado de su presencia, y él debe de haber querido que así fuera. Porque entonces levantó la mirada hacia mí y su rostro brilló en la oscuridad como una luz. La frustración y el temor se habían borrado por completo de sus facciones severas; sus grandes ojos oscuros me contemplaban desde su carne blanca. Se había convertido en un vampiro.

—Lo veo —le murmuré a Claudia, con mis labios lo más cerrados posible, y mis ojos fijos en los suyos.

Sentí que ella se acercaba aún más a mí; le temblaba la mano, el corazón le latía en la palma de la mano. Dejó escapar un gemido cuando lo vio. Pero, en ese mismo momento, algo me dejó helado cuando lo miré y no se movió. Porque oí unos pasos en el pasillo de abajo. Oí el ruido de los goznes de la puerta. Y luego nuevamente esos pasos, deliberados, sonoros, familiares. Esos pasos avanzaban ahora por la escalera de caracol. Claudia dejó escapar un leve grito y de inmediato lo sofocó con una mano. El vampiro en la puerta de la tienda no se había movido. Y yo conocía esos pasos en la escalera. Conocía esos pasos en el porche. Era Lestat, que abría la puerta y la cerraba de un portazo como si quisiera arrancarla de sus goznes. Claudia se metió en un rincón, con el cuerpo agachado como si alguien le hubiera dado un fuerte golpe. Sus ojos se movían frenéticos, yendo de mí a la figura en la calle. Los golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. Y entonces oí su voz:

—¡Louis! —me llamó—. ¡Louis! —rugió tras la puerta. Y entonces se produjo la rotura de la ventana de la sala trasera. Pude oír que, de adentro, se abría el picaporte. Rápidamente, agarré la lámpara, traté de encender una cerilla y la rompí a causa de mi nerviosismo; finalmente conseguí la llama que quería y aferré el pequeño recipiente de keroseno.

—Aléjate de la ventana. Cállate —le dije a Claudia, y ella me obedeció como si la orden súbita y sonora la liberara de un paroxismo de miedo—. Y enciende las demás lámparas. De inmediato.

La oí llorar mientras encendía las cerillas. Lestat se acercaba por el pasillo.

Y entonces apareció en la puerta. Dejé escapar un suspiro y, sin quererlo, di varios pasos atrás cuando lo vi. Pude oír que Claudia lloraba. Era Lestat, sin duda, restaurado e intacto en el marco de la puerta, con su cabeza inclinada hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas como si estuviera ebrio y necesitara del marco de la puerta para no caer hacia adelante. Su piel era una masa de cicatrices, una horrenda envoltura de carne herida, como si cada arruga de su "muerte" le hubiera dejado una huella. Estaba arrugado y marcado como por golpes al azar y sus ojos, una vez verdes y claros, estaban ahora llenos de venillas de hemorragias.

—No te muevas..., por el amor de Dios... —susurré—. Te la arrojaré. Te quemaré vivo —le dije; y, en ese mismo instante, pude oír un ruido a mi izquierda, algo que raspaba y raspaba la fachada de la casa. Era el otro. Vi entonces sus manos en el hierro forjado del balcón. Claudia lanzó un grito penetrante cuando el músico arrojó su peso contra los cristales.

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