Entrevista con el vampiro (25 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Para mí se trataba de una propuesta no muy deseable puesto que me ataba a ella; yo tenía deseos de otros lugares y de otros conocimientos que Claudia ni siquiera había empezado a comprender. Hacía años que se habían plantado en mí las semillas de esos deseos, semillas que se transformaron en flores amargas cuando el barco pasó el estrecho de Gibraltar y entró en las aguas del Mediterráneo.

Yo quería que esas aguas fueran azules. Y no lo eran. Eran las aguas de la pesadilla, ¡y cómo me hicieron sufrir entonces cuando me esforcé por recordar las aguas que los sentidos incultos de una jovenzuela habían dado como realidad, que una memoria indisciplinada había dejado que pasaran al olvido! El Mediterráneo era negro, negro en la costa de Italia, negro en la costa de Grecia, siempre negro, negro cuando, en las primeras horas frías antes del alba, mientras Claudia dormía preocupada por su aspecto y por la mísera ración que la precaución permitía a su hambre de vampira, yo bajaba una linterna, la hacía pasar por el vapor que subía hasta que las llamas prácticamente lamían las aguas; y nada salía a la luz de esa superficie pesada salvo la misma luz, el reflejo de ese rayo que viajaba constante a mi lado, un ojo fijo que parecía fijarse en mí desde las profundidades y decirme: "Louis, tu única búsqueda es de oscuridad. Este mar no es tu mar. Los mitos de los nombres no son nuestros mitos. Los tesoros del hombre no son tuyos".

Pero, ¡oh, con qué amargura me llenaba en esos momentos la búsqueda de los vampiros del Viejo Continente, una amargura que apenas podía siquiera saborear, como si el mismo aire hubiera perdido su frescura! Porque, ¿qué secretos, qué verdades tenían para nosotros esos monstruos de la noche? ¿Cuáles, necesariamente, serían sus limitaciones en caso de que los encontráramos? Realmente, ¿qué pueden decir los condenados a los condenados?

Nunca pisé tierra en El Pireo. No obstante, en mi imaginación anduve por la Acrópolis de Atenas, mirando cómo se elevaba la luna desde el techo abierto del Partenón, midiendo mi altura con la grandeza de esas columnas, caminando por las calles de esos griegos que murieron en Maratón, y escuchando el sonido del viento en los antiguos olivares. Esos eran los monumentos de los hombres que no podían morir; no eran las piedras de los muertos vivientes. Allí estaban los secretos que habían superado el paso del tiempo; secretos que yo apenas había empezado a entender.

Y, sin embargo, nada me desvió de nuestra búsqueda y nada me podía hacer desviar, comprometido como estaba; y me pregunté sobre el riesgo grave de nuestras investigaciones, el riesgo de cualquier pregunta que es hecha de verdad, ya que la respuesta debe representar un precio incalculable, un peligro trágico. ¿Quién sabía eso mejor que yo, que había presidido sobre la muerte de mi propio cuerpo, viendo todo lo que yo llamaba humano desvanecerse y morir únicamente para formar una cadena irrompible que me ató a este mundo y, al mismo tiempo, me hizo un exiliado en el mismo, un espectador eterno con un corazón que latía?

El mar me produjo malos sueños, agudos recuerdos. Una noche invernal en Nueva Orleans, cuando caminaba por el cementerio de St. Louis, vi a mi hermana, vieja y jorobada, con un ramo de rosas blancas en los brazos, las espinas cuidadosamente escondidas en un viejo pergamino, la cabeza cana gacha, mientras sus pasos la llevaban serena por la peligrosa oscuridad hasta la tumba donde estaba la lápida de su hermano Louis, al lado de la de su hermano menor... Louis, quien había muerto en el incendio de Pointe du Lac dejándole un generoso testamento a un ahijado que ella nunca conoció. Esas flores eran para Louis, como si no hubiera pasado medio siglo desde su muerte, como si su memoria, como si la memoria de Louis, no la dejara en paz. La pena había aguzado su belleza cenicienta, la pena había doblado su espalda angosta. ¿Y qué no hubiera dado yo, mientras la contemplaba, por tocar su pelo gris, susurrarle unas palabras de cariño, como si el amor no hubiera liberado en los años siguientes un horror peor que el dolor? La dejé con dolor. Una y otra vez.

Y entonces soñé demasiado. Soñé demasiado tiempo, en la prisión de ese barco, en la cárcel de mi cuerpo, a ritmo con la salida del sol como ningún ser humano lo estaba ni jamás lo había estado. Y mi corazón latía más fuerte a la espera de las montañas del este de Europa; finalmente, latía más rápido con la esperanza de que, en algún sitio, pudiéramos encontrar en ese paisaje primitivo la respuesta a por qué se ha permitido este sufrimiento en el reino de Dios o cómo pudiera terminarse. Yo no tenía el valor de terminarlo, lo sabía, sin esa respuesta. Y llegó el momento en que las aguas del Mediterráneo se transformaron en las del Mar Negro.

El vampiro suspiró. El muchacho descansaba sobre un codo, con la cara apoyada en la palma de su mano; y su expresión ávida era incongruente con lo rojizo de sus ojos.

—¿Piensas que estoy jugando contigo? —preguntó el vampiro, y sus finas cejas se arquearon un instante.

—No —dijo rápidamente el joven—. Es más sabio no hacerle preguntas. Usted me lo contará todo a su debido tiempo.

Y cerró la boca como si ya estuviera listo para que continuara el vampiro.

Se oyó un ruido a la distancia. Provino del viejo edificio Victoriano que los rodeaba; era el primer ruido que oían. El muchacho levantó la mirada a la puerta del pasillo. Fue como si se hubiera olvidado de que existía el edifico. Alguien caminaba pesadamente sobre los tablones. Pero el vampiro siguió imperturbable. Desvió la mirada como si se alejara nuevamente del presente.

—Esa aldea. No te puedo decir el nombre, lo he olvidado.

No obstante, recuerdo que estaba a muchos kilómetros de la costa y que habíamos viajado en un carruaje. ¡Y qué carruaje! Era cosa de Claudia, ese carruaje, y yo tendría que haberlo esperado. Pero, como siempre, las cosas me toman por sorpresa. Desde el primer instante en que llegamos a Varna, percibí en ella algunos cambios que, de inmediato, me hicieron tomar conciencia de que ella era tan hija de Lestat como mía. De mí, ella había aprendido el valor del dinero, pero de Lestat había heredado la pasión de gastarlo: y no estaba dispuesta a irse sin el vehículo más lujoso que pudiera conseguir, equipado con asientos de cuero que podrían haber servido a una docena de pasajeros, de sobra para un hombre y una niña que sólo usaban ese compartimiento para el transporte de un arcón de roble tallado. En la parte trasera había atados dos baúles con las mejores ropas que se podían conseguir en las tiendas; y viajamos con esas enormes ruedas livianas y rayos muy finos que cargaban con facilidad el inmenso bulto sobre los caminos de la montaña. Fue emocionante en ese extraño territorio: esos caballos al galope y el suave deslizamiento del carruaje.

Era un extraño país. Solitario, oscuro, como a menudo son oscuras las zonas rurales, con sus castillos y ruinas frecuentemente oscurecidos cuando la luna pasa detrás de las nubes, de modo que sentí ansiedad durante esas horas como nunca había sentido en Nueva Orleans. Las gentes no eran un alivio. Quedábamos desnudos y al descubierto en sus pequeñas aldeas. Y conscientes de que, en ese medio, nosotros estábamos en peligro grave.

Jamás en Nueva Orleans el asesinato tuvo que ser disfrazado. Las plagas de la fiebre, el crimen; esas cosas siempre estaban en competencia con nosotros y nos superaban. Pero aquí teníamos que hacer grandes esfuerzos para que las muertes no fueran descubiertas. Porque estas simples gentes del campo, que podrían haber encontrado aterradoras las calles multitudinarias de Nueva Orleans, creían absolutamente que los muertos caminaban y que bebían la sangre de los vivos. Sabían nuestros nombres: vampiros, demonios. Y nosotros, que estábamos al acecho del menor rumor, no queríamos bajo ninguna circunstancia crear rumores en torno de nosotros.

Viajamos solos, rápida y lujosamente entre esa gente, luchando por mantenernos a salvo dentro de nuestras ostentaciones, encontrando amenas las conversaciones acerca de vampiros ante las chimeneas de los hospedajes, donde mi hija dormía tranquila sobre mi pecho, mientras yo siempre encontraba a alguien entre los campesinos o los huéspedes que hablara suficiente alemán o incluso un poco de francés, como para que consiguiera contarme las leyendas familiares.

Pero por último llegamos al pueblo que habría de ser el punto crucial de nuestro viaje. Nada saboreo de ese viaje, ni la frescura del aire ni el frescor de las noches. Aun hoy no hablo de él sin un vago temor.

La noche anterior habíamos estado en una granja y, por tanto, nada nos había preparado a lo que sucedería; únicamente el aspecto desolado del lugar; porque no era tarde cuando llegamos. Ni demasiado tarde como para que todas las persianas de esa angosta calle estuvieran ya cerradas, ni para que una farola mortecina colgara indolente del portal del hospedaje.

La basura estaba en las puertas. Y había otras señales de que algo malo había sucedido. Una pequeña caja de flores marchitas bajo un escaparate cerrado de una tienda. Un barril rodando para atrás y para adelante en medio del patio del hospedaje. Parecía un pueblo sitiado por la plaga.

Pero cuando bajé a Claudia a la tierra apisonada al lado del carruaje, vi un rayo de luz bajo la puerta de la posada.

—Súbete la capa —me dijo ella rápidamente—. Ya vienen.

Alguien estaba abriendo la puerta.

Al principio lo único que vimos fue la luz detrás de la figura en el pequeño margen que dejaba. Luego las luces de las linternas del carruaje relumbraron en sus ojos.

—Un cuarto para pasar la noche —dije yo en alemán—. Y mis caballos también necesitan descanso y cuidado.

—La noche no es para viajar... —me dijo ella con una voz chillona y peculiar—. Y menos con una niña.

Cuando dijo eso, me percaté de la presencia de otra gente en la habitación. Pude oír sus murmullos y ver el chisporroteo de un fuego. Por lo que pude ver, se trataba de campesinos reunidos alrededor del fuego, salvo por un hombre que estaba vestido como yo, con un traje a medida y un abrigo sobre los hombros; pero su ropa estaba descuidada y en mal estado. Su cabello pelirrojo brillaba a la luz del fuego. Era un extranjero como nosotros y era el único que no nos miraba. Movía un poco la cabeza como si estuviera borracho.

—Mi hija está cansada —dije a la mujer—. No tenemos ningún lugar para pasar la noche.

Y tomé a Claudia entre mis brazos. Ella puso su cabeza contra la mía y la oí susurrar:

—Louis, el ajo, el crucifijo encima de la puerta.

Yo no había visto esas cosas. Era un pequeño crucifijo con el cuerpo de Cristo en bronce fijado a la cruz, que tenía enroscada una ristra de ajos frescos. Los ojos de la mujer siguieron los míos y entonces me miró severamente y pude notar lo cansada que estaba, lo rojas que tenía las pupilas y cómo le temblaba la mano que tenía aferrada al mantón sobre su pecho. Su pelo negro estaba completamente despeinado. Me acerqué más hasta casi el umbral y ella abrió súbitamente la puerta como si acabara de decidir dejarnos entrar. Dijo una oración cuando pasé por su lado; estoy seguro de ello, aunque no pude comprender las palabras eslavas.

El cuarto pequeño y de vigas bajas estaba lleno de gente, hombres y mujeres alrededor de las paredes rústicas, sobre los bancos, incluso en el suelo. Una criatura dormía en las rodillas de su madre sobre la escalera, tapada con mantas, con las rodillas apoyadas en un escalón y los brazos haciendo de almohada para la cabeza en el siguiente. Y en todas partes colgaba el ajo de clavos y ganchos junto a las ollas de guisar y los botellones. El fuego brindaba la única luz y arrojaba sombras distorsionadoras en los rostros inmóviles que nos observaban.

Nadie nos invitó a tomar asiento ni nos ofreció nada. Finalmente la mujer me dijo en alemán que yo mismo podía llevar los caballos al establo si así lo deseaba. Me miró con sus ojos algo salvajes, enrojecidos, y entonces su cara se suavizó. Me dijo que se quedaría en la puerta para darme luz, pero que debía darme prisa y dejar allí a la niña.

Pero algo más me había llamado la atención, un olor que noté por debajo de la pesada fragancia de la leña quemada y del vino. El olor a muerte. Podía sentir que Claudia apretaba su mano contra mi pecho y vi que su pequeño dedo señalaba el pie de las escaleras. El olor provenía de allí.

La mujer tenía una copa de vino y una taza de caldo cuando regresé. Tomé asiento con Claudia en mis rodillas; su cabeza, desviada del fuego, miraba a esa puerta misteriosa. Todos los ojos estaban fijos en nosotros como antes, con la excepción del extranjero. Ahora pude ver claramente su perfil. Era mucho más joven de lo que yo había pensado y su aspecto desarreglado se debía a la emoción. En realidad, tenía una cara delgada y agradable; su piel clara y pecosa le hacía parecer un niño. Sus grandes ojos azules estaban fijos en el fuego como si le estuviera hablando; y sus cejas y sus párpados eran dorados a la luz, lo que le daba una expresión muy inocente y abierta. De repente, se dirigió a mí y vi que había estado llorando.

—¿Habla inglés? —me preguntó, y su voz retumbó en el silencio.

—Así es —le dije. Y él miró a los demás con aire triunfal. Ellos lo miraban imperturbables.

—¡Usted habla inglés! —gritó; y sus labios se estiraron formando una sonrisa; sus ojos se movieron por el techo y luego se fijaron en los míos—. ¡Váyase de este país! —dijo—. Váyase ahora mismo. ¡Llévese su carruaje y sus caballos hasta que revienten, pero váyase ahora mismo.

Entonces se le convulsionaron los hombros como si estuviera enfermo. Se llevó una mano a la boca. La mujer, que ahora estaba contra la pared con el delantal en las manos, dijo serenamente en alemán:

—Al alba puede irse. Al alba.

—Pero, ¿qué es esto? —le pregunté. Luego miré al joven. Me miraba; sus ojos estaban rojos y cristalinos. Nadie habló.

Un leño cayó pesadamente en el fuego.

—¿Me lo dirá? —le pregunté amablemente al inglés.

Él se puso de pie. Por un instante pensé que se caería. Se agachó, porque era mucho más alto que yo, luego retrocedió antes de conseguir el equilibrio y puso las manos sobre los bordes de la mesa. Tenía el abrigo manchado de vino y lo mismo los puños de la camisa.

—¿Quiere ver? —dijo mirándome a los ojos—. ¿Quiere ver por usted mismo?

Su voz tuvo un tono suave y patético cuando pronunció esas palabras.

—¡Deje a la niña! —dijo abruptamente la mujer con un gesto rápido e imperioso.

—Está durmiendo —dije, y, poniéndome de pie, seguí al inglés hasta la puerta al pie de la escalera.

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