«Caramba, ¡cuanto me alegro de estar aquí!»
El motivo de estar en Macksville era el interesante descubrimiento de que Brisbane no está a tres o cuatro horas al norte de Sydney, como yo suponía alegremente hasta el momento, sino a dos días de coche. La cuestión es que si miras el mapa del tiempo de la televisión, Brisbane y Sydney están prácticamente al lado; sus solecitos y sus nubarrones de tormentas casi chocan entre sí en el mapa. Pero en Australia la vecindad es, sin duda, un concepto relativo. Hay casi mil kilómetros entre Sydney y Brisbane, la mayor parte por una carretera curiosamente estrecha de dos carriles. ¡Qué remedio! Iba a pasar la noche en Macksville.
No es mi intención hablar mal de una población (qué idea más descabellada) que es el hogar de 2.811 personas, pero como ya me había visto cenando barramundi recién pescado y viendo la puesta de sol del Pacífico en la famosa Gold Coast de Queensland en lugar de estar encallado en un oscuro y atrasado lugar a medio camino de mi destino, mi decepción era auténtica. Mi preocupación más inmediata era que me estaba quedando sin tiempo en este viaje. Tenía el compromiso adquirido de participar en una visita a Siria y Jordania para recoger fondos en nombre de una asociación británica de apoyo a la infancia. Al cabo de tres días tendría que volver a Sydney en avión, luego volar a Londres, recoger el equipo de excursionista y comprobar que mis hijos me reconocían y de allí a Damasco. Era evidente que no iba a ver la inmensidad de la Costa del Boomerang tan tranquilamente como habría deseado.
Por ello, cuando salí del motel a pasear por la ciudad, no me encontraba, por así decirlo, muy animado. Macksville no estaba tan mal. Está situada a la orilla del variable y fangoso río Nambucca, y en definitiva es una pausa en el camino: un tentáculo de bungalows con pulcros jardines y pequeños edificios de oficinas que conduce a un centro muy denso. Aunque la carretera que lleva a la ciudad es la Pacific Highway, la principal conexión arterial entre Sydney y Brisbane, sólo pasaron dos coches en el rato que anduve por su cuneta polvorienta en dirección al centro. En el corazón de la modesta comunidad está el gran y marchito Nambucca Hotel, en el que entré, encantado de huir del calor. Era un lugar espacioso pero estaba vacío. Dos ancianos en camiseta y deteriorados sombreros llenaban un extremo de la larga barra. En una sala lateral un hombre y una mujer estaban sentados en un silencio absorto por el resplandor seductor y mecánico de unas
pokies
. Pedí una cerveza, estuve un rato de pie para comprobar que nadie estaba interesado en entablar conversación conmigo y me retiré a una zona central del bar donde me instalé en un taburete, y sin prestar demasiada atención miré las noticias de la noche en un televisor sin voz colgado de la pared.
En algún lugar del
bush
, la policía rastreaba con perros; no había forma de saber lo que buscaban, pero se trataba de un suelo de arcilla roja y lo hacían muy bien. En otra parte parecía haber un rebrote de fiebre del Ross River: otra enfermedad desconocida. Después vi a Paul Keating, el ex primer ministro —el del vocabulario tan expresivo, al que aludía en el capítulo de Canberra— en las escaleras de un edificio de oficinas, de pie, contestando a las preguntas de los periodistas con cara de irritación. No se sabía lo que decía, pero supongo que calificaba a los presentes de imbéciles y gusanos. Estaba bien eso de ver las noticias sin sonido.
Después, ahora ya en mi mundo, noticias de Kosovo; avanzaban convoyes por las carreteras del país y los morteros levantaban humaredas en las montañas lejanas. Bill Clinton estaba otra vez con el agua al cuello, supuse al verle paseando por el Rose Garden de la mano de Hillary y Chelsea, todos con cara de mutua adoración. Les acompañaba un spaniel encantador, y me pareció una señal de que el presidente lo tenía verdaderamente mal. Me daba igual. Todo parecía tan lejano…
Después, un montón de deportes; en todos ellos los australianos destacaban de forma meritoria. Finalmente un mapa del tiempo mostró sol por todas partes y después la presentadora puso en orden sus papeles sonriendo de una manera que sugería que podíamos meternos en la cama tranquilos. Greg Norman ganaba al golf y lo demás estaba muy, muy lejos y no nos afectaba.
En Australia es asombrosamente fácil olvidar, o al menos no ser muy consciente, de que existe un mundo más allá. Los australianos en los telediarios hacen lo que pueden por superar el inconveniente de la distancia, pero incluso así comunican una curiosa sensación de desconexión: pequeños detalles te recuerdan que este país está muy lejos. Por ejemplo, había observado que los periódicos australianos normalmente publicaban las necrológicas, sobre todo de personalidades extranjeras, semanas o meses después de que hubieran muerto. Supongo que en cierta forma es normal —total, van a estar muertos siempre— pero esto le da al periódico un cierto aire de ensimismamiento. El día antes de coger el vuelo de Melbourne a Sydney, hojeando un ejemplar del
Bulletin
, la respetable revista de actualidad del país, leí una sección llamada «Flashback» que incluía sucesos importantes de la historia que coincidían con la fecha de la semana. En el 22 de enero tenía este interesante titular: «1934: el actor Bill Bixby (muerto en 1993) nace en Park Ridge, Illinois, EE. UU».
Pensémoslo un momento. En una columna dedicada a lo más significativo de la historia mundial, la fecha de nacimiento de un actor cuyo momento culminante fue hacer el papel de bueno en
Mi marciano favorito
, una serie de televisión de los años sesenta, todavía se recuerda en Australia seis años después de su muerte. Francamente, resulta un poco raro. Es verdad que era un artículo de relleno al final de la revista y que no hay que darle mucha importancia; por eso, os voy a poner un ejemplo más convincente de excentricidad temporal.
Estaba sentado en el bar cuando saqué mi compendio de la historia de Australia de Manning Clark y me puse a leerla con aplicación. Sólo me quedaban treinta páginas y no sería sincero callar que ansiaba apartar de mi vida para siempre al señor Clark y sus extravagantes discursos. Aun así, la historia de Australia es interesante, el taburete era cómodo y podía beber toda la cerveza que quisiera, o sea que no me sentía desgraciado.
Leí, pues, el resto del libro y aquí es a donde íbamos. Después de 619 páginas de densa exposición, el libro concluía con el nombramiento de John Curtin como líder del Partido Laborista australiano el 1 de octubre de 1935. Éste es, permitidme que insista, el manual de historia más utilizado en Australia —te lo recomiendan en todas las librerías de país— y termina en 1935. ¡De eso hace dieciséis primeros ministros!
Me quedé tan desconcertado que alcé el libro por encima de la cabeza para ver si caía alguna página, y después miré en el suelo y bajo el taburete. Pero no. El libro terminaba adrede en 1935. Manning Clark murió —o cedió la última y torturada chispa de vida, como seguro que le habría gustado decir— en 1991, y estaba dispuesto a perdonarle la última década de la azarosa saga australiana, pero habría podido encontrar espacio, al menos, para la Segunda Guerra Mundial. Aunque escribió la historia mucho después de la guerra (concretamente, entre 1962 y 1987) en una serie de seis volúmenes de los que yo tenía su esencia, no contiene una sola mención del suceso más importante del siglo
XX
. No hay siquiera una pista de los nubarrones que se iban formando. El texto tampoco menciona la guerra fría, las reformas de la tierra aborigen, el surgimiento de una sociedad multicultural, la caída del gobierno Whitlam, la llegada de la república o la vida y milagros de Bill Bixby, entre muchas otras cosas.
Para cubrir este preocupante hueco, los editores han introducido en la presente edición un epílogo —una «coda»— escrita por el editor y compendiador del libro. Condensa los últimos sesenta y cinco años de la historia de Australia en 34 páginas, lo que, como podéis imaginaros, otorga al conjunto un toque de apresuramiento y accesoriedad. Y hasta la edición de 1995 ni siquiera tenía eso.
Bueno, a mí me parece muy raro. Qué más puedo decir.
Suspirando, cerré el libro y me di cuenta de que tenía hambre. Según un rótulo que había en la puerta, al otro lado de la sala, el Nambucca tenía restaurante, o sea que salí a investigar. La puerta no se abría.
—El comedor está cerrado —dijo uno de los dos hombres de la barra—. El chef está enfermo.
—Se habrá comido alguno de sus platos —dijo una voz desde las máquinas tragaperras, y todos sonreímos.
—¿Hay algún otro lugar en la ciudad? —pregunté.
—Depende —dijo el hombre, rascándose el cuello pensativamente. Se inclinó un poco hacia mí—. ¿Le gusta comer bien?
Asentí. Pues claro que sí.
—Entonces no.
Volvió a su cerveza.
—Pruebe en el chino de enfrente —dijo su compañero—. No está mal.
El restaurante chino estaba justo enfrente, como me habían dicho, pero según un aviso de la entrada no tenía permiso para vender alcohol y yo no me veía con ánimos de soportar comida de un restaurante chino de pueblo sin el consuelo de una cerveza. He viajado lo suficiente para saber que, en general, un chef no se instala en un lugar como Macksville porque haya deseado compartir las sutilezas de 3.500 años de cocina Szechuan con ganaderos. Así que seguí buscando en el denso centro de Macksville. La respuesta era: muy poca cosa. Estaba todo cerrado menos Bub’s Hotbakes, un pequeño establecimiento de comida para llevar —no era precisamente para animarse—. Abrí la puerta, reanimando por un momento a las cinco mil moscas que pasaban por allí, a ver qué estaban haciendo Bub y los suyos, y entré, sabiendo en el fondo de mi corazón que aquella sería una experiencia que lamentaría.
En Bub’s tenían una considerable variedad de comida, toda ella relacionada con alguna carne en salsa entre un montón de pasta. Pedí un bocadillo grande de salchicha con patatas fritas.
—No tenemos patatas fritas —dijo una dependienta de amplias proporciones.
«¿Y cómo se ha puesto así?», tenía ganas de decirle, pero reprimí esta indigna tentación, cambié mi pedido por un bocadillo grande de salchicha y algo así como «pastel de queso continental» y me lo llevé todo afuera. Me lo comí sentado en la acera.
No resto méritos a las cualidades culinarias de Bub’s, pero un bocadillo grande de salchicha y un pastel de queso continental no fue la culminación más satisfactoria de una noche en la ciudad, ni siquiera en un lugar tan remoto y al que es tan difícil de llegar como Macksville. Además, sólo eran las siete y media de la tarde. Sopesé mis opciones: tele en el motel, un paseo para ver la puesta de sol por la carretera o más cerveza en el Nambucca, y volví al Nambucca.
Los dos hombres del bar se habían marchado, y su lugar lo ocupaban una camarera y una mujer que conversaban de forma íntima e intensa. A juzgar por sus caras pálidas y animosas, era evidente que estaban criticando. «Pues claro que sigue allí… aún no le han echado», oí que le decía una a la otra en tono de broma.
Pedí otra cerveza y me retiré a mi punto favorito del bar, y allí abrí mi libro de mapas para ver dónde estaba exactamente. En los últimos dos días había empezado a ser consciente de lo mucho que me faltaba por ver en un país tan vasto y disperso. Llevaba cuatro semanas conduciendo y sólo había recorrido una minúscula parte. Es más, había hecho las más fáciles, las que están bien asfaltadas y razonablemente habitadas. En conjunto Australia tiene 290.000 km de carreteras asfaltadas que un conductor empecinado recorrería en un año, pero la mayor parte transcurren en el poblado corredor oriental. Aparte de eso, hay otras zonas enormes donde no hay nada. No hay ni un centímetro de carretera asfaltada en los 3.200 km de irregular costa de Darwin a Cairns, lo que lo convierte en uno de los tramos costeros más largos, además de hermosos, del mundo que no tienen ninguna carretera. De forma semejante, tampoco hay ninguna en la exuberancia tropical que se extiende en los 800 km que van de Cairns a Cape York, la punta norte de Australia y otra zona de suprema belleza. En todo Queensland, una zona donde cabría cómodamente toda Europa occidental, sólo tres carreteras asfaltadas se adentran en el vasto y árido interior del estado, y sólo una ofrece una salida a los dos tercios del oeste de Australia. Desde Camooweal en el norte a Barringun en el sur, podrías, si estuvieras completamente desequilibrado, caminar 2.250 km por Queensland sin pisar una superficie asfaltada. Viajar cualquier distancia hacia el interior significa encontrarse, con sorprendente rapidez, en un país vacío.
En el
outback
abundan relativamente las pistas, en conjunto unos 480.000 km, pero los coches que te alquilan habitualmente no sirven para ir por ellas e incluso con un vehículo todoterreno totalmente equipado, el que se aventura sólo es un conductor valeroso o temerario porque es fácil perderse o quedar encallado. Hace poco una pareja joven de austriacos, en un viaje por el
outback
en un todoterreno alquilado, se hundió hasta los ejes en la arena en una pista solitaria y sin nombre del desierto de Simpson. Cuando se dieron cuenta de que era imposible sacar el coche, la mujer decidió caminar los 64 km que los separaban de Oodnadatta Track, donde sería más fácil que los rescataran. No sé por qué fue la mujer y no el hombre. Se llevó nueve de los doce litros de agua que tenían y se puso en marcha con un calor de 60 ºC.
A la mayoría nos resulta imposible concebir cuán agotador resulta un calor así. Bajo el sol y con una temperatura tan alta, uno se cuece como en un horno, de dentro a fuera. La pobre mujer no tenía ninguna posibilidad. Incluso con una buena provisión de agua, duró menos de dos días y sólo hizo 29 km, menos de la mitad de la distancia requerida. (Su pareja, sentado a la sombra, sobrevivió y fue rescatado.) En resumen, más vale no quedarse atrapado en el
outback
.
Mi problema más inmediato era qué iba a hacer con mi último par de días. Mi programa original era ir a Brisbane, Surfers Paradise y el Gran Plátano de Coff’s Harbour. Pero ya no tenía tiempo de ver Brisbane, al menos a fondo, y el Gran Plátano tampoco me llamaba tanto la atención. No quiero desmerecer un monumento nacional, pero mi afición a las frutas gigantes tiene un límite. Sentado en el bar, hojeaba las páginas despreocupadamente buscando desviaciones alternativas, que podían ser Byron Bay, Parque Nacional de Dorrigo, las Darling Downs del sur de Queensland, cuando dos palabras, en letra pequeña y pegadas a una línea azul pálida y errática, me llamaron la atención. Ya tenía destino. Iría a un lugar llamado Myall Creek.