En las antípodas (44 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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La pregunta que se plantea es por qué Australia, tan a menudo hostil a la vida, ha producido tanto y en tanta abundancia. Paradójicamente, la mitad de la respuesta radica en la pobreza del suelo. En el mundo templado, las plantas que conocemos prosperan en cualquier lugar —un roble crece tan productivamente en Oregón como en Pennsylvania— y tienden a predominar unas cuantas especies genéricas. En los suelos pobres, en cambio, suelen especializarse. Una especie aprenderá a tolerar suelos que contengan, pongamos, grandes concentraciones de níquel, un elemento que otras encuentran desagradable. Otra se hará tolerante al cobre. Otra, a su vez, aprende a tolerar el níquel y el cobre, y quizá también las sequías prolongadas. Y así sucesivamente. Después de unos cuantos millones de años, acabas teniendo un paisaje lleno de una gran variedad de plantas, donde cada una de ellas prefiere condiciones específicas y domina un retazo de terreno que pocas otras más pueden soportar. Las plantas especializadas conducen a los insectos especializados, y así avanza la cadena alimentaria. El resultado es un país que parece hostil a la vida pero que está maravillosamente diversificado.

El segundo factor, más evidente en la variedad australiana, es el aislamiento. Evidentemente, cincuenta millones de años como isla protegieron las formas de vida autóctonas de mucha competencia y permitieron que algunas de ellas —los eucaliptos en el mundo de las plantas, los marsupiales en el mundo animal— prosperaran de forma insólita. Así que no es menos importante para la diversidad de especies el aislamiento que ha existido en Australia. En general, Australia comprende bolsas de vida diseminadas y separadas por grandes zonas áridas. Y esto es palpable como en ningún otro lugar en el sudoeste de Australia. Según David Attenborough (en
La vida privada de las plantas
), ese rincón de Australia «contiene no menos de 12.000 especies diferentes de plantas y el 87 % de ellas no se encuentra en ningún otro lugar del mundo».

En consecuencia, es lamentable informar que muchas de estas singulares plantas están amenazadas por una enfermedad terrible llamada «dieback». Esta enfermedad procede de una familia de hongos denominada
Phytophthora
, relacionada con el hongo que causó la plaga de la patata en Irlanda. Hace un siglo que está en Australia y ha afectado a plantas de todo el país, aunque la ciencia no identificó la enfermedad hasta 1966. Es especialmente preocupante en el sudoeste de Australia, en parte porque allí se transmite como en ningún otro lugar, y además por la densidad de plantas raras y vulnerables que hay en el suroeste. Descubrí gracias a un letrero informativo que incluso las banksias están en peligro. La banksia (que tomó su nombre de su descubridor, Joseph Banks) es quizá la flor más amada de Australia. Es una rareza —las flores recuerdan los cepillos de dientes— pero a los australianos les encantan por su rareza, porque están por todas partes y sólo las tienen ellos. En consecuencia, fue una pena leer que hay siete especies de banksia entre las plantas en peligro de extinción y que podrían desaparecer en estado salvaje en los próximos años. Doce especies más están amenazadas. Quizá sea mi pesimismo natural, pero el interés de los viajes de hoy en día es ver cosas y más cosas. Lo que más me angustia, supongo, es que con tantas plantas todavía por estudiar, muchas podrían desaparecer antes de ser descubiertas.

Todo esto lo pensaba porque me había propuesto llevar a cabo una pequeña incursión botánica por mi cuenta. Pero antes tenía un día libre en Perth. No había pensado nada concreto, pero pocos minutos después de estar sentado en una terraza a la sombra de la cafetería del parque, decorándome la cara con espuma de chocolate de capuccino, leí en el
West Australian
un artículo que me dio una idea.

El artículo hablaba de Lang Hancock, un personaje sobre el que había estado leyendo últimamente. Hancock era un ranchero en el remoto norte de Australia Occidental que tuvo la excepcional buena suerte de participar en uno de los mayores
booms
mineros de la historia moderna. Si alguien duda de que Australia sea un país afortunado, sólo tiene que repasar la historia de los descubrimientos mineros del país en los años cincuenta y posteriores. Hasta esa época, la creencia convencional estribaba en que Australia era deficitaria en recursos naturales. El mineral de hierro, por ejemplo, se consideraba tan escaso que durante dos décadas estuvo prohibido exportarlo. Pero en 1952 Lang Hancock realizó un importante descubrimiento. Pilotando un aeroplano ligero sobre la desolación de la Hamersley Range, cercana a la costa norte, perdió el control en una tormenta repentina y tuvo que realizar un aterrizaje forzoso en una zona de rocas planas conocida por los geólogos como el Western Shield. Bajó del aeroplano y se dio cuenta de que había ido a parar sobre un suelo de hierro sólido. Investigó un poco más y descubrió que era propietario de 100 km de mineral de hierro. Así como en 1950 las reservas de hierro de Australia se creían prácticamente nulas, se calcularon en 20 billones de toneladas en 1960. A finales de los años sesenta, Hancock controlaba unas reservas de hierro mayores que las de Estados Unidos y Canadá juntos. Y eso es mucho hierro.

Pero era sólo el comienzo. En una racha abrumadora se encontraron depósitos de mineral por todas partes: bauxita, níquel, manganeso, uranio, cobre, plomo, diamantes, aluminio, cinc, circón, rutilo, ilmenita y muchos más que la mayoría no hemos oído nombrar. De la noche a la mañana, la gente con intereses mineros amasó fortunas vergonzosas de calcular e imposibles de gastar. El mercado bursátil enloqueció en cuanto aparecieron inversores dispuestos a participar. En Sydney, un corredor perdió una oreja —¡una oreja!— en el frenesí que acompañaba a las constantes noticias de nuevos descubrimientos. Fue un período embriagador y transformó las fortunas de Australia. De ser una lánguida y tranquila productora de lana, pasó a ser un coloso de las minas, el mayor exportador de minerales del mundo. Los mayores hallazgos se produjeron en Australia Occidental, y gran parte de la riqueza se quedó en Perth, la capital del estado, cosa que explica tantos rascacielos.

Lang Hancock, el hombre que lo empezó todo, fue llamado a la gran montaña de hierro celestial en 1992, pero en su vejez hizo aquello que enfurece tanto a los hijos de los ricos de todo el mundo: se casó con Rose, su ama de llaves filipina. Según el periódico, la hija de Hancock había presentado una demanda alegando que la viuda y el difunto señor Hancock «habían gastado a manos llenas y de forma impropia un dinero que no era suyo». El artículo ofrecía un recuadro con los principales bienes de la señora Hancock. Entre éstos había una casa en Perth de 35 millones de dólares en un barrio llamado Mosman Park, con la dirección completa. Decían que era la residencia más majestuosa de la ciudad; sólo las lámparas de araña habían costado 3 millones de dólares. Mirando el plano de la ciudad, vi que Mosman Park estaba en el extremo más alejado de un grupo de barrios conocidos por su lujo que se extendía hasta Fremantle, y como hacía un día estupendo y estaba de buen humor, decidí ir caminando.

Del centro de Perth a Mosman Park hay un buen trecho. Caminé horas y horas por entre la frondosa extensión del campus de la Universidad de Australia Occidental, bordeando la soleada playa del estuario del río Swan, seguí las ondulantes bahías y los estuarios repletos de yates, y llegué por fin a zonas residenciales de una riqueza ostentosa —Nedlands, Dalkeith, Peppermint Grove— donde las mansiones palaciegas se asaban bajo un sol penetrante. Aquellos barrios ocupaban kilómetros para desgracia de mis pobres pies, calle tras calle de hogares trofeo, con grandes verjas y anchos paseos, patios adornados con estatuas griegas sobre bases ornamentales y garajes con flotas de coches. Era una aplastante demostración de la teoría de que el dinero y el buen gusto no siempre, o casi nunca, van a la par. Los propietarios de aquellas casas eran hombres que les había tocado la lotería, comerciantes de aquellos que aparecen en sus propios anuncios de televisión y gente que no se avergonzaría de decir que vive en «Peppermint Grove»
[*]
. No pretendo insinuar que los nuevos ricos australianos sean menos refinados que los de otros países, pero la falta de una arquitectura vernácula y propia de Australia representa que la gente puede elegir su estilo en una gama más amplia: bancos automatizados, casinos, residencias de lujo para ancianos y hoteles en pistas de esquí. Verlo todo junto a lo largo de varios kilómetros como ocurre en los barrios occidentales de Perth es una experiencia embriagadora.

Llevaba unas tres horas caminando cuando llegué a un lugar llamado Chidley Point y me di cuenta de que había encontrado Mosman Park. Busqué en mi bolsa el periódico para comprobar la dirección y descubrí que lo había olvidado sobre la mesa del café de Kings Park. No importaba. Ya había caminado 12 o 13 km y había visto suficientes extravagancias inmobiliarias para toda la vida. Me parecía recordar que la casa de los Hancock estaba en Wellington Street, o sea que busqué mi camino hasta aquella adormilada calle y la recorrí. Por el camino vi unas ocho casas que contaban millones de dólares en ladrillos, mortero, adornos de jardín y relucientes lámparas de arañas, pero ninguna que pudiera jactarse de ser inequívocamente la mayor fortuna de la metrópolis. Mientras estaba dudando, una jovencita con pantalones cortos y una camiseta a juego —una paseadora de perros profesional, supuse— se me acercó tras de un perro retozón tan grande como un pony. Más que pasear al perro, la chica esquiaba tras él sobre las suelas de sus zapatos. Bajé de la acera para no ser devorado, pero le pregunté al pasar si sabía cuál era la casa de los Hancock y ella me señaló una tres puertas más arriba. Fui a echar un vistazo. Considerando lo que me había costado llegar allí, confieso que me esperaba más —me rondaba por la cabeza una especie de mausoleo fantástico dedicado al sueño de San Simeón—; la casa estaba en una parcela más bien pequeña y no era cursi ni estaba ornamentada con exageración. La miré unos minutos, abrumado por la idea un poco tardía de que aunque había invertido un montón de energía en llegar allí, me importaba un bledo dónde vivía Rose Hancock. Una vez digerido este pensamiento, di la vuelta con expresión reflexiva y seguí mi larga marcha hacia el mar.

Fremantle es un lugar interesante y agradable. En los días de la fiebre del oro fue un puerto muy cosmopolita, pero después se hundió en un largo período de decrepitud. En los años setenta, vivió una recuperación de población burguesa cuando la gente advirtió el potencial comercial de su gran surtido de casas victorianas en decadencia. O sea que hoy es un lugar de moda donde tomar un café con leche y un helado, y tiene tiendecitas que venden artesanía. A todo el mundo le encanta Fero, como lo llaman ellos. Y normalmente a mí también, aunque aquel día mi entusiasmo estaba languideciendo a toda velocidad. La tarde era espantosamente calurosa, sin visos de la refrescante brisa del océano que ellos llaman Fremantle Doctor (porque te hace sentir mejor, claro). Había caminado tanto que tenía los pies humeantes cuando me di cuenta de que me faltaban por cubrir unos seis kilómetros a lo largo de la ajetreada, falta de encanto y despiadadamente soleada Stirling Highway.

Cuando llegué al centro de Fremantle, a última hora de la tarde, estaba agotado. Entré en un pub y me bebí una cerveza con propósitos medicinales.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó la camarera.

—Sí —contesté—. ¿Por qué?

—¿Ha visto cómo tiene la cara?

Lo entendí enseguida.

—¿Me he quemado? —pregunté desolado.

Ella asintió franca y compasivamente, pero en el fondo risueña.

Me miré en el espejo de la barra. Me devolvió la mirada, burlonamente vestido con ropa parecida a la mía, un personaje de los dibujos animados llamado Señor Cabeza de Tomate. Solté un pequeño suspiro. Los próximos cuatro días sería objeto de preocupación de todos los ancianos de Australia Occidental y de diversión del resto. Después sufriría tres días más, conforme la piel se me escamaba y pelaba, y adquiriría el aspecto de fugado de una leprosería, y los demás adoptarían una actitud de horror y repulsión universal. Las camareras dejarían caer las bandejas; los mirones tropezarían con las farolas; los conductores de ambulancia disminuirían la velocidad al pasar y me mirarían preocupados. Sería, como siempre, un sufrimiento silencioso. Dentro de tres o cuatro horas me estaría muriendo de dolor. Entonces ya estaba hecho una ruina. Los pies y las piernas me dolían tanto que no estaba seguro de poder utilizarlos nunca más. Estaba tan sucio como un golfillo de la calle y olía como para que me enterraran. Y todo aquello por ver una casa que no tenía ningún interés y caminar después hasta la ciudad demasiado cansado para explorar.

Pero me daba igual. ¿Sabéis por qué? Había visto un monotrema. La vida no podía aportarme nada que disminuyera la emoción de aquel momento. Sostenido por ese pensamiento, apuré mi cerveza, bajé cautelosamente del taburete del bar y cojeé entre la multitud de mirones buscando un taxi que me llevara a la ciudad.

Por la mañana cogí otro coche de alquiler y salí en la penúltima de mis búsquedas australianas. Me dirigía a los bosques de eucaliptos
jarrah
y
karri
de la península sudoeste. Si os parece un plan un poco soso, confiad en mí, porque son árboles excepcionales. Son al mundo arbóreo australiano lo que el gusano gigante de Gippsland es a los invertebrados: son grandes, desconocidos y brindan su misteriosa presencia sólo en una pequeña zona, el extremo sudoeste de Australia Occidental, por debajo de Perth. Los
karris
son las sequoias australianas. Alcanzan alturas de 75 m, pero es su pasmosa circunferencia —más de quince metros hasta sus elevadas cimas— lo que les otorga majestad. Pensad en el sicomoro más imponente y grácil que hayáis visto, triplicadlo en dimensiones y tendréis un
karri
.

La especie dominante de la región, sin embargo, es el hermoso y noble
jarrah
, ligeramente menos imponente que el
karri
, pero aun así enorme y llamativo. Es un milagro que los
jarrahs
sigan allí, porque es el árbol vivo menos afortunado. La especialización que le permitió florecer fue también su trágica perdición, porque prospera en suelos ricos en bauxita, y la bauxita es un mineral muy valioso. En los años cincuenta las compañías mineras descubrieron la relación y simultáneamente llegaron a la gratificante conclusión de que podían talar y vender el
jarrah
a buen precio y después extraer la estupenda bauxita que había debajo, lo que suponía dos fuentes de ingresos en la misma superficie. La vida no puede ser mejor; siempre, claro está, que tu conciencia soporte la idea de cargarte un tipo de bosque que no existe en ningún otro lugar dejando en sustitución repugnantes hendiduras. Los ingenieros de minas —son gente ingeniosa— resolvieron el problema prescindiendo de la conciencia. ¡Genial!

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