En las antípodas (11 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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—¡Hola! —dice el hombre alegremente, incorporándose y sonriendo de una forma que cree sincera y agradecida, pero que hace pensar que ha olvidado tomar su medicación. Inmediatamente tus ideas se hacen eco de las fotografías que viste publicadas por la policía en un periódico hace unos días referentes, crees, a la huida de un criminal perturbado de una institución de Wollongong—. Perdone que haya entrado de esta manera —dice el hombre— pero estaba desesperado. ¿Ha oído el jaleo? Creía que iban a matarme.

Sonríe como un tonto y espera que le contestes, pero no le dices nada porque te has quedado sin habla. Tus ojos se deslizan hacia la puerta trasera, que está abierta. Si os dirigís los dos hacia allí, llegaréis al mismo tiempo. Empiezan a pasarte toda clase de ideas por la cabeza.

—No he llegado ni a verlos —sigue diciendo el hombre en un tono razonable pero curiosamente afectado— pero venían a por mí —por lo visto ha pasado un mal rato. Tiene manchas de barro por la cara y los pantalones desgarrados en una rodilla—. Siempre van a por mí —dice, ahora ansioso y perplejo—. Es como si hubiera una conspiración en mi contra. Voy por la calle, sabe, a lo mío, y de repente sale uno de no sé dónde y viene tras de mí. Es muy molesto —menea la cabeza—. ¿Está abierta la verja?

No has escuchado nada y tus manos se dirigen imperceptiblemente hacia el cajón donde guardas los cuchillos de la carne. Cuando comprendes la pregunta, asientes con la cabeza casi sin querer.

—Pues entonces me marcho. Perdone que la haya molestado —en la verja se detiene—. Créame —dice— no vaya sola a ese parque. Podría pasarle algo. Tiene unas espuelas de caballero preciosas, ¿sabe? —sonríe de una manera que te deja helada, y dice—. Bueno, adiós.

Y se va.

Seis semanas después pones en venta la casa.

I

Cuando los australianos encuentran un nombre que les gusta se aferran a él con gran entusiasmo. Podemos atribuir esta desafortunada costumbre a Lachlan Macquarie, un escocés que fue gobernador de la colonia a principios del siglo
XIX
, y cuyas gestas principales fueron construir la Great Western Highway a través de las Blue Mountains, la popularización del nombre de Australia (antes de él al país se le llamaba tanto Nueva Gales del Sur como Botany Bay) y el primer intento del mundo de bautizar con su nombre todo lo que encontró en el continente.

No puedes moverte por Australia sin tropezar con algo que te recuerde esa manía. Repasa el mapa y verás un Macquarie Harbour, una Macquarie Island, un Macquarie Marsh, un Macquarie River, unos Macquarie Fields, un Macquarie Pass, unas Macquarie Plains, un Lake Macquarie, un Port Macquarie, un Mrs Macquarie’s Chair (un mirador sobre el Sydney Harbour), un Macquarie’s Point y un pueblo llamado Macquarie. Siempre me lo imagino sentado a su mesa, echando un vistazo a mapas y planos con una lupa, y diciendo de vez en cuando a su lugarteniente: «Caramba, pero si no tenemos ningún pantano Macquarie, ¿verdad? Y fíjate en este bosquecillo diminuto. No tiene nombre. ¿Cómo podríamos llamarlo?».

Y estos son sólo algunos de los Macquarie. Macquarie también es el nombre de un banco, una universidad, el diccionario nacional, un centro comercial y una de las calles principales de Sydney. Por no hablar de las 47 calles, avenidas, arboledas e hileras de casas adosadas de Sydney que, según Jan Morris, llevan su nombre por este hombre o por su familia. Tampoco hemos hablado del Lachlan River, el Lachlan Valley o cualquiera de las variaciones con ese nombre de pila que se le ocurrieron a su incansable mente.

Es como si ya quedara poca cosa por nombrar después de esto, pero uno de los sucesores de Macquarie como gobernador, Ralph Darling, también logró dejar su nombre por todas partes. En Sydney encontrarás un Darling Harbour, un Darling Drive, una Darling Island, un Darling Point, Darlinghurst y Darlington. Fuera de la ciudad, los modestos logros de Darling se nos recuerdan en los Darling Downs y las Darling Ranges, un montón de Darlington adicionales, y el importante Darling River. Lo que no se llama Darling o Macquarie se suele llamar Hunter o Murray. La verdad es que es un lío.

Incluso cuando los nombres no son idénticos, se parecen mucho. Existe un Cape York Peninsula en el lejano norte y una Yorke Peninsula en el lejano sur. Dos de los más famosos exploradores del siglo
XIX
se llamaban Sturt y Stuart y sus nombres también están por todas partes, de modo que te ves obligado a detenerte a cada rato a recapacitar, generalmente en una encrucijada llena de tráfico donde se necesita tomar una decisión rápida. «¿Quería ir a la Sturt Highway o a la Stuart Highway?». Como las dos autopistas parten de Adelaida y terminan a 3.994 km de distancia, representa una diferencia, creedme.

Pensaba en todo esto —la confusión entre topónimos y monumentos dedicados a Lachlan Macquarie— a la mañana siguiente porque había pasado gran parte de ella dominado por lo primero e interesado por lo segundo. Resulta que iba en un coche de alquiler intentando descubrir cómo salir de la interminable y abrumadora extensión de Sydney. Según la guía de teléfonos de la ciudad, hay 784 suburbios y otros barrios con identidad en la ciudad, y creo que pasé por todos ellos intentando encontrar en vano un rincón de Australia que no estuviera lleno de bungalows. Por algunos barrios pasé dos veces en diferentes momentos de la mañana. Pensé en abandonar el coche en Parramatta —me gustaba mucho el nombre y la gente ya empezaba a saludarme con familiaridad—, pero sin más ni más me encontré fuera de la ciudad, como un escupitajo, encantado de encontrarme bien encaminado a Lithgow, Bathurst y lo demás, con esa deliciosa sensación de vértigo que provoca el sentirse libre en un continente nuevo y desconocido.

Mi intención era pasar las dos semanas siguientes deambulando por lo que yo considero la Australia Civilizada: la parte inferior derecha del país, que se extiende desde Brisbane, al norte, a Adelaida, al sur y al oeste. Esta zona abarca el 5 % de la superficie del país pero contiene el 80 % de su población y casi todas las ciudades importantes (específicamente Brisbane, Sydney, Melbourne, Canberra y Adelaida). En todo este vasto continente ésta es prácticamente la única parte convencionalmente habitable. Por su forma curva, a veces se denomina Costa del Boomerang, aunque mi interés se orientaba básicamente hacia el interior. Me dirigía primero a Canberra, la interesante capital de la nación, que parece más bien un parque y a la que curiosamente tanto se ridiculiza; en consecuencia, tenía que cruzar 1.300 km de solitario
outback
hasta la distante Adelaida para llegar finalmente, lleno de polvo pero sin rendirme como siempre, a Melbourne, donde iba a reunirme con unos amigos que me darían un manguerazo y me llevarían al tan deseado viaje por las malezas infestadas de serpientes de Victoria, escasamente visitadas pero repletas de compensaciones. Había mucho que ver durante el camino. Estaba emocionado.

Pero primero tenía que encontrar el trayecto por las Blue Mountains, las pintorescas colinas hasta hace poco intransitables que hay al oeste de Sydney. Cuando te acercas, las Blue Mountains no parecen tan terribles; no tienen gran altura y por todas partes están revestidas de una suave vegetación. Pero en realidad están llenas de traicioneros desfiladeros y cañones de cantos rodados, algunos con paredes escarpadas que miden centenares de metros, y su vegetación demuestra ser, en una inspección cercana, una desconcertante maraña de origen incierto. Durante el primer cuarto de siglo de ocupación europea, las Blue Mountains fueron como una impenetrable barrera para la expansión. Las expediciones intentaron repetidas veces sin éxito encontrar un camino que las cruzara. Aunque consiguieran pasar a través de la cortante maleza, era imposible mantener el tipo en los erráticos desfiladeros. Watkin Tench, jefe de uno de los grupos, describió con comprensible desesperación cómo él y sus hombres batallaron durante horas hasta encontrar una vía para alcanzar la parte superior de un desfiladero por demás agotador, y cómo descubrieron al llegar a la cima que estaban justo al otro lado de donde esperaban.

Finalmente, en 1813, tres hombres, Gregory Blaxland, William Charles Wentworth y William Lawson, consiguieron pasar por fin; agotados, andrajosos y «enfermos de mal de intestinos», como observaba amargamente Wentworht cada vez que alguien le prestaba oídos durante el resto de su larga vida. Habían tardado dieciocho días, pero cuando pusieron el pie en las ventosas alturas de Mount York tuvieron la recompensa de un panorama de un esplendor pastoril que no habían visto nunca unos ojos europeos. Por debajo de ellos, todo lo que el ojo alcanzaba a ver, había un soleado y dorado edén, un continente de pastos —suficiente para dar de comer a una metrópoli—. Australia sería un país poderoso. Las novedades, cuando volvieron a Sydney, hicieron un efecto electrizante. En menos de dos años se trazó una carretera a través del desierto; la colonización de la parte más occidental de Australia había empezado.

Hoy en día, la Great Western Highway, como se la conoce de forma majestuosa y romántica, sigue casi exactamente la ruta tomada por Blaxland y sus compañeros hace 200 años. Venerable sí lo es. La ruta sube cruzando la montaña y gran parte del camino pasa por espacios tan estrechos que no es posible construir una carretera moderna. La Great Western tiene las curvas estrechas y la anchura inflexible de una carretera diseñada en una época en que los automovilistas conducían con gafas protectoras y ponían en marcha los coches con manivela. Había pasado por allí no hacía mucho en el Indian Pacific, pero la vista desde el tren no era buena —atisbos momentáneos entre troncos de eucaliptos y bruscos giros hacia bosques más densos— y estaba demasiado ocupado explorando el tren. Por ello deseaba ver las montañas de cerca, sobre todo las famosas y fantasmagóricas vistas desde el pueblecito de Katoomba.

Pero ¡ay!, no estaba de suerte. Mientras seguía el tortuoso camino que subía a las distantes colinas, una llovizna empezó a salpicar el parabrisas y remolinos de niebla helada se adueñaron con gran rapidez de los espacios entre los árboles de sasafrás que flanqueaban la ría. Con gran rapidez la niebla se espesó como el humo de un incendio. Nunca había conducido en esas condiciones. A los pocos minutos, era como pilotar una avioneta entre la niebla. Se formaba una especie de pantalla al frente, y después todo era blanco. No podía hacer más que mantener el coche en su carril; la carretera era absurdamente estrecha y tortuosa, y con tan poca visibilidad todas las curvas me pillaban por sorpresa.

Finalmente alcancé Katoomba, donde la niebla era aún peor. El pueblo no era sino unas formas espectrales que sobresalían de vez en cuando, como espantajos de un túnel del terror. Dos veces, a no más de tres kilómetros por hora, estuve a punto de chocar con los coches aparcados. No sé por qué me tomé la molestia pero, después de llegar tan lejos, busqué un mirador llamado Echo Point, aparqué y salí. No es raro que fuera la única persona. Me agarré a la barandilla y miré, como hacemos siempre en los miradores. Ante mí tenía una blancura sin fondo y esa especial quietud de la niebla. Ante mi sorpresa, de los lechosos vapores emergió una pareja de ancianos, pulcros, despistados y abrigados como para un largo invierno. El hombre caminaba con un paso especialmente incierto, apoyándose en un bastón y en su mujer.

Cuando llegaron a mi altura me miraron sorprendidos.

—¡Hoy no verá nada! —soltó el hombre como si estuviera perdiendo tanto su tiempo como el mío. Por el modo en que habló deduje que debía de estar un poco sordo—. Esto no aclarará hasta dentro de treinta y seis horas —en un tono más íntimo, añadió—. Hay depresión sobre el Pacífico. Sucede a menudo.

Asintió sabiamente y se unió a mí en la contemplación de la nada.

Su esposa me dirigió una pequeña sonrisa a la vez de excusa, sufrimiento y sabiduría.

—Podría aclarar —especuló esperanzada.

Él la miró como si le acabara de decir que pensaba hacer sus necesidades en el asfalto.

—¿Aclarar? No va a aclarar. Es una depresión sobre el Pacífico.

Por un momento me pareció que le iba a dar con el bastón.

Pero no era fácil hacer que renunciara a su optimismo.

—¿Ya no te acuerdas de lo bien que se arregló aquella vez en Bunbury? —dijo.

—¿Bunbury? —contestó él, incrédulo—. ¿Bunbury? Eso está al otro lado del país. Es un océano muy distinto. ¿Se puede saber de qué hablas? Estás loca. Deberían encerrarte.

De repente reconocí el acento. Era de Yorkshire, o al menos de origen.

—Pues no parecía que fuera a arreglarse —siguió ella, esperando un auditorio más comprensivo— y luego resultó que…

—¡Es otro océano, mujer! ¿Estás sorda además de loca? —era evidente que aquella era una conversación, al menos en los puntos básicos, que hacía años que mantenían—. En el océano Índico las condiciones meteorológicas son completamente diferentes, completamente. Eso lo sabe cualquiera —se calló un segundo y después dijo—. Creía que íbamos a tomar una taza de té.

—Pues vamos, cariño. Pero pensé que un paseo nos iría bien.

Hábilmente lo puso en marcha otra vez.

—¿Un paseo? ¿Para qué? Si no hay nada que ver. ¿Eres ciega, además de sorda y loca? Esto tardará treinta y seis horas en aclarar.

—Ya lo sé, mi vida, pero…

A los pocos minutos eran sólo voces que flotaban en el velo blanco, y finalmente desaparecieron.

Reticente a abandonar la zona, pasé la noche en Blackheath, un pueblo muy bonito en medio del bosque, unos veinte kilómetros carretera arriba. El último panorama que vi desde la ventana del motel antes de irme a la cama fue un coche que pasaba lentamente por la carretera, con los faros delanteros a modo de focos, y el mundo aposentado sobre un edredón de tinieblas. No era muy prometedor.

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