En la Tierra del Fuego (56 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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La selva húmeda, oscura y pantanosa, con sus helechos gigantes siempre verdes, entre los cuales había discurrido el primer trecho del camino, se despejó de repente. Los árboles de hoja caduca y las coníferas que empezaron a surgir entonces no estaban tan juntos como las araucarias. Por esas fechas, a finales del verano, las hayas ya empezaban a perder el color y su intenso verde se iba transformando, a medida que el terreno ganaba altura, en un color amarillo brillante o naranja. Y entre ellas centelleaban los esponjosos prados y también algunas superficies grises y peladas. En un principio, Elisa no pudo explicarse por qué no crecía nada allí y se preguntó si por esa zona habría hombres que prepararan con fuego los terrenos para el cultivo. Pero no, por los alrededores no se veía ni rastro de casas ni de aldeas y, al final, Elisa recordó lo que Fritz le había contado en una ocasión: que en las últimas décadas algunos volcanes habían entrado en erupción y habían abierto brechas grises en la tierra.

Pero en medio de aquellas montañas de ceniza y campos de lava también crecían algunas plantitas: los retoños de la alfalfa o de las ramificadas euforbias, con sus coronas semicirculares. Cuando, más tarde, dejaron de ver el lago, el verde de los prados fue desapareciendo y cedió el paso a los tonos amarillos y marrones de las plantas esteparias; los caballos empezaron a pasar junto a las mimosas. En esos páramos, hasta la maleza parecía encogerse y árboles que en otros sitios tendrían un aspecto imponente aquí parecían hombres encorvados y enclenques. Cuando por fin las llanuras desoladas se mezclaron con las colinas y los montes agrestes, volvieron los colores de antes: el verde esmeralda de las lagunas y el azul profundo de los ríos y los arroyos, por los cuales saltaban, ágiles, los peces.

Durante los primeros días de la marcha, lo habitual era que los hombres montasen campamentos para pasar la noche a orilla de esos ríos. La primera noche, cuando la bajaron del caballo, Elisa se puso rígida de miedo. Sin embargo, no les pasó nada; los hombres les indicaron un lugar donde dormir e incluso les dieron un cuenco con comida. Ella se lo zampó sin pensárselo mucho y, más tarde, ya ni recordaba lo que había comido ni si estaba bueno, solo sabía que aquello le pesaba en el estómago como una piedra. Mientras la oscuridad se cernía sobre ellos, Elisa se arrimó a Magdalena y a la pequeña Katherl y se acurrucó junto a ellas. Así unidas, empezaron a tiritar en cuanto el sol se puso definitivamente. Sin embargo, no quisieron acercarse más al fuego, pues allí estaban los hombres que las habían raptado, charlando entre ellos con unos sonidos guturales que parecían gruñidos. Elisa prestaba atención a cada palabra, pero aquel idioma era muy extraño y ella no pudo averiguar si estaban decidiendo sobre el destino de las mujeres o si solo hablaban de naderías. En algún momento, a pesar del frío, el cansancio la venció. Se quedó dormida y no despertó hasta la mañana siguiente con los miembros entumecidos y una sensación de malestar en el estómago. Sus sueños no habían querido repasar los horrores vividos el día anterior y, en adelante, ella misma intentó con todas sus fuerzas matar en su interior todo pensamiento o toda sensación; intentó dejarse aquietar por el balanceo monótono de los caballos y consolarse con la idea de que hasta ese momento ninguno de los hombres las había tratado con violencia.

Así fueron las cosas por lo menos los primeros tres días. Al cuarto, los hombres no hicieron ninguna pausa para comer, al contrario de lo que venía siendo habitual, y, mientras Elisa seguía luchando contra la sed, se percató de que había una amenaza mucho mayor que la que ella temía.

—Elisa —le susurró Magdalena de repente. En los últimos días, apenas habían intercambiado palabra alguna, más bien habían llegado al acuerdo tácito de que, si hablaban de su situación, solo aumentarían sus temores. Sin embargo, ahora Magdalena quebrantaba aquel silencio—, Elisa, uno de los hombres no para de mirarte.

Elisa había mantenido la cabeza gacha todo el tiempo. No recordaba haber mirado fijamente a ninguno de aquellos rostros de tez oscura. Y también ahora intentó comprobar a quién se refería Magdalena a través del rabillo del ojo. Pero antes de que pudiera ver a aquel individuo, los caballos se detuvieron bruscamente y uno de los hombres soltó un grito que se convirtió en un alarido de furia, seguido de otro grito no menos rabioso.

Elisa se aferró a la bestia y procuró no ver ni oír nada. Katherl, por el contrario, empezó a gritar, tal vez a causa del miedo, o tal vez porque le divertía aquella inesperada pelea.

—Estate tranquila —dijo Magdalena intentando calmar a su hermana.

Cada vez más voces se mezclaban en la riña. Pero la más sonora de todas cesó repentinamente. Un instante después, alguien se dirigió hacia el caballo de Elisa y lo agarró por la crin. Al mismo tiempo, puso una mano sobre el cuerpo de Elisa y tiró de ella hacia atrás. La mujer gritó, se defendió y, demasiado tarde, se dio cuenta de que el jinete que la había llevado con él en su caballo no pretendía acosarla, sino más bien protegerla. La mano que la agarraba aflojó la presión, mientras la otra le sujetó el pie y, sencillamente, tiró de él. Elisa perdió el equilibrio, se cayó del lomo del caballo y creyó que iba a dar de cabeza contra el suelo. Pero el hombre, el mismo hombre que la había hecho caer, la sujetó a tiempo y la agarró con firmeza, si bien ahora parecía menos protector. En cuanto dio en el suelo, las manazas del hombre la agarraron no por los hombros, sino por el cogote, y la obligaron a caminar con la cabeza baja.

Elisa oyó los gritos de Magdalena y de la pequeña Katherl. Solo veía que el suelo se bamboleaba ante ella, pero no podía ver hacia dónde la llevaban ni entender lo que aquel hombre le iba diciendo con voz furibunda. Lo único que captó es que pretendía alejarla de las demás mujeres.

«No pueden separarnos… Ellas…» No sabía si debía resistirse o si eso empeoraría aún más su situación. Tras unos momentos que parecieron interminables, el indio, por fin, se detuvo. Aunque no lo hizo por iniciativa propia, como comprendió Elisa al instante. Su mirada se posó en los pies de él y luego vio otro par de pies muy pegados a los del primer hombre.

Las manos que agarraban su nuca aflojaron y Elisa cayó pesadamente al suelo.

Cuando se incorporó, los dos hombres estaban muy rígidos, uno frente al otro: uno era el agresor y luego estaba un hombre más viejo, cuyo rostro no le era familiar, porque no figuraba entre la tropa que había atacado su colonia.

Durante un tiempo, estuvieron uno frente al otro, midiéndose en silencio, y luego se oyeron las primeras palabras, que no parecían furibundas ni belicosas como antes, sino frías y claras. Elisa se apartó el pelo de la cara; el que más había hablado era el hombre de mayor edad, mientras que el más joven mantenía la mirada baja. Elisa vio cómo este último apretaba los puños, pero, por lo demás, ni siquiera se movía y tampoco lo hizo cuando el anciano soltó un potente grito. Los otros se acercaron con cautela y Elisa, aliviada, rodeó a Magdalena con sus brazos.

—¿Qué quería…? ¿Qué quería…? —balbuceó ella, temblorosa.

Magdalena no respondió.

—¡Mira! —exclamó señalando un punto situado detrás de Elisa y, cuando esta por fin se volvió, vio una delgada columna de humo que se elevaba hacia el cielo, señal de que habían dejado atrás los lugares desolados y sin habitantes.

Las casas de la pequeña aldea estaban muy pegadas unas a otras, algunas eran redondas, otras de forma ovalada y otras eran rectangulares. Estaban hechas con madera de araucaria y el fuerte olor de esta tenía algo de familiar en medio de aquel paraje extraño… Elisa inspiró profundamente.

Ruca
, así se llamaban aquellas casas, recordó. Podía recordar vagamente cómo Lukas, en una ocasión, había estado hablando con Quidel acerca de los métodos que los mapuches utilizaban para construir casas; Lukas, quien siempre se interesaba por todo lo que tuviera que ver con la madera…

Elisa tragó en seco, con esfuerzo, cuando pensó en él.

Pero antes de poder echar un vistazo al pueblo y ver qué plantas crecían en los jardines o cuáles eran los animales que aquellos hombres criaban además de los caballos, recibió un empujón que la obligó a meterse en una de las rucas.

Tras aquella luz solar tan intensa, en un principio no pudo ver nada. Solo poco a poco fue descubriendo que las paredes estaban revestidas con paja y que el suelo estaba cubierto de colchones de cuero. Desde el exterior, la ruca le había parecido enorme, pero el interior estaba dividido en pequeñas habitaciones mediante delgadas paredes de madera o de mimbre, y los espacios eran tan estrechos y pequeños que a lo sumo podían estar en ellos cuatro personas al mismo tiempo. En la habitación contigua a la suya debía de haber un fuego, pues no solo era calurosa, sino que estaba cubierta de un humo espeso.

Magdalena también miró a su alrededor, con curiosidad y en tensión; solo Katherl, que estaba exhausta, se tumbó en el suelo. Todas sus risitas y gritos se habían acallado.

—Gracias a Dios que estamos juntas —dijo Elisa suspirando.

Las dos se sobresaltaron cuando les dio la luz. Alguien había apartado la cortina de cuero que cerraba la ruca y había entrado. Sin embargo, para alivio de las mujeres, quien lo hizo no era uno de aquellos hombres siniestros, sino una mujer que, primero, las observó con curiosidad y, luego, dejó caer la mirada y aparentó indiferencia.

Cuando la mujer se dio la vuelta, Elisa y Magdalena la examinaron. Tenía el cuerpo envuelto en una tela cuadrada de lana sin labrar, sujeta por una banda de color brillante que cruzaba su hombro izquierdo. Debajo llevaba ropa de cuero ceñida que le dejaba los brazos al descubierto. Como algunos de los hombres, llevaba una cinta sobre la frente. Además, su cabello negro estaba recogido en varias trenzas, que sujetaba con una peineta de brillo plateado. La banda del hombro no era el único adorno, también llevaba pulseras, cadenas y anillos.

Entonces, la mujer se acercó a la pared y tomó algo de un gancho. Elisa vio que allí había colgadas unas tazas de arcilla, jarras y herramientas, además de otras piezas de ropa y mantas. Lo que la mujer cogió era una especie de garra con la que empezó a arañar el suelo. En un principio, Elisa no entendió lo que se proponía con aquello, pero entonces vio que en ese sitio había un agujero. Cuando la mujer retiró la placa de piedra que lo cubría, de él subió un olor delicioso; luego sacó algunas hojas fermentadas de nalca y cubrió con ellas una especie de pastel de carne y patata que estaba encima de una piedra caliente.

El estómago de Elisa empezó a rugir.

—Por favor… Por favor… Tenemos que comer algo.

La mujer alzó la vista y, una vez más, intentó vencer su curiosidad. Sin llamar la atención, su mirada pasó rápidamente de Elisa a Magdalena. Finalmente, les dio algo de comer, pero no carne, sino unas grandes hojas rellenas de unas semillas del tamaño de granos de mostaza. Tenían un sabor extraño, pero Elisa se las comió con avidez.

Una vez saciada el hambre más apremiante, los espíritus de su cuerpo empezaron a despertar otra vez. Y también despertó el miedo. Magdalena se le acercó y le tomó la mano.

—¿Qué irán a hacer con nosotras? —dijo formulando la pregunta que hasta entonces, con férrea voluntad, habían evitado hacerse.

A pesar del calor, Elisa sintió un escalofrío.

—El hombre que me bajó del caballo parece estar lleno de odio hacia nosotras.

—Sin embargo, al final no nos ha hecho nada, sino que se ha plegado a lo dispuesto por el anciano.

—Tal vez haya atacado nuestra colonia por su cuenta, sin la aprobación del… del… —Elisa intentó recordar lo que una vez Quidel le había contado acerca de su pueblo y de cómo se llamaba la persona de mayor rango en su aldea. Pero no, no lo recordaba—. En fin…, ese anciano no parece estar tan enfadado ni tan lleno de rabia. Tal vez… tal vez nos deje marcharnos a casa de nuevo.

Elisa había intentado adoptar un tono esperanzador, más de lo que ella misma creía.

—Sí, tal vez —dijo Magdalena escuetamente antes de soltar la mano de su cuñada y unir las suyas para decir una oración.

En las horas siguientes, Magdalena estuvo todo el tiempo murmurando sus oraciones. La pequeña Katherl se había quedado dormida hacía rato. Elisa, por el contrario, no conseguía tranquilizarse. El susurro monótono de Magdalena no la apaciguaba, sino que la alteraba aún más.

—La oración te da fuerzas, ¿verdad? —dijo al cabo de un rato, casi con envidia de que su cuñada encontrase algo que diera paz a su espíritu maltratado, mientras que ella creía asfixiarse en la estrechez de aquella ruca.

Magdalena levantó la vista lentamente.

—Cuando rezo, todo lo demás me parece insignificante.

—¿Todo? ¿De verdad que todo?

Magdalena no respondió a aquella pregunta.

—Antes siempre lamentaba que fuéramos protestantes y no católicos. A veces imaginaba que me hacía monja.

—¿Quisiste entrar en un convento? —exclamó Elisa sorprendida—. ¿No te quieres casar?

—¿Casarme? ¿Yo? —Magdalena rio con sequedad—. ¡¡Jamás!!

No hacía mucho tiempo que Elisa había estado sopesando si Magdalena no sería la mujer ideal para Cornelius.

—¿Pero es que tampoco quieres tener hijos? —le preguntó, ahora perpleja.

—¡Bueno, mira a Jule! Ella no tiene hijos ni marido. Y sin embargo es feliz.

—Sí, pero Jule, simplemente, abandonó a su familia. Eso tú no lo harías jamás.

—Ni siquiera deseo tener una familia. Me gustan los niños… Si no son míos.

Magdalena bajó la cabeza y continuó con sus oraciones, y esta vez Elisa no interrumpió sus murmullos. Lo que hizo fue tumbarse en el suelo y entonces no pudo evitar que las imágenes del terrible ataque se abrieran paso de nuevo en su memoria. Vio a Richard… Lo vio caer… Vio a Annelie escondiéndose con Ricardo en aquel agujero cavado en la tierra… Y vio a Lukas… Su Lukas… ¿Estaría vivo todavía? Faltando ellos dos, ¿quién se ocuparía de sus hijos?

Tal vez eso era lo que más fuerza le daba a Magdalena: no su fe, ni las oraciones, sino el hecho de no tener que preocuparse porque nadie a quien amara tan incondicionalmente desapareciera.

Elisa cerró los ojos. Las crueles imágenes del ataque no continuaron molestándola mucho más tiempo. Poco a poco, fue apareciendo la cara de Cornelius. Ahora ya no tenía fuerzas para prohibirse pensar en él, tal y como había hecho en los últimos años, más bien se entregó a la idea de que él estaba allí, tranquilo y reflexivo, como siempre, consolándola, calmándola. «Todo va a salir bien», diría él, y la tomaría en sus brazos, la apretaría contra su pecho, como aquella vez en la costa, tras el incendio del barco…

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