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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (55 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Jule se volvió hacia los otros dos niños, Lu y Leo.

—Id a la escuela y no os mováis de allí hasta que alguien vaya a por vosotros.

No pudo asegurarse de que los chicos la obedecían, pues un instante después oyó un sonoro sollozo y entonces Annelie se le lanzó al cuello y se aferró a ella con la fuerza de una persona que se está ahogando.

—Richard… —balbuceó—. Richard…

Jule suspiró y por unos minutos toleró aquel abrazo, hasta que la cercanía de un cuerpo extraño le resultó excesiva y apartó a Annelie con suavidad y firmeza a la vez.

—Richard está muerto…

Los sollozos de Annelie se hicieron más roncos y, finalmente, cesaron; pero ella no era la única que lloraba: también Resa y sus hijas; Resa, porque acababa de ver a su padre muerto, y las niñas, porque solían llorar todo el tiempo.

Jule frunció el ceño con enfado y ya se disponía a enviarlas a la escuela cuando Poldi vino hacia ella. Hacía un minuto estaba agachado, inmóvil, junto a Tadeus, pero ahora se había levantado y le gritaba algo a su mujer:

—¿Ni siquiera puedes ocuparte de que esas niñas mantengan la boca cerrada?

Al escuchar aquel tono poco habitual en su padre, las chicas se callaron; Resa, en cambio, miró a su marido con los ojos muy abiertos. Jule había presenciado en más de una ocasión cómo Poldi criticaba a Resa, pero jamás le había visto gritar a su mujer de aquel modo. Pareció lamentarlo enseguida, pues empezó a morderse los labios con inquietud.

—Lo siento…

Poldi se volvió entonces hacia donde estaba Barbara, que no se mostraba afligida por el marido muerto, sino que seguía luchando con el pequeño Ricardo, que lloraba a más no poder.

—Lo siento mucho —repitió, pero esta vez no se dirigía a su mujer, sino a su suegra. Barbara bajó la cabeza y entonces huyó con Ricardo en dirección a la escuela.

Jule se acercó al sitio donde yacía Lukas. Christine estaba agachada junto a él, con la cabeza hundida en el regazo. A Lukas le temblaban los párpados, respiraba débilmente y tenía una herida en la nuca de la que manaba sangre.

Jule se inclinó un poco y le dio unos golpecitos con el dedo corazón en la frente y en las sienes. El sonido que provocó era seco.

—¿Qué haces? —la increpó Christine.

—Pretendo comprobar si le han roto el cráneo.

A Lukas le temblaron los párpados de nuevo, pero en esta ocasión abrió los ojos. Tenía la mirada vidriosa y durante un rato tuvo que batallar para poder decir algo. Entonces las palabras salieron de su boca:

—Elisa… ¿Dónde está Elisa?

Jule no respondió.

—¡Llénate la boca de aire, infla las mejillas! —le ordenó con rudeza.

—¡Bueno! ¡Deja que primero se tranquilice! —le vociferó Christine.

Lukas hizo lo que se le había ordenado e infló las mejillas. Jule pareció estar satisfecha con el resultado.

—Si el aire no sale, es que el cráneo no está roto. De todos modos, no debería levantarse. Alguien debe llevarlo hasta la casa, allí podré examinarle mejor la herida.

Jule alzó la mirada y comprobó que a su alrededor se había formado un pequeño círculo; Annelie se enjugó las lágrimas de la cara; Fritz y Andreas, que acababan de librar aquella enconada lucha contra los mapuches, miraban fijamente al herido, desconcertados.

—¡Qué hacéis ahí parados! —los amonestó Jule—. ¿No habéis oído lo que he dicho? ¡Llevadlo dentro de la casa!

Fritz asintió y arrastró a Andreas consigo, por lo visto, iban a buscar una parihuela para usarla como camilla.

Annelie murmuró algo.

—¿Qué dices? —la reprendió Jule también a ella.

—Hay que preparar el entierro de Richard —respondió ella en voz baja—. Cuando alguien moría en nuestra familia, se preparaba un asado de ternera y albóndigas…

Jule resopló.

—Lo del asado puedes ahorrártelo —le dijo Jule—. Las vacas ya están crujientes. Además, ¿para quién pretendes cocinar? Aquí están todos muertos o desaparecidos.

Los hombros de Annelie se estremecieron y la mujer empezó otra vez a sollozar. Christine fulminó a Jule con la mirada:

—¿Tenías que decírselo de ese modo?

Solo un instante después, comprendió lo que las palabras de Jule significaban. Con nerviosismo, miró a su alrededor y las comisuras de los labios le empezaron a temblar.

—Magdalena… Katherl… Elisa…

Cuando mencionó el nombre de Elisa, su voz sonó aún más desesperada.

—Dios mío, ¡se han llevado a mis hijas!

Fritz regresó con Andreas y colocó un tablón junto a Lukas para colocarlo sobre él con cuidado.

—No te preocupes, madre —dijo, y su voz sonó fría a causa de la rabia—. No te preocupes. Las traeremos de vuelta.

Cornelius estaba de pie, horrorizado, delante de los establos destruidos. Las casas habían quedado intactas, pero las patas de los caballos habían arrasado los campos, y las vacas se habían achicharrado; a las gallinas les habían cortado las cabezas o las habían matado a golpes. Habían saqueado o destruido todas las alacenas y solo la propiedad de los Mielhahn había quedado ilesa.

Demasiado tarde; había llegado demasiado tarde.

—¿Me llevas a casa? —le había preguntado antes Greta y, como siempre, él no había podido eludir su deseo. Hacía tiempo que Greta era una mujer adulta, pero cuando Cornelius la miraba, solo veía a la niña asustada de ojos abiertos como platos que, aquella vez, en el barco, había llevado a su hermano herido hasta donde estaba el médico de a bordo borracho. No siempre podía barruntar lo que pasaba por la cabeza de Greta, y mucho menos cuando la joven ponía aquella extraña sonrisa que no le confería a su cara una expresión cálida y amable, sino que se la deformaba como si se hubiese puesto una máscara. Sin embargo, Cornelius tenía a veces la vaga sensación de que ella era la única que se alegraba de corazón por el hecho de que él viviera allí en la colonia, la única por quien él podía hacer algo bueno.

Cuando llegaron finalmente a la casa, ella pareció asustarse de repente y miró a su alrededor en todas direcciones.

—Viktor no debe saber que yo estaba allí… con ellos —dijo la joven en voz baja.

Cornelius no preguntó nada. No quiso saber por qué Viktor evitaba a los otros colonos ni cuál era el castigo que le aplicaba a su hermana cuando esta no lo obedecía. En varias ocasiones había intentado averiguarlo, pero Greta o no le respondía o se iba por la tangente.

A Viktor no se lo veía por ningún sitio.

—¿Puedo dejarte sola? —le había preguntado Cornelius. En la casa de los hermanos Mielhahn siempre se sentía incómodo. Aquella casa, sin adornos y siempre sucia, no era tan confortable como las demás y le recordaba más bien aquella horrible habitación que le había alquilado a Rosaria y en la que había vivido con su tío.

—Ah, por favor —le había rogado Greta—. Quédate un poco más.

Y por eso había permanecido allí, un poco de mala gana, incluso cuando empezaron a oír los gritos y las pisadas de los caballos, primero algo atenuados, de modo que uno no los tomaría por un ataque, sino por los ruidos de una alegre fiesta. Al menos así lo creyó Greta y por eso se mantuvo impasible. Pero luego, en medio del griterío, escuchó una voz, una voz desesperada y llena de pánico.

Era Elisa.

Elisa gritaba clamando auxilio. Y él estaba tan seguro de ello que ni siquiera cogió su chaqueta, sino que se precipitó fuera de la casa.

A lo largo de la ribera del lago se habían trazado unos caminos con troncos de árboles; estos se clavaban unos encima de otros y luego se unían con unos tablones y a veces se los dotaba de unas rejillas. Con uno de esos maderos tropezó él en su apuro y estuvo a punto de caer al lago.

Pero la prisa no sirvió de nada. Cuando llegó, el silencio ya se había cernido sobre los campos destrozados y sobre los graneros… y sobre los muertos.

No sabía cuánto tiempo había pasado allí, sin moverse, contemplando aquella estampa de destrucción; solo sabía que, en algún momento, Quidel había aparecido a su lado, sin hacer ruido, sin llamar la atención, como emergido de la nada.

—¿Por qué? —balbuceó Cornelius—. ¿Por qué han hecho esto?

—Yo intenté detenerlos, pero ellos no me escucharon.

—Pero ¿por qué lo hacen? —preguntó otra vez Cornelius.

—Probablemente los haya movido la venganza.

—¿Venganza por qué? ¡Nosotros no les hemos hecho nada!

Quidel dijo simplemente:

—Muchos hombres de mi pueblo han muerto violentamente.

Cornelius sabía a qué se refería. Había oído historias acerca de otros colonos alemanes que ahorcaban a los mapuches arbitrariamente cuando estaban convencidos de que estos les habían robado ganado. Pero lo peor para ese pueblo eran los esfuerzos constantes de los españoles por delimitar sus territorios. Mucho tiempo atrás, la región de Río Bío-Bío se consideraba el límite entre ellos y los mapuches, pero cuatro años atrás, habían cruzado la línea de repente, y habían erigido puestos fronterizos en la Araucanía.

A raíz de esto, Mangin, un líder mapuche, había llamado a un levantamiento y el general Saavedra, el gobernador de la región, aprovechó la ocasión para crear mal ambiente en contra de los mapuches, así que instaló más puestos militares y colonias a lo largo de los ríos Malleco y Toltén y aplastó toda rebelión de un modo sangriento.

Un sonoro lamento lo sacó de sus pensamientos. Era Christine Steiner, que lloraba y se golpeaba el pecho con desesperación.

«Mis hijas… Se han llevado a mis hijas. Y a Elisa. También a Elisa.»

Cornelius se lanzó sobre ella.

—¿Elisa? ¿Qué le han hecho a Elisa? —gritó.

Fritz Steiner lo miró, sus ojos parecían los de un muerto. Fue entonces cuando Cornelius vio a su hermano Lukas, que yacía ante ellos. Lukas, el marido de Elisa.

—¿Está… está…?

—Está vivo —dijo Fritz escuetamente; seguía teniendo la mirada vacía—. Por lo visto, solo han atacado nuestra colonia. Los tiroleses oyeron el ruido, pero los mapuches no fueron donde ellos. Es raro…

Al igual que Fritz, Cornelius tampoco le hallaba a aquello ni pies ni cabeza.

La colonia de los tiroleses estaba a una media hora de camino de la suya. En invierno, los caminos apenas eran transitables, pero ahora, a finales del verano, los mapuches habrían podido llegar perfectamente a caballo, si lo que verdaderamente les importaba era vengarse de los blancos, y no —como empezó a pensar Cornelius— vengarse únicamente de los Von Graberg, de los Glöckner y de los Steiner. De todos modos, él no podía entender cómo era posible que aquellas familias hubieran merecido tanto odio por parte de los indios.

Pero no era el momento de reflexionar sobre los motivos que habían impulsado a aquellos hombres, sino más bien sobre las consecuencias de sus actos.

—Las mujeres… —Agitado como estaba, su voz era balbuceante—. Las mujeres… Tenemos que…

—Regresaremos con las mujeres —dijo Fritz acabando la frase—. Y tú —dijo señalando más allá de Cornelius—, tú nos acompañarás.

Cornelius se volvió hacia Quidel, que lo había seguido en silencio.

—¿Adónde podrían haberlas llevado? —preguntó.

Quidel se encogió de hombros.

—No estoy muy seguro. Esos hombres no pertenecían a ninguna tribu en concreto, por lo menos ninguna que yo conozca. Emplearon un dialecto extraño. Tal vez ni siquiera sean oriundos de Chile, sino de Argentina; muchos de mi pueblo viven en la ladera este de los Andes. Eso significaría que se marcharon a través de Peulla, en dirección al paso de los Andes.

—Pero ¿qué podrían hacer con ellas? ¿Crees que las…, que las matarán? —Apenas pudo pronunciar aquella palabra.

—No, no lo creo. Antes, cuando los mapuches secuestraban a las mujeres de los españoles, lo hacían para ponerlas a trabajar para ellos, pero no para matarlas. ¡Tenemos que seguir el rastro, yo puedo descifrarlo!

Cornelius asintió, agradecido, pero, antes de que pudiera decir nada, sonó a sus espaldas un estridente grito de protesta. Se dio la vuelta y vio que Poldi se abalanzaba sin más sobre Quidel y lo cogía por los hombros. Lo sacudió de un modo brutal.

—¡Maldito hijo de puta! ¡Tú eres uno de ellos! ¿Qué haces aquí? Has estado espiando para ellos, ¿verdad?

Con el estoicismo de siempre, Quidel aguantó aquellas rudas maneras, pero Cornelius se interpuso y empujó a Poldi con brusquedad.

—¡No digas estupideces! —lo increpó—. ¡Es como si te culparan a ti de las fechorías cometidas por el tal Konrad Weber!

Poldi lo miró fijamente, pero a Cornelius le daba la sensación de que el joven no lo veía ni lo escuchaba.

—¡Maldito! —gritó Poldi, y se zafó de Cornelius para echarse de nuevo sobre Quidel. A causa de la rabia, los ojos parecían salírsele de las órbitas—. ¡Eres un maldito!

—¡Ya basta!

Antes de que Cornelius pudiera proteger a Quidel por segunda vez, Fritz intervino. Con el puño pegó un golpe en el pecho de su hermano más joven y lo obligó de ese modo a retroceder.

—¡Basta! —le dijo con un siseo.

A diferencia de Cornelius, Fritz sí que logró hacerlo entrar en razón. Aquella rabia desapareció de los ojos de Poldi y dejó sitio a la desesperación. El joven apretó los puños.

—Pero… —empezó a decir, y su voz sonaba desamparada como la de un niño.

—Nada de peleas —dijo Fritz escuetamente—. Sin la ayuda de Quidel no tendremos posibilidades de encontrar a esos hombres ni de salvar a Elisa, a Magdalena y a la pequeña Katherl. Tú, Poldi, vendrás con nosotros, con Cornelius, con Quidel y conmigo; los seguiremos. Y para eso tenemos que estar unidos. ¿Me has entendido?

Poldi no dijo nada y apretó aún más los puños, pero finalmente asintió.

—Bien dicho —Cornelius corroboró las palabras de Fritz—. Tenemos que estar unidos.

Capítulo 26

Los dolores de cabeza de Elisa habían decrecido. Con una expresión impasible en el rostro, uno de los hombres les había dado de beber a las mujeres sin que ellas tuvieran que rogárselo y, cuando continuaron la marcha, las dejaron erguirse sobre los caballos.

Con el tiempo, el miedo y el dolor fueron convirtiéndose en un latido sordo. A pesar de la incertidumbre sobre lo que iba a pasar con ellas, Elisa no pudo resistirse a admirar la belleza del paisaje. Como le resultaba insoportable pensar en sus hijos y en Lukas, se sumió en la contemplación, y por un breve espacio de tiempo se aferró a la ilusión de que aquello no era un rapto violento, sino un viaje voluntario de exploración por aquellos extraños parajes.

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