En la Tierra del Fuego (20 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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No sabían si el médico del barco había ordenado que se tomara semejante medida, solo supieron que este apareció poco después en la cubierta, para —aunque allí no iba a encontrar aguardiente— tomar por lo menos un poco de aire fresco. Tenía la piel pálida e inflamada y no andaba en línea recta, sino que se tambaleaba de un lado a otro. En una ocasión Elisa creyó que se iba a caer cuan largo era, pero en ese preciso instante, justo a tiempo, Cornelius acertó a agarrarlo por el cogote y levantarlo.

—¡Vaya, qué bonito! —se mofó Jule—. ¡Qué bonito que tengamos a bordo un médico tan sabio y experto!

—No entiendo cómo ha podido desatarse esta epidemia —se lamentó el médico; su lengua chocaba pesadamente contra sus dientes—. En el puerto de Hamburgo se practicó un examen médico.

—¡Bah! —exclamó Jule—. Allí lo único que se miraba era si la gente padecía de tiña o de tracoma.

—¡Tal vez sea eso! —exclamó el galeno.

—¡Pamplinas! —exclamó Jule de nuevo—. ¡Vaya tontería! ¡Si es usted de verdad lo que finge ser, debería saber que un tracoma es una inflamación del ojo y que la tiña es una enfermedad micótica del cabello!

El médico de a bordo se encogió de hombros.

—Tal vez se trate, simplemente, de una mezcla de debilidad, mareos y reacción poco habitual al clima —propuso el matasanos, y a continuación, se apresuró a abandonar la cubierta. Tal vez aún le quedaba, en algún sitio, alguna reserva de licor.

Esa misma noche enfermaron otros dos pasajeros.

—En serio, tío… —La voz de Cornelius se volvió más insistente—. Deberías estar ahí ahora para esos desdichados. ¡Ellos te necesitan!

Cornelius llevaba horas intentando llegar al corazón de su tío Zacharias y hacía rato que se había hecho de noche. El pastor se había colocado un paño impregnado de agua de vinagre sobre la cara, como si él también estuviera enfermo, pero al ver que el sobrino no cejaba, lo apartó y se sentó en la litera.

—No quiero saber qué miasmas venenosos… —empezó a decir refunfuñando.

—¿Vas a dejar que esos muertos se despidan de este mundo sin la bendición? ¡Si no te atreves a acercarte a ellos, por lo menos deberías rezar por las almas de los muertos! Es un acto inhumano eso de hundirlos en el mar por la mañana temprano, tan solo ante el camarero del barco y la familia.

El pastor Zacharias se estremeció, horrorizado.

—Ya pronto llegaremos a nuestro destino —dijo suspirando—. Eso fue lo que anunció el capitán ayer por la noche, ¿no es cierto?

En efecto, tras aquellas otras muertes, el capitán había decidido que no iban a mantener el rumbo hacia el puerto de destino previsto, el de Corral, sino que irían al de Ancud, situado más al sur, en la isla de Chiloé, que, por lo demás, era el primer puerto al que se podía llegar tras circunnavegar el cabo de Hornos y atravesar el estrecho de Magallanes. Cuando Cornelius se lo contó a su tío Zacharias, este soltó una exclamación de júbilo. Ni siquiera la objeción de su sobrino de que no sabían lo que les esperaría a todos en esa isla de Chiloé hizo mella en la alegría del tío ante la perspectiva de bajar pronto de aquel barco. Lo que Cornelius no le había dicho, por si acaso, era que Ancud estaba en medio de unos acantilados y de unas costas muy agrestes y que no pocos barcos que habían intentado atracar en ese puerto habían zozobrado.

—¡Tío Zacharias! —lo intentó Cornelius una vez más—. Aunque lleguemos a tierra, ¿piensas que habrá curas católicos esperándonos para enterrar a nuestros muertos? ¡Pues de eso nada! ¡A ti te enviaron a Chile porque en este país apenas hay pastores protestantes! ¡Tú eres el responsable de la curación de las almas de las personas que están a bordo! ¡Por lo menos deberías decir una misa suplementaria…!

Cornelius se contuvo. Unos desolados gritos de protesta lo habían interrumpido y no provenían de la boca de su tío, como habría cabido esperar, sino del exterior. Al principio los tomó por los aullidos de desesperación del familiar de algún fallecido. Pero los retazos de palabras que finalmente llegaron hasta ellos daban cuenta de una enconada pelea.

El pastor Zacharias miró fijamente a su sobrino, temeroso y al mismo tiempo agradecido por aquella distracción.

—¡No te vayas de aquí! —le ordenó Cornelius escuetamente.

—¡No voy a moverme voluntariamente de este sitio, eso dalo por seguro! —respondió el pastor.

Rápidamente, se tumbó de nuevo en la litera y se puso el paño con vinagre sobre la cara.

Cornelius echó un vistazo hacia fuera, hacia el pasillo. Un camarero y un marino estaban en un extremo, uno de ellos manoteaba y tenía la cara roja, y el otro hablaba con los puños cerrados.

—¡Por encima de mi cadáver! —gritó el camarero—. ¡En mi turno de guardia no se hará nada semejante!

—¡Pero es el capitán quien lo quiere así! —le respondió el otro.

—¡Pues que venga a decírmelo él mismo!

Cornelius se acercó un poco más y solo entonces notó la presencia del enorme saco que el marinero fortachón sostenía en las manos.

—¿Qué es lo que pasa aquí?

De mala gana, los dos se dieron la vuelta bruscamente, unidos en ese instante por la convicción de que aquello no era de la incumbencia de ningún pasajero.

Pero Cornelius no se dejó amilanar por dicha actitud y dijo señalando el saco:

—¿Qué hay ahí dentro?

El camarero apretó los labios, pero el marinero, finalmente, dijo con un gruñido:

—Tenemos que fumigar el barco. Y tenemos que subir a cubierta hasta que se disipen los gases tóxicos. Cada día que pasa, muere más gente a causa de esa horrible enfermedad. Y también ha afectado a la tripulación. ¡Hay que hacer algo!

—¡De eso nada! —resopló el camarero—. ¡Lo que quiere es achicharrarnos a todos! Pero sin la autorización del capitán no voy a permitirlo.

—¿Fumigar el barco? —preguntó Cornelius, perplejo.

En los últimos días se había discutido acerca de diferentes medidas para contener la enfermedad, se había hablado incluso de llevar a todos los enfermos a la cubierta más baja, pero no se había dicho una palabra sobre fumigar.

—¡Sí, claro! ¡Por eso! —opinó el camarero, malhumorado—. Se puede usar vinagre de vino o enebrina. O, como pretende este estúpido, se puede intentar también con brea. Pero para hacer eso, se necesitan varias medidas de precaución. No se puede llegar sin más y… —El hombre se interrumpió—. ¡Maldita sea!

Mientras el camarero intentaba convencer a Cornelius, el marinero se había alejado sin que nadie lo notara. En ese momento ya estaba llegando a la escalera que bajaba a la entrecubierta y pronto desapareció tras la puertecilla de acceso.

—¡Maldita sea! —gritó otra vez el camarero—. ¡Ese hombre no pretenderá…! —dijo, y salió corriendo tras su compañero; Cornelius los siguió.

—¡Deténgase! Sin autorización del capitán no puede usted…

A causa del acaloramiento, el camarero pisó mal uno de los escalones y estuvo a punto de caer por la escalera, pero consiguió agarrarse justo a tiempo. Cornelius lo seguía, pero con paso más lento. Cuando por fin llegó al entrepuente, vio cómo el camarero se arrojaba sobre el marinero, que había sacado un barril de brea del saco y estaba empezando a abrirlo.

El fuerte olor de la brea penetró con intensidad en las fosas nasales de Cornelius.

—¡Pare usted de una vez con eso! —bramó el camarero.

Los pasajeros se habían levantado de sus literas y se acercaban ahora con expresión de desconfianza.

—¿Con qué debe parar? —preguntó Jule Eiderstett.

—¡Quiere achicharrarnos a todos! —se quejó el camarero. Tenía la cabeza tan roja que parecía que iba a reventar de un momento a otro.

El marinero hizo un gesto negativo con la cabeza:

—¡Eso no es cierto! ¡Más bien queremos salvaros, así que deberíais estarme agradecidos! ¡Si no fumigamos el barco, sucumbiremos todos a causa de esa enfermedad!

Dicho esto, hundió la antorcha en la negra brea. Los hijos de los Steiner empezaron a toser. Su madre, Christine, miró a la proscrita Jule en busca de ayuda, como si ella pudiera decidir lo que había que hacer.

—¡No tiene autorización del capitán para hacerlo! —gritó el camarero—. Además, ningún pasajero debería estar en la entrecubierta cuando se fumiga, si es que de verdad ha de hacerse. Este hombre está actuando por su cuenta…

Una vez más, se abalanzó sobre el marinero para impedirle que llevase a cabo su propósito, pero de repente unas manos masculinas, muy fuertes, tiraron de él hacia atrás. Era Lambert Mielhahn, que, sin ser notado, se le había acercado por detrás y, de un tirón, había apartado al camarero del marinero.

—Y tú lo que quieres es dejarnos morir, ¿no es cierto? ¡Esta pobre gentuza de la entrecubierta no cuenta para nada! Si esa enfermedad arrasa con todos nosotros como si fuésemos moscas, vosotros podréis sentaros en vuestros camarotes a comer asado, esa carne que nosotros hace tanto tiempo no vemos pasar.

Un murmullo se extendió por el entrepuente: algunas voces manifestaban su aprobación, otras expresaban sus dudas.

Entonces, y sin que lo molestasen, el marinero pudo hundir la antorcha en el barril de brea y la encendió con un mechero de pólvora. Cuando la llama se avivó, Cornelius no fue el único en dar un paso atrás. Aquel hombre blandió la antorcha como si fuese un arma.

—Y ahora, dejadme hacer mi trabajo, ¿de acuerdo? ¡El humo va a espantar la enfermedad! ¡Es una protección para todos nosotros!

—¡Eres el diablo! —gritó el camarero. Sorprendido por el ataque de Lambert, había intentado liberarse al principio, pero ahora ya empezaba a defenderse con todas las de la ley, golpeando a diestro y siniestro. Sin embargo, Lambert mostró que no era menos terco. Y en vista de que no conseguía controlar al otro agarrándolo con firmeza, le pegó unos puñetazos. Una mujer soltó un grito.

—¡Basta, Lambert! —le dijo entre dientes Christine Steiner—. ¿Es que te has vuelto loco? ¡No puedes…!

Pero Lambert Mielhahn parecía estar fuera de sí. Al ver que el camarero se había desplomado en el suelo a causa de los golpes que le propinaba, empezó a darle patadas en su obeso vientre, con el rostro distorsionado en una mueca de odio mucho más implacable y ferviente de lo que merecía la ocasión.

—¡Basta! —volvió a gritar Christine; en eso, Cornelius vio que Jakob Steiner y sus hijos se ponían en pie de un salto para contener a Lambert.

Pero ya era demasiado tarde. El camarero —aunque ya no oponía resistencia— pataleó en el aire y fue a dar contra una de las cajas.

Una vez pasada la tormenta, las habían amarrado bien de nuevo, pero, tras el largo viaje, las cuerdas mostraron ser algo quebradizas. Bastó un leve golpe: la cuerda se partió y una de las cajas se deslizó por el suelo de tablones. Todos se apresuraron a dar un salto hacia atrás, el único que no consiguió hacerlo fue el marinero. Cuando la caja le pegó con toda su fuerza contra la espinilla, el hombre soltó un grito de susto y dolor y dejó caer la antorcha.

Cornelius se lanzó hacia allí, intentó apagar la llama, pero tuvo que retroceder ante el calor que despedía el fuego. La caja también había volcado el barril de brea y todo su contenido empezó a salirse, por lo que pronto todo el lugar quedó envuelto en llamas.

Greta rio cuando las llamas ganaron en altura, crepitando. Las primeras llamas aisladas se convirtieron en un mar ardiente de lenguas que se alzaban en todas direcciones. Se colaban por debajo del suelo, luego fueron trepando por los costados hasta llegar al techo.

Para Greta, algo más fascinante que aquel ávido hervidero de fuego de color rojo y amarillo era el pavor que se apoderó de los pasajeros. Algunos se estaban quietos, mientras que otros deambulaban como locos por allí, sin rumbo. Incluso hubo alguno que se llevó las manos a la cara, con desconcierto, intentando protegerse del humo que le raspaba la garganta. Otras personas mostraron una mayor presencia de ánimo y se apresuraron a subir a cubierta, pero no todas llegaron allí ilesas. Algunos tropezaron y quedaron tumbados, con las caras en una mueca de espanto, azotados por las patadas y los puñetazos. Otros se dieron la vuelta voluntariamente, porque, superado el primer momento de pánico, determinaron que no querían dejar sus pertenencias allí, para que se convirtieran en pasto de las llamas. Fue inevitable que chocaran con aquellos que huían hacia arriba, lo que creó un caos irremediable en el que nadie se contuvo a la hora de lanzar improperios y de hacer uso de los codos.

Los viejos caían al suelo, los hijos quedaban separados de sus madres, las mujeres lloraban y los hombres se miraban con odio en los ojos, como si quisieran estrangularse mutuamente.

A Greta le eran desconocidos algunos de aquellos rostros; pero todos tenían algo en común: un miedo cerval a la muerte, un miedo descarnado que lo impregnaba todo. Y ese miedo les hacía perder todo dominio de sí mismos.

Greta soltó otra carcajada.

Ella misma, por su parte, jamás se atrevía a alzar la voz, había aprendido que era mejor pasar inadvertida haciéndose la muerta, sin llorar ni quejarse ni gritar…

Y su madre también había terminado por aprenderlo.

Cuando Greta se volvió hacia ella, Emma estaba sentada muy tiesa en la cama, sin moverse. En sus pupilas se reflejaban las llamas, pero, por lo demás, tenía la mirada vacía, como si su cuerpo estuviera sin vida. ¿Acaso no huía porque el fuego ya la rodeaba? ¿O permanecía allí sentada, con obstinación, porque por lo menos esta vez no quería mostrarse obediente con su marido?

Fue entonces cuando Greta sintió que la mano de Lambert la agarraba por el brazo. La había cogido como había hecho con su hermano. Viktor se dejaba arrastrar por él como un muñeco sin vida. En la mirada de su hermano se apreciaba el mismo vacío que en los ojos de Emma: no había miedo —como sí lo había entre los pasajeros—, ni tampoco había esa malvada alegría por el mal ajeno que se había apoderado de ella.

—¡Vamos, ven! —le vociferó Lambert, a quien ya no le quedaban manos libres, a Emma—. ¡Qué vengas te digo!

Emma seguía sin moverse de su sitio. ¿Es que no lo había oído? Era difícil entender algo en medio de aquel caos, el fuego crepitaba al devorar la madera, crujía, el ruido era ensordecedor por todas partes, por encima, por debajo, junto a ellos, el fuego golpeaba contra todo, soltando chispas.

Greta seguía riendo. El entrepuente no tardaría demasiado en venirse abajo por completo. Apenas había visibilidad, el humo era demasiado espeso y negro. Les ardían los ojos, las lágrimas se les saltaban y entretanto los gritos fueron haciéndose más intensos; eran gritos de asfixia.

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