—Tu madre… —empezó diciendo ella—. Has hablado de tu madre. ¿Por qué ella no viene a Chile con vosotros?
—Porque está muerta —dijo él escuetamente—, como Matthias.
Elisa abrió la boca con intención de formular una nueva pregunta y pensó que estaba cerca de conseguir que él le contara, por fin, más acerca de sí mismo y de la pena que lo embargaba.
Sin embargo, de repente, Cornelius se dio la vuelta y dijo con rapidez:
—Pero nosotros no queremos mirar atrás, sino hacia delante.
Elisa guardó silencio y se limitó a ponerle la mano en el hombro, con cuidado. A continuación, ambos fijaron la mirada en un punto que no estaba ni delante ni detrás, sino en lo alto, en el anchuroso cielo estrellado.
El calor era más agobiante cada día. Ya ni siquiera refrescaba por las noches; mucho antes de que amaneciera, Elisa ya empezaba a dar vueltas en la litera, inquieta; se despertaba luego empapada en sudor y creía que no podía respirar en aquel aire enrarecido sobre el que parecía pender una pesada campana de cristal. Padecía mareos y dolores de cabeza, y todos los días se apresuraba para llegar a cubierta lo más pronto posible. Pero en cuanto los primeros rayos del sol atravesaban la luz brumosa de esa hora, eran tan abrasadores e implacables que se desataba una auténtica lucha por conseguir un lugar a la sombra. La gente pretendía sobornar a otros con aguardiente y alimentos, y si eso no servía de nada, había siempre alguno que no dudaba en usar los puños. En la entrecubierta, desde donde hasta entonces no se habían dejado de oír chácharas, risotadas, peleas y gemidos, reinaba un silencio llamativo; incluso los niños de los Steiner deambulaban por allí en un estado de apatía.
Una distracción que todos agradecieron fue cruzar la mitad norte del globo terráqueo, momento en el que el capitán invitó a hacer el llamado
bautismo ecuatorial
. Según una vieja costumbre, se mojaba a todos los marineros y pasajeros hasta que a ninguno le quedaba un pelo seco en el cuerpo. Por un instante la vitalidad regresaba al barco, había gritos de júbilo, carcajadas y griterío, mientras los baldes descendían para llenarse de agua y esta volaba luego en todas direcciones. Algunas de las mujeres más encopetadas fruncían el ceño y declaraban, con remilgo, que todo aquello era una indecencia, sobre todo cuando veían los perfiles de las chicas jóvenes resaltar bajo la ropa mojada. Pero también a ellas se les notaba que saboreaban en secreto el poder refrescarse de aquella manera.
Por la noche tuvo lugar un pequeño baile, o al menos así llamó el capitán a la fiesta. Los marineros se habían puesto sus galas de domingo: camisas de colores y pantalones de un blanco impecable. Un aprendiz de zapatero que también se ocupaba de la música en las misas de los domingos tocó el violín: pero, como hacía en misa, en lugar de producir una música agradable, lo que salió de su instrumento fueron unos chirridos insoportables. Todos se encargaron de abuchearlo en voz alta. Hasta las ratas habrían saltado por la borda si aquel joven no hubiera dejado de tocar. Era impensable bailar allí; el único movimiento que cabía hacer era taparse los oídos.
Al día siguiente empezó una lluvia tropical que duró dos semanas enteras. El agua, que caía a cántaros del cielo, estaba casi caliente y muy pronto se formó sobre el barco una nube de un vapor tan denso que era imposible permanecer seco. La cara de Elisa estaba siempre empapada y ni ella misma sabía si se trataba de sudor o de lluvia.
—Por lo menos tenemos agua potable —dijo la señora Eiderstett intentando ver el lado bueno de aquella tortura permanente.
Y en efecto, en los días anteriores a aquella lluvia, el agua de beber se había ido tornando cada vez más rancia, ya que el aparato que habían subido a bordo para destilarla no funcionaba como debía. Las reservas del preciado líquido se habían ido mezclando con el agua salada de las salpicaduras y quien bebía de ella pronto sentía más sed que al principio. Ahora había agua potable en abundancia, si bien Christine vaticinó que esta también se echaría a perder muy pronto.
—¡No hay bidones como Dios manda! —se quejó—. ¡Deberían estar bien sellados con unas cubiertas de metal! Sin embargo, la madera está algo podrida.
Mientras que durante las primeras semanas del viaje cada día había algo nuevo por descubrir, ahora, por el contrario, siempre había alguna novedad de la que quejarse. Unos decían que perderían la vida a causa de aquel calor sofocante; otros, alojados cerca de las escotillas, se quejaban por la aspereza en la garganta y la tos constante. Además, la comida era cada vez peor.
La cerveza y el café comenzaron a escasear entre los pasajeros que viajaban en los camarotes; en vez de pescado fresco, había tocino ahumado y en vez de pan negro, servían un pan hecho en el barco, apenas digerible. No obstante, abajo se seguían cocinando garbanzos, alubias y patatas, un lujo con el que los pasajeros de la entrecubierta solo podían soñar. Y eso fue lo que Cornelius, con una severidad poco habitual en él, le explicó un día a su tío cuando este se quejó por la escasa ración de la cena.
—¡Podría ser mucho peor! —le dijo bruscamente, a lo que el pastor Zacharias reaccionó con un silencio entre tímido y obstinado.
De hecho, Elisa se enteraba cada día, por boca de los niños de la familia Steiner, de la clase de bazofia que les servían. De la dieta diaria formaba parte la cebada con ciruelas, aunque tenía bichos. Las patatas ya tenían brotes y en las oscuras galletas de a bordo podían verse unos agujeritos de los que salía de vez en cuando algún gusano de color blancuzco.
Fritz, Lukas y Poldi se divertían contando los gusanos, algo que a sus hermanas les parecía bastante poco divertido. Christl empezaba a lloriquear regularmente y se negaba a probar el pan.
Lo único fresco eran las manzanas almacenadas en la bodega del barco; estas, hasta entonces, se habían mantenido en excelente estado, aunque ya empezaban a deteriorarse. Los anzuelos se colgaban del puente con regularidad, pero no siempre la captura de peces era suficiente y muchos de ellos apenas tenían carne una vez que se les retiraban las espinas. Annelie ni siquiera podía comer ese poco. Y aunque evitaba quejarse, Elisa notaba que, en su estado, sufría por algo más que por el calor y la humedad. La compasión empezó a aflorar en ella. Le habló de un hombre que había hecho una hamaca a partir de un viejo velamen, que la colgaba por las noches en la cubierta superior y dormía allí, lo cual, por lo visto, era mejor que dormir en el tórrido interior del barco.
—¡Tal vez podrías dormir una noche entera si nosotros hiciéramos lo mismo! —dijo Elisa dirigiéndose excepcionalmente a Annelie, que tenía un aspecto terrible, demacrado y cansado.
—¡Imposible! —gritó Richard de inmediato—. ¡Se nos ha prohibido pisar la cubierta de noche! ¡El capitán lo advirtió ya a comienzos del viaje!
Annelie, con un suspiro, se plegó a sus palabras. Tampoco Elisa se rebeló contra ellas, pero se quedó hasta altas horas de la noche en la cubierta, para que Cornelius le siguiera explicando constelaciones. Daba igual cuánto padeciera las fatigas del viaje, cerca de él todo era mucho más fácil de sobrellevar.
Tres meses después de que hubieran zarpado de Hamburgo, cesó por fin la lluvia tropical. Sin embargo, el ambiente en el barco seguía estando cargado no solo debido a la mala comida y el tedio, sino, sobre todo, a causa del miedo. Hasta el atrevido Poldi palideció cuando se empezó a hablar de lo que les esperaba en los días siguientes: cruzar el estrecho de Magallanes.
Más de uno rezó o juntó las manos en señal de temor cuando se tocó el tema. Otros discutían el asunto de un modo más sobrio, pero no sin mostrar arrugas de preocupación: ¿qué era más peligroso, rodear el cabo de Hornos, donde les amenazaban fuertes tormentas, o atravesar las pérfidas aguas del estrecho, entre el continente sudamericano y la Tierra del Fuego, con sus peligrosos acantilados? El capitán, después de mucho meditarlo, se había decidido por esto último, pero no había ninguna duda de que esa ruta de viaje presentaba no menos peligros.
El pastor Zacharias se había dejado contagiar por las siniestras profecías que circulaban por el Hermann III y tomaba aire constantemente, como si ya estuviera luchando por su vida entre las olas.
—¡Nuestro barco va a estrellarse contra las rocas! ¡Moriremos todos, nos ahogaremos entre tormentos! Y… ¡Oh, Señor, Señor! ¡A diferencia de lo que pasó con Jonás, no me tragará ninguna ballena para luego escupirme sano y salvo! ¿Y sabéis por qué? —Estaban todos reunidos para la cena y Zacharias miraba fijamente a Cornelius y a los Von Graberg con sus ojos inyectados en sangre, ya que llevaba días sin poder dormir a gusto y eso lo hacía estar sumamente cansado—. ¡Porque no ha sido Dios quien me ha enviado a este viaje miserable! ¡De modo que es imposible que sea voluntad del Señor que yo me vea en el fondo del mar, en algún sitio lejos de mi patria! ¡Oh, Señor, Señor!
Al día siguiente el tío de Cornelius se mostró aún más desesperado cuando unos pájaros extraños empezaron a revolotear en torno al barco. Eran una señal de que estaban cerca de tierra, pero no de una tierra salvadora, por supuesto, sino de una hostil, enemiga de la vida. Y como si aquellas sospechas que preocupaban a todos no fueran ya suficientes, pasaron junto a un barco de guerra prusiano que —como un mal presagio— acababa de cruzar el estrecho de Magallanes, procedente de Valparaíso, y exhibía las magulladuras de aquella travesía, reconocibles desde lejos: dos mástiles rotos y unas velas que colgaban tristes sobre la barandilla del buque, rozando la superficie del agua.
Apenas se divulgó la noticia, todos los pasajeros acudieron presurosos a cubierta, incluido el pastor Zacharias, a quien no se veía muy a menudo al raso. Y aunque ya hacía mucho que el buque de guerra había desaparecido entre la niebla y su visión parecía ahora tan irreal como la de un buque fantasma, muchas personas se persignaron y el pastor Zacharias, temblando, empezó a rezar unos salmos.
—¿Pero cómo? ¿Eso os asusta? —les llegó de pronto la protesta de un marinero que no se había dejado contagiar por el pánico reinante—. Es cierto que ha perdido el mástil, pero por lo menos el barco no se ha hundido. ¡Durante el último viaje pasamos junto al casco de otro barco, y esa visión sí que daba miedo! ¡En las vigas a las que antes se habían aferrado los tripulantes, llenos de desesperación, había ya pequeños caracoles y moluscos!
Un murmullo se extendió entre los presentes y con él se mezclaron un par de chillidos agudos cuando, poco después, la niebla se disipó y el cielo blanco empezó a escupir copos de nieve. Estaban un poco aguados y se fundían en cuanto caían sobre los maderos del barco, pero no podía haber una señal más elocuente de que, después de notar que las noches se habían ido haciendo más frías y cortantes, habían dejado atrás, definitivamente, las zonas cálidas y húmedas para adentrarse en un mundo inhóspito y amenazante.
—¡Se trata, sobre todo, de un mundo abandonado por Dios! —anunció el pastor Zacharias, y se apresuró a abandonar la cubierta para regresar a su camarote (donde se estaba más calentito), no sin antes hacerle una seña a Elisa para que lo acompañara.
—¡Ven, pequeña! —la exhortó—. No cabe duda de que necesitas comer algo para fortalecerte.
Hasta entonces apenas le había dirigido la palabra a la joven Von Graberg, pero al parecer ahora, en su desesperación, cualquier compañía le venía bien.
Elisa lo siguió hasta el camarote, pero se detuvo, vacilante, ante la puerta abierta. Con un suspiro, el pastor Zacharias llenó hasta el borde dos vasos de aguardiente, pero antes de que pudiera darle uno a Elisa, se le interpuso Cornelius, que los había seguido hasta allí.
—¡Tío Zacharias! —le gritó el sobrino, enfadado—. ¿Es que pretendes seducir a una joven dama para que adquiera el vicio de la bebida, solo porque tú no has podido liberarte de esa carga? ¡Tus dolores de cabeza no mejorarán con eso!
Zacharias dejó el segundo vaso, pero se llevó el suyo a los labios con determinación.
—¡No le temo a los dolores de cabeza, sino a ahogarme! —proclamó con obstinación, antes de vaciar de un trago el vaso de licor. Y ya se disponía a echar mano de nuevo de la botella para servirse otra vez.
—¡Ya basta!
Y mientras Elisa, algo azorada, bajaba la cabeza, Cornelius se acercó rápidamente a su tío y le quitó la botella de la mano.
—¡Eh! —gruñó Zacharias con enfado.
—Si te emborrachas, sufrirás aún más a causa de los vaivenes del barco. También sentirás más miedo y no tendrás fuerza de voluntad para luchar contra él. ¡Así que deja ya de beber! Además, dime una cosa, ¿de dónde has sacado ese aguardiente?
Zacharias murmuró algo ininteligible, pero no cejó en su pugna por recuperar la botella, sino que se cruzó de brazos.
Cornelius le pasó la botella a Elisa.
—¡Llévasela a tu padre! Él me parece un hombre sensato que sabe muy bien cuándo hay que decir basta. Tal vez le haga bien tomar una copita para fortalecer el ánimo y calentarse.
Elisa acababa de cerrar la puerta del camarote a sus espaldas cuando escuchó una voz.
—¡Ya has vagado por ahí lo suficiente, jovencita!
El camarero con cuerpo de armario se acercó a ella y la cogió por el codo.
—Se avecina una tormenta, y en esta zona eso es más peligroso que en ninguna otra parte. ¡Todos los pasajeros deben permanecer en sus camarotes o en el entrepuente!
El hombre condujo a Elisa a lo largo del pasillo. El suelo empezó a temblar ahora con más fuerza que nunca.
—¿Una fuerte tormenta? —preguntó ella, y sus preocupaciones se centraron no tanto en ella misma como en Cornelius. ¿Cómo iba a conseguir calmar a su tío cuando este se enterara de la noticia?
El camarero sonrió.
—No se preocupe, señorita, el capitán nos sacará sanos y salvos de esta. ¡Permanezca en su camarote, es todo lo que tiene que hacer!
Elisa se detuvo un momento ante el camarote y luego continuó, presurosa. Abrió la puerta y alzó, con gesto triunfante, la botella de aguardiente, un bien escaso en las últimas semanas. A su padre no le gustaba tomar ese «brebaje horrible», como él lo llamaba, pero en los últimos tiempos se le había oído hablar con nostalgia del licor de hierbas de su madre, que calmaba el estómago cuando estaba débil.
Elisa ya estaba a punto de exclamar «¡mira esto!», pero en ese momento escuchó la voz de Annelie, que le decía a su padre: