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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (11 page)

BOOK: En el Laberinto
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Y el sacrificio se había llevado a cabo.

—Morí —dijo Hugh, recordando el dolor y el horror de la experiencia con un escalofrío—. Conocí el tormento, un tormento terrible, mucho peor que cualquier agonía que pueda sufrir un hombre. Me vi forzado a mirar dentro de mí, a contemplar la criatura malvada y despiadada en que me había convertido. Y lo lamenté. Me pesó de veras. Y entonces... comprendí. Y, al comprender, pude perdonarme a mí mismo. Y fui perdonado. Conocí la paz,.. Y, entonces, todo esto me fue arrebatado.

—Él... Alfred... te volvió a la vida.

Perplejo, Hugh alzó el rostro.

—Entonces, ¿me crees, Ciang? Nunca pensé... Por eso no acudí a ti cuando sucedió...

—Te creo. —La elfa suspiró. Hugh observó un ligero temblor en sus manos, posadas sobre el escritorio—. Ahora, te creo —continuó, con la mirada fija en el pecho del hombre. Aunque cubierta con la ropa, la marca rúnica parecía brillar a través de la tela—. Si te hubieras presentado entonces, quizá no me habría dignado escucharte. Pero lo hecho, hecho está.

—Intente volver a mi vida anterior, pero nadie quería contratarme. Iridal dijo que me había convertido en la conciencia de la humanidad. Quien urdía alguna intriga veía reflejada en mi rostro su propia maldad. No sé si eso es cierto o no —prosiguió con un encogimiento de hombros—. En cualquier caso, fui a ocultarme en el monasterio de los monjes kir. Pero ella me encontró.

—¿Te refieres a la mujer que te trajo aquí... esa Iridal, la madre del muchacho? ¿Cómo sabía que estabas vivo?

—Ella estaba con Alfred cuando..., cuando hizo esto —Hugh se llevó la mano al pecho—. Después, negó haberlo hecho, pero Iridal sabía muy bien lo que había presenciado. De todos modos, me dejó solo. Estaba asustada...

—El toque del dios —murmuró Ciang con un gesto de asentimiento.

—Y entonces apareció de nuevo Bane, con los elfos. El muchacho era una auténtica maldición. Se proponía destruir la paz que estaban acordando el príncipe Reesh`ahn y el rey Stephen. Con la ayuda de los kenkari, Iridal y yo mis dispusimos a liberar a Bane de los
elfos,
pero el chiquillo nos traicionó y nos puso en sus manos. Los elfos retuvieron a Iridal como rehén y me obligaron a acceder a matar a Stephen. Bane, como supuesto heredero del trono, se haría con el liderazgo de los humanos y, a continuación, traicionaría a éstos entregándolos a los elfos.

—Y el contrato que has incumplido es el asesinato de Stephen, ¿no es eso? —intervino Ciang.

—Entonces, tú también has tenido noticia del plan, ¿no? Tomé la decisión de dejarme matar. No se me ocurrió otro modo de salvar a Iridal. La guardia de Stephen se ocuparía de mí. El rey sabría que Bane estaba detrás del asunto y se encargaría de él. Pero, de nuevo, no morí. El perro saltó sobre el guardia que estaba a punto de...

—¿El perro? —Lo interrumpió Ciang—. ¿Qué perro?

Hugh empezó a responder; de repente, una expresión extraña le cruzó el rostro.

—El perro de Haplo —murmuró—. Resulta extraño. No me había acordado de eso hasta ahora.

—Ya nos extenderemos en eso cuando sea el momento oportuno —dijo Ciang, refunfuñando—. Prosigue el relato. Ese Bane murió. Lo mató su madre en el momento en que el muchacho se disponía a matar al rey Stephen. Sí, he oído toda esa historia —reconoció, con una sonrisa ante la mirada de perplejidad de Hugh—. La misteriarca, Iridal, regresó a los Reinos Superiores. Pero tú no la acompañaste, sino que volviste con los kenkari. ¿Por qué?

—Tenía una deuda con ellos —dijo Hugh lentamente, mientras hacía girar el vaso de vino en la mano una y otra vez—. Les había vendido mi alma.

Ciang abrió los ojos como platos y se echó hacia atrás en su asiento.

—Pero los kenkari no se ocupan de almas humanas y, desde luego, no comprarían ninguna —objetó—. Ni humana, ni elfa.

—Pero querían la mía. O, al menos, yo pensé que la querían. Ya comprendes por qué, supongo... —Hugh dio cuenta del vino de un solo trago.

—Por supuesto. —Ciang se encogió de hombros—. Habías regresado de la muerte; por tanto, tu alma habría sido de gran valor. Pero también entiendo por qué la rechazaron.

—¿Ah, sí? —Hugh, que estaba sirviéndose otro vaso de vino, se detuvo en pleno gesto y se concentró en la elfa. Estaba bebido, pero no lo suficiente. Nunca alcanzaría a estarlo suficientemente.

—Las almas de los elfos están retenidas por la fuerza para prestar servicio a los vivos. A esas almas se les impide ir más allá y tal vez ni siquiera sepan que existe una paz como la que describes. —Ciang le apuntó con un dedo huesudo—. Eres un peligro para los kenkari, Hugh
la Mano.
Y eres más amenaza para ellos muerto que vivo.

Hugh emitió un grave silbido. Su rostro se ensombreció.

—No se me había pasado por la cabeza. ¡Los muy falaces! Y yo que pensé...— —Sacudió la cabeza—. Parecían tan compasivos... y, sin embargo, no hacían más que mirar en su propio provecho.

—¿Has conocido alguna vez a alguien que no lo hiciera, Hugh
la Mano
? —Replicó la elfa—. En otro tiempo, no te habrías dejado engañar con tales estratagemas. Habrías visto la maniobra con claridad. Pero has cambiado. Al menos, ahora sé por qué.

—Ahora, volveré a ver claro —musitó Hugh.

—Quizá. —Ciang contempló las manchas de sangre del escritorio. Sin darse cuenta de lo que nacía, sus dedos las recorrieron—. Quizá.

Abstraída en sus pensamientos, guardó silencio.

Hugh, preocupado, no la perturbó. Finalmente, ella levantó la mirada y lo observó con perspicacia:

—Has mencionado un contrato. ¿Con quién lo acordaste y para qué?

El hombre se humedeció los labios. Parecía reacio a hablar de aquel detalle.

—Antes de morir —dijo por fin—, Bane me arrancó la promesa de que mataría a cierto individuo en su nombre. Se trata de ese tal Haplo.

—¿El hombre que viajó contigo y con Alfred? —Al principio, Ciang pareció sorprendida; después, sonrió con aire sombrío. Todo empezaba a tener sentido—. El hombre de las manos vendadas.

Hugh asintió.

—¿Por qué debe morir ese Haplo?

—Bane dijo algo de no sé qué «señor» que quería verlo eliminado. El muchacho era muy insistente; no dejaba de acosarme para que accediera. Nos acercábamos a Siete Campos, donde estaba acampado el rey Stephen. Yo tenía demasiado que hacer como para entretenerme con los caprichos de un chiquillo, de modo que accedí, sólo para que callase. En cualquier caso, no tenía previsto vivir tanto...

—Pero viviste. Y Bane murió. Y ahora tienes un contrato con un muerto.

—Sí, Ciang.

—¿Y te proponías incumplirlo? —El tono de Ciang era de desaprobación.

—¡Me había olvidado del condenado asunto! —Replicó Hugh con impaciencia—. ¡Que los antepasados me lleven, estaba seguro de que iba a morir! Se suponía que los kenkari comprarían mi alma.

—Y eso hicieron... aunque no del modo que tú esperabas.

Hugh asintió con una mueca:

—Ellos me recordaron la existencia del contrato. Dijeron que mi alma está atada a Bane. No puedo disponer de ella libremente para entregársela.

—Muy elegante. —El tono de Ciang era de admiración—. Muy elegante y muy fino. Y así, con elegancia y finura, evitan el gran peligro que representas para ellos.

—¿Peligro? —Hugh descargó el puño sobre el escritorio. El mueble estaba impregnado con su propia sangre, vertida en aquella estancia hacía años, cuando había sido iniciado en la Hermandad—, ¿Qué peligro? ¿Cómo es que los kenkarí conocen todo esto? ¡Fueron ellos quienes me mostraron la marca! —Se agarró el pecho como si quisiera arrancarse la carne.

—Respecto a cómo lo saben, los kenkari tienen acceso a los libros antiguos. Y, además, los sartán los privilegiaron, les contaron sus secretos...

—Sartán... —Hugh alzó la vista—, Iridal mencionó esa palabra. Decía que Alfred...

—... es un sartán. En efecto, resulta evidente. Solamente los sartán podían utilizar la magia rúnica. Al menos, eso era lo que decían, Pero había rumores, oscuros rumores, sobre la existencia de otra clase de dioses...

—¿Dioses con marcas como ésta sobre todo el cuerpo? ¿Unos dioses conocidos como «patryn»? Iridal me habló de ellos, también. Ella sospechaba que ese Haplo era un patryn.

—Patryn... —Ciang hizo una pausa, como si catara el sabor de la palabra. Después, se encogió de hombros—. Puede ser. Han pasado muchos años desde que leí los textos antiguos y, cuando lo hice, no estaba muy interesada en ellos, ¿Qué tenían que ver con nosotros esos
dioses
, sartán o patryn? Nada. Ya no.

La elfa sonrió; el contorno rojo de sus labios, finos y fruncidos, que se confundía con sus arrugas, producía la impresión de que acabara de beber la sangre del escritorio.

—Lo cual resulta un alivio —añadió.

Hugh emitió un suspiro:

—Ahora puedes comprender mi problema. Ese Haplo tiene todo el cuerpo tatuado de runas como las mías, que emiten un extraño resplandor. En una ocasión traté de saltar sobre él y fue como si tocara un relámpago. ¿Cómo he de hacer para matar a ese hombre, Ciang? —Inquirió con un gesto de impaciencia—. ¿Cómo se mata a un dios?

—¿Por eso has venido? —preguntó ella con tos labios apretados—. ¿A buscar ayuda?

—Ayuda... o la muerte, no estoy seguro. —Se frotó las sienes, que empezaban a latirle por efecto del vino—. No tenía otro sitio al que acudir.

—¿Los kenkari no te prestaron colaboración?

—Por poco se desmayan con sólo hablar de ello. Los obligué a darme una daga... más por reírme de ellos que por otra cosa. Mucha gente me ha contratado para matar por muy diversas razones, pero nunca había visto a nadie que se pusiera a lloriquear por la futura víctima.

—¿Los kenkari lloraban, dices?

—El que me entregó la daga, el Guardián de la Puerta, sí. Se resistía a soltar el arma. Casi sentí lástima de él.

—¿Y qué te dijo?

—¿Decirme? —Hugh arrugó la frente, pensativo, intentando abrirse camino entre los vapores del vino—. No presté mucha atención a sus palabras... hasta que empezó a hablar de esto —Hugh se golpeó el pecho con el puño—. De la magia rúnica. De que no debía perturbar el funcionamiento de la gran máquina. Y de que debía decirle a Haplo que Xar lo quería muerto. Eso es. Xar. Ése es el nombre de su señor. Xar lo quiere muerto.

—Los dioses luchan entre ellos. Un signo esperanzador para nosotros, pobres mortales. —Ciang sonreía de nuevo—. Si se matan mutuamente, seremos libres para desarrollar nuestras vidas sin interferencias.

Hugh
la Mano
movió la cabeza a un lado y a otro; no entendía a qué se refería, ni le importaba.

—¿Cómo se supone que voy a matarlo?

—Dame hasta mañana —dijo la elfa—. Estudiaré el asunto esta noche. Como decía, hace mucho tiempo que leí los textos antiguos. Y tienes que dormir, Hugh.

La Mano
no la oyó. Él vino y el agotamiento se habían aliado, piadosamente, para dejarlo inconsciente. Ciang lo vio inclinado sobre el escritorio, con el brazo extendido sobre la cabeza y la mejilla apoyada en la madera manchada de sangre. Y con el vaso de vino aún sujeto entre los dedos.

La elfa se puso en pie. Buscando apoyo en la mesa, rodeó ésta lentamente Hasta llegar junto a él. En sus días de juventud, hacía tantísimo tiempo, habría tomado a Hugh por amante. Siempre había preferido los amantes humanos a los elfos. Los humanos eran apasionados, agresivos: la llama que se consume antes arde con más luz. Además, los humanos morían a su debido tiempo, dejándola a una en situación de buscar otro. No vivían el tiempo suficiente como para convertirse en un engorro.

La mayoría de los humanos. Aquellos que no estaban tocados por un dios. O malditos por un dios.

—Pobre insecto —murmuró al tiempo que posaba la mano en el hombro del dormido—. ¿En qué horrible especie de telaraña te debates? ¿Y quién es la araña que la ha tejido? Los kenkari, no, sospecho. Empiezo a pensar que estaba confundida. Sus propias alas de mariposa podrían verse prendidas también en este enredo.

»¿Debo ayudarte? ¿Debo intervenir en esto? Puedo hacerlo, ¿sabes, Hugh? —Sin darse cuenta de lo que hacía, Ciang hundió los dedos en la larga y tupida cabellera negra y cana que caía, enmarañada, sobre los hombros de Hugh—. Puedo ayudarte pero ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué consigo yo con ello?

Un temblor se apoderó de su mano. La posó en el respaldo del asiento y se apoyó en él pesadamente. Un nuevo acceso de debilidad. Últimamente, los experimentaba cada vez con más frecuencia. La sensación de mareo, la falta de aire... Se aferró a la silla, terca y estoica, y esperó a que pasara. Siempre pasaba. Pero se acercaba el día en que la sensación no remitiría. El día en que uno de aquellos ataques se la llevaría.

—Dices que morir es duro, Hugh
la Mano
—murmuró cuando estuvo de nuevo en condiciones de hacerlo—.

No me sorprende: he visto suficiente muerte para saberlo. Pero debo reconocer que estoy decepcionada. Paz, perdón... Pero primero se nos pide cuentas.

»Y yo pensaba que no había nada... Los kenkari, con sus estúpidas cajas de almas. Almas viviendo en los jardines de su cúpula de cristal. Vaya estupidez. Nada. Todo es nada. Ésa fue mi apuesta. —Sus dedos se cerraron en torno al respaldo—. Y parece que perdí. A menos..., a menos que estés mintiendo.

Se inclinó hacia Hugh y lo contempló minuciosamente, con esperanza. Después, se enderezó con un suspiro.

—No, el vino no miente. Y tú tampoco lo has hecho, Hugh, en todos los años que te conozco. Pasar cuentas... ¿Qué maldad no he cometido? Pero ¿qué puedo hacer para enmendar las cosas? He echado los dados sobre la mesa y es demasiado tarde para recogerlos. Pero quizás otra tirada, ¿eh? El ganador se lo lleva todo, ¿vale? —Con aire astuto, perspicaz, la anciana elfa clavó la mirada en las densas sombras—. ¿Hace la apuesta?

Unos leves golpes sonaron a la puerta. Ciang contuvo una risilla, medio burlona, medio en serio.

—Adelante.

El Anciano empujó la puerta y entró, renqueante.

—¡Oh, vaya! —dijo al ver a Hugh
la Mano.
Se volvió a Ciang con un gesto de interrogación—. ¿Lo dejamos aquí?

—Ninguno de los dos tenemos suficiente fuerza para moverlo, mi viejo amigo. No le sucederá nada si se queda donde está hasta mañana.

La elfa extendió el brazo. El Anciano se apresuró a sostenerlo. Los dos juntos —ella con paso vacilante, él ayudándola con sus escasas fuerzas— recorrieron despacio el corto pasadizo a oscuras hasta la alcoba de Ciang.

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