—De hecho —añadió con suavidad la reina Ana—, mi esposo y yo empezamos a preguntarnos si no habremos cometido un error. Quizá deberíamos limitarnos a dejar que el mundo siguiera como es. Hasta ahora nos las hemos arreglado bastante bien.
—Pero nosotros, no —replicó Limbeck—, Vuestras dos razas han librado guerras por el agua desde que se tiene recuerdo. Elfos contra elfos. Humanos contra humanos. Luego, todos contra todos hasta estar a punto de destruir cuanto teníamos. Quizá mi vista no sea muy aguda para otras cosas, pero esto lo veo clarísimo. Si no tenemos necesidad de luchar por el agua, habrá una oportunidad para alcanzar una verdadera paz.
Limbeck rebuscó en la chaqueta, extrajo un pequeño objeto y lo sostuvo en alto.
—Tengo esto, el libro de los sartán. Haplo me lo dio. Él y yo lo hemos repasado y creemos que la máquina funcionará, pero no podemos garantizarlo. Lo único que puedo decir es que, sí algo empieza a funcionar mal
de verdad,
siempre podemos detener la Tumpa-chumpa e intentar repararla.
—¿Qué opinas tú, príncipe? —Stephen se volvió a Reesh'ahn—. ¿Qué nos dices de tu gente? ¿Qué piensa?
—Los kenkari les han informado que juntar los continentes es la voluntad de Krenka-Anris. Nadie se atrevería a oponerse a los kenkari; por lo menos, abiertamente —añadió el príncipe con una sonrisa triste—. Nuestro pueblo está preparado. Los únicos a quienes no se ha podido avisar son el emperador y los encerrados con él en el Imperanon. Se niegan a permitir la entrada a los kenkari; incluso les han disparado flechas, algo que no había sucedido jamás en toda la historia de nuestro pueblo. Mi padre, sin duda, se ha vuelto loco. —La expresión de Reesh'ahn se endureció—. Siento poca simpatía por él, pues mató a su propia gente para conseguir sus almas. Pero entre los sitiados del Imperanon hay algunos inocentes de cualquier fechoría y que lo apoyan por malentendida lealtad. Ojalá hubiera alguna forma de ayudarlos, pero se niegan a parlamentar aun bajo la bandera de tregua. Tendrán que arreglarse como puedan.
—¿Entonces, estáis de acuerdo en llevar adelante el plan? —Haplo los miró de uno en uno.
Reesh'ahn contestó que sí. La barba de Limbeck se agitó de abierto entusiasmo. Stephen miró a su reina, y ésta titubeó y asintió una sola vez, brevemente.
—Sí, estamos de acuerdo —dijo el monarca por fin—. El survisor jefe tiene razón. Parece nuestra única posibilidad para alcanzar la paz.
Haplo se separó de la estatua contra la que había permanecido apoyado.
—Así pues, queda decidido. Dentro de dos días pondremos en funcionamiento la máquina. Tú, príncipe Reesh'ahn, y vuestras majestades debéis volver a vuestros reinos para intentar controlar el pánico de la gente. Podéis dejar aquí vuestros representantes.
—Sí, yo regresaré al Reino Medio. Triano se quedará en mi lugar —anunció Stephen.
—Y yo dejaré al capitán Bothar'el, amigo tuyo según tengo entendido, survisor jefe... —dijo el príncipe Reesh'ahn.
—¡Magnífico, magnífico! —Exclamó Limbeck con un aplauso—. Entonces, todos manos a la obra.
—Si no me necesitáis para nada mas —dijo Haplo—, volveré a mi nave,
—¿Te encuentras bien, Haplo? —preguntó la enana con un destello de inquietud en los ojos.
Él bajo la vista hacia ella con su tranquila sonrisa.
—Sí, me encuentro bien. Estoy cansado, eso es todo. Vamos, perro.
Los mensch se despidieron de él con manifiesta deferencia y con una expresión de evidente preocupación en los rostros. Haplo se mantuvo erguido y enérgico, con paso firme, pero todos los observadores —entre ellos la única observadora clandestina— se dieron cuenta de que recurría a todas sus fuerzas para continuar avanzando. El perro lo siguió. Incluso él miraba a su amo con preocupación.
Los demás movieron la cabeza con gesto pesaroso y hablaron de él en tono ansioso. Marit hizo una mueca de desdén al verlo alejarse en dirección a la puerta abierta de la Factría como un mensch cualquiera, sin utilizar su magia.
La patryn pensó en seguirlo, pero abandonó la idea de inmediato. Lejos de los mensch, Haplo percibiría claramente su presencia. Además, Marit ya había oído todo lo que necesitaba. Sólo se quedó allí un momento más para escuchar lo que decían los menchs, pues éstos se referían a Haplo.
—Es un hombre sabio —comentaba el príncipe Reesh'ahn—. Los kenkari están muy impresionados con él. Me han insistido en que le pregunte si querría actuar como gobernante provisional de todos nosotros durante este período de transición.
—No es mala idea—reconoció Stephen después de reflexionar en ello—. Es probable que los barones rebeldes acepten que un tercero resuelva las disputas que, inevitablemente, surgirán entre nuestro pueblo. Sobre todo, porque Haplo parece un humano, salvo en esos extraños tatuajes de su piel. ¿Qué opinas tú, survisor jefe?
Marit no esperó a oír el comentario del enano. ¿A quién le importaba su opinión? De modo que Haplo iba a gobernar Ariano... ¡No sólo había traicionado a su señor, sino que lo había suplantado!
La patryn se apartó de los mensch, se retiró a rincón más sombrío de la Factría y penetró de nuevo en su círculo mágico.
Si hubiera esperado un momento más, esto es lo que habría podido escuchar:
—No aceptará —respondió Limbeck en voz baja, siguiendo a Haplo con su miope mirada—. Ya le he pedido que se quedara aquí para ayudar a nuestro pueblo. Tenemos mucho que aprender si queremos ocupar nuestro lugar entre vosotros. Pero Haplo ha rechazado la oferta. Dice que debe regresar a su mundo, al lugar de donde procede. Tiene que rescatar a un hijo suyo que está atrapado allí.
—Un hijo... —murmuró Stephen. Su expresión se suavizó y tomó de la mano a su esposa—. ¡Ah!, entonces no le insistiremos más para que se quede. Tal vez así... Tal vez salvando a su hijo compense en cierta medida la pérdida de ese otro chiquillo...
Marit no llegó a oír nada de aquello, aunque los comentarios de los mensch no habrían cambiado en absoluto su opinión. Una vez a bordo de la nave, mientras las violentas rachas de viento de la tormenta sacudían la nave, colocó la mano en la marca de la frente y cerró los ojos.
En su mente apareció una imagen de Xar.
—Esposo mío —dijo Marit en voz alta—, lo que dice la serpiente dragón es cierto. Haplo es un traidor. Ha entregado a los mensch el libro de los sartán y se propone ayudarlos a poner en funcionamiento esa máquina. No sólo eso, sino que los mensch le han ofrecido el gobierno de Ariano.
—Entonces, debe morir —fue la inmediata respuesta de Xar, que sonó en la cabeza de la patryn.
—Sí, mi Señor.
—Cuando lo hayas hecho, esposa, mándame aviso. Estaré en el mundo de Pryan.
—¿De modo que Sang-drax te ha convencido para que viajes allí...? —apuntó Marit, no muy satisfecha.
—Nadie me convence para que haga algo que yo no quiera hacer, esposa.
—Perdóname, mi Señor. —Marit notó que le ardía la piel—. Tú sabes más que nadie, por supuesto.
—Voy a Pryan acompañado por Sang-drax y un contingente de los nuestros. En ese mundo espero someter a los titanes para utilizarlos en favor de nuestra causa. Y tengo otros asuntos que llevar a cabo en ese mundo. Asuntos en los que Haplo puede resultar de utilidad.
—Pero Haplo estará muerto... —empezó a replicar Marit, pero se interrumpió a media frase, sobrecogida de espanto.
—Sí, claro que estará muerto. Tú me traerás el cadáver de Haplo, esposa.
A Marit se le heló la sangre. Debería haberlo imaginado; debería haber sabido que Xar le exigiría algo así. Por supuesto. Su señor tenía que interrogar a Haplo, averiguar qué sabía, qué había hecho, y resultaría mucho más sencillo interrogar al cadáver que al vivo. La patryn evocó la figura del lázaro, recordó sus ojos muertos y, a la vez, espantosamente vivos...
—Esposa... —El tono de Xar era suavemente apremiante—. No me fallarás, ¿verdad?
—No, esposo mío —respondió ella—. No te fallaré.
—Así me gusta —asintió Xar antes de retirarse de su mente.
Marit se quedó a solas en la oscuridad iluminada por los relámpagos, escuchando el tamborileo de la lluvia en el casco de la nave.
GREVINOR, ISLAS VOLKARAN
ARIANO
—¿Qué puesto solicitas? —El teniente elfo apenas alzó la vista hacia Hugh
la Mano
cuando éste llegó ante él. —Remero, patrón —respondió Hugh. El teniente repasó los roles de tripulación.
—¿Experiencia?
—Sí, patrón.
—¿Traes referencias?
—¿Quieres ver las marcas de los latigazos, patrón?
El teniente levantó por fin la cabeza. Un gesto ceñudo estropeaba las delicadas facciones del elfo.
—No necesito camorristas —dijo.
—Sólo soy sincero, patrón. —Hugh soltó una risilla y enseñó los dientes—. Además, ¿qué mejores referencias quieres?
El elfo estudió los poderosos hombros de Hugh, su ancho pecho y sus encallecidas manos, todo ello característico de los que «vivían con los arneses puestos», como se decía comúnmente: humanos que habían sido capturados y obligados a servir como galeotes a bordo de las naves dragón elfas. El teniente parecía realmente impresionado no sólo con la fuerza de Hugh, sino también con su franqueza.
—Pareces viejo para este trabajo—comentó con una vaga sonrisa.
—Otro punto a mi favor, patrón —replicó Hugh fríamente—. Aún sigo vivo.
Al oír aquello, el elfo quedó decididamente impresionado.
—Tienes razón, es una buena señal. Muy bien, quedas... ¡hum!, quedas contratado.
El teniente apretó los labios como si le costara pronunciar la palabra. Sin duda, estaba evocando con sentimiento los viejos tiempos en que lo único que sacaban sus remeros era agua, comida y látigo.
—Un barl al día, más la comida y el agua. Y el pasajero pagará una prima por tener un viaje tranquilo a la ida y al regreso.
Hugh protestó un poco, para guardar las apariencias, pero no iba a sacar otro barl, aunque consiguió una ración extra de agua. Se encogió de hombros, accedió a los términos y estampó su cruz en el contrato.
—Zarpamos mañana, cuando los Señores de la Noche retiren sus capas. Preséntate a bordo esta noche, con tus avíos. Dormirás en tu puesto.
Hugh asintió y se marchó. De regreso hacia la destartalada taberna en la que había pasado la noche, un lugar muy adecuado para el papel que estaba representando, se cruzó con el «pasajero», que emergía de entre la multitud que se apiñaba en los muelles. Hugh
la Mano
lo reconoció: era Triano, el hechicero del rey Stephen.
La gente se había congregado en gran número ante la insólita vista de una nave elfa anclada en la ciudad portuaria humana de Grevinor. Tal visión no se había contemplado allí desde los días en que los elfos ocupaban las islas Volkaran. Los niños, demasiado pequeños para guardar recuerdo de ello, observaban la nave con excitado asombro y tiraban de sus padres para acercarse más, maravillados de los brillantes colores de la indumentaria de los oficiales elfos y de sus voces aflautadas.
Los padres, en cambio, la miraban
con
aire sombrío. Ellos sí que se acordaban todavía... Se acordaban demasiado bien de la ocupación elfa y no sentían el menor aprecio por sus antiguos esclaviza—dores. Sin embargo, la guardia real montaba vigilancia en torno a la nave; sus dragones de guerra volaban en círculos sobre sus cabezas. Por eso, los comentarios se hacían en voz baja; y todo el mundo cuidaba de que no lo oyera el hechicero regio.
Triano estaba entre un grupo de cortesanos y nobles que lo acompañarían en el viaje, que habían acudido a despedirlo o que intentaban tratar con él asuntos de última hora. El mago se mostraba amable, sonriente y cortés; lo escuchaba todo y parecía prometerlo todo aunque, en realidad, no prometía nada. El joven hechicero era ducho en intrigas palaciegas. Era como un jugador de runas de feria, capaz de jugar cualquier número de partidas a la vez y de recordar cada movimiento, que bacía fácilmente a cualquier oponente.
A casi cualquier oponente Hugh
la Mano
pasó cerca de él. Triano lo vio —el mago veía a todo el mundo— pero no prestó más atención al marinero andrajoso.
Hugh se abrió paso entre la multitud con una sonrisa sombría. Mostrarse ante Triano no había sido un acto de osadía. Si el mago hubiera reconocido a Hugh como el asesino que una vez había contratado para dar muerte a Bane habría llamado de inmediato a la guardia. En cuyo caso, Hugh quería tener mucha gente a su alrededor. Y una ciudad en la que esconderse.
Una vez a bordo, no era probable que Triano descendiera a las entrañas de la nave para codearse con los esclavos de la galera —o con los remeros, que era el término oficial que se empleaba en aquellos días—, pero, con un hechicero, no había modo de estar seguro. Por eso era mucho mejor probar su disfraz allí, en Grevinor, que a bordo de la pequeña nave dragón, donde lo único que tendrían que hacer los guardias sería atarlo de manos y pies con cuerdas de arco y arrojarlo por la borda al Torbellino.
Tras obtener un arma con la que matar a Haplo, el siguiente problema de
la Mano
había sido llegar hasta él. Los kenkari le habían dicho que el patryn estaba en Drevlin, en el Reino Inferior, un lugar casi imposible de alcanzar en las mejores circunstancias. En circunstancias normales, para Hugh no habría sido problema volar a ningún lugar de Ariano, pues era experto jinete de dragones y buen piloto de las pequeñas naves dragón monoplaza.