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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (16 page)

BOOK: En el Laberinto
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Acompañó sus palabras con un suspiro, y el sonido de éste la alarmó. Hizo una pausa en su deambular y se detuvo a reflexionar sobre sus sentimientos, a examinarlos en busca de algún punto débil como inspeccionaría sus armas antes de marchar al combate. Aquel encuentro. Aquel tiempo que habían pasado juntos...

El día había sido largo y cansado. Marit lo había pasado batallando, no contra un monstruo del laberinto, sino contra un pedazo del Laberinto mismo. Había tenido la impresión de que el propio terreno estaba poseído por la misma magia malévola que gobernaba aquel mundo prisión al que habían sido arrojados los patryn. El destino de Marit, la siguiente puerta, estaba al otro lado de una cresta montañosa de laderas cortadas a pico. Había alcanzado a divisar la puerta desde la copa del árbol en el que había pasado la noche, pero no encontraba el modo de alcanzarla.

Por el lado que tenía que escalar, la sierra era de una roca lisa, resbaladiza como el hielo, por la que resultaba casi imposible subir. Casi, pero no del todo. En el Laberinto no había nada que resultase absolutamente imposible, Todo ofrecía alguna esperanza; una esperanza burlona y provocadora. Un día más y alcanzarás tu objetivo. Una batalla más y podrás descansar a salvo. Sigue luchando, sigue escalando, sigue caminando, sigue corriendo...

Y lo mismo sucedía con aquellos riscos. La pared era de roca lisa, pero rota por pequeñas fisuras que proporcionaban una vía de ascenso, si se era capaz de introducir en ellas los dedos despellejados y sangrantes. Y, justo cuando se disponía a encaramarse a lo más alto, el pie resbalaba... ¿o tal vez la hendidura en la que había apoyado las puntas de los dedos se cerraba deliberadamente? ¿En qué momento la superficie firme que tenía bajo los pies se transformaba, bruscamente, en arena suelta? ¿Cuál era la causa de que le resbalaran las manos: el sudor o aquella extraña humedad que exudaba de la propia roca?

Entonces, Marit caía deslizándose entre maldiciones, asiéndose a las plantas para tratar de frenar el descenso. Unas plantas que le clavaban sus ocultas espinas en las palmas de las manos o que, cuando la patryn se agarraba a ellas, se desprendían del suelo y la acompañaban en la caída.

Dedicó una jornada entera a intentar superar la cresta montañosa, recorriéndola arriba y abajo en un esfuerzo por encontrar un paso. La búsqueda resultó infructuosa. Se aproximaba la noche y no estaba más cerca de su objetivo que con las primeras horas del día. Le dolía todo el cuerpo y tenía las palmas de las manos y las plantas de los pies (se había quitado las botas para intentar la escalada) llenas de cortes y ensangrentadas. Estaba hambrienta y no tenía nada que comer, pues se había pasado el día escalando, sin cazar.

Al pie de la sierra corría un arroyo. Marit se lavó los pies y las manos en el agua fría y buscó algún pescado que le sirviera de cena. Vio varios pero, de pronto, el esfuerzo preciso para capturarlos le resultó excesivo. Estaba cansada, mucho más cansada de lo que habría sido de esperar, y comprendió que el suyo era el agotamiento de la desesperación. Un agotamiento que podía resultar mortal en el Laberinto.

Aquel cansancio significaba que una dejaba de preocuparse, que una buscaba un rincón tranquilo donde dejarse morir.

¿Tanto empeño, para qué?, se preguntó, chapoteando con la mano en el agua, insensible ya al dolor, insensible ya a cualquier cosa. ¿De qué servía, tanto esfuerzo? Si lograba superar aquella cadena de montañas, detrás sólo encontraría otra. Más alta. Más difícil.

Marit observó el reguero de sangre que manaba de los cortes de las manos, lo vio fluir entre el agua clara y descender con la corriente. En su mente aturdida, vio brillar su sangre en la superficie del agua, formando un reguero que conducía a un saliente en la ribera del arroyo. Al levantar la mirada, distinguió la cueva.

Era pequeña y se abría en el terraplén de la orilla. Podía resguardarse en su interior y allí nada la encontraría. Podía refugiarse en sus sombras y dormir. Dormir todo el tiempo que quisiera. Dormir para siempre, tal vez.

Marit se introdujo en el agua y vadeó la corriente. Cuando llegó al otro lado, avanzó despacio y con cautela por las aguas poco profundas junto a la orilla, bajo la protección de los árboles que bordeaban el arroyo. En el Laberinto, las cavernas rara vez estaban desocupadas, pero una ojeada a la piel tatuada de runas le confirmó que, si había algo en el interior, no era demasiado grande ni amenazador. Lo más probable era que pudiese dar buena cuenta de lo que fuese, sobre todo si conseguía sorprenderlo. O quizá, por una vez en la vida, la suerte le sonriese. Quizás encontrase vacía la cueva.

Cuando estuvo en las inmediaciones sin haber visto u oído nada y sin que sus tatuajes ofrecieran ninguna advertencia de peligro, Marit salió del agua de un salto y cubrió a la carrera la escasa distancia que la separaba de la entrada. Llegó a desenvainar el puñal en una concesión a los posibles riesgos, pero lo hizo más por un impulso natural que por temor a ser atacada. Finalmente, se había convencido de que la cueva estaba vacía y de que era suya.

Por eso se llevó una sorpresa morrocotuda al descubrir a un hombre instalado cómodamente en su interior.

Al principio, Marit no se percató de su presencia, deslumbrada por el reflejo de los inclinados rayos del sol poniente sobre el agua del arroyo. En el interior de la caverna reinaba la oscuridad y el hombre estaba sentado, muy quieto. A pesar de ello, Marit percibió su presencia por el olor y, al cabo de un instante, por el sonido de su voz.

—Quédate ahí, a la luz —dijo el desconocido con voz pausada y tranquila.

Por supuesto que estaba tranquilo. La había visto acercarse y había tenido tiempo para prepararse. Marit se maldijo a sí misma, pero maldijo aún más al individuo.

—¡Al carajo con la luz! —exclamó ella. Penetró en la cueva y se encaminó hacia donde había sonado la voz, parpadeando rápidamente para intentar localizar a su dueño—. ¡Fuera! ¡Sal de mi cueva!

Marit estaba arriesgándose a morir a manos del desconocido y lo sabía. Quizá lo deseaba. La advertencia del hombre de que se quedara a la luz tenía una razón. En ocasiones, el Laberinto enviaba contra los patryn copias mortíferas de sí mismos; «espantajos» las llamaban. Eran idénticos a los patryn en todos los detalles, excepto en que los signos mágicos de su piel estaban del revés, como si uno viera su propio reflejo en un lago.

El ocupante de la cueva se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos. Marit ya estaba en condiciones de verlo y, a pesar de sí misma, se sintió impresionada con la facilidad y rapidez de sus movimientos. Podría haberla matado, pues iba armada y había irrumpido ante él de mala manera, pero no lo hizo.

—¡Fuera! —insistió. Dio un enérgico pisotón en el suelo y exhibió el puñal.

—¡No! —replicó el hombre, y volvió a sentarse.

Al parecer, Marit lo había interrumpido en mitad de alguna tarea, pues el desconocido cogió algo entre las manos —la patryn no pudo distinguir qué era a causa de las sombras y de las lágrimas que, de pronto, le escocían los ojos— y se puso a trabajar.

—Pero... quiero morir aquí —dijo ella—, y me estorbas.

Él levantó el rostro y asintió fríamente.

—Lo que necesitas es comer. Supongo que no has probado bocado en todo el día, ¿me equivoco? Coge lo que quieras. Hay pescado fresco y bayas.

Marit movió la cabeza en gesto de negativa. Seguía de pie con el puñal en la mano.

—Como prefieras —continuó el hombre, encogiéndose de hombros—. ¿Has estado tratando de escalar la sierra? —Debía de haber observado los cortes de sus manos—. Yo, también —prosiguió, por propia iniciativa. Marit no lo había invitado en absoluto a hacerlo—.

Durante una semana. Cuando te oí acercarte, estaba aquí sentado, pensando que dos personas podrían conseguirlo, trabajando en equipo, y si tuvieran una cuerda.

Entonces, levantó lo que tenía entre las manos. Eso era lo que estaba haciendo: trenzar una cuerda.

Marit se dejó caer en el suelo. Alargó la mano, cogió un pedazo de pescado y empezó a comer con voracidad.

—¿Cuántas puertas? —preguntó él, entrelazando las enredaderas con habilidad.

—Dieciocho—respondió ella, estudiando el movimiento de sus manos.,

El patryn levantó la vista con expresión ceñuda.

—¿Por qué me miras así? Es verdad —dijo Marit en tono defensivo.

—Me sorprende que hayas vivido tanto, teniendo en cuenta lo descuidada que eres. Te he oído acercarte desde que te has metido en el agua.

—Estaba cansada —respondió ella con enfado—. Y, en realidad, no me importaba. Y tú no puedes ser mucho mayor que yo, así que no me hables como un conductor.
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—Es peligroso —dijo él, sin alterarse. Todos sus actos eran tranquilos. Su voz era serena; sus movimientos, calmados.

—¿El qué?

—Despreocuparse.

Sus ojos se clavaron en ella. Marit notó un hormigueo en las venas.

—Más peligroso es preocuparse —replicó—. Le impulsa a uno a hacer cosas estúpidas, Como no matarme. Con ese breve vistazo inicial, no podías estar seguro de que no fuera un espantajo.

—¿Alguna vez has luchado con un espantajo?

—No —reconoció ella.

El patryn le dedicó una sonrisa. Una sonrisa tranquila.

—Normalmente, un espantajo no comienza un ataque irrumpiendo de improviso y exigiéndome que salga de su cueva.

Marit no pudo contener una carcajada. Empezaba a sentirse mejor. Debía de ser cosa de la comida.

—Eres una corredora, ¿verdad?

—Sí. Dejé el campamento cuando tenía doce años, de modo que, en realidad, suelo ser bastante más juiciosa de lo que he demostrado en esta ocasión —explicó, sonrojada—. No era capaz de razonar con coherencia. —Su tono de voz se apagó un poco—. Ya sabes lo que sucede a veces...

Él asintió y continuó trabajando. Sus manos eran fuertes y hábiles. Marit se acercó un poco más.

—Dos personas juntas podrían salvar esos riscos. Me llamo Marit.

Abrió el chaleco de cuero y dejó a la vista la runa del corazón tatuada en su pecho. Era una muestra de confianza.

Él dejó la cuerda, se subió el chaleco y mostró la suya.

—Yo soy Haplo,

—Permite que te ayude —se ofreció ella.

Levantó un enorme revoltijo de enredaderas y empezó a separarlas para que Haplo pudiera trenzar una buena soga con ellas. Mientras trabajaban, se dedicaron a charlar.

Sus manos se rozaron a menudo y muy pronto, por supuesto, ella tuvo que sentarse muy próxima a Haplo para que él pudiera enseñarle cómo se entrelazaba correctamente la cuerda. Y, un rato después, arrojaron ésta al fondo de la cueva para que no los estorbara...

Marit se obligó a revivir aquella noche y comprobó, complacida, que no la atenazaban emociones poco recomendables, que no quedaba en ella ni un rescoldo de atracción por Haplo. Ahora, el único contacto que podía inflamar su ser era el de su señor, Xar. No la sorprendía que así fuese. Al fin y al cabo, había habido otras cuevas, otras noches, otros hombres. Ninguno como Haplo, tal vez, pero incluso Xar había reconocido que Haplo era distinto de los demás patryn.

Resultaría interesante ver de nuevo a Haplo. Sería interesante comprobar cómo había cambiado.

Marit estimó que estaba preparada para pasar a la acción. Había aprendido a moverse con la falda larga, aunque seguía sin gustarle y continuaba preguntándose cómo una mujer, aunque fuera una mensch, podía soportar permanentemente una prenda tan molesta.

Otra tormenta descargó sobre Drevlin, pero Marit prestó poca atención al azote de la lluvia y al retumbar del trueno. No tendría que aventurarse bajo ella, pues la magia la conduciría a su destino. La magia la conduciría a Haplo. Sólo debía tener cuidado de que no la condujera demasiado cerca.
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Se echó sobre los hombros una larga capa y se cubrió la cabeza con la capucha. Después, se contempló por última vez y quedó satisfecha. Haplo no la reconocería. En cuanto a los mensch...

Marit se encogió de hombros. No había conocido a ningún humano, ni a ningún otro mensch, y, como la mayoría de los patryn, sentía poco respeto por ellos. En aquel momento, iba disfrazada como una de ellos y se proponía mezclarse con los otros humanos. Tenía pocas dudas de que llegaran a advertir alguna diferencia.

No pensó que los enanos podían extrañarse de la súbita aparición de una mujer humana entre ellos. Para Marit, todos los mensch eran iguales. ¿Qué importaba una rata más en el grupo?

La patryn empezó a trazar los signos mágicos en el aire, los pronunció y contempló cómo se encendían y ardían. Cuando el círculo estuvo completo, lo atravesó y desapareció.

CAPÍTULO 11

WOMBE, DREVLIN

ARIANO

En cualquier otro momento de la larga —y algunos calificarían de ignominiosa— historia de Drevlin, la visión de una mujer humana recorriendo los pasadizos iluminados de la Factría habría provocado un considerable desconcierto, por no decir asombro. Ninguna mujer humana, desde el principio del mundo, había pisado el suelo de la Factría. Incluso los pocos varones humanos que lo habían hecho sólo habían entrado allí en fechas muy recientes, formando parte de la tripulación de una nave que había ayudado a los enanos en la histórica batalla de la Tumpa-chumpa.

Si la hubieran descubierto, Marit no habría corrido ningún peligro, salvo quizá ser acosada a porqués, comos y qués hasta la muerte... la muerte de los enanos, porque Marit no era una patryn que hubiese aprendido la lección de la paciencia en el Laberinto. Lo que quería, lo cogía. Si algo se interponía en su camino, lo apartaba. Sin contemplaciones.

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