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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (12 page)

BOOK: En el Laberinto
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—Enciende la lámpara, Anciano. Esta noche me quedaré leyendo hasta muy tarde.

El Anciano hizo lo que le decía, encendió la lámpara y la colocó en la mesilla junto a la cama.

—Ve a la biblioteca.
{11}
Tráeme todos los libros sobre los sartan que encuentres. Y tráeme la llave del Cofre Negro. Después, puedes retirarte.

—Muy bien, señora. Y buscaré una manta para tapar a Hugh
la Mano.

El Anciano ya empezaba a retirarse con paso tambaleante cuando Ciang lo detuvo.

—Amigo mío, ¿piensas en la muerte alguna vez? En la tuya, me refiero.

El Anciano no parpadeó siquiera.

—Sólo cuando no tengo nada mejor que hacer, señora. ¿Deseas algo más?

CAPÍTULO 7

FORTALEZA DE LA HERMANDAD,

SKURVASH,

ARIANO

Hugh durmió hasta avanzada la mañana. El vino que le abotagaba la mente permitió que el agotamiento se adueñara de su cuerpo, pero fue el sueño de la embriaguez, pesado y poco reparador, que le hace a uno despertar con la cabeza torpe y dolorida y con náuseas en el estómago. Sabedor de que estaría aturdido y desorientado, el Anciano estaba presente para guiar los pasos inseguros de Hugh hasta un gran tonel de agua colocado en el exterior de la fortaleza para refresco de los vigías
{12}
. El anciano llenó un cubo y se lo ofreció a Hugh.
La Mano
derramó el contenido sobre su cabeza y sus hombros, ropa incluida. Tras enjuagarse el rostro, se sintió un poco mejor.

—Ciang te recibirá esta mañana —anunció el Anciano cuando estimó que Hugh era capaz de entender sus palabras.
La Mano
asintió, todavía sin poder articular una respuesta—. Te concederá audiencia en sus aposentos —añadió su acompañante.

Hugh enarcó las cejas. Aquél era un honor que se otorgaba a pocos. Después, con gesto desconsolado, paseó la mirada por las ropas húmedas, con las que había dormido. El anciano comprendió su muda petición y se ofreció a proporcionarle una camisa limpia. El viejo también le propuso desayunar, pero Hugh dijo que no con un enérgico movimiento de cabeza.

Una vez lavado y vestido, con las punzadas de las sienes reducidas a un dolor sordo tras los globos oculares, Hugh se presentó una vez más ante Ciang,
el Brazo
de la Hermandad.

Los aposentos de Ciang eran enormes, decorados en el estilo suntuoso y extravagante que los elfos admiran y que a los humanos les resulta ostentoso. Todo el mobiliario era de madera tallada, un material sumamente raro en el Reino Medio. Agah'ran, el emperador elfo, habría abierto de envidia sus maquillados párpados ante la visión de tantas piezas valiosas y bellas. La cama, inmensa, era una obra de arte. Cuatro postes, tallados en forma de anímales mitológicos —cada uno colocado sobre la cabeza de otro—, sostenían un dosel de madera decorado con las mismas bestias tumbadas en el suelo, con las zarpas extendidas. De cada zarpa colgaba un aro y, suspendida de ellos, había una cortina de seda de urdimbre, colores y dibujo fabulosos. Se rumoreaba que aquella cortina tenía propiedades mágicas y que a ella se debía la longevidad de la elfa, superior a la normal.

Fuera o no cierta su naturaleza mágica, la cortina resultaba deliciosa a la vista y parecía invitar a la admiración. Hugh no había estado nunca en las habitaciones privadas de Ciang. Contempló con asombro la jaspeada cortina multicolor, alargó la mano y la tocó antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sonrojándose, empezó a retirar los dedos pero Ciang, sentada en una especie de trono monstruoso de respaldo alto, le hizo un gesto.

—Puedes tocarla, amigo mío. Te hará bien.

Hugh recordó los rumores y no estuvo seguro de querer tocar de nuevo la cortina, pero no hacerlo habría sido ofender a Ciang. Con cautela, pasó los dedos por ella y notó, sorprendido, un cosquilleo agradable y estimulante que le recorría el cuerpo. Al apreciarlo, retiró la mano pero la sensación continuó hasta que tuvo la cabeza despejada y hubo desaparecido el dolor.

Ciang estaba sentada en el otro extremo de la gran sala. Las ventanas en forma de rombo que se extendían desde el techo hasta el cielo dejaban entrar un chorro de luz. Hugh cruzó las brillantes franjas iluminadas que recorrían las lujosas alfombras hasta llegar ante el asiento de madera de la elfa.

La majestuosa silla había sido tallada por un admirador de Ciang, a quien se la había ofrecido como presente. Realmente, resultaba grotesca. Estaba rematada por una calavera de mirada maliciosa. Los cojines de color rojo sangre en los que reposaba la frágil forma de Ciang estaban rodeados de diversos espíritus fantasmales que se alzaban por parejas. Los pies de la elfa descansaban en un escabel formado por cuerpos desnudos encogidos y acuclillados. Ciang indicó con un grácil gesto de la mano una silla colocada frente a la suya, y Hugh comprobó, con alivio, que tenía un aspecto perfectamente normal.

Ciang se saltó los absurdos preámbulos y galanterías para apuntar, como una flecha, al meollo del asunto.

—He pasado la noche estudiando —declaró al tiempo que apoyaba la mano, nudosa y casi en los huesos, pero de movimientos elegantes y ágiles, sobre la polvorienta tapa de cuero de un libro que tenía en el regazo.

—Lamento haberte perturbado el sueño —empezó diciendo Hugh.

Ciang cortó enseguida sus disculpas.

—Para ser sincera, no habría podido dormir, de todos modos. Eres una influencia perturbadora, Hugh
la Mano
—añadió, estudiándolo con los ojos entrecerrados—. Cuando te marches de aquí, no lo lamentaré. He hecho cuanto he podido por apresurar ese momento. —Sus párpados (sin pestañas, igual que su cabeza estaba completamente calva) aletearon una sola vez—. Y, cuando te hayas marchado, no regreses.

Hugh comprendió. La siguiente vez no habría vacilaciones. El arquero tendría órdenes muy claras. La expresión de Hugh se volvió dura y sombría.

—No lo haría en ningún caso —dijo en un susurro, con la mirada puesta en los cuerpos encogidos e inclinados que sostenían los pies de la elfa, pequeños y de huesos delicados—. Si Haplo no me mata, debo encontrar...

—¿Qué has dicho? —inquirió Ciang, interrumpiéndolo. Hugh dio un respingo, alzó la mirada hacia ella y frunció el entrecejo.

—He dicho que, si no mato a Haplo...

—¡No! —exclamó ella con el puño cerrado—. ¡Has dicho «Si Haplo no me mata»! ¿Vas en busca de ese hombre buscando su muerte... o la tuya?

Hugh se llevó una mano a la cabeza:

—Yo... me he confundido, eso es todo. —Su voz era ronca—. El vino...

—... suelta la lengua, dice el refrán. —Ciang meneó la cabeza—. No, Hugh
la Mano.
No volverás con nosotros.

—¿Harás pasar el puñal contra mí? —inquirió con aspereza.

Ciang reflexionó antes de responder.

—No, hasta que hayas cumplido el contrato. Está en juego nuestro honor y, por tanto, la Hermandad te ayudará, sí es posible. —La elfa lo miró fijamente, con un extraño brillo en los ojos— Y si tú quieres.

Cerró el libro cuidadosamente y lo depositó en la mesilla contigua a la silla. Cogió de la mesa una llave de hierro que colgaba de una cinta negra y, alargando el brazo, permitió a Hugh el raro privilegio de ayudarla a incorporarse. Ciang rechazó su ayuda para caminar y avanzó con paso lento y digno hasta una puerta de la pared opuesta.

—Encontrarás lo que buscas en el Cofre Negro —indicó.

El Cofre Negro no era tal cofre, ni mucho menos, sino una bóveda en la que se depositaban y guardaban armas, tanto mágicas como corrientes. Por supuesto, las armas mágicas eran muy apreciadas y las leyes de la Hermandad relativas a ellas se cumplían rigurosamente. El miembro que adquiría o confeccionaba una de tales armas podía considerarla una posesión personal, pero debía poner en conocimiento de la Hermandad su existencia y su modo de funcionamiento. La información se guardaba en un expediente en la biblioteca de la Hermandad, donde podía ser consultada en todo momento por cualquier miembro.

Un miembro que necesitara un arma como la descrita en alguno de estos expedientes podía dirigirse al poseedor y solicitársela en préstamo. El propietario podía negarse, pero tal cosa no sucedía casi nunca, pues era muy probable que el dueño también tuviera que pedir un arma a otro en alguna ocasión. Si el arma no era devuelta —otra cosa que tampoco era frecuente—, el ladrón era denunciado y se hacía circular el puñal.

A la muerte del propietario, el arma pasaba a propiedad de la Hermandad. En el caso de los miembros de más edad, como el Anciano, que había acudido a la fortaleza para pasar a su amparo los años de vida que le quedaban, la entrega de armas mágicas era asunto fácil. Por lo que hacía a aquellos otros miembros que encontraban el rápido y violento final que se consideraba un gaje del oficio, recoger las armas de los muertos podía representar un problema.

A veces, se perdían irremisiblemente, como en los casos en que el cuerpo y cuanto llevaba encima terminaba quemado en una pira funeraria, o arrojado desde las islas flotantes al Torbellino. Sin embargo, tan apreciadas eran aquellas armas que, cuando corría la voz (lo cual sucedía con sorprendente celeridad) de que el poseedor de alguna de ellas había muerto, la Hermandad se ponía en acción al momento. Todo se hacía con discreción, en silencio. Muchas veces, la doliente familia del difunto era sorprendida por la repentina aparición de unos desconocidos a su puerta. Los desconocidos entraban en la casa (en ocasiones, cuando el cuerpo aún no estaba frío siquiera) y volvían a salir casi de inmediato.

Normalmente, con ellos desaparecía un objeto: el cofre negro. Los miembros de la Hermandad tenían instrucciones de guardar esas valiosas armas mágicas en una sencilla caja negra para facilitar su recuperación. Esta caja acabó por ser conocida como «el cofre». Por tanto, es comprensible que el lugar donde se depositaban tales armas en la fortaleza de la Hermandad recibiera también el nombre genérico de Cofre Negro.

Cuando un miembro solicitaba el uso de un arma allí guardada, debía explicar con detalle por qué la necesitaba y pagar una tarifa proporcional al poder del arma. Ciang tenía la última palabra sobre la concesión, así como sobre el precio que se debía satisfacer.

Plantada ante la puerta del Cofre Negro, Ciang introdujo la llave de hierro en la cerradura y la hizo girar.

El cerrojo chasqueó. La elfa asió el tirador de la pesada puerta metálica y empujó. Hugh se dispuso a ayudarla si ella lo pedía pero la puerta giró silenciosamente sobre sus goznes, abriéndose con facilidad bajo la levísima presión de sus manos.

—Acerca una luz —ordenó.

Hugh obedeció, tras localizar una lámpara colocada, probablemente con ese fin, sobre una mesa próxima a la puerta. La encendió, y los dos penetraron en la bóveda.

Era la primera vez que Hugh
la Mano
pisaba el Cofre Negro (siempre se había vanagloriado de no haber necesitado jamás recurrir a las armas dotadas de magia) y se preguntó por qué se le concedería tal honor en aquel momento. A pocos miembros se les permitía entrar allí. Cuando alguno solicitaba un arma, Ciang la iba a buscar ella misma o mandaba al Anciano.

Hugh penetró en la enorme bóveda de losas de piedra con paso silencioso y el corazón encogido. La lámpara hizo retroceder las sombras pero no las despejó. Un centenar de lámparas con la luminosidad de Solaris no habría podido eliminar las sombras que reinaban en la enorme sala. Los instrumentos de muerte creaban su propia oscuridad.

Se acumulaban allí en un número inconcebible. Descansaban sobre mesas, o apoyadas en las paredes, o protegidas en vitrinas. Era demasiado para captarlo todo de una ojeada.

La luz se reflejó en las hojas de puñales y navajas de todas clases y formas imaginables, dispuestos en un círculo enorme, en perpetua expansión; una especie de resplandor solar metálico. En las paredes montaban guardia picas y hachas de guerra. Arcos grandes y pequeños estaban debidamente expuestos, cada uno con su carcaj de flechas, sin duda los famosos dardos explosivos de los elfos que tanto temían los soldados humanos.

En las estanterías había hileras de botellas y frascos, grandes y pequeños, de pócimas mágicas y de venenos, todo perfectamente etiquetado.

Hugh pasó ante una vitrina llena sólo de anillos: anillos de veneno, anillos de diente de serpiente (que contenían una pequeña aguja cargada de veneno de reptil) y anillos mágicos de todas clases, desde los de encantamiento (que proporcionan poder sobre su víctima a quien los usa) a los de defensa (que protegen a su portador de los efectos de un anillo de encantamiento).

Cada uno de los objetos del Cofre Negro estaba documentado y etiquetado en los dos idiomas, humano y elfo (y, en ciertos casos, también en enano). Las palabras de los hechizos —cuando eran necesarias— estaban registradas. El valor de todo aquello era incalculable. Hugh no pudo contener su asombro. Allí estaba almacenada la verdadera riqueza de la Hermandad, mucho más valiosa que todos los toneles de agua y todas las joyas de los tesoros reales humanos y elfos, juntos. Allí se guardaba la muerte y los medios de produciría. Allí se guardaba el miedo y el poder.

Ciang lo condujo a través de un verdadero laberinto de estanterías, armarios y cajas hasta una mesa de aspecto sencillo arrinconada en una esquina de la estancia. Sobre aquella mesa descansaba un único objeto, oculto bajo un paño que un día había sido negro pero que, cubierto de polvo, había adquirido un color grisáceo. La mesa parecía encadenada a la pared por unas gruesas telarañas.

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