Uno de ellos se encogió de hombros. Los asuntos de los indios lo tenían sin cuidado mientras no lo involucrasen y, como trabajaba en "La Señalada" desde hacía poco, no tuvo oportunidad de conocer al patrón anterior.
—Con su permiso, señor, es cierto —dijo el otro.
A pesar de que no le simpatizaba el revoltoso, no pudo resistir la tentación de fastidiar un poco al nuevo patrón, que todavía no estaba muy al tanto de las labores de la estancia y, sobre todo, deseaba importunar a su esposa, que se daba aires de reina entre los empleados.
Ignacio metió las manos en los bolsillos y balanceó el cuerpo hacia delante, pensando con rapidez. No le convenía enemistarse con ese fanático, pues Omar Yusuf tenía razón al decir que privar a los nativos del uso de la tierra tenía mala prensa. Tampoco podía perder autoridad ante sus trabajadores y, por cierto, no iba a tolerar más ataques en sus dominios. Algo en la mirada acorralada de Mario Necul le dio una idea.
—Vamos adentro —dijo de pronto—. Hablaremos más tranquilos en mi despacho.
La mujer vio cómo los cuatro hombres desaparecían en el interior de la vivienda, su marido al frente y los otros rezagados. Permaneció unos segundos sentada con el mismo abandono de siempre hasta que, picada por la curiosidad y no teniendo otra cosa que hacer, guió su cuerpo esbelto a través de la galería embaldosada, entrando a la casa por la puerta trasera. Allí cambió su actitud indolente y, con paso furtivo, se dirigió al despacho de su marido, que ya se encontraba cerrado.
—Creo que nos entendemos —decía Ignacio Zavaleta, mientras se reclinaba en su sillón giratorio, produciendo un chirrido rítmico que crispaba los nervios del hombre que lo observaba.
Mario Necul se hallaba sentado frente al mueble imponente, en la habitación más lujosa que hubiese conocido, pisando alfombras mullidas, rodeado de objetos de plata y atisbando el paisaje tan conocido de sus montañas a través de grandes ventanales con cortinados amarillos. Lo que el patrón de "La Señalada" llamaba con llaneza "despacho" podía albergar a media comunidad mapuche. Mario contempló aquella magnificencia con estupor y envidia. Sólo el escritorio donde Ignacio Zavaleta apoyaba con descuido sus botas debía valer una fortuna. ¡Y ése era el hombre que se quejaba por tener que reponer unos alambrados!
El gesto torvo de Necul no pasó inadvertido para el patrón, que se apresuró a jugar sus cartas.
—Me dices que hay un tipo que te molesta. ¿Cómo se llama?
—Cayuki.
—¿Así nomás? ¿Sólo Cayuki?
—Newen Cayuki —se corrigió Mario.
—Y ese Newen Cayuki, supongo que es de tu comunidad.
Necul se apuró a deslindar todo vínculo con Newen. Nunca lo había considerado uno de los suyos.
—No es mapuche.
—Aja. ¿Quién es, entonces?
—Vino de otro lado.
—A ver si podemos avanzar un poco en esto —dijo Ignacio con paciencia—. Dijiste que este hombre estuvo averiguando sobre mis tierras —Necul asintió— y argumenta que el arroyo de las truchas pertenece al Parque, no a mí —nuevo asentimiento—. Podría decirse que este Cayuki no me favorece en nada, entonces, y que ambos estaríamos mejor sin él, ¿no es así? Si no entendí mal, te ha estado fastidiando también.
* * *
Mario Necul experimentó resquemor al escuchar la cadenciosa voz del patrón de "La Señalada" hablando con tranquilidad, al tiempo que sus palabras sugerían cosas peligrosas. Se sentía a caballo entre dos precipicios: de un lado, el vértigo del poder y el dinero que él acostumbraba a denigrar en sus discursos; del otro, la amenaza constante del guardaparque vigilando sus movimientos y recordándole que sus arengas no siempre eran bienvenidas.
—Cayuki es un problema que tenemos en común —prosiguió Ignacio—. Sin embargo, no tiene por qué haber problemas entre nosotros, si llegamos a un acuerdo.
—¿Un acuerdo?
—Un trato. Yo pago bien —dijo enérgico el patrón, levantándose y caminando hacia el ventanal—. Puedo ofrecerte un trabajo como empleado de la estancia. Claro que primero deberás ganarte mi confianza.
Ignacio giró de repente, enfrentando la expresión desconfiada del mapuche.
—Si estás dispuesto —continuó— podríamos empezar con el puesto de ayudante de capataz, con casa incluida. Te mudarías aquí con tu familia. ¿Tienes hijos?
Mario negó con la cabeza, demasiado conmocionado para hablar.
—Dijiste que vivías con tu madre.
—Y mi hermana. Ella... tiene un niño pequeño.
—Bueno, eso no cambia las cosas. La casa que te ofrezco no es muy grande, pero sí cómoda. Y siendo el único hombre en la familia, con mayor razón debes velar por el bienestar de todos. El sueldo que te pagaré les permitirá vivir holgadamente.
Mario pensó en su madre, luchando con su lumbago cada mañana y con sus manos cuarteadas por el uso de la lavandina en su trabajo. Y en su hermana, cargando con el hijo de ese
winka
que la había deshonrado, viviendo como paria...
—A cambio, te pido algo.
El joven se enderezó, alerta. No era tonto y sabía que el patrón no se mostraba generoso gratuitamente. Lo que lo inquietaba era la magnitud del favor que podría pedirle.
—Quiero que moderes tu discurso en lo que a mis tierras se refiere. Que lo dirijas hacia otro lado, digamos, la mina de oro, ¿qué te parece? Yo te doy casa, trabajo y protección, a cambio de que líderes a tu gente en contra de la explotación minera. Eso también me perjudica, ya que las aguas contaminadas afectan a mis truchas. ¿Qué dices, Necul, hacemos trato?
Ignacio Zavaleta tendió una mano amistosa al mapuche, que contempló los dedos finos de uñas cuidadas, donde brillaba una alianza de oro.
El oro de la mina Mountain Gold, que ensuciaría el agua. ¿Por qué no? Esa también era su lucha, no sólo los grandes estancieros como Zavaleta. Después de todo, el hombre se había mostrado comprensivo, no tomó represalias contra los
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que cortaron su cerco. No estaría traicionando a su pueblo si dirigía sus críticas a la mina, seguiría representándolo en su lucha, ya que la compañía minera estaba socavando la tierra de los ancestros.
Durante esos segundos en que leyó la duda en los ojos de Mario Necul, Ignacio temió que su estrategia no diese resultado. El caudillo que tenía ante sí era joven y exaltado y podía tomar a mal su oferta. Por eso sonrió exultante cuando sintió la mano áspera de Necul entre las suyas, sellando el trato. Lo palmeó, felicitándolo por la decisión, le ofreció un cigarro y, sin más preámbulos, le dijo a uno de sus peones que lo acompañase hasta la caseta amarilla, donde el nuevo ayudante y su familia se instalarían.
—Muéstrale el camino a este hombre que, a partir de hoy, es parte del personal de "La Señalada". Aguarda —agregó, dirigiéndose al peón más corpulento—, tengo otro encargo para ti.
Apenas los dos hombres desaparecieron de su vista, Ignacio endureció la expresión y dijo al que quedaba:
—Averíguame por dónde se mueve Newen Cayuki.
* * *
La mujer logró fundirse en las sombras a tiempo de no ser descubierta. No había entendido mucho el problema que tenía entre manos su esposo y tampoco le importaba. Lo único que su mente repetía sin cesar era "está aquí, está aquí".
No podía creer que el destino, tan adverso para ella desde aquel hecho desgraciado, le presentara de manera tan fácil la oportunidad de vengarse.
Jugaría sus propias cartas. Si su marido tenía la intención de castigar al hombre que había vuelto del revés su futuro, ella no podía estar ausente de ese castigo. Torcería las cosas a su conveniencia, como casi siempre hacía. Sólo se requería astucia y dinero, y ambos le sobraban.
Lemos entró a la oficina de Parques dando un portazo que provocó una ceja alzada de Medina, sin que el hecho interrumpiera la conversación que mantenía con un hombre alto, de cabello canoso y largo sujeto en una coleta. Ambos hombres miraron por un momento al furioso secretario, que ocupó su lugar con cierto estrépito, y luego prosiguieron su charla. El hombre alto y delgado llevaba una camisa roja que colgaba descuidadamente sobre sus pantalones vaqueros. Parecía encontrarse a gusto en esa oficina atiborrada, tanto como podría estarlo en el lago Traful pescando truchas.
—¿Y bien, entonces? ¿Quedamos de acuerdo, comisario?
—Por mí está bien, siempre que no se alborote demasiado. Quisiera que este verano terminara en paz.
—Creo que a esta gente le hará bien. Y servirá para reafirmar sus derechos sobre la tierra. De un modo natural, sin conflictos.
—Si usted lo dice...
—Vamos, Medina, usted sabe que la mayoría es buena gente, dispuesta al trabajo y a colaborar con todo emprendimiento. El problema son los revoltosos, que buscan notoriedad. Sobre todo cuando aparecen las cámaras de televisión.
Lemos dejó caer una carpeta y maldijo en voz baja, pero no lo suficiente como para que Medina y su acompañante no lo oyesen.
—¿Algún problema, Lemos?
El joven refunfuñó algo para luego desestimar el asunto con un gesto de su mano.
—Nada grave, señor. Cosas de Cayuki, nada más.
—¿Cosas de Cayuki? —Medina parecía interesado—. ¿Le sucedió algo?
—Sólo que pareció arrepentirse de haberme llamado, eso es todo. Y, grosero como siempre, me lo hizo saber. Francamente, señor, y disculpe mi atrevimiento, no sé cómo lo aguanta.
Recién entonces Lemos pareció advertir que no estaban solos, y se sintió algo avergonzado de haber ventilado cuestiones internas.
El hombre alto lo miraba con la diversión chispeando en sus ojos saltones y oscuros. Era un hombre que rozaba la cincuentena, maduro y fibroso, que no representaba la edad que tenía salvo por sus canas. Se dirigió a Medina con simpatía.
—Creo que los problemas ya empezaron.
—Humm... Cosas de muchachos. No será nada.
Lemos se mostró algo ofendido.
—Disculpe usted de nuevo, señor, pero hay ahí arriba una persona que puede resultar herida y yo no me quedaría tan tranquilo.
—Vamos, Lemos... Sabemos que Cayuki es un hombre de confianza. Y la muchacha está allí por voluntad propia.
—¿Una muchacha? —se interesó el otro hombre—. ¿Qué hace allá arriba? ¿Es de la comunidad?
—No, eso es lo malo —intervino Lemos, para disgusto del comisario—. Es una joven de la ciudad que fue a parar ahí por equivocación, y cree que tiene que esperar el permiso del guardaparque para regresar al pueblo. Si me permite, señor, yo podría transmitirle una orden suya para que bajase, y...
—Lemos, Lemos... Yo no tengo autoridad para obligar a nadie de este lugar a bajar o a subir de la montaña, a menos que peligre su vida o haga peligrar la de otros. Y está claro que la muchacha está perfectamente bien. Yo mismo le di la oportunidad de bajar el otro día y no lo hizo.
—¿El otro día? —se asombró Lemos—. Entonces, ¿no llegó hoy al pueblo?
El hombre alto y canoso estaba cada vez más interesado en la conversación. ¿Así que el solitario puelche, adoptado por el pueblo mapuche como uno de ellos, tenía compañía femenina? Y muy atractiva, a juzgar por el enfado del joven Lemos. El muchacho tenía buen ojo para las mujeres, y si estaba tan enfurecido con Cayuki, aquella jovencita debía ser de lo más interesante. Se alegraba por Cayuki. Siempre le había simpatizado, a pesar de que no cruzaban más que unas pocas palabras en el galpón de artesanos cuando ambos se encontraban llevando sus trabajos. No veía la hora de toparse con aquella joven que se había atrevido a enfrentar al león en su guarida.
—Si me permite meterme en lo que no me importa, Medina —e ignoró con gracia la expresión del comisario, que mostraba a las claras que no podría evitarlo aunque quisiera—, yo puedo hacerme una escapada a la cabaña del guardaparque, con la excusa de mi proyecto, y así tranquilizar al joven acá presente sobre la seguridad de la muchacha turista. ¿Qué dicen, amigos?
Las caras de los otros dos hombres lo decían todo. Lemos se odiaba por haber permitido que el tiro le saliese por la culata. Ahora sería el hippie viejo quien subiera a ver a la deliciosa Cordelia, ya que Medina preferiría mantenerlo a él alejado de la ira de Cayuki.
Y Medina rumiaba su venganza. Ya encontraría la manera de castigar al impetuoso secretario por su falta de discreción.
—Como desee, Walter. Pero no quiero que mi ayudante crea que lo estoy vigilando. Dios sabe que está teniendo más visitas en esta semana que en toda su vida en Los Notros.
—Descuide, Medina. Tengo motivos para hablarle. No lo va a tomar como una impertinencia de mi parte. Además, hace tiempo que quiero proponerle una alianza artística a Cayuki. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro. ¿Le parece que estará, muchacho?
Lemos se irritó ante la manera en que el viejo artesano lo llamaba "muchacho". Desde que Newen Cayuki lo expulsó de su cabaña, se había sentido precisamente así, disminuido a la categoría de un niño amenazado. Se encogió de hombros.
—Es probable. Allí estaba cuando me vine. Llegaba de... ah, señor, Cayuki me dijo que había dejado algo para usted al pie del cerro. Dijo algo así como "el encargo".
—¿Y ahora me lo dice, Lemos? —rugió el comisario de Parques—. ¿Por qué no habló desde un principio? ¿Me viene con cuentos de vieja y lo más importante lo deja para el final? Discúlpeme, Walter, pero tengo trabajo urgente. Y usted —añadió al dirigirse de nuevo al compungido Lemos— vaya redactando un acta, que vendré con un visitante indeseado.
Ahora fue Medina el que dio el portazo. Y los otros dos hombres observaron a través del vidrio cómo el comisario, bufando y maldiciendo, atravesaba el claro a zancadas rumbo al cerro.
* * *
Con el rabillo del ojo, Cordelia observó que Newen se aprestaba a partir temprano, sin explicaciones, algo habitual en él. No llevaba los pertrechos de siempre, sino una bolsa de arpillera y una libreta maltrecha. Dashe parecía adivinar el destino de su amo, a juzgar por el modo en que lo aguardaba, alerta y golpeando la cola contra sus ancas. Cordelia fingió entretenerse doblando las mantas y colocándolas sobre el banco.
—Voy a salir —anunció el guardaparque.
La muchacha contuvo las ansias de responder de inmediato y permaneció de espaldas, sólo por aplicarle su misma medicina; llevaban días conviviendo y ese hombre áspero no parecía más dispuesto que antes a la conversación. La coraza que revestía a Newen Cayuki era tan dura como la del abuelo. Frunció el ceño ante ese pensamiento. Ella se las arreglaba bastante para entenderse con el señor Ducroix, de manera que bien podía aceptar el desafío del guardaparque.