En alas de la seducción (24 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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—¿Me tiene miedo, princesa? —murmuró.

Cordelia parpadeó, mientras los ojos negros la perforaban sin piedad. ¿Qué podía decir que no lo enfureciese más todavía? Tía Jose decía siempre que todas las personas, sin excepción, tienen algo bueno, algo que puede estar escondido. Recordó la historia de un hombre preso por homicidio que, sin embargo, cuidaba de un perro enfermo en la
cárcel.
Era la clase de historias que gustaban a la tía Jose. Ese hombre corpulento que la miraba con odio en ese momento quizá fuese capaz de lastimarla, sin embargo, Cordelia intuía que su furia provenía más bien de la sospecha de que ella había podido causar daño a la anciana. Si él protegía a esa mujer pequeña y arrugada es que sentía algo por ella, o le debía gratitud. Y ese sentimiento no era malo. Confiando en sus instintos, Cordelia susurró:

—No, señor Cayuki, no le temo. Usted no es un hombre malvado.

Newen no aflojó la garra, pero tardó en responder.

—Ah, ¿no? ¿Y por qué está segura? ¿Porque todavía no le hice nada?

—Pues... porque usted quiere a esa señora, la quiere mucho. Y ella lo quiere a usted. Parece una buena mujer. No podría querer a alguien malvado.

Lentamente, Newen fue bajando a Cordelia, aunque la mantuvo prisionera de su agarre.

—No se equivoque, princesa. Usted no sabe nada de mí.

—¿Y qué debo saber?

—En su mundo, princesa, hay muchas palabras. Muchas mentiras. No me mida a mí de ese modo. No le conviene quedarse. Hoy mismo se irá al pueblo.

Dicho esto, Newen la soltó y se volvió hacia donde sabía que Cordelia guardaba sus cosas. Sin hacer caso de las protestas de la joven, recogió el bolso y metió adentro las pocas ropas que encontró desperdigadas. Buscó algo más que perteneciera a ella, no lo encontró a simple vista y desistió. Era mejor cortar por lo sano en ese momento. Había estado a punto de matarla, lo sabía. Era la misma furia que había sentido aquella vez, hecha de despecho y rencor. Y no quería convertirse en un paria de nuevo, un prófugo. Ésa era su casa ahora y tenía un trabajo decente con que mantenerse. Mientras pudiera, conservaría al menos eso. Y cierta dignidad.

Cordelia se había colgado de su brazo mientras él, como un puma enfurecido, rastreaba la casa en busca de más cosas. Encontró otro bolso, más pequeño, junto al cuarto de baño y, sin averiguar qué contenía, se lo echó al hombro con tal brusquedad que lo estrelló contra la pared de la cabaña. Un ruido de vidrios rotos detuvo su movimiento. Detrás de él, Cordelia había palidecido, los ojos grises abiertos como platos.

—¡Mis cremas! ¡Bruto! ¡Animal! Mis cremas... ay, Dios... Todo roto, ¡todo!...

Algo envarado, Newen apoyó el bolsito en el suelo y permitió que la muchacha se arrodillase y hurgase en su interior. Elevó hacia él un trozo de vidrio lleno de un ungüento pegajoso mientras esbozaba una mueca de llanto.

—¡Mire lo que ha hecho! Todo lo que yo tenía para mi piel y mis manos... Y para las de Doña Damiana... ¡Todo se perdió por su culpa!... Usted es el hombre más bruto que he conocido, una bestia, un energúmeno...
¡Mon Dieu! Jamáis de la vie...
Oh, Dios... también esto se rompió, mi loción de orquídeas... todo perdido...

La joven revolvía el contenido del bolso con tal conmoción que Newen permaneció absorto contemplándola. Sólo en un estado de completa enajenación podía ella hablarle en esos términos. No sabía de lo que él era
capaz,
por menos de lo que le estaba diciendo en ese momento. Sin duda, el poder de aquella bruja debía ser mucho, pues lo paralizaba al punto de que le impedía actuar como se lo merecía.

Miró la imagen postrada a sus pies. El cabello de oro y plata revuelto, las ropas mapuche desarmadas, el rostro acalorado y húmedo por las lágrimas... Las lágrimas... ¿Cómo la había llamado Damiana? Lágrimas de la Luna. Sí, eso era. La antigua leyenda que decía que la Luna, después de una gran disputa con el Sol, había derramado ardientes lágrimas que el pueblo mapuche recogió y cuidó, dando forma así a las joyas de plata por las que eran tan famosos. Ahora esa muchacha, bella como la Luna, derramaba sus lágrimas. Y él había sido la causa. No tenía más remedio que recogerlas y cuidarlas. Como en un trance, se agachó para tomarla en sus brazos. Ella le dejó hacer, extenuada, mientras lo miraba con esos ojos enormes y plateados, ahora borrosos y con las pestañas unidas por las lágrimas, en punta como estrellas.
¡Kooch,
qué hermosa era! ¿Cómo no iba a perder su alma un hombre en manos de una hechicera como ésa? La muchacha estaba al borde de algo, él no sabía qué, pero algo malo. Hipaba como un sapo y le temblaban las manos. Lo miraba fijo, como sí de él dependiera su suerte, y en cierta forma así era. Con cuidado la depositó sobre el banco de madera y se arrodilló frente a ella, contemplándola con detenimiento. Tenía que calmarla. Con una sola de sus manazas capturó las dos de ella y con la otra le friccionó suavemente la espalda, mientras canturreaba una nana, una viejísima canción en la antigua lengua, la de su verdadero pueblo, la lengua guénaken de los puelche del norte. Newen no recordaba cuándo había escuchado aquella canción por última vez. Quizá fuera un niño pequeño entonces. Su abuela, descendiente directa del linaje de Orkeke, solía arrullarlo cuando no podía dormir. Años hacía que no recordaba nada de eso, ni la voz cantarina de su abuela, ni las historias del héroe Elal, que tanto le gustaban en su infancia. Aquél era un recuerdo perdido, inmerecido ahora que se había convertido en un salvaje. Pero su corazón no lo había olvidado, sin embargo. El arrullo surgió naturalmente junto con la necesidad de brindar consuelo.

Cordelia empezó a serenarse a medida que la caricia rítmica y la voz profunda se combinaban. El pecho se le distendió y pudo volver a respirar con normalidad. Ya no sentía la miserable opresión que le causó el desastre de sus cosméticos, momentos antes. ¿Por qué le había afectado tanto? Después de todo, ella no iba a quedarse allí para siempre. Podía recuperar lo perdido. Su tía tenía frascos de sobra en la casa. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se comportaba como una niña delante de aquel hombre? Desde que llegó a aquella región azotada por el viento y atravesada por un sol salvaje, nada era como debía ser, ni ella misma. Sus emociones estaban continuamente a flor de piel, sus sentidos sensibilizados y, horror de los horrores, ¡lloraba! ¿Desde cuándo ella lloraba frente a las adversidades? Hasta su hermano había admirado su entereza cuando en la infancia eran castigados o sufrían caídas o golpes en los juegos. Desde que se había instalado en la cima de aquella montaña, Cordelia se había transformado en una mujer sensible, llorona, propensa a los desmayos y a las alucinaciones. Todo eso tenía que terminar. Sin duda, estaba relacionado con el cansancio de su cuerpo, la escasa comida y el sol calcinante. Respiró hondo, elevando su barbilla en un clásico gesto de desafío que Newen reconoció enseguida, y luego soltó el aire, dejando caer la última lágrima. Se sobresaltó cuando el dedo de Newen rozó su mejilla y recogió la pequeña gota. El indio contempló esa humedad en su dedo como si fuese algo extraño o maravilloso y después, para conmoción de Cordelia, la llevó a su cuello, donde, debajo de la camisa, se veía relucir un colgante de plata.

—Shhh... —murmuró él cuando vio que la joven se disponía a hablar—. No diga nada, princesa. Está cansada y debe dormir. Después hablaremos.

De nuevo la cargó en brazos, y Cordelia no podía hacer nada para detenerlo. Una fuerza superior a su voluntad la mantenía laxa en manos de aquel gigante que ahora la llevaba arriba, al altillo donde estaba su dormitorio. Pese a la inquietud que este hecho le produjo, la joven no pudo reaccionar. Contempló con temor lo que los rodeaba en ese espacio estrecho: la tarima baja, cubierta por la manta colorida, un almohadón apoyado en un rincón, junto a los restos de maderitas que ella ya había visto antes, y una linterna de explorador, de esas que iluminan varios metros a la redonda. No había nada más en aquel entrepiso donde el techo estaba tan cerca que apenas podía levantarse la cabeza sin chocarlo.

Newen dejó su preciado peso en el centro de aquella tarima y la miró durante unos momentos interminables. Su expresión era inescrutable. Nadie podía saber el efecto que aquella visión producía en el cuerpo del hombre de la montaña. La mujer más hermosa que hubiese conocido para su mal, echada en medio de sus propias mantas, mirándolo con una mezcla de gratitud y temor. El Hada de la Nieve era vulnerable, después de todo. Apretando sus mandíbulas hasta que le dolieron, Newen deslizó el almohadón bajo la cabeza de Cordelia, acomodándola como si fuese de porcelana. Jamás habría podido pensar ella que un hombre tan tosco tuviese manos tan delicadas cuando quería. Después de comprobar que todo estuviese en orden, el guardaparque retrocedió, arrodillado como estaba, hasta la escalerilla de troncos, empezando a descender sin quitarle la vista de encima a la muchacha acostada. Cuando sólo faltaba desaparecer la cabeza, le dijo autoritario:

—No se mueva hasta que yo regrese. Y no salga.

Como Cordelia permaneció muda, insistió.

—¿Entiende lo que digo?

—Claro que lo entiendo. No soy tonta.

Newen sintió el cosquilleo de la risa al comprobar que le respondía con el desenfado de antes. La prefería arrogante y caprichosa, para poder detestarla, en lugar de vulnerable y necesitada. Continuó bajando hasta que Cordelia ya no vio nada de él. Luego, se escuchó el ruido de la puerta de troncos al cerrarse.

En el silencio que siguió a la partida del guardaparque, Cordelia se sintió inexplicablemente sola.

Capítulo XVI

—Hace calor —comentó Ignacio Zavaleta, más para sí que para su esposa, absorta en el brillo de sus uñas, recién pintadas, a la luz de la mañana.

No hubo respuesta, tampoco la esperaba. Compartían un desayuno tardío en el patio trasero de la casa, cuando se escuchó el ronroneo de la camioneta de la estancia, un punto metálico que se tornó nítido al asentarse la polvareda que la acompañaba.

Por primera vez, la mujer desvió la atención de sus uñas y contempló con aire lánguido a los dos peones que descendían, acompañados por un desconocido. A pesar del escaso interés que le despertaban los asuntos de la estancia, no pudo dejar de observar que el hombre no parecía a gusto en compañía de los peones, más bien se lo veía arrastrado por ellos. De reojo, vio cómo su marido se enderezaba, dejando a un lado la servilleta, y atisbo una sombra de inquietud cruzando su rostro patricio. Al captar que se disponía a recibir a los recién llegados sin la cordialidad acostumbrada en él, intuyó que los peones le traerían problemas y se apoltronó en su reposera, dispuesta a disfrutar de ver molesto al hombre que detestaba.

El hacendado les salió al encuentro más allá del porche, deteniéndolos en su avance.

—Éste es, patrón —dijo uno de los peones, a modo de presentación.

Ignacio contempló al hombre que se había convertido en una amenaza para su tranquilidad en los últimos tiempos. No lucía peligroso, apenas un muchacho díscolo. Los rasgos indígenas estaban a la vista, aunque su vestimenta nada tenía de tradicional: vaqueros, zapatillas y una camiseta azul de mangas largas. Sólo un medallón extraño colgando sobre el pecho revelaba su origen mapuche.

—Así que tú eres el que se dedica a agitar a la gente en contra mía, ¿eh?

El joven no respondió. Aquellos dos brutos lo habían rodeado cuando se encontraba hablando con los
peñi
que los gringos habían echado de sus tierras, lo habían empujado hacia la camioneta diciendo que el patrón de "La Señalada" quería verlo y se habían burlado de él durante el trayecto, azuzándolo. Y en ese momento, por fin, estaba frente al patrón, que lo miraba con la tranquila autoridad que da el dinero y encarnaba todo lo que él odiaba. No atinó, sin embargo, a atacarlo con su verborragia habitual, pues no era tan iluso como para arrojarse a las fauces del león en su guarida. Tragó saliva al advertir el movimiento de los peones hacia él.

—Un momento —los detuvo Ignacio—. Quiero estar seguro de que estoy frente al hombre correcto. ¿Necul es tu nombre?

Ante el leve asentimiento, el patrón prosiguió:

—¿Es cierto que incitaste a la gente de la reserva a cortar el alambrado de mis tierras?

Mario Necul midió su respuesta. Los
peñi
cortaron los alambres porque los
winka
desgraciados los habían tendido justo en el camino que seguían las ovejas en la veranada, cerro arriba.

—No tuve que decirles, ellos lo hicieron solitos porque el cerco se interponía.

Ignacio torció la boca en un gesto irónico.

—Así que se interponía, ¿eh? Qué fácil. Yo podría decir lo mismo sobre ellos, que se interponen en la cría de mis propias ovejas. ¿Acaso no conocen la propiedad privada?

—Sí, señor, la conocen, pues ésas son tierras de la reserva.

La respuesta mordaz devolvió seriedad al rostro del patrón, que calibró unos momentos al hombre que tenía delante. Apenas llegaría a los treinta años, se lo veía pobre y, con probabilidad, desesperado. Tendría miedo de las consecuencias que sus arengas pudiesen acarrear sobre su gente, e Ignacio no pensaba tranquilizarlo al respecto.

—A menos que los mojones se hayan corrido, esas tierras pertenecen a "La Señalada". Mi padre se las compró a un galés que se fue a vivir más al sur y el hombre es honesto, de modo que es tu gente la que comete delito al destruir los cercados. ¿Te das una idea de la ruina que me causa ese vandalismo? ¿Reponer el alambrado y perseguir a las ovejas que escapan?

—Mi gente vivía en esa tierra mucho antes de que...

—Sí, sí, ya sé —lo cortó Ignacio con un ademán desdeñoso—. Antes de que los españoles conquistasen la Patagonia ¿no es así? Eso ya es historia, amigo mío, y la historia no vuelve atrás. Ahora, si tu gente cuenta con papeles que acrediten sus derechos sobre esta tierra...

Mario Necul mordía el polvo de la derrota. Bien sabía el gringuito ése que los mapuche no tenían más que un permiso del gobierno para permanecer en sus tierras ancestrales. ¿Acaso ignoraba que los reclamos de los últimos tiempos se basaban en la injusticia de esa situación? Claro que lo sabía el muy desgraciado y se gozaba en ello, podía verlo.

—El "Mister" nos dejaba atravesar la zona en cada estación con la majadita —aventuró—. Y no le importaba si levantábamos las
rukas
ahí mismo.

—¿Es eso cierto? —consultó Ignacio a los peones.

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