En alas de la seducción (20 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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El gruñido de Dashe le recordó que no habían comido. Tomó el bulto que Damiana le había entregado y lo deshizo sobre la mesa. Separó de allí dos paquetes envueltos en papel encerado y se dirigió con ellos hacia la imagen sentada ante el fuego. Con estudiada indiferencia, puso uno de ellos en el regazo de Cordelia, que abrió los ojos como salida de una ensoñación. Miró el paquetito y luego a Newen, interrogante. Él no la miraba. Se limitó a sentarse en el otro lado de la alfombra y engullir el pastel que Damiana había envuelto para ellos. Cordelia contempló el suyo. Parecía una tortilla, aunque su sabor era dulce, como de miel, y era tanta su hambre que no dudó en devorarlo, con apetito impropio de una dama. No se percató de que Newen, de reojo, la contemplaba divertido. "La princesa pierde su porte cuando hay hambre", pensó, al ver cómo ella se relamía, tratando de limpiar las migajas de sus labios. Pero esa visión dejó de divertirlo cuando notó que se había endurecido al ver esa lengua rosada cuyo sabor él había paladeado esa misma mañana, junto al arroyo. Maldijo para sus adentros y se apresuró a preparar un café caliente, bien fuerte, para entonarse. Si se hubiera encontrado solo, habría bebido caña hasta emborracharse, pero no podía descuidarse en presencia de la mujer. Tenía que estar siempre alerta.

—Bueno, princesa... será mejor que duerma un rato, si quiere levantarse a tiempo mañana.

—¿A tiempo para qué?

—Para sus tareas, pues. ¿O pensaba que me iba a compadecer de su ignorancia? Si no sabe cocinar, aprenderá. Y si no aprende, ya veremos qué tareas puede desempeñar.

—¿Puedo acompañarlo en su ronda? Después de todo, es el trabajo de mi hermano.

—Su hermano, princesa, no va a ir conmigo. Tendrá su propia ronda, bien alejada de la mía. Y olvídese de acompañarme. No quiero hacer de niñera durante mi trabajo.

—Entonces ¿qué puedo hacer? No sé cocinar, no puedo ir de ronda, no sé coser ni bordar, aunque no veo nada digno de ser cosido aquí en esta casa. Ni siquiera las cortinas que puse.

—Deje las ventanas como están. No necesito tapar la visión de la montaña. Mi trabajo consiste en ver, no en esconderme.

—Yo pensé...

—Deje de pensar por mí. Mi casa está bien así.

—Es que si supiera coser, yo...

—Señorita Cordelia —y Newen acercó su rostro al de la joven mientras hablaba—, creo que soy claro. No deseo que cambie nada. Sólo quiero librarme de usted lo antes posible. Y, mientras tanto, que me sirva de ayuda en algo. Si no cocina, ni cose, ni limpia, lo suyo tal vez sea...

—¿Recoger hierbas?

—¿Cómo dice?

—¡Puedo recoger hierbas! —la voz de Cordelia sonaba entusiasmada, como una niña que descubre algo maravilloso que puede ofrecer—. Mi tía y yo sembramos hierbas aromáticas y otras que usamos para fabricar lociones y cremas. Puedo recoger esa clase de hierbas aquí, y tratar de fabricar esos mismos potingues, ¿qué le parece? Tal vez a usted no le interesen, pero hay gente a la que puede favorecerle, como por ejemplo, la misma señora Damiana que visitamos esta noche. La pobre mujer tiene las manos muy estropeadas. Sin duda, le arderán por las noches. Yo tengo cremas que suavizan y curan las lastimaduras. Podría probar con ella, y si resulta, a lo mejor, fabrico algunas otras que...

—¿Hierbas para manos?

—Bueno, ése es uno de los usos.

—Señorita Cordelia, si tiene algo para curar las manos, empiece por usarlo en usted misma. Mire cómo las tiene.

Sorprendida, Cordelia miró cómo el indio le tomaba ambas manos y las volvía hacia arriba, mostrando las palmas ardidas y laceradas por las zarzas que ella había sujetado con tanta fuerza para subir la cuesta. Levantó los ojos y contempló las duras facciones de aquel hombre, ahora talladas por la luz del fuego. ¿Podía un hombre así, capaz de señalarle las manos lastimadas que ella había escondido tan bien, ser un asesino de mujeres? No, no podía serlo. Sin duda, aquel temor suyo era infundado.

Pero se sintió débil cuando los pulgares callosos de él rozaron las palmas con delicadeza, trazando círculos, sin separar su mirada oscura de la de ella. El movimiento suave y persistente, el calor del fuego y aquella mirada hipnótica, le indujeron un estado de somnolencia tan dulce, que no supo cómo acabó tendida sobre la alfombra, con la manta de lana cubriéndola hasta el cuello y una pesadez en todo el cuerpo que la llevó a un sueño profundo y reconfortante.

* * *

Newen bebía su café negro, de pie, en el umbral de su cabaña. La noche se había vuelto oscura, pues la luna desaparecía tras gruesos nubarrones. El aire estaba impregnado de electricidad, lo sentía en los huesos. Dashe también, puesto que recorría inquieto los alrededores, con el lomo erizado. El líquido caliente le arrancó una mueca de dolor al tocar la herida del labio inferior, allí donde la bruja lo había mordido con furia. Sonrió a pesar suyo con ese recuerdo, porque sólo alguien muy audaz podría atreverse a morder a su captor. La princesita era muy audaz, o muy idiota. No la creía tonta ni por un momento, pero tenía la arrogancia natural de quien se sabe superior, y eso la podría llevar a cometer estupideces. Conocía bien el paño.

Y ahora se sumaba otro problema, del que debería dar cuenta a Medina: huellas de cazadores furtivos. Las había visto en su última recorrida, junto a unas trampas para vizcachas que él se había encargado de desarmar. Parecían ser dos o tres hombres, a juzgar por el número de pisadas. No se cuidaban de no dejar rastros, porque no imaginaban que hubiese nadie custodiando el bosque desde la cima. Pero él estaba ahí, alerta, al igual que el fiel Dashe, y no cejaría hasta atraparlos. La princesa constituía un obstáculo para su propósito. No podía dejarla sola demasiado tiempo, porque no se abastecía a sí misma, y tampoco estaba exenta de peligro allí arriba. Tampoco podía dejar con ella a Dashe, ya que el perro lobo lo ayudaba en su empresa y estaría en desventaja si no lo llevaba. Que lo acompañase en su misión estaba fuera de toda discusión, así que lo único que se le ocurría era solicitar la ayuda de Medina en este caso. Nunca había dependido de nadie, y desde que se desgraciara esa incómoda situación se le había presentado más de una vez.

Suspiró, mirando hacia el cielo tormentoso, y decidió bajar a la oficina de Parques en la mañana temprano. Dashe cuidaría de la pequeña fiera hasta que despertase y para entonces, él quizás estaría de regreso.

—Vamos —murmuró hacia la oscuridad, y el perro lobo se materializó al instante, como un reflejo plateado, al tiempo que un relámpago iluminaba la escena.

Ambos entraron al calor de la cabaña. El hombre ocupó su sitio al pie de la escalera que llevaba al altillo y el perro el suyo, muy junto a la forma esbelta que yacía bajo las mantas de colores.

Capítulo XIV

La oficina de Parques era un hervidero de gente esa mañana. Medina iba y venía, atendiendo a los turistas que consultaban recorridos y resolviendo problemas que surgían a cada momento. Sin su sombrero, con el corto pelo rubio que manoseaba a cada minuto para calmar su nerviosismo, el comisario se veía como un hombre apuesto en su cuarentena, bien formado, enérgico y confiable. Si la repentina llegada de Newen le causó sorpresa, el único síntoma fue un vistazo de reojo mientras recogía papeles de su escritorio.

—Allí hay café fuerte. Sírvete.

Newen se acercó a la cafetera eléctrica que burbujeaba y tomó uno de los vasos descartables apilados al lado.

—¿Qué te trae por aquí tan pronto?

—Problemas.

—¡Já! Lo imaginaba. Es lo único que hay. Todo el mundo cree que es éste el lugar para resolverlos, no sé por qué. No hago más que registrar denuncias y responder preguntas. ¡Ni siquiera tengo tiempo de solucionar algo! Me limito a enterarme, con eso se van contentos. No sé si quiero que este lugar desarrolle el turismo, Cayuki. Me las veré negras con tanta gente dando vueltas y sin ayuda extra. Ahí está Lemos, que no da abasto con el teléfono, y lo necesito ahí afuera. En fin... no hago más que quejarme. Ha sido un día de aquellos.

—¿Necesita a Lemos hoy?

Medina levantó el rostro, enrojecido por el apuro y el calor de la oficinita caldeada por el sol mañanero, y estudió el aspecto severo del puelche.

—¿Por qué? ¿Quién más lo necesita?

—Había pensado... si en algún momento del día pudiese pasarse por allá. Es que voy a ir de ronda por más tiempo. Encontré huellas de furtivos ayer, muy claras y frescas.

—¿Ir arriba para qué?

—Bueno... es que ahora se complicó la situación. No estoy solo.

—Ah... —Medina se atusó el bigote rubio sin el cual tendría un aspecto mucho más joven del que le correspondía—. Entiendo. Ya te está causando problemas, ¿eh?

Sin duda, Medina asumía que la chica tenía una relación con él. Newen se apresuró a desmentirlo.

—Es que, mientras espera a su hermano, tiene que quedarse sola en la cabaña. Es nueva en la zona, no conoce los peligros, y yo necesito a Dashe conmigo para recorrer el terreno. Podría traerla aquí, ya sé...

—No, no, nada de eso, no hace falta provocar una conmoción en el pueblo. Bastante tenemos ya con lo de siempre. No quisiera recibir la visita de las almas caritativas que vienen a traerme encargos y, de paso, averiguan sobre tus costumbres salvajes.

Newen sonrió a su pesar. Las bromas de Medina podrían enojarle; no obstante, lo conocía y sabía que, llegado el momento, podía contar con él como aliado. Y Newen no estaba en situación de rechazar esa ventaja.

—Veré qué puedo hacer. No te prometo nada rápido, ¿eh? Puede que Lemos quede libre a la hora del almuerzo. En ese caso, lo mismo dará que lo tome allá arriba o acá abajo.

—Algo más.

—¿Sí?

—El almuerzo... —que se lo lleve él mismo. La mujer no sabe cocinar.

Esa información tuvo el efecto de borrar todas las arrugas de preocupación del rostro de Medina. Su carcajada llamó la atención de los turistas arracimados en torno al mostrador de Lemos y del propio Lemos, que miró a su jefe sorprendido.

—Conque no sabe, ¿eh? Bueno, tendrá otras virtudes. No sé si envidiarte o compadecerte.

Medina rió un poco más a expensas de Newen y luego lo despidió con un gesto. Y cuando el corpulento indio estaba a punto de salir, lo detuvo con estas palabras:

—Cayuki, cuídate. No quisiera tener que reemplazarte por un novato en la próxima temporada. Los furtivos, a veces... son peligrosos.

La seriedad de su expresión fue de lo más elocuente. Medina lo apreciaba. No sabía de su pasado y lo apreciaba. Eso cambiaría, por supuesto, si estuviese enterado; por ahora, tenía su confianza. Del mundo de los blancos, era el único en quien confiaba.

Lemos era un joven delgado y encantador. Tomaba su trabajo con entusiasmo y, como no pesaban sobre sus espaldas las mismas responsabilidades que en las de su jefe, podía darse siempre el lujo de sonreír. Su cabello oscuro y rizado que caía indolente sobre la frente alta, sus picaros ojos azules, su porte elástico, llamaban la atención de todas las jovencitas que acudían a Los Notros de vacaciones. A menudo Medina se molestaba y decía que la asidua concurrencia a la oficina de Parques se debía a la presencia de Lemos más que a la necesidad real de la gente. Es que su ayudante atraía las miradas femeninas de modo alarmante. Y Lemos sacaba buen provecho de ello. Sobre todo si se trataba de jóvenes turistas, a las que acaso no vería nunca más y, por ende, no habría compromiso alguno. Su familia era de Neuquén, pero él prefería vivir lejos de las presiones paternas, donde nadie le exigiese más que un horario de oficina, y el resto del tiempo fuese sólo para pescar, recorrer los boliches del pueblo, disfrutar de su juventud... y de la de las mocitas de turno.

Esta misión que su jefe le había encargado lo intrigaba. "Ver si todo está bien allá arriba, mientras Cayuki está de ronda", le había dicho. Nunca había necesitado vigilancia la cabaña de Cayuki, el enigmático indio ayudante, pero, con su resuelta juventud, a Lemos no le importaba demasiado. Ya vería cómo se entretenía allá, mientras tanto. Un vistazo sería suficiente. Luego, podría echarse una siesta hasta que se hiciera la hora de retomar el trabajo en la oficina.

Al cabo de una hora de subir la empinada cuesta, ya no le pareció tarea tan sencilla. Maldijo al que se le había ocurrido construir tan alto la casa del ayudante de guardaparque. Una vez en la cima, todo le pareció apacible, tranquilo. El sol de la primera tarde calentaba la tierra y las abejas zumbaban en torno a las matas de abelia que sombreaban el sendero. La cabañita lucía modesta y encantadora, bajo esa luz intensa, con sus ventanitas enmarcadas por troncos y sus cortinitas estampadas. ¿Cortinitas? La tela estampada le pareció incongruente en ese refugio masculino. También le llamó la atención otra construcción, mucho más pequeña y bastante alejada, que sin duda sería un galpón de herramientas o algo por el estilo.

Lemos se encaminó hacia la exigua sombra del alero de la cabaña. Si no podía entrar, al menos dormiría al relativo frescor del porche.

Ya estaba acomodándose en un lugar apropiado para comer su almuerzo cuando, a través de las cortinas, un caño de escopeta emergió para apuntar a su nuca, produciéndole un helado escalofrío. ¿Habría subestimado la situación? ¿Alguien había invadido la cabaña? ¿O era el propio Cayuki, que no lo reconocía? Antes de que pudiera alegar nada en su favor, una voz femenina lo sobresaltó:

—¡No se dé vuelta! ¿Quién es usted? ¿Qué vino a hacer?

—Perdón... usted... yo soy el ayudante de Medina, ¿y usted quién es?

Cordelia no veía la cara del hombre que había subido a instalarse bajo la ventana, pero sí captó la sorpresa en su voz al responder. Decidió averiguar un poco más antes de confiarse.

—¿Y a qué vino? ¿Por qué no tocó en la puerta, como cualquiera?

Ese interrogatorio causó gracia a Lemos. ¿Tocar en la puerta de Cayuki? El había subido por expresa orden de su jefe, después de asegurarse de que Cayuki sabía que él iría. De otra manera, jamás se le habría ocurrido llegar hasta ahí sin avisar. Todos temían al puelche, y ésa era una de las razones por las cuales Medina disfrutaba de tenerlo de ayudante. Era una especie de "cuco" con el que el comisario de Parques amenazaba a quienes incumplían las reglas. Tenía fama de salvaje en todo el pueblo, aunque también algunos dudaban de que fuese tan incivilizado, sobre todo después de que empezara a colaborar con los artesanos enviando estatuas de madera.

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