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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (23 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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La caravana había avanzado hacia el norte a paso de tortuga, dejando tras ella un rastro de cuerpos de enfermos y heridos. Habían pasado por los enormes campamentos del ejército merduk, ciudades de lona y banderas de seda esparcidas por el paisaje en ruinas. Habían visto las iglesias demolidas, los castillos saqueados y los pueblos quemados al norte del país. Y las montañas de Thuria se acercaban cada vez más en el horizonte, mientras el hielo empezaba a acumularse en los hocicos de los bueyes.

Una pesadilla eterna e insoportable de barro, nieve y rostros salvajes. El viento había llegado del norte como un ángel vengador, arrancando las cubiertas de las carretas y haciendo chillar a los caballos. Habían tenido breves tormentas de nieve, y heladas relámpago que daban al barro la consistencia de la madera. Los merduk comían carne de caballo, y los prisioneros en ocasiones se devoraban unos a otros.

Unos cuantos torunianos habían tratado de escapar, y los merduk los habían acribillado a flechazos, tal vez todavía incapaces de enfrentarse directamente a ellos.

Habían perdido decenas de carretas. Heria había visto tapices antiguos pisoteados en el barro, palos de incienso esparcidos por la nieve, niños pequeños muertos con los ojos muy abiertos y los rostros grises de escarcha. Los merduk habían sido brutales en su prisa, esforzándose por cruzar los pasos altos con la caravana antes de las primeras nevadas fuertes del otoño. Y de algún modo lo habían logrado, aunque más de dos mil prisioneros murieron en las ventiscas de la montaña.

Heria se había encontrado entre las afortunadas. Un oficial merduk la había sacado de la larga hilera de mujeres encadenadas al verle la cara, la había acomodado en una de las carretas y le había dado una manta. Aquella noche la había violado contra la rueda de una carreta mientras una docena de sus compañeros miraban y reían, pero había impedido que los demás siguieran su ejemplo. A partir de entonces había visitado la carreta de vez en cuando, para llevarle algo de comida (incluso vino, en una ocasión) y volver a forzarla. Pero había dejado de acudir cuando las montañas de Thuria quedaron atrás. Tal vez él también estaba muerto sobre la nieve.

De modo que había sobrevivido, para lo que pudiera servir. Los caminos pantanosos de las montañas habían dado paso a carreteras bien asfaltadas, y el aire se había vuelto más cálido. Había comida de nuevo, aunque nunca la suficiente para que el hambre desapareciera por completo. Y la habían dejado en paz durante la noche.

Negándose a pensar, hacerse preguntas o tener esperanzas, se había agazapado en la carreta, sintiendo cómo los piojos le corrían por el cabello, y había contemplado la lona negra, balanceándose con el movimiento del vehículo como si estuviera en un barco. Un millar de fantasías habían poblado su mente, sueños de rescates, imágenes rojas de masacres. Pero se habían convertido en cenizas negras. Corfe había muerto, y ella se alegraba, porque ya no era digna de ser su esposa. El cuerpo que había reservado sólo para él era una mercancía, una propiedad con la que regatear por un pedazo de pan, y la belleza, de la que se había sentido tan orgullosa en secreto, había desaparecido. Sus ojos estaban apagados como la pizarra, su melena de cabello negro enmarañada e infestada de parásitos, su cuerpo cubierto de picaduras y llagas, y las costillas le sobresalían de los costados como los dientes de una sierra. «Soy carroña», pensó.

Llevaban treinta y seis días fuera de Aekir cuando algo la sacó de su apatía. Se oyó un grito en la cabeza de la caravana, vítores de hombres y relinchos de caballos. Las mujeres de la carreta se removieron y se miraron unas a otras, asustadas. ¿Qué pasaba? ¿Qué tormento endiablado habían diseñado los merduk para ellas?

De repente se oyó el sonido de una tela al rasgarse, y todo el toldo de la carreta fue arrancado de golpe. Un par de jinetes se alejaron llevándoselo entre ellos, sonriendo como monos.

Luz de sol, cegadora y dolorosa a sus ojos habituados a la penumbra. Las mujeres se taparon los rostros y trataron de cubrirse con sus harapos. Hubo gritos, carcajadas y el mundo se convirtió en un caos de formas al galope, caras oscuras apenas entrevistas y caballos relinchando. Luego todos se apartaron, dejando a las mujeres con la boca abierta.

Ante ellas, la tierra se hundía en un gran valle de varias leguas de anchura. En su fondo se veía el centelleo de un gran río, brillante como un relámpago bajo el sol. A su alrededor había colinas irregulares, verdes y doradas por los sembrados o cubiertas de rebaños pastando. Se extendían hasta el horizonte, doradas por el sol y agitadas como olas por la brisa del norte.

A medida que el valle se levantaba para unirse a las sombras azules de las montañas del norte, las observadoras vieron una colina más ancha. Era una ciudad, de muros y torres blancas, con el humo de sus chimeneas elevándose para emborronar el azul cerúleo del cielo sin nubes. Por todas partes, entre el abigarrado desorden de sus calles, los minaretes y cúpulas reflejaban el sol, y en la cima de la colina relucía la enorme cúpula del templo de Ahrimuz, el mayor del mundo tras su rival más antiguo en Nalbeni.

Había palacios a la sombra del templo. Las mujeres pudieron ver parques en la ciudad, y el movimiento del agua en los cuidados jardines. E incluso a aquella distancia, podían oír a los cantores de las torres llamando a los fieles a la oración. Sus gritos curiosamente armoniosos eran arrastrados por el viento, y los guardias merduk bajaron las cabezas por un momento en señal de respeto.

—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste? —quiso saber una de las mujeres en un susurro agudo y lleno de pánico.

Pero un miembro de la escolta la oyó. Se inclinó desde su caballo y agarró la mandíbula de la mujer con una mano oscura.

—Estamos en casa —dijo claramente—. Esto es Orkhan, mi casa y tu casa. Ésta es la ciudad de Ostrabar.
Hor-la Kadhar, Ahrimuzim-al kohla aba imuzir
… —Continuó hablando en su propio idioma como si recitara algo, y luego se volvió de nuevo a las mujeres de la carreta—. ¡Vosotras ir a cama de sultán! —Y se echó a reír a carcajadas antes de aplicar las espuelas al vientre de su caballo y alejarse al trote.

—¡Dios de los cielos! —murmuró alguien. Otras mujeres empezaron a sollozar en voz baja. Heria inclinó la cabeza hasta que el sucio cabello le cubrió la cara.

«¿Te acuerdas de él? ¿Cómo era cuando tenía en la cara aquella sonrisa despreocupada y los ojos brillantes? ¿Lo recuerdas?»

Un largo día de verano, el sol notando en un cielo cobalto y las montañas de Thuria convertidas en meras insinuaciones de sombra al borde del mundo. Estaban en las colinas sobre la ciudad, observando la estrecha línea de Aekir a lo largo del río Ostio. Lo bastante lejos para ver por completo las murallas de la ciudad, pero lo bastante cerca para oír las campanas de Carcasson dando la hora, un sonido que ascendía por las colinas junto a otro murmullo, el eco de la distante multitud.

Habían tomado vino, y pan blanco de las panaderías de la ciudad. Manzanas de la cosecha del año anterior, arrugadas pero todavía dulces y húmedas. Si miraban al sur, más allá de la ciudad, veían el lugar donde el río Ostio se ensanchaba en su estuario antes de derramarse en el mar Kardio. A veces, cuando el viento soplaba del sur, las gaviotas volaban y chillaban en las mismas calles de la ciudad, y el aroma a sal llenaba el aire, de modo que Aekir podía haber sido una ciudad portuaria al borde del océano. A Heria siempre le había gustado subir a las colinas y ver el brillo del Kardio en el horizonte. Era como ver la promesa del mañana, una puerta de entrada a un mundo más ancho. Se había preguntado a menudo cómo sería tener un barco, recorrer las rutas marítimas del mundo, dormir bajo una cubierta de madera con el sonido de las olas junto a su oído.

Corfe se reía de sus fantasías, pero nunca se cansaba de escucharlas. Aquel día iba vestido con su uniforme de alférez, negro toruniano con los bordes escarlata. Sangre y moratones, lo llamaban. Llevaba el sable envainado junto a la cadera.

No recordaba qué habían dicho, sólo que habían sido felices. Le parecía que nunca habían valorado lo afortunados que eran al tenerse uno al otro, con el sol inundando la ladera de la colina cubierta de hierba, Aekir extendida a sus pies como un manto de colores brillantes dejado caer sobre el mundo, y el mar centelleando en el límite de su visión, lleno de posibilidades. Todo había parecido posible; aunque incluso entonces, en aquel último y glorioso verano, el ejército merduk ya estaba en movimiento. Sus destinos estaban fijados, y aquellos segundos arrebatados se agotaban como la arena de un reloj.

La caravana de botín y prisioneros avanzó traqueteando colina abajo hacia Orkhan, la capital de los merduk del norte, mientras en las carretas las mujeres permanecían rígidas y silenciosas, y los jinetes merduk entonaban sus cánticos victoriosos a su alrededor.

La lluvia había cesado, y un sol débil se derramaba sobre la desolada extensión de tierra. Corfe ayudó al anciano a ascender la pendiente embarrada, usando su sable como bastón. Ribeiro avanzaba tras ellos, con la cara envuelta en sucios harapos y un ojo tan hinchado que se había vuelto invisible.

Llegaron a la cima de la colina y se quedaron jadeando. Macrobius se apoyó en Corfe con la cabeza inclinada, mientras su pecho huesudo inspiraba y espiraba. Corfe contempló la ladera occidental, y de repente se quedó muy quieto. Macrobius se tensó al momento, y sus dedos de manchas amarillas apretaron el brazo de Corfe.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ves?

—Al fin hemos llegado, anciano. El dique de Ormann.

El terreno se volvía más llano en dirección oeste desde el lugar donde se encontraban. Descendía hacia un ancho valle donde el río Searil espumeaba y se arremolinaba, crecido tras las recientes lluvias. Había un puente para cruzar la corriente, que, en la orilla oeste, estaba construido de piedra castigada por el tiempo. Sin embargo, en la orilla este los soportes eran de madera reciente.

En la orilla oriental del Searil se habían erigido grandes obras de tierra y piedra, revestimientos, trincheras y empalizadas. El humo de las mechas lentas era arrastrado por la brisa junto al de los fuegos de cocina, y por encima de las fortificaciones ondulaba la bandera toruniana, negra y escarlata. Corfe sintió un dolor extraño en el pecho al verla.

Las fortificaciones orientales se extendían durante media milla a cada lado del puente. Corfe pudo ver el brillo del cobre de las culebrinas tras sus emplazamientos reforzados con gaviones, soldados andando arriba y abajo, un grupo de jinetes aquí y allá. Pero toda la retaguardia de la posición parecía atestada de gente. Había miles de personas en los espacios entre las almenas, algunas cocinando, otras durmiendo en el barro y muchas más avanzando hacia el río con aire resuelto.

El puente estaba abarrotado. Toda su longitud estaba llena de carretillas, animales y personas a pie y en carretas. Había soldados torunianos tratando de dirigir el tráfico. No se veían indicios de pánico. Era más bien como una retirada lúgubre, como si las hordas de refugiados estuvieran demasiado exhaustas para sentir miedo.

Corfe miró más al oeste, al otro lado del río. El terreno ascendía en dos elevaciones que avanzaban en paralelo al Searil. Eran empinadas y rocosas, y sus cumbres estaban llenas de torres de vigilancia y puestos de señales. Pero había un espacio vacío cerca de donde el puente surgía de la orilla oeste, y en aquel espacio, aproximadamente de una legua de anchura, se levantaba la fortaleza del dique de Ormann propiamente dicha.

Las murallas medían sesenta pies de altura y eran lo bastante anchas para que una carreta las recorriera. Cada doscientas yardas, su longitud era interrumpida por una torre de casi cien pies, con cañones reluciendo en las troneras. Había curiosos pliegues en el trazado de las murallas, y los lados de las torres se encontraban en ángulos extraños. Aquéllas eran innovaciones recientes, diseñadas para concentrar el fuego de cañón de los defensores, de modo que cualquiera que se aproximara al dique quedara atrapado en un fuego cruzado mortífero.

En el extremo sur de las Murallas Largas estaba la ciudadela, construida sobre un saliente empinado que surgía de la línea principal de las colinas. Sus cañones dominaban toda la parte frontal del dique.

Frente a las murallas, y construido al menos seis siglos antes que ellas, había un gran foso, excavado en los mismos huesos de la tierra. Medía cuarenta pies de profundidad y al menos doscientos de anchura, un trabajo de envergadura inimaginable realizado por los fimbrios cuando el dique de Ormann había marcado los límites de su imperio, antes de que los primeros barcos navegaran rio arriba a explorar el Ostio y fundar el puesto comercial que acabaría convirtiéndose en Aekir. El foso se extendía durante tres millas frente a las murallas, como un segundo río que reflejaba el flujo pardo del Searil. También estaba lleno de barro, y sus costados estaban construidos de ladrillo resbaladizo y bien ensamblado. Corfe sabía que bajo el agua había trampas, estacas puntiagudas y toda clase de artefactos diseñados para desgarrar el fondo de cualquier bote lo bastante estúpido para intentar cruzar. También sabía que antaño había cargas de pólvora situadas en escondites a prueba de agua a lo largo del foso, con túneles subterráneos para las mechas que los conectaban a la fortaleza principal. Habían sido desatendidas en los años recientes, pero no dudaba que los defensores del dique ya lo habrían remediado.

Normalmente, la guarnición del dique de Ormann era de unos veinte mil hombres. Formaba uno de los tres grandes ejércitos torunianos. Los otros estaban estacionados en Aekir y en la propia Torunn. El ejército de Aekir ya no existía, y la fuerza de Torunn era de unos treinta mil hombres. Corfe estaba seguro de que la mayoría de la guarnición de la capital se encontraba ya en el dique. El rey de Torunna concentraría allí sus fuerzas, en la Puerta de Occidente.

—¿De modo que el dique aún resiste? —preguntó Macrobius en tono quejumbroso.

—Resiste —le dijo Corfe—, aunque parece que medio mundo quiere dirigirse al oeste pasando a través de él.

Ribeiro se unió a ellos en la cima y contempló la bulliciosa fortaleza, el río y las cumbres del otro lado.

—¡Dios sea loado! —dijo con dificultad. Se arrodilló y besó el nudillo de Macrobius—. Encontraremos a alguien que os reconozca como lo que realmente sois, santidad. Vuestro viaje por el infierno ha terminado. Habéis regresado a vuestro reino.

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