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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (20 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—¿Quién es?

—Renaldo, mi señor. Traigo vuestra cena.

—Entra.

Su criado abrió la puerta y entró llevando una bandeja de madera. Hizo espacio sobre la gran mesa y empezó a prepararla. Murad guardó el diario y el libro de rutas y se sentó frente a un plato de filete de jabalí con setas silvestres, pan recién horneado, aceitunas y un trozo de reluciente queso de cabra.

—¿Es todo, señor? —preguntó Renaldo.

Murad todavía se estaba frotando los ojos a causa del chorro de luz que entraba por la puerta abierta. Se sorprendió al verla, porque había creído que era más tarde. Pero le gustaba comer pronto; ello le daba la posibilidad de ir a la ciudad después si tenía ganas de divertirse.

—Sí. Puedes retirarte.

El criado salió, y Murad hizo una pausa antes de cortar el fragrante pan. Zarparían al cabo de ocho días. Aún había tiempo de suspender el viaje.

Meneó la cabeza con incredulidad, preguntándose de dónde habría salido aquella idea. Tenía ante él la oportunidad que había esperado durante toda su vida, el momento de conseguir un principado para sí mismo. No podía desperdiciarla.

Sin embargo, mientras comía sin notar el sabor de los alimentos, pudo ver en su mente la imagen de un barco abandonado navegando por un océano sin fin con la mano de un hombre muerto sobre el timón. Y los ojos de una bestia brillando como candelas en las profundidades de la bodega.

11

Habían sido unos días muy ajetreados, pero lo peor había pasado. Los dos barcos de Hawkwood habían sido remolcados desde sus fondeaderos por prácticos sudorosos y estaban anclados en la rada interior, con las vergas cruzadas y toda el agua a bordo. Estaban listos para el mar, y se balanceaban lentamente con el oleaje que los alisios habían levantado en la bahía. Incluso a tan poca distancia de tierra, el aire era más fresco. No había polvo que se pegara a la garganta, sólo el aroma del océano y los olores de un barco que Richard Hawkwood siempre había identificado con los de su hogar.

La cubierta del
Águila
gabrionesa, el barco insignia de Hawkwood, presentaba un aspecto de caos total. Podía verse a Billerand en el combés del barco, gritando y dando órdenes junto a dos segundos contramaestres. Las cabras balaban enloquecidas en su corral a popa de la escotilla principal, y al menos sesenta pasajeros y soldados se habían instalado en la amurada de sotavento, contemplando la colina de Abrusio, que se elevaba sobre la reluciente extensión de la bahía.

El barco estaba peligrosamente atestado, y cuando navegaran ceñidos al viento, como deberían hacer para salir de la bahía, Hawkwood tendría que ordenar a los pasajeros que ocuparan el lado de barlovento del barco para hacerlo más resistente a la brisa. El viento era de través, en absoluto el mejor para el
Águila
. Richard había perdido la cuenta de las veces que había salido de aquel puerto con los alisios del noroeste en su ojo derecho. Era una prueba que tenía que superar cualquier navegante para salir de Hebrion, excepto en los meses más cálidos del verano, cuando los alisios cesaban por completo o viraban un punto y hacían necesario cambiar de amurada para abandonar la bahía, pues no había espacio de mar suficiente para virar. Los marineros veteranos solían decir que a Abrusio le encantaba recibir barcos, pero odiaba dejarlos marchar.

—¡Quítame las manos de encima! —gritó una voz aguda. Una chica en el combés, con el cabello recogido en un bucle dorado. Un miembro de la tripulación la estaba apartando de la borda para conducirla a la batayola. Pero de repente, y de modo inexplicable, el marinero se encontró tumbado al otro lado del barco, con aspecto aturdido, y la chica estaba en pie con las manos en las caderas y los ojos centelleantes. El resto de la tripulación rió a carcajadas, saboreando el incidente. Finalmente, un hombre maduro, que parecía un soldado o luchador profesional, la tranquilizó y se la llevó de allí. El aturdido marinero tuvo que soportar las burlas de sus compañeros, pero volvió al trabajo rápidamente.

Hawkwood frunció el ceño. Mujeres a bordo, y en tanta cantidad. Y soldados, además. Aquélla era una mezcla potencialmente explosiva. Tenía que celebrar una reunión formal con Murad y sus oficiales lo antes posible para dejar claras unas cuantas normas.

A su modo brusco, Billerand estaba restableciendo el orden en la cubierta. Los pasajeros fueron conducidos abajo, los hombres de los motones bajaron las últimas cabras a través de la escotilla principal, y los soldados fueron acompañados pacientemente hasta el castillo de proa, con las armaduras tintineando y centelleando en el aire luminoso.

La brisa arreciaba. Faltaba aún una hora para la marea del anochecer. Pero había una buena distancia que recorrer a remo hasta la rada interior con los alisios soplando, al menos media legua. Hawkwood esperaba que Murad no tardara demasiado tiempo.

El noble de la cicatriz estaba en Abrusio solucionando ciertos asuntos personales de última hora, y la lancha del
Águila
, además de ocho buenos remeros, lo aguardaba en el rompeolas.

La última semana había sido una pesadilla en todos los sentidos. Hawkwood se juró que no volvería a permitir que lo arrastraran a una expedición conjunta. Era la vieja historia de soldado contra marinero, noble contra plebeyo. En ocasiones había llegado a pensar que Murad le ponía obstáculos en el camino e ignoraba sus instrucciones sólo por el placer de verlo enfurecerse.

Billerand se unió a él en el alcázar, sudoroso y sofocado. Su fantástico mostacho parecía erizarse de furia reprimida.

—¡Malditos marineros de agua dulce! —fue todo lo que pudo articular durante varios instantes. Hawkwood sonrió. Se alegraba de haber mantenido a Billerand junto a él en el
Águila
en lugar de concederle el mando del
Gracia
. Echó un vistazo al barco más pequeño. El cordaje de la carabela estaba lleno de hombres. Apenas había acabado de instalarle las largas vergas latinas, que llevaba en los tres mástiles. Le serían muy útiles en el viento de través bajo el que tendrían que navegar. Haukal de Hardalen, el capitán del
Gracia
, se había criado entre los barcos alargados y de vela cuadrada del lejano norte, pero había aprendido enseguida las sutilezas de la navegación con vergas latinas. Hawkwood podía distinguirlo; era un hombre alto y con una barba inmensa que solía llevar un hacha colgada de la cintura. Estaba de pie sobre el diminuto alcázar del
Gracia
, agitando los brazos. Billerand y él eran grandes amigos; sus hazañas en los burdeles y tabernas de medio centenar de puertos se habían vuelto legendarias.

Las cubiertas del
Gracia
también estaban atestadas de soldados y pasajeros que dificultaban la labor de los marineros. Era de esperar; aquélla sería la última vez que verían tierra durante muchos días. Hawkwood supuso que, para la mayor parte de ellos, aquélla iba a ser también la última vez que pondrían los ojos sobre Hebrion y la alegre Abrusio. Sus destinos se encontraban ahora en el oeste.

—¿Qué tal se han acomodado los pasajeros? —preguntó al furioso Billerand.

—Hemos colgado hamacas en proa y popa por toda la cubierta, pero que Dios nos ayude si hemos de entrar en combate, capitán. Tendremos que meterlos a todos con el cargamento en la sentina. —Aquella idea hizo que su rostro se animara un poco—. De todos modos, los soldados nos serán útiles.

Billerand respetaba a los soldados; él también lo había sido. Para Hawkwood, no eran más que otra molestia. Treinta y cinco de ellos estaban en el
Águila
, y el resto en la carabela. Dos terceras partes de la expedición viajaban en el galeón, incluidos Murad y sus dos suboficiales. Hawkwood había tenido que partir el camarote grande con un mamparo extra para que la nobleza pudiera navegar con el estilo a que estaba acostumbrada. Los marineros dormirían en el castillo de proa, y los soldados en la parte delantera de la cubierta. Vivirían amontonados durante los próximos meses. Y llevaban tantos artículos a bordo para establecer la nueva colonia, por no mencionar las provisiones para el viaje, que los dos barcos navegaban bajos y tardaban en responder al timón. No sería difícil que el
Águila
, con su popa alta, acabara al pairo o sin poder virar. Hawkwood no estaba tranquilo. Era como montar en un caballo normalmente fogoso y encontrarlo lisiado.

—¡Lancha a babor! —gritó el vigía desde el mastelero de mesana.

—Nuestro noble rezagado, al fin —murmuró Billerand—. Al menos no nos hará perder la marea.

—¿Qué has oído sobre ese Murad? —le preguntó Hawkwood.

—Sólo lo que ya sabéis, capitán. Que le gustan las damas y que maneja el estoque con la rapidez de una víbora. Un buen soldado, según sus sargentos, aunque es demasiado aficionado a los azotes.

—¿Y qué noble no lo es?

—Quería comentaros algo, capitán. Ese Murad no traerá ningún paje consigo a bordo. En lugar de ello, ha escogido a un par de chicas entre las pasajeras como sirvientas de camarote.

—He oído hablar a los soldados. Se acostará con ellas, y los soldados tienen la intención de seguir su ejemplo. Tenemos a cuarenta mujeres sólo en el galeón, la mayoría esposas o hijas de alguien.

—De acuerdo, Billerand. Hablaré con él al respecto.

—Bien. No queremos que los marineros se sientan discriminados. Ya hay suficientes fricciones, y violar a la esposa o hija de un hechicero no es asunto de risa. Una vez vi a un hombre…

—He dicho que hablaría con él.

—Sí, señor. Bien, será mejor que vaya a ocuparme del molinete. ¿Levaremos anclas en cuanto baje la marea?

—Sí, Billerand. —Hawkwood palmeó el hombro del primer oficial, y el hombre abandonó el alcázar, sintiendo que su capitán deseaba estar solo.

O tan solo como era posible estar en un barco de treinta yardas de eslora con ciento ochenta almas a bordo, pensó Hawkwood. Miró a tierra y vio la lancha, acercándose como una serpiente de mar a media milla de distancia. Murad estaba de pie en la popa, tieso como el asta de una bandera. Su cabello largo volaba libre al viento. Parecía que llegara para adueñarse de los barcos y todo lo que contenían.

Hawkwood se dirigió al lado de barlovento de la cubierta, haciendo una pausa para gritar por la escotilla en dirección a la cubierta del timón.

—¿Todos los aparejos de sujeción retirados?

—Sí, señor —repuso una voz ahogada—. Rumbo oeste-suroeste por norte en cuanto levemos anclas.

Los hombres conocían su oficio. Hawkwood estaba inquieto, ansioso por ponerse en marcha, pero necesitaban la bajamar para ayudarlos a salir de la bahía. Habría que esperar todavía un rato.

Se había despedido de todo el mundo, para lo que pudiera servir. Galliardo y él habían compartido una botella de buen vino gaderiano mientras mascaban media docena de píldoras de kobhang para poder charlar durante toda la noche. El capitán del puerto se ocuparía de sus asuntos mientras Hawkwood estuviera fuera, y visitaría a Estrella de vez en cuando.

Estrella. Despedirse de ella había sido como lavarse unas manos sucias de alquitrán. Ella sabía que aquél no era un viaje corriente, ni una expedición costera para perseguir a una presa. Aún podía sentir los delgados brazos de su esposa en torno a su cintura cuando se había arrodillado ante él, sollozando mientras las lágrimas le manchaban las mejillas de kohl.

Y Jemilla. ¿Qué era lo que había dicho?

—Te esperaré en primavera, Richard. Miraré hacia el puerto. Reconocería ese absurdo galeón tuyo en cualquier parte.

Estaba desnuda, tumbada en la ancha cama con la cabeza apoyada en una mano, observándolo con aquellos ojos felinos. Tenía los muslos resbaladizos tras el acto del amor, y a él le dolía la espalda de sus arañazos.

—¿Seguirás siendo la favorita del rey cuando regrese? —le había preguntado, en tono ligero.

Aquella sonrisa que siempre le enfurecía.

—¿Quién sabe? Las favoritas vienen y van. Yo vivo en el presente, Richard. El año próximo por estas fechas podríamos estar dominados por los merduk.

—En cuyo caso tú serías la concubina principal del harén del sultán. Siempre tejiendo tus redes.

—Oh, Richard —había dicho ella, fingiendo estar dolorida—, te equivocas.

Pero su expresión había cambiado al ver la ira en el rostro de él. Los ojos oscuros habían centelleado de aquel modo que siempre conseguía erizarle el vello de la nuca. Abrió las piernas para mostrarle la carne sonrosada entre el vello oscuro de su sexo, y se separó los labios con aquellos dedos brillantes, hasta que él creyó estar mirando una flor carnívora de los sultanatos del sur.

—Tú tienes tus barcos, tus culebrinas, tus tripulaciones. Yo sólo tengo esto, la única arma que las mujeres hemos poseído desde el inicio de los tiempos. Quieres hablarme de amor y fidelidad… lo veo en tus ojos grandes y tristes. Tú, que tienes una esposa que se pasará la noche llorando en casa. El mar es tu auténtico amor, Richard Hawkwood. Yo sólo soy tu puta, de modo que déjame perseguir a mi manera los mismos objetivos que persigues tú. Si eso significa acostarme con todos los nobles del reino, lo haré. Mis encantos me serán arrebatados muy pronto. Mi piel se marchitará y mi cabello se volverá gris, mientras que tu maldito mar continuará allí, siempre igual. De modo que déjame jugar a los juegos que pueda mientras pueda.

Se había sentido como un niño tratando de conseguir la comprensión de un adulto. Era cierto que había estado a punto de decirle que la amaba. A su manera, Richard creía que ella correspondía a su amor, si es que era capaz de amar a algún hombre. Y comprendía que, a su manera, odiaba verlo marchar tanto como Estrella, y sufría por ello de modo similar.

Habían hecho el amor de nuevo. Pero en aquella ocasión no hubo pasión desenfrenada; se habían amado como dos personas que han envejecido juntas, saboreando cada momento. Y, de algún modo, Hawkwood supo que era la última vez. Como un barco, ella había soltado sus amarras y se alejaba a la deriva, dejando que el viento la arrastrara en su viaje. Richard había sido descartado.

—¡Lancha! —gritó alguien, y hubo una conmoción en cubierta, golpes y centelleos mientras una hilera de soldados presentaba armas y Murad de Galiapeno ascendía por el costado empinado del galeón.

Murad saludó a sus oficiales y se dirigió abajo sin más ceremonia. Llevaba un pequeño cofre bajo el brazo. Hawkwood entrevió su rostro en un resplandor pálido y despectivo antes de que el noble pusiera el pie en la escalerilla y desapareciera.

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