Pasó las páginas del desgastado tomo, entrecerrando los ojos a veces ante la enmarañada caligrafía de las entradas. Finalmente encendió una vela, cerró la puerta y se sentó a estudiar página tras página bajo la luz amarillenta como si estuviera en mitad de la noche. Los ruidos del exterior decayeron. Entre el aroma acre a sal y agua del libro, le pareció que era transportado a otra época, y que empezaba a oír los golpes y siseos de las olas contra el casco de madera, el crujido de los tablones y el chasquido de las velas.
Al salir de Abrusio, poner rumbo oeste-suroeste con el viento en la amura de estribor. Con los alisios hebrioneses, hay doscientas cuarenta vueltas del reloj o cinco kennings hasta el Cabo del Norte en las Hebrionesas. A medio kenning de la costa la sonda encontrará arena blanca a cuarenta brazas. Cambiar de rumbo al oeste y mantenerse en la latitud del Cabo del Norte durante cuarenta y dos días más de buena navegación. A partir de ahí, los alisios viran al norte-noroeste. Con el viento en la amura de estribor hay treinta y seis días más en esa latitud; luego, la sonda encontrará una repisa de tierra a cien brazas y disminuyendo. A ochenta brazas habrá conchas y arcilla blanca, y la tierra estará a un kenning y medio de distancia. Mantener la vigilancia, y a treinta brazas se divisarán colinas verdes y una playa blanca. Hay una bahía a una legua al norte de la latitud del Cabo del Norte. Tras ella hay una montaña con dos cimas, cubierta de árboles. Poner al pairo y soltar ancla a quince brazas. Olas bajas y marea alta con la luna al norte-noroeste y sur-suroeste. A una sexta parte de legua hacia el interior hay un manantial de agua dulce. Hay plantas y frutas en toda la costa. Los vientos refrescan a finales de otoño. Usar anclas de proa y popa o el barco puede embarrancar en la arena blanda.
Saqué estas instrucciones del libro de rutas del capitán del Bendición de Dios, muerto hace ya trescientos once años. Que Dios conceda el descanso a su alma.
Soy Tyrenius Cobrian
Capitán del Halcón de Cartigella
Víspera de San Mateo
Año del bendito Santo 421
Murad se restregó los ojos con irritación. Muchas cosas escritas en aquel libro de rutas le parecían totalmente incomprensibles, aunque sin duda tendrían todo el sentido del mundo para un marinero. Pero no permitiría que Hawkwood leyera aquello. No, proporcionaría al capitán sólo la información que le conviniera.
Junto al libro de rutas estaba el diario del Halcón, y su lectura era más amena, aunque también había entradas largas y aburridas.
Decimosexto día de Enmian, 421. Viento norte-noroeste, fresco. Rumbo oeste. A unas doscientas seis leguas de Abrusio. Cuatro nudos con velas mayores y gavias. Hemos matado el último cerdo, 123 libras de peso. Hemos entregado al mar el cuerpo de Jann Toft de Hebriero, marinero. Que el buen Dios se apiade de su alma. Los hombres trabajan en el barco. Hemos vuelto a calafatear el cúter.
Era el registro de un viaje al oeste sin incidentes. La salud de la tripulación parecía buena, aparte de algunos accidentes menores, y sólo hubo una tormenta importante.
Decímocuarto día de Forlion, 421. Viento norte-noroeste cambiando a noroeste. Viento en popa con los mástiles desnudos. Tres pies de agua en la bodega. Estayes de prevención arriba y ocho hombres al timón. Avanzamos a unos ocho nudos y nos hemos desviado unas quince leguas al sureste.
Decimoquinto día de Forlion, 421. Viento noroeste, amainando. Rumbo oeste con gavias sin bonetas. Velocidad, tres nudos. Hombres achicando agua y arreglando cordaje. Cúter pequeño perdido. El marinero Gabriel Timian no ha acudido al convocar a todos los hombres en la guardia de tarde. Barco registrado de cofas a sentina, sin rastro. Se le supone caído por la borda. Que Dios se apiade de su alma.
A partir de aquel momento, el diario empezaba a volverse más interesante.
Vigesimosegundo día de Forlion, 421. Viento norte-noroeste, brisa moderada. Rumbo oeste-noroeste, viento en la amura de estribor. Cuatro nudos, gavias y vela de mesana. Calculamos posición a tres leguas al sur de la latitud del Cabo del Norte. Hace treinta y siete días que zarpamos de Abrusio.
El primer oficial me ha informado de que tres barriles de carne salada se han roto en la bodega y la mitad de su contenido ha desaparecido. Los hombres están inquietos por haber pasado tanto tiempo sin ver tierra. Me he dirigido a ellos en la primera guardia corta para animarlos. Isreel Hobin, segundo contramaestre, ha dicho que nuestro viaje está maldito. Lo he hecho encadenar en la sentina.
Vigesimotercer día de Forlion, 421. Viento norte-noroeste. Rumbo oeste. Cuatro nudos bajo velas sin bonetas y gavias. Según el sextante, estamos de nuevo en la latitud del Cabo del Norte.
Hemos encontrado muerto a Isreel Hobin en sus grilletes. Los hombres están asustados. El primer oficial, John Maze, de Gabrir, me ha dicho en privado que la garganta de Hobin había sido desgarrada. He doblado las guardias nocturnas a petición de los marineros. Creen que algo acecha en este barco.
Vigesimocuarto día de Forlion, 421. Viento norte-noroeste. Rumbo oeste. Seis nudos con velas mayores y gavias. A doscientas quince leguas al oeste de Abrusio.
Hemos entregado al mar el cuerpo de Isreel Hobin. Que Dios se apiade de su alma. Todos los hombres han registrado el barco, pero no han encontrado nada. Los pasajeros están preocupados y los marineros nerviosos. Que el bendito Santo nos proteja y me dé fuerzas para cruzar este maldito océano.
El bendito Santo debía estar protegiendo a Tyrenius, porque el Halcón llegó a tierra cinco semanas y media más tarde, echando el ancla en una bahía protegida del Continente Occidental. Para entonces, habían desaparecido sin dejar rastro otros tres miembros de la tripulación, presumiblemente caídos por la borda, y los hombres se negaban a aventurarse en las partes más profundas y oscuras del barco debajo de la bodega.
Murad se sirvió más vino. No le llegaba ningún sonido de la zona de instrucción en el exterior; debía acercarse la hora de la comida nocturna para los hombres. Se sentó y contempló las páginas de aquel diario de un siglo de antigüedad, con su arrugada cicatriz agitándose mientras estudiaba una entrada tras otra.
Estaba claro que habían llevado algo a bordo con ellos. Pero ¿se trataba del cambiaformas que había sido el único ocupante del Halcón a su regreso a las costas de Hebrion, o de algo distinto? En cualquier caso, los hombres se habían alegrado de abandonar el barco al llegar a tierra. Tyrenius ni siquiera pudo convencerlos de que montaran una guardia a bordo. Todos habían dormido en tierra, excepto uno.
El capitán se había quedado en su barco, había dormido solo a bordo mientras la tripulación construía refugios en la orilla. Un hombre valiente, el tal Tyrenius, que había vencido su propio miedo para cumplir con su deber. Murad le dedicó un brindis silencioso.
Octavo día de Endorion, 421. Viento norte-noroeste, cambiando al norte, brisa ligera. Olas de un pie. Anclados.
Hoy he bautizado la bahía en la que nos encontramos como bahía de Essequibo en honor del buen rey de Astarac, de quien soy humilde súbdito. La tripulación está en tierra recogiendo provisiones y preparándose con algunos pasajeros para emprender una expedición hacia el interior. Permanezco a bordo solo, pues ningún hombre quiere quedarse conmigo.
Allí la naturaleza clara y precisa de la entrada cambiaba de tono y la constante verticalidad de la escritura de Tyrenius se volvía más irregular. Los trazos de pluma empezaban a ascender y descender a lo largo de la línea, y pequeñas manchas de tinta aquí y allá revelaban la fuerza que había aplicado sobre el instrumento. Murad supuso que había estado bebiendo, tratando de controlar su miedo.
Es la última hora de la guardia media, y estoy solo en el barco para girar el reloj y llevar la cuenta del tiempo, tal como hemos hecho fielmente desde que zarpamos de Abrusio. Oigo cómo el barco se mueve con las olas, y pienso en los rostros de los hombres cuyas vidas se han perdido en este viaje. Durante la última primera guardia, uno de los hombres juró que había visto un par de ojos mirándole desde una escotilla abierta. Ojos brillantes, que resplandecían en la noche. Después de aquello, ningún hombre aparte de mí ha estado dispuesto a permanecer a bordo. Pero que los dulces santos me perdonen, no me he quedado en el barco sólo por mi sentido del deber. El miedo también me mantiene en mi puesto.
Hace media hora estaba en cubierta, contemplando las hogueras de los hombres de la costa que ardían en la noche, y de la escotilla principal ha surgido algo, algo monstruoso. Ha avanzado por la cubierta mientras yo permanecía en el alcázar, y se ha dejado caer al mar por encima de la borda sin que un solo chapoteo señalara el lugar de su paso. Lo he visto una sola vez, una cabeza oscura enfrentándose al oleaje y avanzando hacia tierra, y luego ha desaparecido. Ahora estoy aquí sentado, y sé que la cosa monstruosa que había embarcado con nosotros ha desaparecido. Está en tierra, entre los hombres de la playa… mientras ellos duermen bajo los árboles, creyéndose a salvo. Que Dios me perdone, no puedo abandonar el barco. Debo permanecer sentado y esperar al regreso de mis hombres con las historias de horror que traerán consigo. Ojala tuviéramos la compañía de un sacerdote en esta tierra abandonada por Dios, aunque sólo fuera para darnos la bendición final que anhelan nuestras almas antes de que el telón de la muerte caiga definitivamente.
Faltaban páginas en el diario. Algunas las había arrancado el propio Murad, para que el rey no las viera durante su breve examen del volumen; pero otras habían desaparecido mucho tiempo atrás. Murad se encontró observando una página que parecía haber sido salpicada con tinta gruesa y negra. Era sangre, sangre vieja, y había empapado varias páginas, pegándolas entre sí de modo irrevocable.
Se reclinó en la silla, tratando de liberarse del olor a pergamino mohoso y respirando el calor seco de Hebrion a finales de verano.
Los pasajeros de Tyrenius… ¿quiénes eran? ¿Y se habrían quedado en el oeste, o habrían regresado con él a los reinos de Dios? Cualquiera que fuera la respuesta, nadie había sobrevivido para contar su historia; todo lo que quedaba de ella estaba alojado en los fragmentos del documento que se encontraba frente a Murad.
Tenía que haber sido un cambiaformas, el mismo que había saltado del barco a su regreso a Hebrion; pero su comportamiento no concordaba con lo que Murad sabía sobre las bestias. ¿Y por qué había embarcado en el Halcón en primer lugar? ¿Se habría alistado como un miembro de la tripulación con forma humana, o habría embarcado como polizón en forma de bestia? Lo primero era lo más probable.
Murad volvió al libro de rutas, pasando las páginas con el ceño fruncido hasta encontrar lo que buscaba. Allí estaba.
Instrucciones de navegación para el viaje al oeste obtenidas del libro de rutas del Bendición de Dios, que zarpó de Abrusio en el Año del Santo 109, al mando del capitán Pinarro Albayero. Me la ha entregado Tobías de Garmidálan, duque de Astarac Oriental, en este día decimocuarto de Miderialon, 421, con instrucciones de destruir el libro de rutas después de copiar las partes relevantes. Atestiguado por Ahern Abbas, mago de la corte del rey Essequibo de Astarac.
Aquella referencia a un viaje previo no era única; había otras a lo largo del libro de rutas. Al parecer, unos cuantos hombres de alto rango procedentes de Hebrion y Astarac habían viajado al oeste tres siglos antes de la malhadada expedición del Halcón. Tyrenius se había beneficiado de su experiencia en su propio viaje, lo que significaba que algún barco debía haber hecho el viaje de regreso. Si aquello era cierto, ¿qué les había ocurrido en el oeste? No había ninguna alusión a ellos ni a sus descendientes en el diario del Halcón. Si no habían regresado todos en el barco, debían haber muerto allí, sin dejar nada más que sus huesos para la posteridad.
Pero era difícil estar seguro. Una gran parte del diario de Tyrenius había desaparecido. Había referencias crípticas a la expedición anterior, historias de hechicería y locura; una fiebre que atacaba a los hombres y destruía su razón. Aún más oscuras eran las alusiones veladas a experimentos teúrgicos llevados a cabo por los miembros de la primera expedición… experimentos que habían tenido consecuencias inesperadas.
Murad pensó que el resumen de todo ello era que había habido dos expediciones previas al oeste, la primera patrocinada por lo que parecía ser un grupo de magos de alto rango, y la segunda por el gobierno (o al menos por parte de la nobleza) de Astarac. Ambas habían tenido un final desastroso; pero ¿había contribuido el primer desastre a que sucediera el segundo?
Murad contempló malhumorado su vaso de vino, iluminado por las velas. Allí estaba él, de nuevo navegando hacia el oeste, y de nuevo con un grupo de hechiceros a bordo. Pero los primeros viajes no habían llevado soldados hebrioneses como parte de su dotación. Ni a Murad de Galiapeno, se dijo a sí mismo.
Releyó la parte del diario de Tyrenius que describía el punto de anclaje al que había llamado bahía de Essequibo. A juzgar por la descripción, el Continente Occidental parecía rico, lleno de vegetación y deshabitado.
Pasó las páginas. Otros miembros de la tripulación habían muerto en la bahía de Essequibo, y el proyecto de la expedición al interior había sido abandonado. Tras reaprovisionarse, habían zarpado sin dejar nada tras ellos.
Nada en absoluto, porque la bestia estaba de nuevo a bordo del barco cuando levaron anclas. Al cabo de dos semanas en el mar, habían empezado las primeras desapariciones. El viaje de regreso había sido una pesadilla. Una dotación cada vez menor, vientos contrarios y el terror alojado en la bodega.
Las últimas páginas habían desaparecido. No había descripciones de cómo Tyrenius había encontrado su fin, o de cómo había conseguido pilotar el barco hasta la costa de la que había zarpado seis meses antes. La escritura era difícil de descifrar. Temblaba y se agitaba como si se hubiera trazado a toda prisa o bajo una terrible aprensión. Murad se sorprendió al descubrir que compadecía al fallecido Tyrenius y su atormentada tripulación. Habían encontrado el infierno entre las paredes de madera de su barco, y lo habían llevado con ellos a través de medio mundo para regresar con él.
Hubo una llamada a la puerta, y Murad se sobresaltó, derramando su vino. Maldijo y espetó: