Macrobius sacudió la cabeza, sonriendo débilmente.
—No tengo reino. Nunca lo he tenido, a no ser que se encuentre en las almas de los hombres. Siempre fui una especie de signo, un símbolo. Tal vez mi mano ayudó un poco a guiar el timón, pero eso es todo. Ahora me he dado cuenta, y no sé si quiero volver a ser esa figura.
—¡Pero debéis hacerlo! Santidad…
—Viene una patrulla —dijo bruscamente Corfe, cansado de aquella discusión piadosa—. Caballería pesada toruniana. Coraceros, a juzgar por su aspecto.
La tropa de caballería se abría paso a través de la atestada puerta de las defensas orientales. Los jinetes hendieron el flujo de refugiados como una roca rompiendo una ola, y luego sus monturas empezaron a ascender por el barro resquebrajado de la ladera bajo Corfe y sus compañeros. Corfe no se movió. No creía que, con la suciedad y el desgaste de los últimos días, sus ropas pudieran identificarse como un uniforme toruniano. No había ningún motivo para que los jinetes se fijaran en tres refugiados anónimos.
Pero Ribeiro empezó a bajar por la empapada colina, agitando los brazos y gritando. Su hábito se levantaba sobre sus delgadas piernas como las alas de un pájaro torpe. Los jinetes de delante se detuvieron. Corfe blasfemó, furioso.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Macrobius. Había auténtico miedo en su voz.
—El muy idiota está… ah, creen que está loco.
Ribeiro hablaba con los jinetes. Corfe no podía oír lo que decía, pero podía imaginarlo.
—Probablemente está tratando de convencerlos de que eres el pontífice.
Macrobius sacudió la cabeza, como si sintiera dolor.
—Pero no lo soy. Ya no. Aquel hombre murió en Aekir. Macrobius ya no existe.
Corfe lo miró rápidamente. Había algo en el tono de voz del anciano, una nota de pérdida y resignación, que hizo vibrar una cuerda de angustia en su propio pecho. Por primera vez, se preguntó si aquel Macrobius podía ser quien decía que era.
—Tranquilo, padre. Atribuirán sus frases a los delirios de un clérigo demente, nada más.
Macrobius se arrodilló en el barro.
—Que me dejen tranquilo. Estoy a oscuras, y siempre lo estaré. Ya ni siquiera estoy seguro de la fe que una vez me sostuvo. Soy un cobarde, soldado de Mogen. Tú luchaste para salvar la Ciudad de Dios mientras yo me escondía en un almacén, prisionero en mi propio palacio para impedir que huyera y me llevara conmigo el ánimo de la ciudad.
—Todos somos cobardes, de un modo u otro —dijo Corfe, con cierta gentileza—. Si yo fuera un hombre más valiente, ahora estaría muerto delante de Aekir, junto a mi esposa.
El anciano levantó la cabeza al oír aquellas palabras.
—¿Dejaste a tu esposa en Aekir? Lo siento, amigo mío, lo siento mucho.
Los jinetes pasaron de largo, dejando atrás a Ribeiro. El joven monje los amenazó con el puño, y luego todo su cuerpo pareció encogerse. Corfe ayudó a Macrobius a ponerse en pie.
—Vamos, padre. Veremos si podemos encontrar un refugio para dormir esta noche, y algo caliente para comer. Que los grandes discutan el destino de Occidente. Ya no es asunto nuestro.
—Oh, sí que lo es, hijo mío. Si no es asunto de todos, tanto da que nos tumbemos sobre este suelo y esperemos a que la muerte nos lleve.
—Pensaremos en eso en otro momento. ¡Vamos! ¡Eh, Ribeiro! ¡Échame una mano con el viejo!
Pero Ribeiro no pareció oírle. Estaba de pie, con una mano sobre el ojo que aún conservaba la visión, y sus labios se movían en silencio.
Se unieron a las multitudes de personas harapientas y de mirada perdida que desaparecían por la puerta oriental del dique. El barro les llegaba hasta las pantorrillas en lo que quedaba de la carretera del oeste, y la multitud los golpeó y zarandeó al pasar. Finalmente, sin embargo, fueron envueltos por la oscuridad de la barbacana, y se encontraron en el interior de los muros del último puesto ramusiano al este del Searil.
El interior de la fortaleza era un caos.
Había gente por todas partes, en todos los estados de suciedad y desesperación. Se amontonaban en torno a las hogueras en la zona de maniobras, y las murallas interiores de las fortificaciones estaban llenas de refugios toscos y cobertizos instalados para combatir la lluvia. Algunos espíritus emprendedores habían puesto en marcha una especié de mercado, vendiendo lo que habían podido salvar de la ruina de Aekir. Corfe vio cómo mataban una mula, mientras la gente se arremolinaba en torno a la carcasa como aves de rapiña. Había mujeres, patéticamente demacradas, que se ofrecían a los transeúntes a cambio de comida o dinero, y aquí y allá se veían grupos de hombres imperturbables jugando a los dados en una capa colocada sobre el barro.
Corfe también vio escenas de violencia. Había grupos de hombres con largos cuchillos robando cualquier cosa de valor a los demás refugiados en cuanto los torunianos pasaban de largo. Se preguntó si los compañeros de Pardal habrían llegado hasta allí.
Lo que vio le pareció preocupante. Parecía haber muy poco orden en el interior de la fortaleza, ni rastro de organización o autoridad. Cierto, había hombres vestidos de negro toruniano en las almenas, con su armadura despidiendo brillos oscuros, pero parecían ser muy pocos, como si la guarnición no estuviera completa. Y también parecía que no se había hecho ningún esfuerzo por controlar las hordas de fugitivos civiles. Si Corfe hubiera estado al mando, habría hecho que los llevaran al oeste, bien lejos del dique, y luego tal vez habría tratado de conseguirles provisiones y patrullar los campamentos con los hombres que no le fueran necesarios. Pero aquello… aquello era una simple anarquía. ¿Continuaría Martellus al mando, o se habría producido algún cambio que había engendrado aquel caos?
Encontró un lugar para detenerse a la sombra de uno de los revestimientos orientales. Tuvo que ahuyentar a puntapiés a un par de jóvenes enfurruñados, que se alejaron tras echar una mirada hostil al sable y los maltrechos restos de su uniforme, pero Corfe estaba demasiado cansado e inquieto para preocuparse. Recogió trozos de madera (los había en abundancia, y dedujo que los refugiados habrían demolido algunas de las empalizadas y pasarelas interiores) y consiguió encender un fuego con grandes dificultades. Para entonces, la luz había empezado a disminuir, y en el campo abierto del interior de la fortaleza las hogueras empezaban a cobrar vida como estrellas relucientes. Si se ponía en pie podía ver la otra orilla del Searil, donde las luces del dique ardían por millares. La gente cruzaba el puente a la luz de las antorchas en una procesión incesante, y las puertas orientales continuaban abiertas pese a la escasa luz, lo que a Corfe le pareció una auténtica locura: en la oscuridad, los merduk podían mezclarse con los enjambres de civiles que entraban en la fortaleza y conseguir acceso al interior. ¿Qué clase de idiota estaba al mando?
Ribeiro estaba taciturno y parecía consternado por el hecho de que Macrobius no hubiera sido reconocido de inmediato. Se sentó con la hinchada cabeza entre las manos y contempló las llamas de la hoguera de Corfe como si estuviera esperando alguna revelación.
Macrobius, sin embargo, estaba casi sereno. Se había sentado sobre el suelo húmedo, mientras las llamas convertían su torturado rostro en una máscara horrible, y parecía hablar consigo mismo. Corfe había visto aquel aspecto antes, en hombres a punto de entrar en combate. Significaba que ya no temían a la muerte.
¿Podía ser aquel viejo chiflado el sumo pontífice?
Su estómago rugió. Llevaban un día y medio sin comer nada, y muy poco en los días anteriores. De hecho, la última vez que había tomado una comida sólida…
La última vez, se la había preparado Heria, y se la había llevado a su puesto en la muralla de Aekir. En aquel momento, también había acababo de oscurecer. Habían permanecido juntos sobre la muralla, contemplando las miles de hogueras de los merduk, oliendo el alquitrán y el humo de las máquinas de asedio, y el hedor a muerte que flotaba continuamente sobre la ciudad. Corfe le había rogado una vez más que se marchara, pero ella no quiso dejarlo. Aquélla fue la última vez que vio a su esposa; aquella sonrisa devastadora, con un lado de la boca levantado y una ceja arqueada. Recordó su imagen al bajar de la muralla, con la luz de las antorchas reflejada en el cabello.
Dos horas más tarde había empezado el asalto final, y su mundo había quedado totalmente destruido.
Notó una mano sobre su brazo y se sobresaltó. Había oscurecido por completo, y la única luz era la del fuego. El terreno abierto del interior de la fortaleza era una extensión azul salpicada de llamas por donde las sombras se movían sin propósito aparente.
—Está descansando en el seno de Dios, hijo mío. Ya no debes temer por ella.
—¿Cómo has…?
—Estabas relajado, como en un sueño, y luego he sentido que tus músculos se ponían rígidos como la madera. He descubierto que últimamente se me da bien reconocer el sufrimiento ajeno. Tu esposa está con Ramusio en compañía de los santos del cielo. Nada más puede hacerle daño.
—Así lo espero, anciano, así lo espero.
No podía confesarse, ni siquiera a sí mismo, su miedo de que Heria continuara con vida y sufriendo tormentos a manos de aquellos salvajes del este. Y rezaba porque estuviera muerta.
Se levantó bruscamente, sacudiéndose la mano del sacerdote.
—Comida. Hemos de comer si queremos servir para algo. Ribeiro, cuida del viejo.
El joven monje asintió. Su rostro estaba brillante y descolorido, como una fruta estropeada, y no dejaba de escupir trozos de dientes. En su fuero interno, Corfe no creía que tuviera muchas posibilidades.
Se abrió paso entre los fuegos, pisando cuerpos exhaustos que yacían inconscientes en el suelo empapado, apartando a dos mujeres que trataron de ofrecérsele. Sólo en los momentos extremos se hacían visibles las verdaderas miserias y grandezas de la naturaleza humana. Personas que habían sido civilizadas, justas, incluso casi santas en Aekir antes de su caída se habían convertido en prostitutas, ladrones y asesinos.
«Y en cobardes», añadió para sí. «No olvidemos a los cobardes.»
Ningún hombre podía decir lo que realmente era hasta encontrarse en el límite de las cosas, con el precipicio de su propia ruina contemplándolo fijamente. Las cosas cambiaban tan cerca del borde, y la gente también cambiaba. Corfe creía que pocas veces cambiaban a mejor.
Se desvió cuando se le acercaron dos soldados torunianos, empujando el sable detrás de su cuerpo para que no lo vieran. No estaba muy seguro de cuál sería su posición en el ejército, si se le consideraría un desertor o un mero rezagado, pero se sentía bastante culpable en su propia mente para no querer averiguarlo.
No había tenido miedo al salir de Aekir. Había visto a la mayoría de sus soldados masacrados en las murallas, y la retirada enloquecida que siguió lo había arrastrado consigo. Después de aquello, sabiendo que Heria estaba perdida para él de un modo u otro, simplemente había deseado dejar atrás la sangre y el humo. La amargura había sido terrible, pero no recordaba haber sentido miedo. No recordaba haber sentido gran cosa. Los acontecimientos en los que se había visto atrapado le habían parecido demasiado grandes para las meras emociones humanas.
Pero lejos del caos de aquel día, ya no estaba tan seguro. ¿Había sido miedo? En cualquier caso, su deber hubiera sido permanecer con la retaguardia de Lejer y seguir luchando. Entonces hubiera acabado muerto o marchando hacia el este bajo un yugo de presa merduk.
—¡Eh, tú! —ladró una voz—. Quédate donde estás. ¿Qué es eso que llevas?
Dos torunianos. Se habían fijado en el sable después de todo. Corfe consideró la huida durante un segundo, pero sonrió ante lo absurdo de la idea. No tenía ningún lugar adonde ir.
Los torunianos iban vestidos de negro y escarlata, con su media armadura lacada de modo que parecía ébano reluciente. A sus costados colgaban sables que eran idénticos al de Corfe, y llevaban yelmos ligeros, con las protecciones nasales en forma de pico típicas de su raza. Uno de ellos también llevaba un arcabuz al hombro, pero la mecha lenta no estaba encendida.
—¿De dónde has sacado ese arma? —preguntó el que no llevaba arcabuz.
—De un toruniano muerto —dijo Corfe en tono despreocupado.
El aliento del hombre siseó entre sus dientes.
—Maldito buitre, te ensartaré como a un cerdo… —Pero su compañero lo contuvo.
—Espera, Han. ¿Qué es lo que lleva puesto?
Ambos lo miraron fijamente, y Corfe casi se sintió tentado de echarse a reír al ver la comprensión surgir lentamente en sus rostros.
—Sí, yo también soy toruniano. John Mogen era mi general, y lo vi morir en la muralla este de Aekir. ¿Alguna pregunta más?
Corfe estaba sorprendido de que se lo hubieran tomado tan en serio. Paseaba por el suelo de piedra de la antesala, escuchando las voces que se elevaban y caían al otro lado de la puerta. Los dos soldados se lo habían llevado de inmediato, cruzando el abarrotado puente sobre el Searil hasta el dique y el mismo centro de la fortaleza en la orilla oeste.
Allí el caos era aún mayor que al otro lado del río. Los refugiados habían levantado una especie de barrio de chabolas con palos, lonas y todo lo que habían podido encontrar en la fortaleza, y los refugios se prolongaban más allá de las murallas hasta el campo abierto. Por todas partes se veían hogueras, extendiéndose por todo el paisaje y siguiendo aproximadamente la línea de la carretera del oeste. El tumulto y el hedor propios de un campamento enorme eran omnipresentes.
Corfe se inquietó al ver el dique de Ormann en aquel estado. Siempre lo había considerado impenetrable, pero había pensado lo mismo de Aekir en los meses anteriores a su caída. Tenía un extraño hueco en la boca del estómago mientras esperaba a ser llamado por el general Pieter Martellus, el oficial al mando. Había visto las largas hileras de carretas esperando en las zonas de maniobras, llenas de provisiones, y había presenciado la actividad junto a las líneas de caballería, y los herreros trabajando durante la noche en sus forjas como pequeñas cavernas infernales. Tenía la sensación de que el dique iba a ser abandonado sin presentar batalla, y pese al desinterés que aparentaba, aquella idea lo sacudió hasta lo más íntimo. Si el dique caía, ¿qué esperanza quedaba para la propia Torunn?
Finalmente lo llamaron, y se encontró en una habitación de techo alto construida por completo de piedra a excepción de unas vigas negras del grosor de su cintura que se entrecruzaban cerca del techo. Un fuego ardía en un gran brasero, había una larga mesa cubierta de mapas y papeles, y tantas plumas que parecía que una bandada de pájaros hubiera emprendido el vuelo recientemente. Un grupo de hombres estaba sentado o de pie en torno a la mesa, algunos fumando en pipa. Lo miraron fijamente cuando entró.