—¿Cuando caiga el dique de Ormann? ¿Qué te hace pensar que eso ocurrirá? Golophin, eso sería un desastre del tamaño de la toma de Aekir.
—Hay poca esperanza de que resista —dijo Golophin con firmeza—. Los hombres de Lejer han sido arrollados esta mañana, y pronto la línea del Searil estará totalmente desorganizada a causa del flujo de refugiados hacia el oeste. El ejército de Shahr Baraz reemprenderá pronto la marcha.
—¿Estás seguro?
—Tú tienes a tu duende —dijo Golophin con una sonrisa—, y yo tengo a mi halcón gerifalte. Puedo ver la tierra desplegada a mis pies. Las multitudes de refugiados en los caminos del oeste, las ruinas quemadas de Aekir, las hileras de esclavos empujados a latigazos hacia el norte, que Dios se apiade de ellos. Y puedo ver las columnas de caballería pesada merduk abandonando el lugar donde los hombres de Lejer han dado su última batalla. Puedo ver a Shahr Baraz, un anciano de aspecto magnífico con alma de poeta. Me gustaría hablar con él algún día. Ha servido a varios reyes, igual que yo. —Golophin se frotó los ojos—. Abeleyn lo sabe, y todo esto me ha servido para convencerlo. Sin embargo, no le acompañaré al Cónclave de Reyes del mes próximo. Soy necesario aquí, y estos días debo ser discreto. La misión de Abeleyn será tratar de convencer a los demás monarcas de que estamos en el filo de una navaja. Hasta es posible que nuestro rey consiga salvar el dique. ¿Quién sabe?
Se incorporó y tomó su sombrero.
—¿Qué me dices, Bardolin? ¿Embarcarás? Tu pequeña cambiaformas puede acompañarte si quieres continuar con tus investigaciones, pero me temo que no podré hacer nada por el pobre Orquil. Tendrá que ponerse en paz con Dios.
Bardolin miró a su alrededor, a las habitaciones que habían sido su hogar durante veinte años. Echaba de menos la despreocupación exuberante del joven Orquil, y comprender que no podría salvarlo fue un golpe terrible. Aquel conocimiento lo hizo sentirse frío e inútil. Pero incluso su maltrecha nariz podía percibir el olor a carne quemada que flotaba en el aire. La ciudad tardaría en librarse de él. Y Bardolin estaba harto. Levantó su vaso.
—Por las costas exóticas —dijo.
Una terraza protegida por un toldo de cañas, con cántaros de arcilla llenos de agua colgados en todos los rincones para añadir algo de humedad al aire reseco. A la sombra, el calor era soportable, y Hawkwood tenía las manos en torno a un frasco de cerveza fría, como si se las estuviera calentando.
La taberna del muelle estaba llena por fuera y por dentro. Era un lugar elegante, no muy frecuentado por los marineros, pero sí parecido al tipo de taberna que un hombre de tierra consideraría propia de un lobo de mar. De vez en cuando, los empleados mojaban la calle frente a las mesas para que los patronos no se mancharan con el polvo que se levantaba al paso de carretas, carros, mulas, bueyes, campesinos, marineros y soldados.
Pero la cerveza era buena, recién llegada de una bodega subterránea bajo la calle, y había una fantástica vista del puerto. Hawkwood podía distinguir el palo mayor del
Águila
, por fin fondeado, con las escotillas abiertas mientras los hombres manejaban las poleas para sacar el preciado cargamento a la blanca luz del sol. Galliardo le había asegurado que los inceptinos ya no bajaban a los muelles para registrar los barcos en busca de extranjeros. Las cosas se habían relajado un poco, pero Hawkwood había dado órdenes de que no se permitiera bajar a tierra a ningún miembro de la tripulación del
Águila
que no fuera nativo. Los hombres no habían protestado; la noticia de la muerte de Julius Albak se había extendido por el puerto con la rapidez de un incendio. Los pescaderos de arenques informaron de que los barcos con destino a Abrusio se desviaban a Cherrieros o incluso a Pontifidad. Aquella locura no podía durar. De lo contrario, sería el fin del comercio.
Hawkwood tomó un sorbo de cerveza y mordisqueó el pan. Apenas podía oír sus propios pensamientos a causa del ruido de la taberna y de los muelles que la rodeaban. Deseó que se levantara el viento. Se sentía casi embarrancado en aquel aire inmóvil, aunque en muchas ocasiones había maldecido los alisios hebrioneses cuando le soplaban en la cara y tenía que avanzar contra ellos, cambiando de amurada una y otra vez, tratando de evitar el saliente de tierra al otro lado del puerto.
Tendría que ascender a un nuevo segundo y contratar a más hombres. ¿Sería una buena idea ascender a Billerand?
Por algún motivo pensó en su esposa, la pequeña y delicada Estrella. Hacía cinco días que había regresado, y todavía no había ido a su casa. Odiaba sus lágrimas, sus ataques de histeria, sus declaraciones de amor. Estrella era como un pajarito nervioso cuando él estaba en casa, corriendo siempre de un lado a otro y mirándolo de reojo en busca de aprobación. Lo volvía loco. Prefería mil veces ser arañado e insultado por aquella zorra de origen noble, Jemilla.
«Amo a Jemilla», dijo un susurro en su interior, pero expulsó rápidamente aquel pensamiento.
Un noble montado en un caballo negro se abrió paso por entre la abarrotada calle como un peñasco hendiendo una ola. Estaba muy delgado, casi demacrado, y llevaba pantalón de montar de cuero negro pese al calor. Su rostro era largo, estrecho y estropeado por una cicatriz muy rugosa, y el cabello le colgaba hasta los hombros en rizos sudorosos. Llevaba al costado un estoque de puño de cazoleta. Detuvo el caballo y desmontó mientras el propietario de la taberna salía precipitadamente, sonriendo con amabilidad y sacudiéndole el polvo de los hombros. El noble apartó al posadero, acarició el hocico de su caballo mientras un mozo de cuadra se lo llevaba, y se dirigió a la mesa de Hawkwood, entre el tintineo de las espuelas. Hawkwood se levantó.
—Mi señor Murad de Galiapeno. Llegáis tarde.
Murad no dijo nada, pero se sentó y se sacudió el polvo de los muslos con un guantelete de piel de ciervo. El posadero colocó una botella de vino y dos vasos sobre la mesa, y se inclinó al retirarse. Hawkwood soltó una risita.
—¿Hay algo que os divierte? —preguntó Murad, sirviéndose vino. De algún modo, conseguía exhalar un aire de desprecio y hartazgo del mundo que inmediatamente crispó los nervios de Hawkwood.
—Dijisteis que queríais que esta reunión fuera discreta.
—Eso no significa de que debamos vernos en algún tugurio apestoso. No os preocupéis, capitán; las personas a las que debo discreción nunca se aventurarían en una zona tan baja de la ciudad.
Hawkwood probó el vino. Era un tinto gaderiano, uno de los mejores que había bebido nunca y, sin embargo, Murad hizo una mueca como si hubiera bebido vinagre tras tomar el primer sorbo.
—En vuestra misiva decíais que podías necesitar mis barcos. ¿Deseáis transportar algún cargamento?
Murad sonrió. Sus labios eran delgados como sanguijuelas hambrientas.
—Un cargamento. Sí, supongo que sí. Deseo contrataros, capitán, a vos y vuestros dos barcos, para emprender un viaje conmigo y otros pasajeros.
—¿Adonde?
—Al oeste.
—¿A las islas Hebrionesas, a las islas Brenn? —Hawkwood estaba desconcertado. Hebrion era el reino más occidental del mundo.
—No. —La voz de Murad se volvió de repente más baja, casi conspiratoria—. Tengo intención de cruzar el Océano Occidental, hacia el continente que existe al otro lado.
Hawkwood parpadeó durante un instante, y finalmente recuperó la voz.
—Ese continente no existe.
—¿Y si os dijera que estáis equivocado, y que yo sé dónde está y cómo llegar allí?
Hawkwood vaciló. Su primer impulso fue decirle a aquel noble que era un embustero o un idiota (o ambas cosas), pero algo en su actitud lo contuvo.
—Necesitaría que me convencierais.
—Por supuesto —dijo Murad, reclinándose satisfecho en la silla—. Ningún capitán en su sano juicio arriesgaría sus barcos en una empresa absurda sin ciertas garantías. —Volvió a inclinarse hacia delante de modo que Hawkwood pudo oler el vino y el ajo de su aliento—. Tengo el libro de rutas de un barco que realizó el viaje al oeste y regresó sano y salvo. Puedo deciros, capitán, que ese barco tardó unos dos meses y medio en cruzar el Océano Occidental, con vientos favorables, y que había zarpado de este mismo puerto. Sólo hay que mantenerse en cierta latitud durante unas mil doscientas leguas, y se llega al mismo punto.
—Nunca he oído hablar de ese barco, ni de ese viaje —dijo Hawkwood—, y mi familia lleva cinco generaciones en el mar. ¿Por qué no es más conocido ese descubrimiento?
—El capitán murió poco después del viaje de regreso, y la expedición tuvo lugar hace un siglo. La corona hebrionesa ha mantenido la información en secreto hasta ahora, por razones de estado, ¿comprendéis? Pero al fin ha llegado el momento de sacarle partido.
—La corona, decís. ¿Acaso el propio rey está detrás de esto?
—Soy pariente del rey. En este asunto, hablo en su nombre.
Un viaje subvencionado por la corona. Hawkwood tenía sentimientos encontrados. La corona hebrionesa había financiado varias expediciones a lo largo de los años, y los capitanes de algunas se habían hecho ricos, consiguiendo incluso títulos nobiliarios. Pero otros muchos habían perdido sus barcos, sus vidas y sus reputaciones.
—¿Cómo puedo saber que venís de parte del rey? —preguntó por fin.
Sin decir nada, Murad metió la mano en la bolsa que colgaba de su cinturón y extrajo dos rollos de pergamino con pesados sellos. Hawkwood los desplegó con las manos sudorosas. Uno de ellos era una carta de crédito para alquilar y aprovisionar dos barcos de entre ochenta y doscientas toneladas, y el otro era una carta de autorización nombrando a lord Murad de Galiapeno gobernador de la nueva colonia que se fundaría en el oeste, con poderes de virrey. A continuación venía una lista de condiciones. Hawkwood dejó que los pergaminos volvieran a enrollarse por sí solos.
—Parecen auténticas.
De hecho, estaba desconcertado. Se sentía como si estuviera navegando por aguas bajas sin un sondador en la proa.
—¿Por qué yo? —preguntó—. Hay muchos capitanes en Abrusio, y la corona posee muchos barcos. ¿Por qué contratar a un pequeño capitán independiente que ni siquiera es hebrionés?
—Cumplís ciertos… requisitos. Quiero dos barcos propiedad del mismo hombre, para que sea más fácil controlarlo todo. Sois un marinero experimentado, sin miedo a explorar los caminos del mar más solitarios y alejados de tierra. Es sorprendente la cantidad de supuestos capitanes de barco que no se sienten cómodos a menos que tengan una línea costera a poca distancia de su casco.
—¿Y?
—Y tengo algo que vos queréis.
—¿Qué?
—Vuestra tripulación, Hawkwood, esos hombres vuestros que ahora están encerrados en las catacumbas. Aceptad esta misión, y os serán devueltos ese mismo día.
Hawkwood se enfrentó a aquellos ojos fríos y aquella sonrisa de cimitarra, y supo que estaba siendo manipulado por las mismas fuerzas que gobernaban el reino.
—¿Y si rechazo la misión?
La sonrisa de Murad no flaqueó.
—Seis de ellos están en la lista de las piras de mañana. Lamentaría ver a unos marineros tan capaces consumidos por las llamas.
—Puede que valore mi propia piel por encima de la de ellos —presumió Hawkwood.
—Es cierto, por supuesto. Pero también existe el hecho de que ciertos capitanes con una gran proporción de extranjeros y herejes en su tripulación corren el riesgo de ser investigados, especialmente dado que algunos de esos capitanes ni siquiera son hebrioneses para empezar.
De modo que allí estaba: la espada colgando sobre su cabeza. Había esperado algo parecido desde el momento en que vio la carta real. Alejó el puño del vaso de vino para no romperlo.
—Vamos, capitán, pensad en lo que se os está ofreciendo. Las vidas de vuestra tripulación, una oportunidad de hacer historia, de unir vuestro nombre a los de los grandes de este mundo. Las riquezas de un nuevo mundo más allá del horizonte.
—¿Qué concesiones puedo esperar, siempre suponiendo que esta empresa resulte como la habéis planeado?
Murad lo observó durante un momento, con aire calculador.
—El hombre que me lleve a mi colonia puede esperar ciertos privilegios. Monopolios, capitán. Si lo deseáis, los únicos barcos que zarpen de nuestra nueva colonia se construirán en vuestros astilleros. Una tarifa modesta sobre los cargamentos entrantes y salientes financiará cualquier ambición que tengáis. Hasta es posible —y en aquel punto Murad no pudo evitar una mueca despectiva— que haya un título nobiliario para vos. Pensad en lo que podríais legar a vuestros hijos.
Estrella era estéril. Nunca habría hijos para Hawkwood. Se preguntó si Murad lo sabría de algún modo, y sintió ganas de arrojar el vaso al rostro burlón del aristócrata. De nuevo aquella pregunta obsesiva: ¿había sido suyo el hijo que Jemilla había abortado?
Hawkwood se puso en pie. Se sentía sucio y asqueado. Necesitaba una cubierta bajo los pies, y un viento marino en el cabello.
—Pensaré en vuestra proposición.
Murad pareció sorprendido, luego se encogió de hombros.
—Como queráis. Pero no tardéis demasiado, capitán. Mañana por la mañana debo saber si vuestros hombres escaparán a su destino.
—Pensaré en vuestra proposición —repitió Hawkwood. Arrojó sobre la mesa unas cuantas monedas pequeñas y grasientas, y se alejó, perdiéndose en el tumulto del puerto. Iba a buscar algún tugurio apestoso donde emborracharse hasta olvidarlo todo, y por la mañana enviaría un mensaje a aquella serpiente aristocrática aceptando su oferta.
—Aquélla, señor, era la calle de los Plateros. Nuestros hombres ya han encontrado media tonelada de metal, fundido por el calor del incendio. Es lo único que sobrevivió.
Los caballos del séquito se abrían paso con cautela entre los ladrillos rotos, la madera chamuscada (algunas vigas todavía eran lamidas por pequeñas llamas) y las piedras esparcidas. Los cadáveres habían sido retirados de su camino, y el paso era algo más fácil, pero Shahr Baraz podía ver objetos que parecían troncos gruesos y quemados en el interior de las ruinas a cada lado. Cadáveres, inmolados hasta convertirse en meros muñones de torsos. Habían ardido tan completamente que no había peligro de enfermedades. El hedor a cenizas y humo era el único olor en el aire. Shahr Baraz asintió con aprobación. Los grupos de limpieza habían hecho bien su trabajo.
La desolación se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Las carcasas de edificios se habían convertido en ruinas abyectas, ennegrecidas por el fuego, destripadas y medio derribadas. Sus restos estaban desnudos como lápidas, sus cimientos enterrados en escombros, como peñascos negros entre las rompientes de un mar gris. Aekir se había convertido en un lugar fantasmal. Ya tenía el aspecto de un monumento, la ruina de una civilización muerta largo tiempo atrás.