El viaje de Hawkwood (18 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Pero ¿adónde? —insistió Griella, algo malhumorada.

A través del laberinto de muelles, barcos y hombres trabajando, Bardolin dirigió la mirada hacia el lugar donde el cielo inmaculado descendía para unirse al borde del horizonte.

—Al oeste, nos han dicho. Puede que a las islas Brenn. Pero yo creo que el buen primer oficial no nos ha dicho todo lo que sabía. Creo que nuestro destino está más allá de las islas. Creo que navegaremos más lejos que ningún otro barco.

—¿Y qué se supone que encontraremos allí? —le preguntó Griella, irritada.

Bardolin sonrió y le pasó un brazo en torno a los delgados hombros.

—¿Quién sabe? Puede que un nuevo comienzo.

10

En el exterior, el ruido de pasos al unísono y las órdenes dadas a gritos llenaban la tarde. Pequeños remolinos de polvo se removían en el umbral para quedar agazapados en el suelo. Un lagarto permanecía inmóvil en la pared enyesada.

Lord Murad de Galiapeno bebía vino mientras sus ojos recorrían las listas de reclutamiento. Al contrario que muchos nobles de la vieja escuela, sabía leer y escribir perfectamente y no consideraba que esa habilidad estuviera por debajo de él. Los nobles de la generación anterior habían disfrutado de cocineros que los alimentaban, mozos que cuidaban de sus caballos y escribas que leían o escribían sus libros y cartas. Murad, como el rey Abeleyn, nunca había considerado que aquélla fuera una situación deseable. Le gustaba descifrar la evidencia con su propia inteligencia sin tener que fiarse de un plebeyo. Y había algunas cosas que le gustaba reservar sólo para sus ojos.

Cincuenta y dos hombres, incluyendo dos sargentos y dos alféreces. Eran los mejores de la guarnición de Abrusio, y Murad había estado al mando de todos ellos durante más de dos años. Por desgracia, no había caballería. Los únicos caballos que se llevarían eran animales de cría. Habría arcabuces para cada hombre, aunque no todos ellos sabían usarlos aún; y las tripulaciones de Hawkwood estaban familiarizadas con las armas de fuego. Muchos marineros eran prácticamente piratas.

Murad sumergió la pluma en el tintero e hizo algunos cálculos. Luego se reclinó en la silla, mordisqueando el extremo de la pluma con los dientes. Doscientas sesenta y dos almas en total, repartidas entre dos barcos. De aquella cantidad, tal vez habría ciento veinte personas capaces de llevar armas, además de una cantidad desconocida entre los malditos hechiceros. Podrían ser más útiles que los cañones si sus poderes eran tan grandes como se rumoreaba, pero lo mejor era no esperar gran cosa. No sabrían nada de disciplina, y tendrían que ser conducidos como el ganado que eran.

Sus ojos se posaron en otra lista, y la examinó cuidadosamente. Entre los pasajeros de los barcos habría unas sesenta mujeres. Eso era bueno. Sus hombres necesitarían relajarse, por no hablar de sí mismo. Las estudiaría antes de zarpar y escogería a un par de las más hermosas como sirvientas.

Murad dejó la pluma y se desperezó, haciendo crujir el cuero nuevo de su jubón. Había una sombra en el umbral, enmarcada por el resplandor del sol.

—Adelante.

Entró el alférez Valdan di Souza, inclinando un poco la cabeza. Se cuadró ante su oficial superior mientras su armadura tintineaba. Parecía medio asfixiado, y su rostro era una máscara de polvo excepto donde el sudor había trazado largos surcos al descender. Murad observó con disgusto que su nariz también goteaba sudor. El hombre olía como una sala de baños de Calmar.

—¿Y bien, Valdan?

—Mis hombres han preparado todas las armas y equipamiento, señor, y los he alojado aparte de los demás, tal como ordenasteis. El sargento Mensurado los está inspeccionando ahora, antes de que los veáis.

—Bien. —Mensurado era el mejor sargento de la ciudad, un auténtico bruto y un putero empedernido, pero un soldado nato—. Siéntate, Valdan. Aflójate el arnés, por el amor del Santo. Toma algo de vino.

Valdan se sentó agradecido y tiró de las correas de su armadura. Era un joven alto y desgarbado con el cabello pajizo, algo poco usual en Hebrion. Su padre era un próspero mercader que había pagado para que su hijo fuera adoptado por una de las casas nobles menores, los Souza. La sangre noble se estaba diluyendo en aquellos tiempos. Aristócratas sin dinero vendían sus nombres a los plebeyos que lo poseían. Un siglo atrás, las cosas habían sido muy distintas, pero los tiempos estaban cambiando.

Sin embargo, Di Souza era un buen oficial y los hombres lo apreciaban… tal vez, pensó irónicamente Murad, porque estaba a su nivel. Era uno de los dos suboficiales que lo acompañarían en la expedición. El otro era el alférez Hernán Sequero, miembro de la familia más noble del reino a excepción de la línea real de los Hibrusio. Tal vez era un pariente del rey más cercano que el propio Murad. Pero por muy azul que fuera su sangre, llegaba tarde.

Sequero hizo al fin su aparición mientras el alférez Di Souza vaciaba su segundo vaso de vino helado. Murad lo inspeccionó fríamente mientras se cuadraba. Olía a perfume de Perigraine. Su frente brillaba de sudor, pero de algún modo conseguía parecer totalmente relajado, pese a la incomodidad de su media armadura.

—Siéntate.

Sequero lo hizo, lanzando una mirada de desprecio al jadeante Di Souza.

—Los caballos, Hernán. ¿Te has ocupado de ellos? —dijo Murad.

—Sí, señor. Los subiremos a los barcos el día antes de zarpar. Dos sementales y seis yeguas.

—Son dos más de los que acordé con ese Hawkwood, pero seguro que les encuentra espacio en alguna parte. Necesitamos una buena cantidad de yeguas de cría para conseguir un linaje sano.

—Desde luego, señor —dijo Sequero. La cría de caballos era su pasión. Se había encargado de seleccionar él mismo los ejemplares entre los sementales de su padre.

—¿Y su comida?

—La cargarán mañana: heno y grano de la mejor cebada. Espero, señor, que encontremos buenos pastos al desembarcar. Los caballos necesitarán hierba fresca para recuperar la buena forma.

—Lo habrá —dijo Murad con confianza, aunque tampoco estaba seguro.

Hubo un silencio. Podían oír cantar a las cigarras en los árboles que bordeaban la reseca zona de instrucción. Allí, en la ladera oriental de la colina de Abrusio, la brisa marina quedaba bloqueada, y el campo estaba seco como un desierto. Sin embargo, se acercaba el otoño, y las lluvias no podían estar lejos.

«¿Dónde nos encontrará el otoño?», pensó Murad por un instante. «En algún lugar sobre la superficie de un océano inexplorado, o tal vez a una milla por debajo de ella.»

Se levantó y empezó a pasear por la pequeña habitación. El suelo era de piedra y las paredes gruesas para conseguir cierto aislamiento del calor. Había un camastro en un rincón, un armario alto y una mesa cubierta de papeles sobre los que yacía su estoque. Los dos alféreces permanecían incómodamente sentados junto al pequeño escritorio. Habían cerrado los batientes, y la estancia estaba en penumbra a excepción de los lugares donde la luz de la tarde entraba a raudales por la puerta abierta. El alojamiento de Murad era casi monacal en su austeridad, pero lo compensaba cuando tenía tiempo para divertirse en la ciudad. Sus conquistas eran casi tan legendarias como los duelos que provocaban.

—Ya sabéis, caballeros —dijo, sin dejar de pasear—, que vamos a emprender un viaje dentro de pocos días. Que nos llevaremos a los mejores hombres de la guarnición y animales suficientes para crear un nuevo linaje de caballos de guerra. Hasta el momento, esto es todo lo que sabéis.

Los dos alféreces se inclinaron hacia delante en sus sillas. Los ojos negros de Murad los contemplaron con aire siniestro.

—Lo que voy a deciros no saldrá de esta habitación hasta la misma hora de nuestra partida. No lo repetiréis a los sargentos, ni a los soldados, ni a vuestras novias o familias. ¿Entendido?

Los dos jóvenes asintieron de inmediato.

—Muy bien. El hecho es, caballeros, que vamos a embarcar con un capitán gabrionés y una tripulación de orientales de piel oscura, de modo que quiero que vigiléis a los hombres una vez a bordo. No se tolerará ninguna pelea cuando estemos en alta mar. A ningún hombre religioso le gustará tener a merduk marinos como compañeros de viaje, pero hemos de apañarnos con lo que Dios se ha dignado concedernos. Además, deberéis tener en cuenta que no seremos los únicos pasajeros en esos barcos. Unas ciento cuarenta personas navegarán con nosotros, en calidad de… colonos. Esas personas son, para decirlo con franqueza, hechiceros que huyen de las purgas de Abrusio. Nuestro rey ha tenido a bien permitirles embarcar en busca de refugio, y serán los ciudadanos del estado que fundaremos en el oeste.

El rostro de Hernán Sequero se había ensombrecido ante la mención de los hechiceros, pero adquirió una expresión de intenso interés al oír las últimas palabras de Murad.

—¿En el oeste, señor? ¿En qué lugar del oeste?

—En el Continente Occidental aún por descubrir, Hernán.

—¿Existe ese lugar? —preguntó Di Souza, al que la sorpresa había hecho abandonar su silencio respetuoso.

—Sí, Valdan, existe. Tengo pruebas de ello, y voy a ser el virrey de la nueva provincia hebrionesa que fundaremos allí.

Murad pudo ver que las mentes de sus oficiales empezaban a funcionar a toda prisa, y tuvo que sonreír. Eran los únicos hebrioneses de rango que formarían parte de la expedición; estaban estudiando lo que aquello podía significar en términos de posición y prestigio personal.

—Como virrey —dijo Sequero por fin—, no se esperará de vos que dirijáis las tropas, sino que seáis el gobernador administrativo de la provincia. ¿No es así, señor?

Era normal que Sequero fuera el primero en sacar conclusiones.

—Sí, Hernán.

—Entonces alguien tendrá que ser nombrado comandante general de la parte militar de la expedición en cuanto lleguemos a ese Continente Occidental.

—En algún momento, sí.

Di Souza y Sequero se miraron de reojo y Murad tuvo que esforzarse por no echarse a reír. Lo había planeado bien. A partir de aquel momento ambos se esforzarían como titanes para ganar su favor en la esperanza de conseguir el ascenso. Y tampoco habría conspiraciones a sus espaldas. La desconfianza mutua sería demasiado grande.

—Pero eso será en el futuro —dijo suavemente—. Por el momento, quiero que los dos empecéis a organizar turnos de guardia y rutinas de entrenamiento con la ayuda de vuestros sargentos. Quiero que los hombres se ejerciten mientras estemos en el mar, y deben dominar bien los arcabuces cuando desembarquemos. Incluyendo los oficiales.

Vio que Sequero arrugaba la nariz ante la idea. A los nobles no les gustaban las armas de fuego, considerándolas propias de plebeyos. Las espadas y lanzas eran las únicas armas que un hombre de rango debía saber usar. El propio Murad había tenido que vencer aquel prejuicio. Di Souza, más cercano a sus tropas, ya sabía manejar el arcabuz, además de leer y escribir, mientras que Sequero, aunque de inteligencia más rápida, pertenecía a la vieja escuela. Era analfabeto y luchaba sólo con la espada. Sería interesante ver cómo ambos evolucionaban durante el viaje al oeste. Murad estaba complacido con los subordinados que había elegido. Se complementaban uno al otro.

—Señor —preguntó Sequero—, ¿esperáis algún tipo de resistencia en el oeste? ¿Está habitado el continente?

—No estoy seguro —dijo Murad—. Pero siempre es mejor estar preparados. Sin embargo, tengo la certeza de que no nos encontraremos con nada capaz de derrotar a un semitercio de soldados hebrioneses.

—Esos hechiceros que navegarán con nosotros —dijo Di Souza—. ¿Son convictos deportados, señor, o son pasajeros que embarcan por voluntad propia? El prelado de Abrusio…

—Deja que yo me preocupe por el prelado de Abrusio —espetó Murad—. Es cierto que podríamos escoger gente mejor para formar las semillas de una nueva provincia, pero cumplo la voluntad del rey. Además, sus habilidades podrían resultarnos útiles.

—Deduzco, entonces, que no llevaremos con nosotros a ningún sacerdote, ¿es así, señor? —preguntó Sequero.

Murad le dirigió una mirada furiosa. En ocasiones, a Sequero le gustaba andar por una línea más fina que la mayoría.

—Probablemente no, Hernán.

—Pero, señor… —empezó a protestar Di Souza.

—Basta. Como os he dicho, dependemos de la voluntad de autoridades superiores. No habrá clérigos en nuestra dotación; y, para ser sinceros, tampoco esperaría que ninguno estuviera dispuesto a embarcar con semejantes compañeros de viaje. La nueva provincia tendrá que pasarse sin guía espiritual hasta que los primeros barcos hagan el viaje de regreso.

Era evidente que Di Souza estaba inquieto, y Murad se maldijo a sí mismo. Había olvidado hasta qué punto podían ser religiosos algunos miembros de las clases bajas. Necesitaban la religión como la nobleza necesitaba el vino.

—A los hombres no les gustará, señor —dijo Di Souza, casi enfurruñado—. Ya sabéis cuánto les conforta tener a un sacerdote cerca antes de entrar en combate.

—Los hombres cumplirán sus órdenes, como han hecho siempre. Ya es demasiado tarde para hacer ningún cambio. Caballeros, zarparemos dentro de ocho días. Podéis informar a vuestros sargentos de la fecha dos días antes de la partida, y no antes. ¿Alguna otra pregunta?

Los dos alféreces permanecieron en silencio. Ambos parecían pensativos, pero eso era de esperar. Murad les había dado muchas cosas en que pensar.

—Bien. Entonces, caballeros, podéis regresar a vuestras tareas.

Los dos se levantaron, saludaron y salieron. Hubo una deliciosa pausa en el umbral cuando pugnaron en silencio sobre quién debía preceder a quién. Finalmente, Di Souza fue el primero en salir, y Sequero le siguió con una sonrisa desagradable.

Murad volvió a sentarse y cruzó los dedos. No le había gustado la insistencia de Di Souza respecto al sacerdote. Aquello era lo último que deseaba el rey; un clérigo acompañando a los barcos hacia el oeste para enviar informes al prelado de Hebrion. Pero a los hombres les parecería extraño no tener a ninguno.

Sacudió la cabeza, indignado. Se sentía como un caballo rodeado de moscas. Estaría mejor cuando se encontraran en alta mar y tuviera su propio pequeño reino que gobernar. Y que los santos protegieran a quien tratara de llevarle la contraria.

Abrió el cajón del escritorio cerrado con llave y extrajo un libro de aspecto antiguo, muy maltrecho y manchado. Hawkwood le había enviado una carta donde, en su insolencia, le pedía permiso para leerlo. Era el libro de rutas del capitán del
Halcón de Cartigella
, el barco que había regresado a las costas de Hebrion convertido en un casco vacío y agujerado más de un siglo atrás, sin nadie vivo a bordo aparte de un hombre lobo.

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