El viaje de Hawkwood (41 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: El viaje de Hawkwood
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—Los pasajeros son responsabilidad mía, además del gobierno del barco.

—¿Qué sucede, capitán? ¿Estáis celoso? ¿Acaso habéis perdido el gusto por los muchachitos?

El puñal rompió la piel.

—No tolero las violaciones, Murad —dijo Hawkwood con firmeza—. Se rumorea que Bardolin es un mago, un hombre con el que no conviene enemistarse.

—Tampoco os conviene enemistaros conmigo, capitán. —El puñal abandonó la garganta de Hawkwood y regresó a su vaina—. Buscad a ese brujo del clima, y que haga lo que pueda —dijo Murad, con despreocupación—. No podemos permitir que un hombre como nuestro buen sacerdote acabe bebiendo su propia orina.

—¿Qué le diréis?

—Nada. Tiene mal aspecto, ¿no creéis? Tal vez la tensión de los últimos días le ha despertado una especie de locura. Sería una lástima que le ocurriera algo antes de avistar tierra.

Hawkwood no dijo nada, pero se frotó la garganta donde la había pinchado la punta del puñal.

Pernicus era un hombre menudo, de cabello rojizo y ojos débiles. Su nariz era tan larga que colgaba por encima de su labio superior, y estaba pálido como el pergamino, con un moratón en la frente como evidencia del paso de la tormenta.

Permanecía en el alcázar como si fuera el patíbulo, lamiéndose los labios resecos y mirando a Hawkwood y a Murad como un perro en busca de su amo. Hawkwood le sonrió para tranquilizarlo.

—Vamos, maese Pernicus. Mostradnos vuestras habilidades.

El combés estaba lleno de gente. Muchos de los pasajeros se habían enterado de lo que ocurría y habían salido a rastras de la fétida cubierta inferior. Bardolin estaba allí, severo como un sargento, con Griella a su lado. La mayor parte de la tripulación estaba en los obenques o en las poleas y brazas, esperando para ajustar las vergas en cuanto apareciera el viento. Los soldados se habían alineado en el castillo de proa y los pasamanos, con las mechas lentas encendidas y emitiendo cintas de humo que colgaban en el aire límpido. Sequero y Di Souza habían desenvainado las espadas.

Pero delante de todos, al pie de la escalerilla del alcázar, estaba Ortelius, con los ojos fijos en el diminuto brujo. Su rostro parecía una calavera bajo la áspera luz del sol, y sus ojos dos centellas hundidas en las profundidades de las cuencas.

—¡Empezad ya, hombre! —ladró Murad con impaciencia. Pernicus saltó como una rana, y hubo risas entre los soldados del castillo de proa. Luego se hizo de nuevo el silencio cuando los dos alféreces miraron severamente a su alrededor, y el sargento Mensurado administró un discreto puntapié. Las velas permanecían ociosas sobre sus cabezas, y el barco estaba inmóvil bajo el sol abrasador, como un insecto empalado en un alfiler. Pernicus cerró los ojos.

Pasaron los minutos, y los soldados se removieron intranquilos. Se oyeron las tres campanadas de la guardia de tarde, que sonaron como un disparo de cañón en la quietud. Los labios de Pernicus se movían en silencio.

La gavia mayor se balanceó y se sacudió una o dos veces. Hawkwood creyó sentir una débil caricia de céfiro en la mejilla, aunque podía haber sido su imaginación esperanzada. Pernicus habló al fin, en un murmullo ahogado:

—Es difícil. No hay nada con lo que trabajar en muchas leguas de distancia, pero creo que lo he encontrado. Sí, creo que bastará.

—Será mejor —dijo Murad, con voz baja y ominosa.

El sol era implacable. Castigaba las cubiertas y hacía que el alquitrán goteara desde el cordaje sobre los espectadores de abajo, manchando la armadura brillante de los soldados. Finalmente, Pernicus suspiró y se frotó los ojos. Se volvió hacia Hawkwood.

—Lo he conseguido, capitán. Tendréis vuestro viento. Está en camino.

Abandonó el alcázar, contemplado con la boca abierta por los que nunca habían visto actuar a un brujo del clima, y se dirigió abajo.

—¿Eso es todo? —espetó Murad—. Haré que azoten al pequeño farsante por todo el barco.

—Esperad —dijo Hawkwood.

—No ha pasado nada, capitán.

—¡Esperad, maldita sea!

La multitud del combés ya se estaba dispersando, entre un zumbido de conversaciones. Los soldados abandonaron los pasamanos, apagando las mechas lentas en la barandilla del barco y riendo de sus propios chistes. Ortelius permaneció inmóvil, igual que Bardolin.

Una brisa alborotó el cabello de Hawkwood e hizo que las velas crujieran y se llenaran.

—¡Listos, muchachos! —gritó a la tripulación, que esperaba pacientemente en sus puestos.

La luz disminuyó. Los marineros levantaron la cabeza como un solo hombre para ver las nubes que empezaban a cubrir el sol. La superficie del mar al sureste del barco se arrugó como seda plegada.

—Aquí viene. Preparados en las brazas. Timón, rumbo norte-noroeste.

—Sí, señor.

La brisa arreció, y de repente las velas se llenaron y empezaron a tensarse. Los mástiles crujieron al sentir la tensión. El galeón se inclinó y su proa descendió al recibir el viento en la popa. Empezó a moverse, lentamente al principio y tomando poco a poco velocidad.

—¡Cazad la vela del trinquete, malditos estúpidos! Estáis desperdiciando el viento. Velasca, más hombres al trinquete. Y poned bonetas en las velas mayores.

—¡Sí, señor!

—¡Nos movemos! —gritó alguien en el combés, y, cuando el galeón empezó a deslizarse rápidamente por el agua, los pasajeros estallaron en risas y vítores—. ¡Bien hecho, Pernicus!

—¡Barquilla a las cadenas de proa! —gritó Hawkwood, sonriendo—. Quiero ver a qué velocidad vamos.

El galeón volvía a estar vivo; ya no era la criatura inmóvil y derrotada en la que habían pasado los últimos días. Hawkwood sintió una oleada de auténtica alegría cuando el barco se movió bajo sus pies y vio que la estela empezaba a espumear en popa.

—De modo que ya tenemos viento —dijo Murad, algo desconcertado—. He de admitir que nunca había visto nada parecido.

—Yo sí —dijo el hermano Ortelius. Había subido al alcázar, y su rostro era como el granito—. Que Dios os perdone a ambos, y a ese desdichado brujo, por lo que habéis hecho hoy aquí.

—Tranquilo, padre… —empezó Hawkwood.

—Hermano Ortelius —dijo Murad fríamente—, tened la amabilidad de absteneros de hacer comentarios que puedan ser perjudiciales para el ánimo de los hombres del barco. Si tenéis algo que decir, manifestadlo en privado conmigo o con el capitán; de lo contrario, guardaos vuestras opiniones para vos. Es evidente que no estáis bien. No me gustaría tener que confinar a un hombre de vuestra dignidad a su hamaca, pero lo haré si es necesario. Que tengáis un buen día, señor.

Ortelius parecía a punto de estallar. Su rostro se puso escarlata y su boca se movió sin ruido. Algunos marineros se volvieron para ocultar sus sonrisas.

—No podéis hacerme callar, señor —dijo Ortelius al fin, rezumando veneno—. Soy un noble de la Iglesia, y no estoy sujeto a más autoridad que la de mis superiores espirituales. Respondo ante ellos y ante nadie más.

—Responderéis ante mí y ante el capitán Hawkwood mientras estéis a bordo de este barco. La responsabilidad es nuestra, y la autoridad final también. Sacerdote o no, si me entero de que habéis estado propagando supercherías, haré que os encadenen en la sentina. Ahora id abajo, señor, antes de que haga algo que pueda lamentar.

—Ya lo habéis hecho, señor, creedme —siseó Ortelius, con el rostro desfigurado. Sus ojos centellearon como los de una serpiente, y trazó el Signo del Santo como si lanzara una maldición contra el delgado noble.

—He dicho que vayáis abajo. ¿O preferís que os escolten un par de soldados?

El sacerdote abandonó el alcázar. Se oyó una carcajada, sofocada rápidamente, procedente de un marinero en las vergas.

—Puede que eso no haya sido muy prudente —dijo en voz baja Hawkwood.

—Cierto. Pero por todos los santos del cielo, Hawkwood, lo he disfrutado. Esos buitres negros creen que tienen el mundo en el bolsillo; es bueno sacarles la idea de la cabeza de vez en cuando. —Murad sonreía, y, por un momento, Hawkwood estuvo a punto de admirarlo; sabía que él no se hubiera atrevido a enfrentarse al inceptino del mismo modo. No importaba cuánto detestara a los Cuervos; su autoridad estaba firmemente enraizada en su mente, como en la de todos los que no eran nobles. Tal vez había que ser un aristócrata para ver al hombre detrás del símbolo.

—Hay algo que no comprendo, sin embargo —dijo Murad, pensativo.

—¿Qué es?

—Ortelius. Estaba enfadado, sí, incluso furioso. Pero hubiera jurado que su rabia se debía a algo más. Al miedo. Es extraño. Inexplicable.

—Creo que sabe más de lo que parece —dijo Hawkwood en voz baja. Como de común acuerdo, él y Murad se dirigieron a la barandilla de babor para no ser escuchados por la tripulación.

—Yo opino lo mismo —asintió el noble.

—¿Estáis seguro de que lo envió el prelado de Hebrion?

—Casi por completo, sí. Pero no lo había visto antes, y conozco a la mayoría de los clérigos que frecuentan la corte de Abeleyn y la del prelado.

—¿No tenéis ninguna pista sobre su origen?

—Oh, será hijo de alguna familia de la nobleza menor. Los inceptinos siempre lo son. Seguramente le esperará un buen destino a su regreso, a cambio de sus servicios en esta expedición.

—No parecéis muy preocupado por lo que pueda contar sobre el viaje a la Iglesia de Abrusio.

Murad observó a Hawkwood con el rostro inexpresivo.

—Todavía tenemos por delante muchas leguas de navegación, capitán, y nos aguarda un continente desconocido. Podrían ocurrir muchas cosas antes de que ninguno de nosotros vuelva a ver Hebrion. Cosas incontrolables. Cosas peligrosas.

—¡No podéis hacer eso, Murad! Es un sacerdote.

—Es un hombre, y su sangre es del mismo color que la mía. Cuando decidió enfrentarse a mí, selló su propio destino. No hay nada más que decir.

El tono indiferente de Murad dejó helado a Hawkwood. Había visto batallas, combates navales contra los corsarios donde la sangre había llenado las cubiertas y los hombres habían caído destrozados por balas y espadas, pero aquella forma fría y calculadora de descartar la vida de un hombre lo perturbó profundamente. Se preguntó qué tendría que hacer para ganarse el mismo trato por parte del intrigante aristócrata.

Abandonó la barandilla y se detuvo en el alcázar, deseando poner distancia entre él y Murad. El galeón volaba y la espuma que llegaba a bordo le refrescaba la frente. El tercer hombre de la barquilla, situado junto al coronamiento, sostenía la cuerda anudada y empapada con el grueso trozo de madera atado a su extremo.

—¡Seis nudos, señor, y la velocidad sigue aumentando!

Hawkwood se obligó a responder a la alegría del marinero, aunque Murad había acabado con todo el buen humor que le había provocado el movimiento del barco.

—Vuelve a medirlo, Borim. A ver si alcanza los ocho nudos cuando estén puestas las bonetas.

—¡Sí, señor!

Murad abandonó el alcázar sin más palabras. Hawkwood lo observó mientras se alejaba, consciente de que el noble estaba tramando un asesinato en su barco.

Bardolin se apoyó en la barandilla del castillo de proa y contempló la espuma que levantaba el galeón. Avanzaban a buen ritmo, y el movimiento del aire fresco era una bendición tras el calor abrasador de la calma chicha.

Los soldados habían subido a cubierta a los caballos supervivientes por las escotillas del combés y los estaban paseando en torno a la cubierta. Los pobres animales estaban cubiertos de llagas y sus costillas sobresalían como los aros de un barril. Bardolin se preguntó si sobrevivirían para poner las patas en el nuevo continente que les esperaba en el oeste.

Un buen hombre, el tal Pernicus. Bardolin lo había convencido de que empleara sus poderes para llamar al viento. A la sazón, se encontraba abajo, concentrándose. Había pocas corrientes de aire apropiadas en la zona, y tenía que mantener constantemente el viento que empujaba el barco. Por lo general, los brujos del clima seleccionaban una corriente cercana y la trasladaban a una posición donde pudiera hacer el trabajo por ellos, pero Pernicus tenía que esforzarse sin cesar para asegurarse de que el viento mágico no amainaba.

Era un océano desolado. Estaban demasiado lejos de tierra para ver pájaros, y la única vida marina que Bardolin había entrevisto eran unos bancos de peces voladores agitándose sobre la superficie de las olas. También había visto una medusa de aguas profundas (los mari-ñeros las llamaban hongos del diablo). Medía veinte pies de diámetro, tenía unos tentáculos de la mitad de la longitud del barco, y resplandecía en el agua turbia mientras avanzaba por las profundidades.

El duende emitió un trino de emoción. Se había asomado por su túnica, con los ojos brillantes al ver el agua romper contra la quilla y sentir la fuerte brisa provocada por el movimiento del barco. Cada vez le costaba más tener que permanecer escondido. Bardolin sólo lo dejaba libre por la noche, cuando el duende se dedicaba a cazar ratas por todo el barco.

Se le había ocurrido enviarlo al camarote de Murad, para observarlo cuando estaba con Griella, pero la idea lo avergonzó.

Como si sus pensamientos la hubieran llamado, Griella apareció a su lado. Se apoyó en la barandilla junto a él y rascó la oreja del duende, que gorgoteó de placer.

—Ya tenemos viento, entonces —dijo.

—Eso parece.

—¿Durante cuánto tiempo podrá mantenerlo Pernicus?

—Varios días. Para entonces, se supone que habremos encontrado uno de los vientos dominantes fuera de la zona de calma.

—Empiezas a parecer un marinero, Bardolin. Pronto hablarás de cubiertas, escotillas y portas… ¿Por qué me has estado evitando?

—No lo he hecho —dijo Bardolin, manteniendo la mirada fija en el movimiento de las olas.

—¿Estás celoso del noble?

El mago no dijo nada.

—Creo que ya te lo dije: me acuesto con él para protegernos a los dos. Su palabra es la ley, ¿recuerdas? No pude negarme.

—Ya lo sé —dijo Bardolin, malhumorado—. Y, en cualquier caso, no soy tu guardián.

—Estás celoso.

—Estoy asustado.

—¿De qué? ¿De que me convierta en su duquesa? No lo creo.

—Entre la tripulación y los soldados, todo el mundo sabe que Murad está… encaprichado contigo. Y le veo la cara todos los días, y veo los cambios que está sufriendo. ¿Qué estás haciendo, Griella?

—Creo que le provoco pesadillas —dijo ella, sonriendo.

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