Y ella leía con los ojos muy abiertos a los pies del cabezudo de la plaza y decía qué fuerte, así que ya te has desmelenado, qué fuerte. Y hacía uaaa y se ponía la mano en la boca. Yo pensaba que todo aquello había valido la pena sólo por podérselo contar a ella con tantos detalles y que si no fuera por la forma en que nos relatábamos todos los acontecimientos, seguramente la vida no habría tenido demasiado sentido. Habría querido que eso hubiera durado siempre.
¿Te acuerdas del día que te pilló la mano con la puerta del coche? La amiga número dos había venido a verte y habíais compartido confidencias en tu habitación, después se había ido, literalmente: se marchaba delante de tus ojos y tú aún te reías. Llevaba un pendiente más en la oreja derecha, enseñaba el ombligo con los pelos decolorados y os habíais partido de risa sólo con decir «quiero un piti» con la voz profunda y pronunciando la primera
i
tan grave como podíais, abriendo la boca hacia abajo. Aquello no tenía ninguna gracia más que para vosotras dos. De hecho, ahora que lo recuerdas, todavía no sabes dónde estaba la gracia, y sonríes al pensarlo.
Ella se acababa de marchar, con esas uñas que parecían colgadas de sus dedos cuando caminaba, los brazos estáticos, y tú te reías con la mano apoyada en la bisagra de la parte delantera, a punto de subir. Aún reías cuando padre, pam, cerró la puerta del coche azul que no hacía mucho que se había comprado. Aún reías y el dolor te sacudió la mano, ¡ay! Dijiste «ay», pero él había dicho «uxtia puta» y tú ya no intentaste que abriera la puerta de encima de tu mano. ¡Ay! hiciste, y trataste de abrirla con la mano izquierda como pudiste. Querías llorar pero ya eras demasiado mayor para hacerlo. Dijiste «¡aaay!», pero en el momento en que viste que él decía «uxtia puta» y apretaba la mandíbula moviendo los músculos de aquella forma supiste que no se callaría en todo el trayecto, que ni había visto que te había pillado la mano, aunque daba igual porque seguramente te hubiera dicho «te está bien empleado, y más que te tendría que romper yo la mano». Porque en cuanto dijo «uxtia puta» entendiste que tenía un episodio de esos suyos, de los que le provocaba esa especie de maldición o enfermedad, o la indignación o el deshonor o vete tú a saber qué o todo eso junto.
Y no paraba de gritar dentro del coche mientras se encogía de vez en cuando sobre el volante.
Tfu
, apestosa cristiana de mierda,
tfu
. ¿Con qué clase de putas te juntas, tú?
¿Es que no sabes que ésa es una puta?
Todo eran preguntas retóricas, más valía no contestar. Y te quedaste allí, en el asiento trasero del coche, mientras el corazón te volvía a latir muy de prisa, la mano te latía de dolor, padre te gritaba y tú que no sabías contener las lágrimas, escuchando cómo insultaban a tu mejor amiga, con ganas de gritar: ¡bien que te las has follado, a todas la apestosas putas cristianas! Bien que has tenido tantas como has querido y hasta te las has comido. Pero no podías decirle eso. Allí entendiste que el problema real no eras tú ni la amiga número dos ni su vestimenta ni nada de nada. El problema era que a él se le habían puesto esos ojillos que ponía cuando le gustaba una mujer, que de tanto que lo habías visto así ya le conocías la expresión. Ella le gustaba y el territorio le parecía tan desconocido que se sabía sin ningún tipo de posibilidad. Por eso era una puta, por provocar su deseo y que él no pudiese evitarlo. Tuviste que recordar por qué tú también eras una puta.
Yperita
, iperita.
Ypressia -ana
, relativo al Ypresiano.
AMIGAS: NI DE AQUÍ NI DE ALLÍ
La ropa siempre había sido un problema. Desde que habías hecho el cambio, antes aún de que te viniera la sangre. Que mira que si los muslos te crecen más de la cuenta qué queréis que haga si no tenéis más tallas que la cuarenta. Una cuarenta y dos no se estilaba en una tienda de ropa moderna y para jóvenes. Si eres joven es por el hecho de que estás delgada. Muchas lo debían de estar, pero yo me quedé encallada dentro de un vestido en uno de los probadores de aquella tienda de la plaza. Literalmente. Era un vestido que tenía que quedar ancho y pensé que padre no me diría nada, al fin y al cabo era un vestido y no unos pantalones de esos tan ajustados que llevaban todas las chicas por aquella época. Un vestido largo hasta los pies, sin mangas, pero ya me compraría una camiseta a juego para ponérmela debajo. No contaba con quedarme allí, delante del espejo, con los brazos en alto y la prenda encallada a la altura del pecho, sin podérmela poner ni quitar.
Las amigas uno y dos me salvaron. Me llamaron desde fuera porque habían reconocido el sonido de los brazaletes que solía llevar entonces, siete brazaletes de plata que siempre hacían tinc tone. ¿Estás aquí dentro? Sí, por favor, que alguien me ayude, y una de ellas estiró fuerte hasta que pudo sacarme el vestido. Aún ahora tengo pánico a los probadores de las tiendas y me da pereza ir a comprar ropa sólo con pensar en tener que meterme allí dentro.
Mejor que no vengas a casa, mejor que no vengas a casa para nada, que ya sabes que esta vez padre la ha cogido contigo. Estábamos en paz, yo ya hacía tiempo que no podía ir a casa de sus padres, pues al parecer, supuestamente les gustaban tanto las moras como las cristianas a padre. Supuestamente, porque a padre las cristianas era lo que más le podía gustar de este mundo y porque la madre de la amiga número dos la llevaba a vender velas de esas con las que se ayuda a los niños pobres del mundo, hasta de África, aunque se ve que sólo valía para los niños negros de verdad, y no para las medio morenas como yo.
Todo era un problema y yo cada día salía menos, a las nueve en casa, a las ocho en casa, a las siete en casa, cuando sea de noche en casa, e iba al revés que el resto del mundo. No podía ir al Cap d'Estopes porque no abrían tan pronto y aunque hubiesen abierto, oficialmente no podía entrar a ningún local donde sentarme y tomar algo, pues una norma no escrita se ve que decía que eso era de putas. Yo empezaba a estar harta, de la palabra, y de que todas las mujeres del mundo fuésemos lo mismo. La amiga número dos había comenzado a ir a la discoteca y decía ¿y si le dices a tu padre que te quedas a dormir con una amiga y vienes conrnigo? Es que te lo pasarías… Yo decía no, padre nunca me ha dejado dormir fuera de casa. Sólo cuando era pequeña e iba a casa de mis tías, pero ahora ni eso. Aún suerte que era él quien dormía fuera de vez en cuando y entonces parecía que la noche se hacía menos dura.
La ropa, la ropa, siempre discutiendo con madre cuál era la pieza más adecuada y cuál no y yo ya no sabía cómo conciliar tantas exigencias, entre las modas del instituto, donde no quería parecer rara, las del mercado, en las que no cabía, y las suyas, la mayor parte del tiempo sencillamente absurdas.
Los pantalones grises del
idd
anterior eran anchos, con la raya en medio y con caída, agradables. Me había vestido con esos pantalones y con un jersey de cuello de pico y lavaba los platos antes de volver al instituto cuando padre dejó las bolsas que llevaba en cuanto me vio y empezó a gritar. La espuma me resbalaba entre los dedos y él qué coño haces meneando siempre el culo delante de mí, cómo te gusta que te lo vea tan apretado, ¿verdad? Eres una guarra y no quiero verte nunca más con esa ropa, continuó gritando, pero yo estaba en esa etapa en que nada más oírle la voz ya temblaba. Habría huido muy lejos si no hubiera sido por madre, como aquella chica de
Dublineses
que hace la maleta. Lo habría hecho, porque por un momento me pareció que eso de que mi culo le provocaba no era del todo normal y que los padres no suelen fijarse en esas cosas.
Escribía mucho en aquellas páginas que me había regalado la maestra que era amiga y a la que no vi durante años, escribía cien veces me quiero morir, me quiero morir, me quiero morir… pero no era cierto. Suerte tuve de
Espejo roto
, de
Ariadna en el laberinto grotesco
, de las memorias de Tísner, de Faulkner, de Goethe, de todas las lecturas que pasaban por mis manos. Que el diccionario ya se me acababa y yo aún tenía que crecer del todo, pero me resistía y pensaba que todo era una fase, que aquella obsesión que tenía por mí misma pronto se me pasaría.
No era así, más bien al contrario. Cuanto mayor me hacía, más cerca lo tenía. Ya no se acordaba de madre ni de eso tan grave que le había hecho, y yo pensaba que ojalá no fueras mi padre y lo fuese él, la vida habría sido diferente.
De repente, padre empezó a rondar por delante del instituto con el coche, aleatoriamente, en días que no habrías adivinado nunca, y no era casualidad. Hasta que lo tenías pisándote los talones y te decía sube, que te llevo a casa, y entonces supiste que tenías que vigilar a la salida y no alargarte demasiado con los chicos de clase. Ni con la chicas, que decía que las cristianas eran todas no sé qué.
La situación era la que era. Nada de amigas de aquí. Que son como son, nada de amigas de allá, que son todavía peores, y, por descontado, nada de amigos ni de aquí ni de ninguna parte.
Cuando ya pensabas que sólo podías morirte o matarlo, apareció él, el caballero que te abría la puerta cuando ibas cargada de bolsas, y llegaste a pensar que te salvaría, incluso de ti misma.
Zum zum
, una onomatopeya.
Zurvanisme
, un término demasiado complicado.
Zwitterió
, denominación genérica de los compuestos de estructura betaínica.
UNA LENGUA BLANDA Y GRANDE
Era como si lo conociera desde hacía mucho tiempo. Pase, pase, había dicho, y yo gracias. Hablaba la lengua del país con ese acento tan de payés y me hizo gracia, me fijé en él más de la cuenta. ¿Puedo venir a verte cuando acabes las clases?, dijo, y yo, que no sabía ni quién era, debí de abrir los ojos como naranjas. ¿A las cinco el lunes? Vale, dije, yo sabiendo que podía ser una opción. Diría que me enamoré, pero de tanto leer a Erich Fromm y de tanto hablar ya no sabía qué era amar y enamorarse ni nada de todo eso.
El lunes me solté el pelo antes de salir de clase y la amiga número dos me dijo ¿qué haces? He quedado, tengo una especie de cita. Venga ya, ¿a las cinco de la tarde? ¿Y qué quieres? Cada una tiene sus limitaciones.
En cuanto me vio me dio dos besos, y yo le habría dicho que eso no pegaba en un moro, pero es que él lo disimulaba muy bien. Los encuentros de las mejillas fueron largos. Mira. Yo sólo te he dicho que sí, que vinieras, porque de hecho me quiero documentar para escribir una novela, ¿sabes? Y supongo que tú debes de ser de esos inmigrantes que viven solos y tal. No te lo crees ni tú, debía de pensar, y caminamos hasta el club que había más arriba, donde medio a oscuras ya me dijo que estaba loco por mí. ¿Qué? Si no me conoces de nada. Te conozco y te he seguido durante los últimos seis meses, te quiero. Te quiero, te quiero, sonaba dentro de mi cabeza y lo único que yo podía hacer era reír. No puedes quererme si no sabes cómo soy. Claro que puedo. Sólo dime que me darás una oportunidad. Al oír aquello cualquier otra con la autoestima equilibrada habría huido corriendo y hubiera notado que iba más quemado de lo que suelen ir los hombres a su edad, además no era mi tipo ni de lejos. Pero aún tenía asumido que si un hombre me miraba era porque tenía algo en la cara y no dejaba de limpiarme las comisuras de los labios o bien las mejillas hasta que paraba y le decía ¿qué? ¿Qué pasa? Aún no entendía que pudiera gustarle a alguien de esa manera.
No tuve ni tiempo de pensar si me gustaba o no y ya tenía su lengua cuello abajo. Dios, qué lengua más grande y blanda, no podía ser que tuviera ese sabor y que me gustara a pesar del olor. Puede que fuera el ardor o la necesidad de huir de tantos problemas lo que me impidió decir que no, no, yo no hago estas cosas. Era diferente de mi primo, era más experto y me llevaba a lugares que yo no conocía, pero él sí. Me vi con él encima, restregándose contra mi cuerpo en aquel espacio no demasiado privado, emitiendo aquellos gemidos como de cerdo, y me imaginé que yo también quería eso, que ya era hora y que sería la mejor opción.
¿Cuándo nos volveremos a ver?, dijo en cuanto salimos del espacio en semipenumbra, y yo pensaba ay, Dios, que no le reviente dentro de los pantalones, que debe de estar a punto de explotar. Mira que si me dices que no quieres verme más, yo me mato, ¿eh?, y entonces también debería haber huido, pero dije mañana, en la biblioteca, a las cuatro y media.
Llegué temblando a casa, pensando si se notaría su olor en mi ropa, en mi boca, si madre olería el tabaco que él se había fumado antes de besarme o si vería la culpa en mi mirada huidiza. Ella era peor que padre para esa clase de cosas.
No sé si él había estado alguna vez en una biblioteca, aún no sé si alguna vez ha leído un solo libro, pero no había muchos otros lugares seguros en aquella ciudad capital de comarca. Fui yo la que dijo vamos, y subimos a visitar el museo donde colgaban pieles trabajadas de todo tipo y de todas las épocas. Ya hacia el final de la exposición él se me volvió a arrimar y yo ya no me acuerdo si era la emoción del peligro de ser descubiertos o tan sólo la emoción a secas de aquella época y aquel estado de ánimo.
Pronto descubrimos un local de comida rápida donde no nos encontraríamos a ningún moro, que eran los que más me conocían y podían correr a contárselo a padre, hemos visto a tu hija con un chico haciendo esto y lo otro. Qué vergüenza, qué deshonra. Nos sentábamos siempre a la misma mesa, que quedaba medio oculta detrás de una columna, y allí dejábamos ir nuestras lenguas y nuestras manos tanto como podíamos. Yo no sabía ni que tenía ese tipo de habilidades, ahora te la meto yo, ahora me la metes tú, que te recorro el paladar, que si entre los labios y las encías tienes un punto sensible. Él de vez en cuando se encogía como podía por encima de la mesa, tan pequeña, y con los brazos doblados pasaba la mano para frotarme los pechos, para apretármelos con fuerza. Todo era como una carrera para ver quién la hacía más gorda o quién se atrevía más que el otro. A mí los retos me han podido casi siempre, y más en estos términos, o sea que pronto me vi pasándole la mano disimuladamente por la entrepierna y hubiese jurado que incluso una punta asomaba por los pantalones del chándal. Que si yo hubiera sido alguien que pasaba por delante de nosotros habría dicho, por favor, buscad un hotel de una vez; seguramente debía de ser eso lo que pensaban los camareros.