Me desperté y me volví a dormir porque todo era una pesadilla. Alguien me arrastraba por la cabellera, que se había quedado completamente desgreñada sobre la almohada, y lo hacía escaleras abajo. Ay, me haces daño, dije, y sólo oía a madre que decía déjala, que le arrancarás el pelo, ay, ay, no ves que me haces daño. No recuerdo si aún dormía cuando me preguntaba quién había cerrado la puerta, y sentada en la cama debía de tener esa cara que tienes cuando te despiertan y no sabes si duermes o no. Todavía no conseguía comprender lo que me preguntaba, y dice madre que dije ah, habéis vuelto, y que él aún se enfadó más.
¿Has cerrado o no la puerta con llave?, me repetía, y yo lo miraba aturdida porque no podía descifrar tantas palabras en el umbral de la vigilia. ¿Sí o no? Y yo que miraba a madre, y madre decía déjala, ¿es que no ves que aún está dormida?
Sí o no, ahora te lo enseñaré, y me arrastró por el pelo escaleras abajo y yo decía, ay, hace daño. Madre dice que me pegó bastantes veces en la cabeza frente a la puerta de entrada, mira, mira la llave dentro de la cerradura, ¿cómo querías que entrara, eh? ¿Cómo? Y me volvió a arrastrar hasta la ventana de la cocina y dijo mira qué he tenido que hacer, romper el cristal en plena noche el primer día que estamos aquí, ¿qué crees que pensarán los vecinos? No lo sé, no lo sé. ¿Puedo ir a dormir, por favor, puedo ir a dormir? ¿Por favor? No sé cuánto duró aquel intervalo, no lo recuerdo todo, y hay cosas que sólo las recuerda madre.
Subí las escaleras y él estaba en la baranda del segundo piso. Yo ya cerraba los ojos pensando en la burrada que había sido dejar la llave allí y haberme quedado dormida, qué tonta. Madre iba subiendo detrás de mí y él debía de entrar en su dormitorio, pero se revolvió en un arranque que suponemos etílico y me cogió por el pelo desde arriba. Pensé que me lo iba a arrancar todo, pero por lo visto debo de tener las raíces muy fuertes. Quedé colgando sólo del pelo mientras me golpeaba en los hombros y madre corrió a subirme sobre ella para que el peso de mi cuerpo dejase de tirarme hacia abajo. Deja a la niña, déjala, que la matarás, que me la matarás.
Me soltó. Me dejó ir hacia abajo, abajo, y madre y yo fuimos a dar contra el suelo, después de haber dado un par de tumbos por las escaleras. Tuve suerte de su cojín, pero ella se hizo daño de verdad.
Al día siguiente dice madre que le fui a decir que no quería ir al colegio, que no sabía por qué, pero que me hacía un daño terrible toda la cabeza. Y ella me dijo: ¿no sabes por qué? No. ¿No recuerdas lo que pasó ayer? Ayer, ¿cuándo? Y durante unos días no pude recordar lo que había pasado, únicamente tuve el dolor de cabeza y bastantes chichones que me dolían cuando me peinaba. Padre decía, ¿has visto lo que le has hecho a madre?
Nabab
, un título de funcionario de la India o vete tú a saber de dónde.
Nabateu
es un antiguo pueblo semita.
Nabí
, profeta.
TREGUA
A veces pasa eso de que la muerte te hace pensar en la vida, y aquel primer verano en nuestro particular Mango Street padre tuvo un instante de lucidez. Le llegó la noticia a través de su tío, al que veía a menudo y que a mí nunca me acabó de gustar porque tenía un punto viscoso. Siempre que pensaba en él me venían imágenes de limazos, caracoles o babosas. Ya estaba calvo y siempre contaba historias de cuando padre era pequeño. ¿Sabes que pensó que podía volar y se tiró desde lo alto de la terraza de vuestra casa? Suerte tuvo de que fue a parar a la chumbera y no directamente al suelo. Tu padre las ha hecho muy gordas.
Madre decía que era él quien le había inflado la cabeza contra ella en muchas de las noches que había llegado borracho y la había golpeado a pesar de que estaba medio dormida. O peor aún, las noches que no la había golpeado pero que no paraba de hablar y de hablar, que si como mujer no vales nada, que si eres la vergüenza de tu familia, que si los tuyos no te mirarán nunca más a la cara. Cosas así, una letanía que se repetía y se repetía, y madre callaba porque sabía que en ese estado una sola respuesta hubiera dado pie a un enfado más grande. Si yo estaba me decía calla, no digas nada y déjalo hablar, y entornaba los ojos afirmando todas las veces que hiciera falta. ¿A que eres una puta? Dilo: soy una puta y no valgo nada. Madre respondía sí, soy una puta, pero no lo miraba como si lo fuera, lo miraba como si quisiera volver a dormir pronto.
Entonces llegó la noticia de la muerte repentina de una de las tías, la que más quería a padre, la que se ve que siempre le había ayudado. Se había muerto, decían, de tanta pena que tenía por no ver a su hermano pequeño y no tener esperanzas de volverlo a ver. El hígado la hizo enfermar de esa forma que se te ponen los ojos amarillos y te revienta, se esparce por todas partes y no hace falta ni que te esfuerces en correr a un hospital.
Padre dijo me voy y a todos nos extrañó que hablara de nuevo de la provincia donde había nacido, de la ciudad y el pueblo y de la familia. No había hecho ninguna mención al supuesto hermano traidor y dijo que viajaría solo.
Un mes. Dijo que se pasaría un mes fuera y lo dejó todo listo para que no nos faltara de nada. Si tienes que salir de casa, no hace falta que me esperes.
Lo despedimos cargado de maletas, su tío lo llevaba hasta Barcelona. En cuanto se fue yo no supe qué sentir. Alivio. Uf, menuda tranquilidad, un mes de tranquilidad. Tristeza, pues a pesar de todo lo echaría de menos.
Las cosas podían haber cambiado mucho durante ese mes, pero no. Madre hizo exactamente lo mismo, sólo que no tenía que recoger sus calcetines sucios del suelo, no le tenía que preparar la ropa en la ducha cuando se estaba bañando, no tenía que acertar la hora en que debía tener el café con leche a punto y al punto de calor para que se lo pudiera tomar y pudiese irse a trabajar. Y dormía, claro, puede que fuera el mes en que durmió más.
Nos llamaba de vez en cuando para decir que nos echaba de menos y que estaba negociando con los abuelos, que lo habían pasado muy mal. ¿Y qué te creías, pues? Tendríais que ver a vuestra abuela, ya no es la que era.
Ni nosotros éramos los que éramos, que ya habían pasado los años.
Yo le decía a madre va, venga, vamos al mercado, que él no está, o vamos a aquella tienda de las telas y las escoges tú misma para hacerte vestidos, vamos a dar un paseo o a ver a alguna amiga tuya. Ella que no, que no, que él no está pero lo sabe casi todo. Entonces comencé a entender hasta qué punto estaba domesticada y que quizá ese vínculo ya era para toda la vida.
Un día llamaron y yo descolgué el aparato. Hola, ¿me conoces? Hola, padre, había dicho yo, ¿volverás pronto? No, no soy tu padre, y yo que no puede ser, que tienes la voz igual. ¿Pues quién eres? Soy tu tío, ¿es que ya no te acuerdas?, tanto tiempo sin hablar conmigo… Costaba creer que las voces se pareciesen tanto, pero la llamada era de muy lejos y todo podía ser. Escucha, yo quiero hablar con tu madre. Madre, toma, y ella cogió el teléfono y le vi el rostro blanco, blanco. Contó que le dijo que estaba arrepentido de lo que había hecho, que por favor lo perdonara, que sin su perdón él ya no tenía ganas de vivir y que ni Dios ni el pueblo entero le dejarían continuar encabezando las oraciones en la mezquita ni enseñando religión en el instituto. Tú ya sabes que aquello no tuvo ninguna importancia, que fue un incidente de nada. Si no me perdonas, si no hablas con mis padres, ellos me echarán de la familia para siempre. Tu marido se lo ha exigido y ellos se lo están pensando. Hace días que no voy por casa, y mira que la muerte de mi hermana me duele tanto como a ellos.
Madre sólo contestaba vete y déjanos en paz, yo no quiero hablar contigo. Estás perdonado, pero me podrías complicar la vida con esta llamada, venga, vete y déjame, que ya he tenido bastante con esta historia. Y le colgó. Nadiemás se acordó de esa llamada.
Padre volvió cambiado, no sólo más oscuro de piel y un poco inás delgado. Nos enseñó fotos con chilaba al pie de la tumba de su hermana, hasta llevaba un pañuelo palestino y todo que no tenía razón de ser, nos enseñó fotos de los abuelos, de las tías, y nos habló de los que habían nacido, de los que habían muerto y nos contó que había hecho las paces con toda la familia. Con toda menos con ese criminal que ya tenía su castigo, que sería la condena de tener que estar alejado de todos a los que quería.
El año que viene bajaremos juntos, y volveremos a ver a la familia.
Se había acabado la maldición, la expulsión del paraíso, pero ya era demasiado tarde, porque aquel mismo verano a mí me vino la sangre. O, nombre de la letra o. O, conjunción.
Oasi
, que es lo que te podrías encontrar en el desierto.
NOCILLA, SUPER MARIO Y EL SEXO
Jugaba con mis amigas de la calle en el garaje de una de ellas. Madre siempre decía que debería estar haciendo esto o debería estar haciendo lo otro y yo ya había visto que las niñas de mi edad no sabían ni coger bien una escoba y que no tenían ningún interés por aprender a hacerlo. Yo pactaba, sin decirlo, pero pactaba con madre. Hacía la comida y así tenía toda la tarde libre. Cada mañana se tenía que barrer y fregar la primera planta, el comedor, la cocina y ellavaho auxiliar. Cuando acababa nos íbamos a dar una vuelta por el barrio con la bicicleta, la misma vuelta por las mismas calles una y otra vez. A Laia le gustaba un chico que le hablaba como si todo el rato contara chistes y ella decía pasemos por aquí que seguro que está. Íbamos dando vueltas y vueltas hasta que aparecía y entonces se decían
ei
. Ya está. Nunca hacían nada, decirse
ei
, ¿qué te ha pasado en la cabeza?, ¿te has electrocutado o qué?, porque él tenía el pelo muy rizado y lo llevaba más bien largo, y él, mira que eres tonta, nena. Y ella, tú eres imbécil, chaval, háztelo mirar. Culo gordo. Picha enana. Y se acababa la conversación, pero al día siguiente volvíamos a pasar por el parque de delante de su casa, tantas veces como hiciera falta.
Por las tardes hacía demasiado calor para ir en bici y nos encerrábamos en el garaje, si ella y Marta no iban a la piscina. Entonces jugábamos a ese juego que ellas ya se habían inventado mucho antes de que yo llegara. No sé si aquello iba en contra de lo que madre me había enseñado, contra la religión o contra todo lo que yo había sido hasta ese día, pero no quería sentirme diferente a ellas. Y si ellas jugaban, yo también.
Laia buscaba una alfombra pequeña y la colocaba a un lado. Ahora tú haces de hombre, decía, y yo me tenía que estirar en el suelo boca arriba. No vale tocar con las manos excepto que lo digamos, y sólo se puede hacer cómo nos lo pida la otra. No podemos quitarnos la ropa, está prohibido, y todo era como un juego que ya se hubiera inventado antes alguien, como un trivial o un monopoly. Ahora tú, Marta, decía Laia, y ella se tumbaba poco a poco sobre mí, acoplándose a los huesos de mi pelvis, a mis costillas. Sentía su peso encima, tan blando, y era agradable. Su sexo junto al mío tenía la calidez del terciopelo, a pesar de la ropa. Respirábamos, conteníamos la respiración, y yo no habría dicho nunca que un cuerpo sobre otro pudiera resultar tan placentero.
Entonces decía me toca a mí, y Laia todavía era más delicada. Sabía ir graduando el peso que dejaba caer sobre mí poco a poco, y decía cuando te lo diga me pasas las manos por la espalda. Ella tenía unos pechos pequeñitos, los míos hacía ya tiempo que crecían y crecían sin parar y nuestros pezones se encontraban a través de las camisetas llenas de caras sonrientes. Toi contento, toi triste. Yo la prefería a ella, tan perfecta. Decía ahora y yo le recorría la espalda con los dedos, seguía por los muslos y finalmente el culo. Muy levemente. Apriétalo un poco, así, hacia ti, y yo ya no sabía si aquello era un juego o qué, pero cada día anhelaba esos instantes de la siesta.
Entonces nos incorporábamos y cada una de nosotras ponía la mano plana sobre el sexo de la de al lado, sólo que en esa fase del juego se podía hacer por debajo de las bragas. Hasta que ya no queríamos más y decíamos la palabra clave, aquella que hacía saber a la otra que no podía seguir yendo por donde iba. Después, subíamos a su casa a comer pan con Nocilla y a jugar a Super Mario.
Ya no me acordaba ni de que madre no me dejaba dormir boca abajo, que es de putas, decía, vuélvete de lado, es la mejor postura para dormir de manera decente. Hacía tanto tiempo que me explicaba eso que yo no sabía ni qué quería decir decente. De vez en cuando me ponía boca abajo, cuando todos dormían, y tenía un orgasmo recordando el peso de Laia encima de mí y sus pechos tan erectos tocando los míos, redondos.
Ya hacía un tiempo que tenía la sangre cada mes. Le enseñé las bragas a madre y ella dijo ya está, medio contenta y medio no. Y me hizo comprar compresas de las que utilizaba ella, extragrande noche, que se ve que ningunas otras le iban tan bien. Yo no quería ir con aquello tan gordo entre las piernas y no sabía qué hacer con el olor a matadero que me salía de la entrepierna. Me imaginé que tardaría bastante en recibir las consecuencias de todo eso, pero pronto lo vi.
Padre cambió, conmigo, yo no sé si es que madre se lo dijo o no, pero él hizo un cambio. Empezó a hacer caso de lo que siempre decía madre, que una chica tiene que quedarse en casa y no rondando sola por las calles con su padre a altas horas de la noche. Decía no, no vengas conmigo a casa de Jaume, que allí sólo viven hombres. Decía no, no vengas a la obra, que hay muchos albañiles. Me fueron desterrando de esa parcela que había compartido conmigo desde que llegamos, aunque no fuera la parcela más adecuada para una niña. Pero era la única. Se llevaba a mis hermanos con él y a mí me decía no, tú no vengas.
Pero fue un día concreto cuando adiviné que todo había cambiado y que lo que vendría a partir de entonces iría de absurdidad en absurdidad.
Uno de sus trabajadores había tocado el timbre y él todavía se estaba duchando. Salí a la ventana, como hacía siempre, y dije no, aún no puede bajar, si quieres lo puedes esperar. Él me sonrió y yo no había visto que padre me miraba desde la ventana del lavabo, un piso más arriba, con el cepillo de dientes en la boca, ni cómo se asomaba para ver quién había. Y el albañil volvió a sonreírme, justo antes de ver a padre, y dijo si quieres te dejo a ti las herramientas, las bajas a buscar y te las llevas dentro.
Padre debió de ver lo que yo tardaría años en detectar. Puede que viera el destello del deseo en los ojos de su empleado, su propio deseo hacia todas las mujeres del mundo dibujado en la mirada de ese hombre hacia mí. Era yo reflejada en él lo que le había dado miedo.