El último patriarca (23 page)

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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

BOOK: El último patriarca
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Dile que venga aquí. ¿Te has vuelto loca?, no sabe que él ha nacido y cree que tú y yo no dormimos nunca juntos. Hazla venir, te digo, y yo no había visto nunca a madre desplegar los brazos de aquel modo ni a padre con una especie de miedo que se le escurría por algún sitio.

Hacía rato que Rosa se esperaba en el coche y al final, harta de hacer sonar el claxon, llamó al timbre para decir, avisa a tu padre de que lo estoy esperando, ¿nos vamos o no? Madre me dijo, dile que suba, y padre que no, y madre que sí, y padre que no y madre que sí. Sentí que debía buscar mi capa por algún lado y salvar del todo a aquella especie de familia que no era nada.

Que subas, que madre quiere hablar contigo, y la cuna estaba tapada con una sábana para que no penetrase ningún espíritu a molestar al hijo pequeño.

Me dio pena, en realidad. Poco pensaba ella que aquello acabaría siendo lo que debía ser, que no volvería nunca más a aquella casa. Nada más entrar se encontró a madre en el pasillo y a padre que tenía la cabeza entre las manos, fuera de sí. Ven, ven, y madre cogió a Rosa por la manga y la llevó hasta el dormitorio. Ven, ven, mira. Mira, y de golpe levantó la sábana y descubrió a la criatura. Éste mi hijo, éste. Y de Manel, él y yo así, y había juntado los dos índices para demostrarle cómo habían estado de juntos. ¿Es verdad eso?, preguntó Rosa, mirando primero a padre y después a mí, que ya tenía la sensación de estar dentro de «Cristal» o «Rubí» y no dentro de la vida real. Lo que dice es verdad, y además me lo hizo traducir a madre. Entonces madre hizo algo que lo sellaba todo. Le estampó una bofetada, plaf, y la cara le giró cuarenta y cinco grados. Se hizo el silencio. Un momento y yo admiré a madre por ser más que Mila, más que Colometa, por ser auténtica. Silencio. Hasta que le cayó un rosario de lágrimas por las mejillas, primero por una y después por la otra. Lágrimas sin gemidos, y yo acabé de traducir: vete y no vuelvas nunca más. E interpreté un poco el papel, me sentí más dura que nunca, crucé los brazos sobre el pecho.

La
, sexta nota musical.
Labar
, un estandarte adoptado por no sé qué emperador.
Labdacida
, cuya definición era excesivamente complicado leer.

14

AMA A DIOS YÉL TE AMARÁ

Di gracias a Dios por que lo hubiese solucionado todo. Padre dijo que tras aquello quería volver al buen camino y comenzó a frecuentar el oratorio que habían abierto unas calles más allá del puente. Dijo vosotros también, y se hacía extraño recordar aquellas tonadas que hacía tanto tiempo que habíamos aprendido al ritmo del vaivén de nuestros cuerpos sentados.

Decían que debías ir al oratorio con una chilaba, que no podías ir vestida de cualquier forma para no ofender a Dios. Yo no tenía ninguna y las de madre me iban demasiado largas, de modo que me llevaba el camisón que madre se había puesto en el hospital y me lo enfundaba sobre la ropa que llevaba. Cada sábado y domingo por la mañana asistían otros muchos niños que, como nosotros, no sabían qué recitaban sentados sobre las alfombras unidas con ese papel que se utiliza para pintar.

Padre dijo ahora seré un buen musulmán, que todo esto me ha llevado a la perdición, y me encomendaré a Dios. Compró cintas de video en las que aparecía una mujer que había llevado muy mala vida antes de transformarse en una buena musulmana y cantaba tan bien que te venían ganas de llorar y de entregarte entera a Dios. También había comprado la de
El Mensaje
, que narraba la vida del Profeta, y la de
El León del Desierto
, que trataba de la descolonización de Libia, pero que algo tenía que ver con Dios. Además, el general de la resistencia libia era el mismo que el tío del Profeta.

Yo me propuse ser una buena musulmana, la mejor. Por eso debo de estar en los archivos del diario comarcal en una foto con camisón cuando se anunciaba la apertura del primer oratorio de la capital de comarca. Una cosa me llevó a la otra. Un musulmán que no había nacido musulmán hizo los planos de lo que habría de ser la mezquita, y su mujer, que había nacido musulmana, vino a vernos. Todos hablaban pausadamente entre frase y frase y el arquitecto no levantaba la vista para mirar a otra mujer que no fuera la suya. Qué paz, parecía que nunca hubiesen tenido Rosas en su casa ni bombonas de butano ni vasos o cuchillos voladores. Todo porque amaban a Dios y seguían al pie de la letra lo que él había dicho que debían hacer.

Yo debía hacer igual, debía ser como aquella familia que tanto se quería y respetaba. Así la nuestra se transformaría. Rezaba cinco veces al día y terminaba pidiendo por favor, Dios mío, haz que padre vuelva al buen camino, pero lo decía en la lengua de la capital de comarca porque no habría sabido cómo expresarlo en la lengua de los musulmanes. Era válido: en la última parte de la oración, en la que pides algo directamente a Dios, podías utilizar la lengua que te fuese más cómoda.

Aquel orden era reconfortante, era como la mano extendida de Ángel. No podía resistirme. Pedí a madre hacer el ramadán. Y ella me dijo que sólo los fines de semana. Alguien le explicó hacia dónde estaba realmente La Meca y cambió la dirección de sus oraciones. Ya no rompía el ayuno sola y padre pronto estaría preparado para volver, pero habían sido demasiados cambios en un solo año. A pesar de que continuaba mirando las películas de mensajes divinos y anticoloniales, alternadas con las de Bud Spencer y Terence Hill y las grabaciones de Tom y Jerry que le gustaban tanto.

Sólo de vez en cuando llegaba bebido, o puede que yo ya no me despertara cuando hacía ruido por la noche. O puede que madre hubiese dejado de contarme estas cosas o quizá que entre leer las vidas de los profetas y el diccionario ya no me fijaba tanto en todo eso.

Comencé a leer las etiquetas de los alimentos. Madre, estas galletas llevan cerdo. Y ella, qué dices, hala, si son las que hemos comido toda la vida. Pone grasa animal que, en el mejor de los casos, es grasa de un animal que no ha sido sacrificado como debe ser y en el peor de los casos es grasa de cerdo a secas. Íbamos a comprar queso cortado en lonchas y decíamos: nos limpias la máquina, por favor, que antes has cortado jamón, y yo no me acostumbraba a eso. Los maestros nos hacían cantar villancicos y yo no podía decir que no, que yo no los quiero cantar, como tampoco lo hacen las hijas de los testigos de Jehová, que no. Y me situaba entre los niños y cantaba y no cantaba, disimulando, sólo moviendo los labios y por dentro diciendo, perdóname, Dios mío, perdóname, ya sé que Jesús no es hijo tuyo, ya sé que están equivocados y ya sé que es de cristianos cantar estas canciones. Pero no habría lamentado para nada tener regalos para Reyes o celebrar otra Navidad, aunque fuese con cuchillos que vuelan o con bombonas de butano cantando
vete
.

Si hubiese conocido a santa Teresa de Jesús habría sabido que estaba en mi camino de perfección. Si hubiese conocido a Marx habría sabido que me refugiaba en todo aquello para no morirme tan pronto. Quise llevar al límite mi inusual creencia religiosa y fue justo entonces cuando la mujer del arquitecto me regaló un pañuelo de color blanco y unos imperdibles dorados. Para tus oraciones, me dijo, y yo la abracé de tanto que me había gustado. El blanco me sentaba bien y era el color de la pureza; yo no conocía a nadie más puro que yo.

Primero me lo ponía para rezar. Después para estar por casa. Hasta que sentí que era imprescindible, que no podría vivir nunca más pasando delante de alguien con la cabeza descubierta. Me lo puse para ir a comprar y percibí las miradas asombradas de los tenderos que me conocían. Nadie dijo nada. Salí así un par de veces y un día padre me vio. ¿Dónde vas así?, me dijo, y puso cara de extrañeza. Anda, no salgas más con ese trapo en la cabeza. Pero si… Ya me has oído.

Hay ocasiones en la vida en las que no sabes si lo que te dicen es en serio del todo o es medio en broma. Yo no sé si ya podía saber qué era lo que debía hacer o si me tomé su advertencia como uno de esos no hagas esto que él después se olvida y no te dice nada más hasta que se vuelve a acordar, o es simplemente que mi espíritu de rebeldía se manifestaba en las situaciones máS inesperadas.

Yo no había pensado hacer ninguna revolución musulmana, pero padre no podía decir en serio eso del pañuelo. Su madre lo había llevado, su esposa, sus hermanas. No podía ser una amenaza real.

Madre me hizo ir a casa de Soumisha a buscar algo y yo me puse el pañuelo, pensando que en una distancia tan corta no habría problemas si a padre no le parecía bien. Pareces un ángel, me había dicho ella, seguro que entrarás en el cielo directamente, por la puerta grande. Y yo regresaba contenta hacia casa cuando lo divisé en lo alto de la escalera, dos pisos en aquella época, besuqueando a mi hermano pequeño para despedirse de él. Nuestros ojos se encontraron y en aquel preciso instante supe que no debería haberme puesto el pañuelo. Un instante ínfimo y yo ya corría escaleras abajo, que no sé cómo no me caí. Él no decía nada, pero yo lo presentía detrás y cuando dijo para, para o aún será peor, yo ya no sé si corrí o me detuve, pero me recuerdo en tierra, amorrada a la alcantarilla y él dándome puntapiés sin parar. No recuerdo los golpes, no recuerdo si me dio en la cara, en el estómago. Recuerdo uno en la base de la columna con las botas de trabajar, ése sí que me dolió, y pensé que jamás me podrían hacer un daño como aquél. Y entonces miré a mi alrededor y vi a los clientes del bar de delante de casa con sus bebidas en la mano sin decir nada y a los que pasaban junto a mí que no decían nada y a los que nos conocían que tampoco decían nada y aquello era estar sola.
Ma
, parte terminal del cuerpo y tantas otras cosas.
Maastrichtia
, que es muy complicado.
Mabre
, un pez del orden de los perciformes.

15

UNA CASA EN UN PASAJE, NO EN MANGO STREET

A pesar de que mudar es cambiar o transformarse, lo que hicimos nosotros fue mudarnos, cambiar de casa sin transformarnos demasiado. Pasamos de vivir en un segundo piso todavía con olor a la muerta que había vivido toda la vida allí y que tenía un hijo pintor de cuadros no muy bonitos, a vivir en una casa entera para nosotros. De dos plantas más garaje, y jardín y todo. Nuestra casa en Mango Street pero sin Lucy ni
chicanos
. No era Chicago. Estaba en la ciudad capital de comarca, donde había menos peste a curtidurías, que las normativas ya no dejaban que vertieran las aguas en los ríos, pero donde continuaba el hedor de los cerdos.

A todos nos hacía mucha ilusión un lugar donde vivir en el que no costase tanto secar la ropa durante el invierno, por la calefacción, en el que las paredes eran blancas y estaban por estrenar y no se había muerto nadie antes de nosotros. Las habitaciones estaban totalmente vacías cuando la fuimos a ver por vez primera y yo ya pensé que allí sería feliz, que el problema quizá era el espacio y no la forma de ser de padre.

Teníamos balcones y ventanas, una terraza detrás adonde daba la cocina, y un jardín bajo la terraza que comunicaba con otros jardines. No había palomar y madre se puso muy contenta, qué iba a hacer ella, todo el día sacando mierda de las palomas y dándoles de comer. Los vecinos eran amables y te daban los buenos días, unos vecinos que seguramente nunca habrían dejado que te arreasen puntapiés en medio de la calle, sin hacer nada, sosteniendo los vasos de
gin-tonic
con los pantalones abrochados debajo de la tripa.

Aquello sería diferente. Era primavera cuando llevamos nuestras cosas allí. Padre compró una cama de matrimonio y camas para cada uno de los cuatro. Yo tenía mi propia habitación, con ventana y escritorio.

La nevera era de las grandes, de las que congelan abajo y enfrían arriba, un sofá de piel que se te pega cuando en verano estás sudado, negro, y una tele que funcionaba sin que tuvieras que cambiar los canales con el palo de la escoba.

Todo marchaba bien. Padre había buscado un secretario en vez de una secretaria y así no habría más problemas. Decía querernos más que nunca y madre volvió a quedarse embarazada. Todavía no nos habíamos instalado y ya habíamos hecho amigos, la calle no era una calle, era un pasaje, así todo resultaba más fácil. Una calle que no tenía salida y por donde sólo pasaban los coches de los vecinos, donde dábamos vueltas con las bicicletas y donde madre charlaba con las vecinas como podía en aquel idioma que hacía tanto tiempo que oía.

El día que terminamos de hacer la mudanza yo ya era lo bastante mayor como para encargarme de todo. Padre dijo acompáñame y madre que no, que no quiero dejar a los niños solos, que no. Ella sospechaba que quería ir a beber y que no quería hacerlo solo. Si no vienes tú, me buscaré a otra. Venga, iremos a casa de Manel, no iremos a ningún bar.

Así fue como madre dijo: ya han cenado todos y están en sus camas, tú te has de bañar que mañana hay escuela, cuando termines, métete en la cama.

Me duché tranquilamente, yo, que por primera vez teníamos una bañera de verdad, donde cabía toda entera. No recuerdo si terminé de aclararme los restos de jabón y de suavizante, tanto y tan largo era el pelo que tenía.

Me metí en la cama y continué mi lectura, con la cabeza envuelta en una toalla. El pequeño dormía en el dormitorio de mis padres, los mayores lo hacían en la habitación contigua. Había lavado los platos y dejado la cocina completamente limpia para que madre estuviese contenta y pudiera decir mira, qué bien, y yo que no le había mandado que lo hiciera.

Tras haber puesto orden en el comedor subí las escaleras hasta mi cuarto. Fue mientras estaba leyendo cuando oí ruidos y comencé a pensar en cuán vulnerable era aquella casa. Si los ladrones querían entrar podían hacerlo por la terraza, por el balcón o por las ventanas, por el garaje si se esforzaban un poco. Era un momento de esos en que sentía crujir"todo lo que me rodeaba, la respiración de mis hermanos me hacía sospechar, el ligero viento que hacía mover algún árbol o algún coche que rompía de vez en cuando el silencio. Un silencio que no existía. Vuelve a leer, me decía.
Mulat-a, mulater, mulatí
. Debía hacer algo y se me ocurrió comprobar que la puerta estuviese bien cerrada.

Introduje la llave en la cerradura por dentro y la giré dos veces. Se trataba de una puerta pesada con un cierre de seguridad. Dejé la llave puesta por si algún ladrón intentaba forzarla con un alambre o algo por el estilo. Regresé arriba para averiguar qué seguía.
Mulenc, muler
, y no tardé en quedarme dormida.

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