Yonah esbozó una sonrisa.
—Adiós, padre.
Ambos se abrazaron.
—Id con Dios, hijo mío.
Yonah vio alejarse a Sebastián Álvarez por la abarrotada calle de la ciudad, con su larga melena de cabello blanco y su alto bastón de fraile mendicante. Cabalgó hasta las afueras de Toledo para dirigirse al campo que antaño fuera el cementerio judío. Las cabras y ovejas llevaban mucho tiempo sin pisar aquel lugar; la verde hierba cubría todos los huesos judíos y Yonah dejó que su yegua rozara un rato mientras pronunciaba el
kaddish
por su madre y por Meir y por todos los que descansaban allí. Después montó de nuevo en su cabalgadura y regresó a Toledo, recorriendo las calles en las que había transcurrido los días más felices e inocentes de su vida para subir por el empinado camino del peñasco que se elevaba sobre el río.
Los leñadores se habían adueñado de la sinagoga, por lo menos de momento. Los haces de leña se amontonaban en las gradas frontales y a lo largo de la fachada del edificio.
Refrenó su caballo y se detuvo cuando llegó a la antigua casa y el taller de la familia Toledano.
Sigo siendo judío,
abba
, dijo en silencio.
El árbol que había crecido sobre la tumba de su padre era mucho más robusto y, en la parte posterior de la casa, sus frondosas ramas agitadas por la brisa cubrían el tejado y daban sombra.
Sentía la poderosa presencia de su padre.
Tanto si ésta era real como si era imaginaria, él experimentó un profundo deleite.
Sin palabras le contó a su padre todo lo ocurrido. No se podía recuperar a los muertos; lo perdido, perdido estaba, pero tuvo la sensación de que la cuestión del relicario ya había descrito todo el círculo y había tocado a su fin.
Le dio una palmada a
Hermana
mientras contemplaba la casa donde había muerto su madre.
Sebastián Álvarez le había dicho que se parecía a su padre. ¿Se parecería también Eleazar Toledano a su padre? Si se cruzara con él por la calle en medio de la gente, ¿habría algo en él que le haría comprender que era su hermano?
Dondequiera que mirara le parecía ver a un niño delgaducho con una cabeza muy grande.
«
Yonah, ¿vamos al río?
»
«
Yonah, ¿no puedo ir contigo?
»
La repentina conciencia de un olor lo devolvió al presente; la curtiduría de cuero aún seguía allí.
«
Te quiero, abba.
»
Cuando pasó por delante de la propiedad de su vecino Marcelo Troca, vio que el viejo aún vivía y que estaba en su campo, colocándole un ronzal a un asno.
—¡Buenos días os dé Dios, señor Troca! —le gritó, tocando con los tacones los flancos de su montura.
Marcelo Troca se quedó con la mano paralizada en el cuello del asno, contemplando perplejo a la negra yegua hasta que ésta y su jinete se perdieron en la lejanía.
El establo
Él y el lugar hacían buena pareja. La propiedad rectangular que, en realidad, no era más que una colina alargada y baja, atravesada por un pequeño arroyo, no se parecía al Edén y tampoco se podía comparar con un castillo, pero tanto las tierras como la casa le hacían a Yonah el mismo servicio como si lo fueran.
Aquel año la primavera llegó muy temprano a Zaragoza. Los árboles frutales que él y Adriana habían podado y abonado estaban llenos de brotes cuando él volvió a casa. Adriana lo recibió entre risas y lágrimas, como si hubiera regresado de la muerte.
Se quedó asombrada al ver las copas de plata que el padre de Yonah había hecho. La negrura que las cubría era muy tenaz y resistente, pero Yonah recogió todos los excrementos que se habían acumulado en el suelo del gallinero durante el invierno y cubrió las copas con las deposiciones húmedas; después empapó un suave lienzo con los excrementos y frotó enérgicamente. Tras frotar con jabón y con unos paños secos, las copas quedaron tan brillantes como la armadura del conde Vasca. Adriana las colocó en una mesita, para que las iluminara el reflejo de las llamas de la chimenea, y volvió hacia la pared las partes dañadas de las dos copas arañadas y abolladas.
En el olivar que había cerca de la cumbre de la colina, los árboles estaban llenos de aceitunas duras y verdes, y Adriana tenía intención de prensarlas para hacer aceite cuando estuvieran maduras. Durante la ausencia de Yonah, había comprado unas cuantas cabras para formar un pequeño rebaño. Aunque el vendedor le había asegurado que tres hembras habían sido fecundadas, sólo una de ellas parecía preñada. Pero a Adriana le daba igual, pues, al llegar la última semana del verano, supo con toda certeza que estaba embarazada. Yonah se alegró y Adriana se sumió en un sereno éxtasis.
Sin embargo, la inminencia de la llegada del hijo los obligó a introducir algunos cambios.
A principios de otoño Reyna y Álvaro los visitaron y, mientras las mujeres charlaban tomando un vaso de vino, los hombres subieron a la cumbre de la colina para calcular las dimensiones de un nuevo establo.
Álvaro se rascó la cabeza cuando vio lo que Yonah quería.
—¿Vais a necesitar un establo tan grande, Ramón?
Yonah sacudió la cabeza sonriendo.
—Si lo construimos, mejor que sea grande —dijo.
Álvaro había construido varias casas y Yonah lo contrató para que erigiera las paredes exteriores de un establo con una techumbre de tejas a juego con la casa. Álvaro y Lope, su joven ayudante, se pasaron todo el otoño y el invierno recogiendo piedras y transportándolas a la cumbre de la colina con un carro tirado por bueyes. Adriana dio a luz en marzo, estuvo de parto toda una larga y ventosa noche, y alumbró a la criatura en las primeras luces de un frío amanecer. Yonah recibió al varón en sus manos y, mientras el niño abría la boca y lanzaba un grito, le besó la suave y arrebolada piel de la mejilla y sintió que su última soledad se esfumaba como por arte de ensalmo.
—Es Helkias Callicó —dijo Adriana y, cuando Yonah depositó en sus brazos a la criatura envuelta en pañales, añadió unas palabras que jamás pronunciaban, ni siquiera en sus momentos de mayor intimidad—. Hijo de Yonah Toledano.
Al llegar la primavera, Álvaro y Lope cavaron una somera zanja siguiendo las indicaciones de Yonah y echaron los cimientos. Mientras las paredes empezaban a levantarse gracias a su esfuerzo, Yonah decidió echarles una mano, dedicando todos los momentos libres que le dejaban sus pacientes. Aprendió a elegir y ensamblar cuidadosamente las piedras y a equilibrarías las unas encima de las otras para que su tensión diera firmeza a la pared. Aprendió incluso a mezclar el mortero con pizarra pulverizada y arcilla, arena, piedra caliza y agua para formar una especie de cemento. A Álvaro le hacían gracia sus preguntas y su entusiasmo.
—Ya veo que queréis dejar de ser médico y preferís trabajar en mi oficio —le dijo, pero ambos disfrutaban de la experiencia del esfuerzo en común.
El establo quedó terminado la primera semana de junio. En cuanto Álvaro y Lope cobraron el precio acordado y se fueron, Yonah empezó a trabajar en solitario durante las horas más frescas del día, recogiendo los materiales adicionales a primera hora de la mañana y antes del anochecer. Se pasó todo el verano y el otoño cargando rocas y piedras en su carretilla y descargándolas en el establo.
En noviembre ya pudo utilizar las piedras. Trazó una línea que dividía el espacio en dos y empezó a construir un tabique de piedra, paralelo a la pared exterior de la parte de atrás.
En el rincón más oscuro del establo abrió una puerta baja y estrecha a través de la pared nueva y construyó alrededor de la puerta un depósito de troncos de pino. Después dividió el depósito. En la parte anterior almacenó leña para el fuego mientras que en la parte más cercana a la pared colocó una trampilla a escasa profundidad. La trampa le permitía acceder al cuarto secreto que, cuando no se utilizaba, se podía ocultar por completo, amontonando más leña.
En el alargado y estrecho espacio que separaba las paredes colocó una mesa, dos sillas y todas las manifestaciones externas de su condición de judío: la copa del
kiddush
, las velas del
Sabbath
, los dos libros de medicina en hebreo y algunas páginas garabateadas de todas las bendiciones, los modismos y las leyendas que recordaba.
Una vez finalizada la construcción del establo, la noche del viernes subió a la cumbre de la colina con Adriana y su hijo, y se situó cerca del sepulcro de Nuño. Juntos escudriñaron la creciente oscuridad del cielo hasta que distinguieron el blanco resplandor de las tres primeras estrellas.
Previamente había encendido una lámpara en el establo para no tener que hacerlo después del comienzo del
Sabbath
y, bajo su luz, retiró la leña y abrió la trampa. Entró primero y tomó el niño que Adriana llevaba en brazos, agachándose para cruzar la pequeña puerta y entrar en el oscuro espacio del otro lado. Al poco Adriana se unió a ellos con la lámpara.
Fue una ceremonia muy sencilla. Adriana encendió las velas y ambos pronunciaron la bendición juntos, dando la bienvenida a la Reina del
Sabbath
. Después Yonah entonó la
shema
: «
Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno.
»
Fue la única liturgia que celebraron.
—Buen
Sabbath
—dijo Yonah, y besó a su esposa.
—Buen
Sabbath
, Ramón.
Ambos permanecieron sentados en el recóndito lugar.
—Que veas la luz —le dijo Yonah al niño.
Él no era Abraham y el chiquillo no era Isaac, y tampoco tenía que convertirse en mártir en una hoguera de la Inquisición, cual si fuera una ofrenda a Dios.
Aquélla sería la única vez que Helkias viera aquella estancia secreta hasta que pudiera pensar como un hombre adulto.
El carácter judío de Yonah viviría en su alma, donde nadie lo podría molestar, y él acudiría allí y visitaría sus objetos siempre que no hubiera peligro. Si viviera lo bastante como para ver a sus hijos alcanzar la edad de la razón, acompañaría a cada uno de ellos a aquel lugar secreto.
Encendería las velas y entonaría oraciones desconocidas, tratando de ayudar a la siguiente generación de la familia Callicó a comprender lo que había ocurrido en el pasado. Contaría las historias de unos abuelos y unos tíos a los que el niño jamás conocería, de un hombre cuyas manos y cuya mente creaban belleza con el metal, de unos espléndidos objetos sagrados, de una rosa de oro con tallo de plata. Historias de tiempos mejores, de una familia desaparecida y de un mundo ya perdido. Tras lo cual, él y Adriana pensaron que todo dependería de Dios.
1 de septiembre de 2000
Ambas mujeres habían acordado reunirse en el aeropuerto de Francfort, Elizabeth Spencer procedente de Nueva York por la American y Rosalyn Toledano desde Boston por la Lufthansa, y después se habían trasladado en un vuelo de Iberia a Barcelona, donde se habían hospedado en un hotel del barrio Gótico. Disponían de ocho días, muy poco tiempo a su juicio, pero eran unas intimas amigas cuyos caminos se habían separado, y querían aprovechar aquella oportunidad para estar juntas.
Formaban una pareja muy curiosa: Betty ágil y rubia; Rosalyn más alta y morena, y lo bastante bronceada como para recibir una lección sobre el cáncer de piel por parte de Betty, que era estudiante de medicina. Eran amigas desde que habían compartido habitación cuando ambas estudiaban en la Universidad de Michigan.
Procuraron aprovechar al máximo los ocho días de que disponían. Decidieron pasar tres días en Barcelona y otros tantos en Madrid, más dos días intermedios en Zaragoza, ciudad a medio camino entre las otras dos. Acordaron no llenar sus vacaciones con excesivas visitas, pero tomaron un taxi para dirigirse al parque Güell, donde admiraron el genio arquitectónico de Antonio Gaudí; después se sentaron a charlar a la sombra en un banco mientras en una cercana fuente los dragones de Gaudí escupían agua. Pasaron la tarde en el museo Picasso y por la noche tomaron una cena ligera en un bar de tapas y se mezclaron con los paseantes de las Ramblas, haciendo una parada para tomar un café con pastas y deteniéndose a cada pocos minutos ante los artistas y los músicos callejeros.
Regresaron muy tarde al hotel. Tras haberse duchado, se sentaron en pijama cada una en su cama para seguir charlando.
Faltaban cuatro semanas para que Betty empezara su cuarto año de estudios en la Albert Einstein Medical School de Nueva York, el año de prácticas, y la joven estaba preocupada y emocionada.
—Tengo mucho miedo, Roz. Tengo miedo de cometer un error y matar a alguien.
—Estoy segura de que los mejores estudiantes de medicina piensan lo mismo —dijo Rosalyn—. Vas a ser una médica fabulosa, Betts.
Rosalyn se había licenciado en derecho en la Universidad de Boston en junio, pocos días antes de que su novio Bill Steinberg se doctorara en la Tufts y obtuviera un empleo como instructor de botánica en la Universidad de Massachusetts. Ambos vivían juntos en Cambridge y pensaban casarse en noviembre. Ella se había presentado al examen del colegio de abogados en julio y, mientras esperaba el resultado, trabajaba en un importante bufete jurídico de Boston. El bufete acababa de ofrecerle un empleo permanente, pero ella había trabajado allí el tiempo suficiente como para observar que las firmas de mayor prestigio esperaban que sus abogados trabajaran sin descanso setenta y cinco horas semanales o más, y se le antojaba que semejante programa sería desastroso para unos recién casados, por cuyo motivo había rechazado la oferta. El hecho de rechazar aquel trabajo la había puesto nerviosa y estaba preocupada por su inminente boda.
Rosalyn y Betty habían viajado a España para hablar; cuando echaron un vistazo al reloj, se dieron cuenta de que ya eran las tres de la madrugada.
—Procuremos no perdernos de vista, ¿eh? Tenemos que seguir en contacto aunque tengamos montones de hijos y nos convirtamos en unas lumbreras en nuestras profesiones.
—De acuerdo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo… y ahora, duérmete ya de una vez, mujer.
Pasaron otros diez minutos y entonces fue Rosalyn la que habló.
—¿Unas lumbreras?
La mañana del cuarto día tomaron un vuelo de primera hora de la Aviaco a Zaragoza. Mientras se registraban en el hotel, prepararon su programa de visitas del día: un palacio moro del siglo XI y montones de obras de Goya.