—Hay más —continuó—. Está convencido de que Fernán oculta en este castillo algo de mucho valor. Creo que, al final, se ha convencido de que yo no sé nada, pero él lo busca sin descanso.
Por un instante, Yonah no se atrevió a hablar.
—¿Es una reliquia? —preguntó.
—No lo sé. Espero que no añadáis vuestras propias preguntas a mi tormento, señor —contestó la condesa. Después se levantó temblando, se acercó la mano al rostro y se lo tocó—. ¿Me quedará una cicatriz?
—Sí, pero muy pequeña. Al principio, será de color rojo, pero después se irá aclarando. Es de esperar que sea tan blanca como vuestra piel —dijo Yonah, y tomó la bolsa para regresar a la estancia del conde.
La primavera
Aquel mismo día, cuando el padre Sebas lo releyó y él salió de nuevo para reanudar su búsqueda, encontró una prueba de que el recuerdo que él conservaba de la obra de su padre no era imperfecto.
En el estante de un armario del sótano lleno de polvorientos marcos de cuadros y de sillas rotas, descubrió una doble hilera de copas pesadas y oscuras.
Cuando tomó una de ellas y la acercó a la ventana, vio que la había hecho su padre. No cabía la menor duda. El color era casi negro, porque la plata se había oscurecido con el paso de los años y el olvido, pero, cuando le dio la vuelta, distinguió en su fondo la marca HT.
Grabada por las manos de su padre.
Fue acercando las copas una a una por la ventana. Eran unas sencillas y pesadas copas de plata maciza con bases de electro. Dos de ellas estaban muy abolladas y rayadas, como si alguien las hubiera arrojado en un arrebato de furia. Recordaba que el conde le debía a su padre una colección completa de doce vasos, pero, a pesar de que busco con denuedo en el armario, retirando marcos y sillas, y de que anduvo tanteando en todos los oscuros rincones, sólo encontró las diez copas.
Regresó dos días más tarde al armario del sótano para sostener las copas en sus manos por el simple placer de sentir en ellas su peso y su solidez. Pero la tercera vez que regresó allí, encontró a Daniel Tapia, que sin duda buscaba algo, pues todos los objetos del armario estaban esparcidos por el suelo.
Tapia se lo quedó mirando.
—¿Qué queréis?
—No quiero nada, señor —contestó Yonah con toda naturalidad—. Estaba admirando simplemente la belleza del castillo para que algún día se lo pueda describir a mis hijos.
—¿Se va a morir el conde?
—Así lo creo, señor.
—¿Cuándo?
Yonah se encogió de hombros y lo miró serenamente. No tenía ninguna prueba de que Tapia hubiera intervenido en la violación y el asesinato de su hermano Meir, pero su instinto le decía que así era.
—Un antiguo compañero vuestro mencionó vuestro nombre, señor Tapia. Fray Lorenzo de Bonestruca.
—¿Ése? Llevo años sin ver a Bonestruca. Se fue a Zaragoza.
—Allí le vi yo.
Tapia frunció el entrecejo.
—¿Qué dijo de mi?
—Sólo que a veces ambos salíais a cabalgar juntos y que erais un compañero excepcional de diversiones. Fue un comentario muy breve que me hizo durante una partida de damas.
—En tal caso, el muy malnacido debió de deciros también lo mucho que yo aborrezco el juego de damas. ¿Sigue encaprichado con esta insensata actividad?
—No, señor. Ya ha muerto. Fray Bonestruca perdió el juicio y se pasó dos años en el manicomio de Zaragoza, donde murió a causa de la pestilencia que asoló aquel lugar.
Tapia hizo una mueca y se santiguó.
Sin embargo, habló con recelo cuando le preguntó a Yonah si era aquella conversación con Bonestruca lo que lo había inducido a viajar a Tembleque.
—No. La Diócesis me pidió que viniera aquí para ver si podía ayudar al conde. Hace poco, tuve que atender a la esposa del conde Vasca.
Tras casarse con él, Adriana le había revelado los malos tratos a que la había sometido su primer esposo. Con el tiempo, la expresión de dolor había desaparecido de sus ojos, pero él no podía soportar la idea de los hombres que golpeaban a las mujeres.
—Espero que la condesa no sufra más lesiones.
Tapia le miró sin poder creer que aquel médico tuviera el valor de hablarle en semejantes términos.
—A veces se producen lesiones y ninguno de nosotros se libra de ellas —dijo—. Por ejemplo, yo que vos, no me pasearía por el castillo sin escolta, no vaya a ser que alguien os confunda con un ladrón y os mate, señor.
—Sería una lástima que alguien lo intentara, pues hace mucho tiempo que soy capaz de enfrentarme yo solo con los asesinos —replicó Yonah, poniendo especial empeño en alejarse muy despacio.
De hecho, la amenaza sólo sirvió para espolearle en su búsqueda, pues estaba claro que Tapia creía que algo muy valioso se ocultaba en aquel lugar y no quería que otro lo encontrara. Yonah buscó concienzudamente, examinando incluso todos los huecos de los muros, por si éstos hubieran sido utilizados como los de su casa para ocultar sus manuscritos hebreos, pero sólo halló un nido de ratones y un montón de telarañas. No tardó en encontrarse de nuevo en estancias que ya había registrado anteriormente.
En el almacén, contempló el gran sarcófago de piedra digno de un príncipe y volvió a estudiar la inscripción.
CUM MATREM MATRIS SALVUS.
Sus conocimientos de latín eran casi nulos, pero, mientras regresaba a la estancia del enfermo, se cruzó con el mayordomo que estaba supervisando los trabajos de los obreros en la balaustrada de la escalinata.
—Padre Guzmán —le dijo—, ¿vos sabéis latín?
—Por supuesto que si —contestó el clérigo, dándose importancia.
—¿Qué significa la inscripción del sarcófago de piedra destinado al conde?
—Quiere decir que, después de la muerte, estará por toda la eternidad con la Virgen María —contestó el padre Guzman.
En tal caso, ¿por qué no pudo Yonah conciliar el sueño aquella noche?
A primera hora de la mañana siguiente, mientras una lluvia primaveral golpeaba la fina losa de alabastro de la ventana, se levantó, tomó una antorcha de la pared, se dirigió al almacén y la sostuvo en alto para examinar el sarcófago bajo su trémula luz.
A media mañana, cuando el padre Sebas se presentó en la habitación del enfermo, Yonah lo estaba esperando con ansia.
—Padre, ¿tenéis buenos conocimientos de latín?
El padre Sebas esbozó una sonrisa.
—Eso ha sido desde siempre la tentación del orgullo pecaminoso.
—CUM MATREM MATRIS SALVUS.
La sonrisa del clérigo se esfumó.
—Un momento —dijo en tono desabrido.
—¿Qué significa?
—¿De dónde habéis sacado… estas palabras?
—Padre, vos y yo no nos conocemos demasiado, pero tendréis que preguntaros si podéis confiar en mí.
Sebas le miró y lanzó un suspiro.
—Puedo y debo confiar. «
Me salvaré con la Madre de la Madre
», eso significa.
Yonah observó que el rubicundo sacerdote había palidecido visiblemente.
—Sé lo que perdisteis hace tiempo, padre Sebas, y creo que lo hemos encontrado —dijo.
Ambos examinaron cuidadosamente el sarcófago. La gran tapa de piedra adosada a la pared sobre el sarcófago era una única y sólida losa. También lo eran el fondo y tres de sus lados.
—Pero mirad aquí —señaló Yonah.
El cuarto lado era distinto, más ancho que el del otro extremo. El panel con la inscripción se encontraba en la parte superior de aquel lado. Yonah dio unas palmadas al panel para que el padre Sebas oyera que era hueco.
—Tenemos que retirar el panel.
El sacerdote se mostró de acuerdo, pero le aconsejó prudencia.
—El almacén está demasiado cerca de los dormitorios. Y no muy lejos del comedor. La gente pasa a distintas horas del día y a los soldados de la guardia se les puede llamar rápidamente. Tenemos que esperar un momento en que los demás moradores del castillo estén ocupados en otra cosa —dijo.
Sin embargo, los acontecimientos los privaron del lujo de la espera, pues a primera hora de la mañana siguiente Yonah fue despertado por una criada que aquella noche había velado al conde Vasca. El conde estaba vomitando en medio de unas fuertes convulsiones. La mueca de su rostro se había acentuado de manera alarmante y sus ojos ya no estaban al mismo nivel, pues el izquierdo estaba más abajo que el derecho. Su pulso era fuerte y rápido, y su respiración lenta y ruidosa. Yonah percibió un nuevo y afanoso suspiro e identificó su significado.
—Daos prisa. Id en busca de la condesa y de los sacerdotes —apremió a la criada.
La condesa y los clérigos llegaron juntos, la esposa del moribundo se presentó despeinada y desgranando en silencio las cuentas del rosario, mientras que el padre Guzmán se había puesto con tantas prisas las vestiduras funerarias, una casulla y un sobrepelliz morados, que el padre Sebas aún estaba tratando de colocarle la estola morada alrededor del cuello cuando ambos cruzaron la puerta.
El conde, con los ojos desorbitados, estaba exhalando su último aliento; su aspecto le recordó a Yonah la descripción que había hecho Hipócrates de la muerte inminente: «
La nariz afilada, las sienes hundidas, las orejas frías y estiradas con los lóbulos deformados, la piel del rostro endurecida, estirada y reseca, el color del rostro oscuro.
»
El padre Sebas abrió el pequeño recipiente de oro que contenía los santos óleos. Humedeció el pulgar del padre Guzmán con crisma y el sacerdote ungió los ojos, los oídos, las manos y los pies de Vasca. El aire se llenó del perfume del denso bálsamo y de la fragancia del óleo cuando el decimocuarto y último conde de Tembleque exhaló su último, prolongado y sofocado suspiro.
—Sus pecados han sido perdonados —dijo el padre Guzmán—, y en estos momentos se está reuniendo con Nuestro Señor.
El padre Sebas y Yonah se intercambiaron una larga mirada, pues ambos eran conscientes de que dadas las circunstancias, el sarcófago de piedra no tardaría en ser enterrado profundamente en la tierra.
—Tenemos que comunicarles a los criados y a los soldados la muerte de su amo y señor, y celebrar una misa conmemorativa en el patio —le dijo el padre Sebas al padre Guzmán.
Guzmán frunció el ceño.
—¿Lo creéis necesario? En estos momentos tenemos muchas cosas entre manos.
—Pero eso es lo primero que hay que hacer —dijo con firmeza el mayor de los dos clérigos—. Yo os prestaré ayuda, pero vos tenéis que comunicar la noticia después de la misa, porque sabéis hablar mucho mejor que yo.
—Eso no es cierto —replicó modestamente el padre Guzmán, aunque accedió a comunicar la noticia, visiblemente satisfecho de recibir aquel cumplido.
—Entre tanto —añadió el padre Sebas—, el médico tiene que lavar al difunto y prepararlo para el entierro.
Yonah asintió con un gesto.
Procuró entretenerse en su tarea hasta que oyó que empezaba la misa en el patio de abajo. Cuando oyó la lenta y monótona voz del padre Sebas, la más clara del padre Guzmán y la sonora respuesta de los presentes, corrió al almacén.
Utilizando una sonda médica, empezó a rascar la argamasa que rodeaba el panel labrado del ataúd de piedra. Era un uso que Manuel Fierro jamás hubiera podido imaginar cuando había hecho el instrumento, pero dio muy buen resultado. Cuando acababa de quitar la argamasa de dos lados del panel, Yonah oyó una voz a su espalda.
—¿Qué estáis haciendo, matasanos?
Daniel Tapia entró en el cuarto con los ojos clavados en el panel del sarcófago.
—Quiero cerciorarme de que todo está bien.
—Ya —dijo Tapia—. O sea que creéis que aquí dentro hay algo, ¿verdad?
Confío en que no os equivoquéis.
Desenvainó su puñal y se acercó a Yonah.
Yonah comprendió que a Tapia no le interesaba armar un alboroto y provocar la intervención de los soldados, pues quería completar el saqueo por su cuenta. El hombre era tan alto como Yonah, pero mucho más corpulento, y debía de pensar que podría liquidar fácilmente al médico desarmado con su puñal. Yonah amagó con la pequeña sonda y saltó hacia un lado cuando el puñal describió un amplio arco con el visible propósito de abrirlo en canal.
Faltó muy poco; la hoja no lo alcanzó por un pelo. La punta quedó prendida en el tejido de su túnica y la rasgó, pero el breve instante en que quedó enganchada permitió a Yonah sujetar el brazo que había detrás de ella.
Dio un tirón más por una acción refleja que por un propósito deliberado, y Tapia perdió el equilibrio. Cayó hacia delante sobre el sarcófago abierto. Aún conservaba el puñal en la mano y actuó con mucha rapidez a pesar de su corpulencia, pero Yonah tomó instintivamente la tapa del ataúd, apoyada contra la pared. Era tan pesada que tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para moverla, pero la tapa de piedra se separó de la pared y, por efecto de su considerable peso, cayó hacia delante. Justo en el instante en que Tapia se estaba levantando, la pesada losa le cayó encima como una trampa sobre un animal. Su cuerpo amortiguó buena parte del ruido; en lugar del estruendo de la piedra contra la piedra, se oyó un sordo rumor.
Pero, aun así, el ruido fue considerable, por lo que Yonah permaneció inmóvil y prestó atención. Las voces de los asistentes a la misa siguieron rezando sin interrupción.
La mano de Tapia aún sostenía el puñal que Yonah tuvo que arrancarle de los dedos. Yonah levantó cautelosamente la tapa, pero la precaución ya no era necesaria.
—¿Tapia? —No se oía el menor sonido de respiración—. No, maldición.
La columna vertebral del hombre se había roto y éste había muerto. Yonah no tuvo tiempo para lamentarlo. Trasladó a Tapia a la habitación contigua a la suya y lo depositó en la cama. Después le quitó las prendas exteriores y le cerró los ojos, entornó la puerta y se retiro.
Regresó a toda prisa al almacén, pues la misa estaba tocando a su fin y la nasal voz del padre Guzmán estaba ensalzando la vida de Fernán Vasca.
Cuando terminó de eliminar la fina capa de argamasa, Yonah retiró el panel de piedra y descubrió un hueco.
Introdujo la mano, presa de una profunda emoción, y notó unos trapos.
Protegido por los paños, como un enorme y valioso huevo, había un objeto envuelto en un lienzo de lino y, debajo del lienzo de lino, una bolsa de seda bordada. Cuando sacó la bolsa le tembló la mano, pues en su interior acababa de encontrar la causa de la muerte y destrucción de su familia.