—¿Tenéis arrayán? ¿Y bálsamo de acacia nilotica? —le preguntó Yonah—.
—¿Tenéis remolacha amarga? ¿Coloquíntida?
López no se ofendió por las preguntas de Yonah.
—Tengo casi cuanto me habéis pedido, señor. Tal como vos sabéis, uno no puede tenerlo todo. Si necesitáis algo que yo no tenga, con vuestro permiso os lo diré y os aconsejaré una o más sustancias que puedan sustituirlo.
El boticario asintió con la cara muy seria cuando Yonah le dijo que le pediría las medicinas desde el castillo de Tembleque.
—Espero que no hayáis hecho este camino tan largo por una empresa imposible, señor.
—Ya veremos —contestó Yonah, y se despidió de él.
Cuando llegó al castillo ya hacia una hora que había oscurecido y la puerta estaba cerrada.
—¡Ah del castillo!
—¿Quién va?
—Ramón Callicó, médico de Zaragoza.
—Aguardad.
El centinela se retiró a toda prisa, pero regresó de inmediato, esta vez acompañado por alguien que llevaba una antorcha. Las dos figuras que observaban a Yonah desde arriba quedaron envueltas en un cono de luz amarilla que se alejó con ellos.
—¡Entrad, señor médico! —dijo el centinela, levantando la voz.
Levantaron el rastrillo en medio de un terrible sonido metálico que hizo respingar a la yegua negra antes de que ésta siguiera adelante mientras sus cascos arrancaban chispas de las baldosas de piedra del patio.
El padre Alberto Guzmán, un hombre de expresión severa y espaldas redondeadas, le ofreció comida y bebida.
Sí, os lo agradezco, necesito ambas cosas. Pero habrá de ser más tarde, cuando haya visitado al conde —contestó Yonah.
—Será mejor que no le molestéis esta noche y esperéis a mañana para examinarle —advirtió bruscamente el clérigo.
A su espalda destacaba un anciano fornido y rubicundo vestido con las rústicas prendas propias de un peón, cuyo rostro aparecía enmarcado por una nube de cabello blanco y una poblada barba del mismo color.
—El conde no puede hablar ni moverse y no entiende lo que le dicen. No hay razón para que os apresuréis a verle —añadió el padre Guzmán.
Yonah le miró a los ojos.
—Aun así, insisto. Necesitaré velas y lámparas alrededor de la cama. Muchas, para que haya mucha luz.
El padre Guzmán apretó los labios con expresión de hastío.
—Como queráis. El padre Sebas se encargará de proporcionaros la luz.
El anciano asintió con la cabeza y entonces Yonah se dio cuenta de que era un clérigo y no un obrero del campo.
El padre Guzmán tomó una lámpara y Yonah lo siguió por varios corredores y distintas escaleras de piedra. Pasaron por delante de una estancia que Yonah recordaba, la sala en la que el conde lo había recibido en audiencia tras la entrega de su armadura. Siguieron hasta llegar al dormitorio, un negro espacio en el que la lámpara del sacerdote hizo que las sombras del enorme lecho danzaran en los muros de piedra. Un olor nauseabundo impregnaba el ambiente.
Yonah tomó la lámpara y la acercó al rostro del enfermo. Los ojos de Vasca, el conde de Tembleque, parecían mirar a lo lejos. El lado izquierdo de su boca estaba torcido hacia abajo en una mueca permanente.
—Necesito más luz.
El padre Guzmán se acercó a la puerta y dio un grito, pero el padre Sebas ya se estaba acercando en compañía de dos hombres y una mujer que llevaban varias velas y lámparas. Una vez encendidas las lámparas y los pabilos de las velas, el conde quedó inundado de luz.
Yonah se inclinó sobre su rostro.
—Conde Vasca —le dijo—, soy Ramón Callicó, el médico de Zaragoza.
Los ojos lo miraron fijamente con unas pupilas de distinto tamaño.
—Ya os he dicho que no puede hablar —intervino Guzmán.
Vasca estaba cubierto por una manta sucia. Cuando Yonah la apartó, el hedor se intensificó.
—Tiene la espalda comida por una dolencia maligna —explicó el padre Guzmán.
El cuerpo que yacía en la cama era muy alto, pero Yonah le dio la vuelta sin dificultad y soltó un gruñido al ver una especie de forúnculos de desagradable aspecto, algunos de los cuales supuraban.
—Son llagas provocadas por la larga permanencia en la cama —determinó.
Señaló a los criados que esperaban al otro lado de la puerta—. Tienen que calentar agua y traerla aquí sin tardanza junto con unos lienzos limpios.
El padre Guzmán carraspeó.
—El último médico, Carlos Sifrina de Fonseca, dijo con toda claridad que no teníamos que bañar al conde Vasca, so pena de que absorbiera los humores del agua.
—Estoy seguro de que al último médico, Carlos Sifrina de Fonseca, jamás lo han dejado tumbado sobre su propia mierda. —Ya era hora de ejercer su autoridad y Yonah así lo hizo con la mayor discreción posible—. Agua caliente en cantidad, jabón y lienzos suaves. Tengo un ungüento, pero traedme pluma, tinta y papel para que pueda anotar de inmediato qué otros ungüentos y medicinas necesitaré. Tendré que enviar a un jinete a Santiago López, el boticario de Toledo. El jinete deberá despertar al boticario si fuera necesario.
El padre Guzmán le miró dolido, pero resignado.
Cuando dio medio vuelta, Yonah lo llamó.
—Buscad unos suaves y gruesos vellocinos para ponérselos debajo. Que estén limpios. Traedme camisas de noche limpias y una manta que no esté sucia —añadió.
Ya era muy tarde cuando terminó. Había lavado el cuerpo, curado las llagas con ungüento, extendido los vellocinos y cambiado la manta y la camisa de noche. Le rugía el vientre cuando le sirvieron pan, un trozo de carne de cordero, con fuerte olor a choto y grasienta, y un vaso de vino amargo. Después lo acompañaron a una pequeña estancia, donde el lecho conservaba todavía el desagradable olor del cuerpo de su último ocupante, quizá Carlos Sifrina, el médico de Fonseca, pensó mientras caía dormido de puro cansancio.
A la mañana siguiente, desayunó pan con jamón y un vino un poco mejor y procuró comer todo el jamón que pudo.
La luz de la mañana apenas entraba en el dormitorio del paciente, pues sólo había un ventanuco en la parte superior del muro. Yonah mandó que los criados prepararan un catre en la estancia exterior, cerca de una soleada ventana más baja, y ordenó que trasladaran allí al conde Vasca.
A la luz del día, el estado de Vasca resultaba todavía más desolador. Los músculos atrofiados habían hecho que las manos se abrieran en una posición exagerada, con la parte exterior de los nudillos situada en el vértice del arco. Yonah le dijo a un criado que cortara dos trocitos de una rama redonda de un árbol. Después curvó las manos de Vasca alrededor de los trozos de rama y las aseguró con unos lienzos.
Las cuatro extremidades del enfermo parecían muertas. Cuando rascó las manos de Vasca, la parte posterior de sus piernas y los pies con el extremo romo de un escalpelo, le pareció que la pierna derecha reaccionaba ligeramente, pero, en la práctica, todo el cuerpo estaba paralizado. Lo único que se movía en el cuerpo del conde eran los ojos y los párpados. Vasca podía abrir y cerrar los ojos y era capaz de contemplar algo y apartar la mirada.
Yonah clavó los ojos en los del enfermo sin dejar de hablarle.
—¿Notáis esto, conde Vasca? ¿O esto otro?
—¿Percibís alguna sensación cuando os toco, conde Vasca?
—¿Os duele algo, señor conde?
De vez en cuando se escapaba de la figura un gemido o un gruñido, pero jamás una respuesta a una pregunta.
El padre Guzmán acudía a veces a la habitación para contemplar los esfuerzos de Yonah con una mal disimulada expresión de desprecio.
—No entiende nada —masculló al final—. No entiende nada ni siente nada.
—¿Estáis seguro?
El clérigo asintió.
—Habéis hecho un esfuerzo en vano. Se está acercando al divino viaje que a todos nos espera.
Por la tarde entró una mujer en la habitación del enfermo. Debía de tener la edad de Adriana y era rubia y de piel muy clara. Tenía un agraciado rostro felino, la boca pequeña, los pómulos muy pronunciados, las mejillas mofletudas y unos grandes ojos almendrados que ella alargaba con afeites de color negro. Lucía un precioso, pero manchado vestido y apestaba a vino. Por un instante, Yonah pensó que tenía un antojo en el largo cuello, pero después se dio cuenta que era la clase de señal que dejaba una noche de amor.
—El nuevo médico —dijo la mujer, mirándole.
—Sí. ¿Sois vos la condesa?
—En efecto. ¿Podréis hacer algo por él?
—Es muy pronto para decirlo, condesa… Me han dicho que lleva más de un año enfermo, ¿verdad?
—Ya va para catorce meses.
—Comprendo. ¿Desde cuándo sois su esposa?
—Cuatro años se cumplirán en primavera.
—¿Estabais a su lado cuando enfermó?
—Mmmmm…
—Me sería muy útil saber con todo detalle lo que le ocurrió aquel día.
La mujer se encogió de hombros.
—A primera hora de la mañana salió a cabalgar y a cazar.
—¿Qué hizo a la vuelta?
—De eso hace catorce meses, señor. Pero… vamos a ver si me acuerdo. Bueno, ante todo, me llevó a la cama.
—¿Fue a última hora de la mañana?
—A mediodía. —La mujer miró sonriendo al enfermo—. Para irse a la cama, no le importaba el momento, ya fuera de día o en plena noche.
—Condesa, perdonadme la pregunta… ¿hizo muchos esfuerzos aquel día el señor conde en su actividad sexual?
La mujer le miró.
—No me acuerdo. Pero él se esforzaba mucho en todas sus actividades.
Según la información de la mujer, aquel día el conde se había comportado con normalidad.
—A última hora de la tarde me dijo que le dolía la cabeza, pero se encontró lo bastante bien como para sentarse a la mesa a la hora de cenar. Mientras le servían el pollo, observé que torcía la boca hacia abajo… tal como la tiene ahora. Y me pareció que le costaba respirar y que resbalaba de la silla.
—Tuvieron que matar a sus lebreles, porque no permitían que nadie se acercara para prestarle ayuda.
—¿Volvió a sufrir un ataque similar desde aquel día?
—Dos más. No estaba tal como vos lo veis ahora después del primer ataque. Podía mover las extremidades de la derecha y hablar. A pesar de que las palabras eran torpes y confusas, consiguió darme instrucciones para su entierro. Sin embargo, dos semanas después del primer ataque sufrió otro más y, a partir de entonces, se quedó mudo y paralizado. Hace un mes, sufrió el tercero.
—Os doy gracias por haberme contado todo esto, condesa.
La mujer asintió con un gesto y se volvió para estudiar la figura de la cama.
—A veces era muy severo, tal como les ocurre a los hombres fuertes. Le he visto comportarse con gran crueldad. Pero para mí siempre fue un señor benévolo y un buen esposo. —La condesa se volvió para mirar a Yonah—. ¿Cómo os llamáis?
—Callicó.
La mujer le miró un instante, volvió a asentir con la cabeza y se retiró.
La condesa
Su habitación, situada al fondo de un corredor, estaba separada de los aposentos de la condesa, ubicados en el otro extremo, por un dormitorio intermedio. Yonah sólo pudo ver al otro huésped del castillo a la noche siguiente. En mitad de la noche, cuando abandonó la habitación para vaciar el orinal, vio salir de los aposentos de la condesa a un hombre que sostenía algo en los brazos. En la pared del corredor había dos teas de pez encendidas y Yonah distinguió con toda claridad a un individuo corpulento, desnudo, de rostro mofletudo, que llevaba la ropa colgada del brazo.
Yonah hubiera preferido no decir nada, pero el hombre le vio y se quedó petrificado por un momento.
—Buenas noches —le dijo Yonah.
Sin pronunciar palabra, el otro entró en la estancia contigua a la suya. A la mañana siguiente, Yonah trasladó de nuevo al conde a la habitación soleada con la ayuda del padre Sebastián. Había descubierto que el anciano y canoso sacerdote era la única persona del castillo con quien podía hablar.
Mientras ambos estaban acomodando al conde en el catre, entró un hombre en la estancia. Yonah reconoció en él al sujeto que había visto desnudo unas cuantas horas antes en el pasillo.
—¿Adónde diablos se ha ido?
Un tipo pendenciero, pensó Yonah. Tenía los ojos pequeños e iracundos, el rostro redondo y mofletudo, y una corona de cabello negro alrededor de un cráneo prácticamente calvo. Su musculoso cuerpo estaba empezando a engordar. Tenía los dedos muy gruesos y manos de gladiador, cada una de ellas adornada por una llamativa y pesada sortija.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Lo ignoro, señor.
Yonah apenas conocía al padre Sebastián, pero adivinó por la fría sequedad de su voz que el anciano sacerdote no le tenía la menor simpatía a aquel hombre que no le había prestado a Yonah la menor atención y había dado media vuelta sin decir nada más. Yonah y el padre Sebastián cubrieron al conde Vasca con una manta ligera.
—¿Con qué descortés caballero hemos tenido el placer de departir?
—Es Daniel Fidel Tapia —contestó el padre Sebas. Tapia.
Yonah recordó:
¿Quién os acompañaba cuando salisteis a cabalgar de noche, fray Bonestruca? —Tapia.
—¿Y quién es este tal Tapia?
—Un amigo del conde Vasca. Últimamente gusta de calificarse de compañero del conde.
—¿Y a quién buscaba, pues no ha pronunciado su nombre?
—Él sabía que yo he comprendido que buscaba a la condesa. Ella y Tapia están unidos por una amistad muy especial —contestó el padre Sebastián.
A veces, el pulso de Vasca era fuerte y rápido mientras que otras vacilaba como el trémulo correteo de un animalillo asustado. El padre Guzmán se presentaba una vez al día y se quedaba un ratito para echar un vistazo al rostro del conde y comentar que su aspecto era peor que el de la víspera.
—Dios me dice que se está muriendo.
¿Y por qué razón os lo tendría que decir Dios?, pensaba Yonah.
Dudaba que hubiera algo capaz de salvar la vida de Vasca, pero tenía que seguir intentándolo. La enfermedad que estaba matando al conde no era insólita. En el tiempo que llevaba ejerciendo la medicina, Yonah había visto a otras personas aquejadas del mismo mal, algunas de ellas con la boca deformada y los brazos y las piernas inertes. Por regla general, sólo resultaba afectado un lado del cuerpo, pero, en algunas ocasiones la paralización alcanzaba a los dos lados. Ignoraba cuál era la causa o si había algún remedio.