El último judío (51 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El último judío
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En algún lugar del complicado cuerpo humano tiene que haber un centro que gobierne la fuerza y el movimiento de un hombre, pensó. Quizás en el conde Vasca aquel centro se parecía a la zona ennegrecida y dañada que él había visto en el corazón de Nuño.

Deseó poder diseccionar el cuerpo del conde Vasca cuando éste muriera.

—¡Cuánto me gustaría llevaros a mi establo de Zaragoza! —murmuro.

Los ojos, que estaban cerrados, se abrieron y lo miraron. Yonah hubiera podido jurar que los ojos del conde lo habían mirado con expresión perpleja y fue entonces cuando se le ocurrió una terrible sospecha. Pensó que quizás a ratos el conde Fernán Vasca comprendía lo que ocurría en el mundo que lo rodeaba.

Pero tal vez no…

Se pasaba mucho rato a solas con su paciente, sentado junto a su lecho o bien inclinado sobre él para hablarle, pero el momento en que los ojos de ambos se cruzaron no volvió a repetirse. Casi siempre Vasca parecía dormir con una lenta y ruidosa respiración en la que se le hinchaban las mejillas cada vez que exhalaba el aire. El padre Sebas se presentaba dos veces al día para leer los textos de su devocionario con voz áspera y cascada, deteniéndose de vez en cuando para carraspear a causa del catarro crónico que padecía. Yonah le recetó alcohol de alcanfor y el anciano sacerdote se lo agradeció mucho.

—Tenéis que descansar mientras yo esté aquí. Id a echar una siesta, señor —le decía el padre Sebas y a veces él aprovechaba para huir de la estancia durante las prolongadas sesiones de oración. Paseaba libremente por las silenciosas estancias del enorme castillo que estaba prácticamente vacío, un frío y siniestro hogar lleno de chimeneas apagadas. Buscaba los objetos que su padre había creado para el conde y que Vasca jamás se había dignado pagar. Le hubiera gustado especialmente encontrar la flor de oro con tallo de plata para ver si era tan hermosa como la conservaba en su recuerdo infantil.

El conde Vasca había tomado disposiciones para cuando se muriera. En un almacén había un enorme sarcófago de piedra caliza con una inscripción latina:

CUM MATREM MATRIS SALVUS.

La cubierta de piedra era lo bastante pesada como para que no pudieran penetrar los gusanos o los reptiles. Pero Yonah no vio ni la rosa de oro ni ningún otro objeto que le resultara familiar hasta que entró en una sala de armaduras y se sobresaltó al ver un espléndido caballero preparado para la batalla.

Era la armadura que él había entregado con Ángel, Francisco y Luis.

Dominado por el asombro, acarició las cinceladuras y los adornos labrados que él mismo había creado bajo la guía de Manuel Fierro, el armero de Gibraltar. El padre Sebastián acudía a diario a la habitación del enfermo y no se apresuraba a retirarse, para gran placer de Yonah, que le había cobrado afecto. Yonah observó con curiosidad que las manos del anciano estaban tan encallecidas como las de cualquier peón del campo.

—Padre Sebastián, habladme un poco de vos.

—No hay nada digno de interés, señor.

—Pues a mi me parecéis un hombre muy interesante. Decidme, padre, ¿por qué no vestís como los demás sacerdotes?

—Antaño yo era muy engreído y ambicioso, y vestía unos hermosos hábitos negros hechos a mi medida. Pero no cumplía con mis obligaciones, lo cual provocó el enojo de mis superiores, que me enviaron a los caminos como mendicante para que predicara la palabra de Dios y me ganara el pan de cada día con mi trabajo.

—Pensé que estaba perdido y salí horrorizado a cumplir mi castigo. No sabía adónde ir, caminaba, dejando que los pies me llevaran adonde quisieran. Al principio, era demasiado orgulloso y arrogante como para mendigar. Comía frutos del bosque y, a pesar de ser un hombre de Dios, robaba en los huertos. Pero siempre hay gente buena y algunas personas muy pobres compartían conmigo su mísero alimento y me mantenían.

—Con el tiempo, el hábito negro se pudrió y rompió, y yo anduve errante, envuelto en andrajos y sin tonsura. Vivía y trabajaba con los pobres que rezaban y compartían su pan y su agua conmigo, luego yo heredaba su ropa, que a veces pertenecía a hombres que habían muerto. Por primera vez empecé a comprender a san Francisco, aunque no anduve desnudo por el mundo como él, ni me quedé ciego ni me aparecieron estigmas en el cuerpo. Soy simplemente un hombre sencillo y perplejo, pero me han sonreído y ahora ya llevo muchos años siendo un vagabundo de Dios.

—Pero, si trabajáis con los pobres, ¿por qué estáis en este castillo?

—De vez en cuando vengo aquí. Me quedo el tiempo suficiente para oír las confesiones de los criados y los soldados de la guardia, y darles la comunión; después me voy. Esta vez el padre Guzmán me ha pedido que me quede hasta que muera el conde.

—Padre Sebas, nunca he oído vuestro nombre de pila —le dijo Yonah.

El clérigo esbozó una sonrisa.

—Sebas no es mi auténtico nombre. Así me empezó a llamar cariñosamente la gente, como una abreviación de Sebastián. Me llamo Sebastián Álvarez.

Yonah se quedó petrificado, pero no llegó a ninguna conclusión; a fin de cuentas, muchos hombres se llamaban igual. Estudió el rostro del clérigo, tratando de descubrir en él algún vestigio del pasado.

—Padre, ¿qué servicio prestabais en la Iglesia antes de convertiros en un fraile mendicante?

—Raras veces pienso en ello, pues me parece que aquél era otro hombre en otra existencia. Era el prior del priorato de la Asunción de Toledo —contestó el anciano.

Aquella noche, mientras permanecía sentado a solas junto al lecho del conde, Yonah evocó la época que precedió al asesinato de su hermano Meir, los días anteriores al período en que su padre empezó a forjar el ciborio para el priorato de la Asunción y ya había realizado los bocetos preliminares. Yonah sólo había visto al clérigo en dos ocasiones en que había acompañado a su padre al priorato, donde éste tenía que hablar con el padre Álvarez. Recordaba a un hombre autoritario e impaciente, y ahora se asombraba de la transformación que se había operado en él.

Estaba seguro de que el padre Sebas tenía empeño en regresar al castillo porque sabía, tal como él sabía también, que Fernán Vasca había estado detrás de los robos del ciborio y de la reliquia de santa Ana.

Seguía hablándole al conde en la esperanza de poder despertar su conciencia. Estaba empezando a cansarse de oír su propia voz mientras hablaba con un Fernán Vasca aparentemente dormido. En caso de que Vasca lo pudiera oír, estaba seguro de que el conde también estaba harto de oír el constante zumbido de su voz. Ya le había hablado del tiempo, de las previsiones para la siguiente cosecha, de los halcones que volaban por el aire, recortándose como un punto contra las nubes.

Al final, decidió utilizar otro sistema.

—Conde Vasca, ya es hora de que estudiemos la cuestión de mis honorarios —le dijo—. En justicia, éstos tendrían que equilibrarse con lo que ambos nos hemos debido mutuamente en el pasado. Hace diez años yo visité este lugar para entregaros una espléndida armadura y vos me entregasteis diez maravedíes por la molestia. Pero tuvimos otros tratos, pues yo os hablé de las reliquias de un santo que había en una cueva de la costa sudoriental y, a cambio, vos acabasteis con la vida de dos hombres que me hubieran arrebatado la mía.

Vio un movimiento bajo los párpados cerrados.

—Yo envíe a dos hombres a la muerte en la cueva de un ermitaño. Y vos os librasteis de unos rivales y os quedasteis con unas reliquias. ¿Lo recordáis?

Los ojos se abrieron lentamente y Yonah descubrió en ellos algo que no había visto antes.

Interés.

—Qué extraño es el mundo, pues ahora no soy un armero sino vuestro médico, que desea ayudaros. Tenéis que colaborar conmigo.

Ya había pensado en lo que haría en caso de que pudiera despertar la mente consciente del conde.

—Ya sé que es difícil, pues estáis privado de la palabra. Sin embargo, existe un medio para que podamos comunicarnos. Yo os haré una pregunta. Vos parpadearéis una vez para decir que si y dos para decir que no. Cada vez que parpadeéis, cerrad un momento los ojos para que yo sepa que es una respuesta.

—Una vez para decir que si y dos para decir que no. ¿Habéis comprendido?

Pero Vasca se limitó a mirarle.

—Parpadead una vez para decir que si y dos veces para decir que no. ¿Me habéis comprendido, conde Vasca?

¡Un solo parpadeo!

—Bien. Lo estáis haciendo muy bien, conde Vasca. ¿Notáis alguna sensación en las piernas o en los pies?

Dos parpadeos.

—¿Y en la cabeza?

Un solo parpadeo.

—¿Sentís dolor o molestias en alguna parte de la cabeza?

Sí.

—¿En la boca o la mandíbula?

No.

—¿En la nariz?

No.

—¿Los ojos?

Vasca parpadeó una vez.

—Bueno pues, los ojos. ¿Es un dolor agudo?

No.

—¿Un prurito?

Un parpadeo y un cierre de los párpados para acentuarlo.

—Conde Vasca, ¿recordáis a Helkias Toledano, el platero de Toledo?

Vasca le miró.

—Teníais en vuestro poder varios objetos que él confeccionó para vos. Por ejemplo, una preciosa rosa de oro y plata. Me gustaría mucho ver algunas de las cosas que hizo Toledano. ¿Sabéis dónde se guardan?

Vasca le miró. La torcida boca pareció curvarse hacia arriba; era difícil saberlo a ciencia cierta, pero a Yonah le pareció ver una expresión burlona en los ojos del conde.

Ya no recibió más respuestas. Hubo algunos parpadeos al azar, reflejos naturales y no respuestas a sus preguntas, y después Vasca cerró los ojos.

—Maldición. ¿Conde Vasca? ¿Me oís?

Los ojos permanecieron cerrados.

—Eran obra de las manos de mi padre, condenado señor —dijo con rabia—.

Tres cuencos grandes. Cuatro espejitos de plata y otros dos de tamaño más grande. Una flor de oro con tallo de plata. Ocho peinetas y un peine. Y una docena de copas de plata y electro. ¿Dónde están?

Se pasó un rato hablando y preguntando hasta que se quedó ronco, y finalmente se dio por vencido. Era como si el enfermo se hubiera vuelto a hundir en el lugar inalcanzable del que tan brevemente había salido. Yonah comprendió las limitaciones que le imponía su ignorancia. No sabia cómo devolverle la conciencia a Vasca. Lavó suavemente los párpados cerrados con agua tibia y envió a un jinete a la botica a por un ungüento para los ojos. Había sido un intervalo emocionante. Se quedó solo con su irritación, pero por primera vez su tarea cotidiana le deparó una gozosa satisfacción.

Le comentó a la condesa el lenguaje de los parpadeos y ella palideció de emoción.

—Yo también quiero hacerlo —dijo, pero, cuando se sentó junto al lecho del enfermo, sufrió una decepción.

La mujer tomó una de las manos de Vasca, doblada todavía alrededor del trozo de rama que impedía su deformación, y le dijo:

—Mi señor esposo.

Otra vez y otra.

—Mi señor esposo… mi señor…

—Esposo mío…

—Por Dios, Fernán, abrid los ojos, ¡miradme, por el amor de Cristo!

Yonah abandonó la estancia para respetar la intimidad de la condesa, pero, cuando regresó, Vasca aún estaba dormido y sus mejillas se hinchaban cada vez que exhalaba el aire.

Al día siguiente, la mujer regresó junto al lecho del conde. Cuando tomó asiento, Yonah vio dos magulladuras en su mejilla izquierda.

—Condesa… ¿hay algo en lo que yo pueda ayudaros?

La pregunta había sido formulada con torpeza, y ella le contestó con distante frialdad.

—No, gracias, señor.

Sin embargo, a primera hora de la mañana siguiente, un criado lo despertó para decirle que se requerían los servicios del médico en los aposentos de la condesa. La encontró tumbada en la cama, con el rostro cubierto por un trapo ensangrentado. En el lugar de las magulladuras, la mujer presentaba un corte en la mejilla.

—¿Os lo ha hecho él con su sortija?

La condesa no contestó. Tapia debía de haberla golpeado con la mano abierta, pensó Yonah, pues, si la hubiera tenido cerrada en puño, la sortija hubiera producido una herida más profunda. Sacó de su bolsa hilo encerado y una fina aguja. Antes de coser la herida le dio a beber a la condesa un traguito de aguardiente. Aun así, la mujer se agitó y gimió, pero él se lo tomó con calma y suturó la herida con pequeñas puntadas. Después empapó un lienzo con vino y lo sostuvo contra la herida para favorecer la cicatrización.

Cuando terminó, la condesa se incorporó para darle las gracias, pero inmediatamente cayó hacia atrás y rompió en silenciosos sollozos.

—Condesa…

La mujer vestía una camisa de noche de seda que dejaba al descubierto todo lo que se podía ver de ella.

Yonah apartó los ojos mientras ella volvía a incorporarse y se enjugaba los ojos con el dorso de la mano, como una niña.

Yonah recordó lo que le había dicho el padre Espina acerca del poder y la riqueza del padre de la condesa en Madrid.

—Señora, creo que vuestro esposo no tardará en morir —le dijo con dulzura—. En caso de que ocurriera el trance fatal, ¿habéis considerado la posibilidad de poneros bajo la protección de vuestra familia?

—Tapia dice que, si huyo, él me perseguirá. Y me matará.

Yonah lanzó un suspiro. Tapia no podía ser tan estúpido. Pensó que, a lo mejor, él conseguiría hacerlo entrar en razón, o puede que lo consiguieran el padre Sebas o el padre Espina.

—Dejadme que intente hacer algo —dijo con visible turbación.

Pero, para su ulterior turbación, empezó a averiguar más cosas de las que hubiera querido acerca de Tapia y de la condesa.

—Yo tengo la culpa —sollozó la mujer—. Llevaba mucho tiempo mirándome.

Yo no lo desalenté, sino que más bien me complací en mantener vivo el anhelo que reflejaban sus ojos, si he de seros sincera. Me sentía totalmente a salvo, porque Tapia temía a mi señor y jamás se hubiera atrevido a tocar a su esposa.

—Daniel Tapia lleva muchos años trabajando por cuenta de mi esposo como comprador de reliquias sagradas. Fernán conoce muchas comunidades religiosas, a las que podía vender muchos de los objetos que Tapia compraba.

Yonah esperó en silencio.

—Cuando mi esposo enfermó, tuve miedo. Soy una mujer que necesita el consuelo de unos brazos y una noche acudí al dormitorio de Tapia —prosiguió. Yonah no hizo ningún comentario, pero admiró su sinceridad—. Sin embargo, las cosas no fueron como yo esperaba. Es un hombre brutal y quiere casarse conmigo cuando sea posible. No hay herederos para el titulo del conde y, cuando yo muera, las propiedades revertirán a la monarquía. Pero Daniel Tapia se encargará de que yo viva una larga existencia —añadió amargamente—. Quiere el dinero.

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