Aquella tarde la condesa María del Mar acudió a la habitación de Tapia y lo encontró muerto. Inmediatamente mandó llamar al médico y a los sacerdotes.
En dos ocasiones anteriores Yonah había provocado muertes; llevaba mucho tiempo luchando contra los demonios de su conciencia y había llegado a la conclusión de que era lícito protegerse cuando alguien pretendía matarle. Pero en ese momento tuvo que pasar por la perturbadora experiencia de tener que certificar la muerte de alguien a quien él mismo había matado, y se avergonzaba de utilizar su oficio de aquella manera tan ruin, sabiendo que jamás se lo hubiera podido confesar a Nuño Fierro.
—Ha muerto de repente —dijo, lo cual era cierto. Acto seguido añadió—:
Mientras dormía —lo cual era falso.
—¿Es una dolencia que nos puede afectar a todos? —preguntó temerosamente el padre Guzman.
Yonah le contestó que no, explicando que había sido una pura coincidencia que el conde y Tapia fallecieran el mismo día. Sintió que el blanco rostro de la condesa se volvía hacia él.
—Daniel Tapia no tenía parientes vivos —dijo la condesa. Se había recuperado rápidamente tras el sobresalto inicial—. Sus ritos fúnebres no tienen que obstaculizar los del conde —añadió sin vacilar.
Así pues, envolvieron a Tapia con la manta sobre la cual descansaba, se lo llevaron fuera, cavaron un hoyo y lo enterraron a toda prisa acompañado por las oraciones del padre Sebastián. Yonah estuvo presente y pronunció los amenes de rigor mientras dos soldados de la guardia cavaban el hoyo y lo cubrían con tierra.
Entre tanto, las actividades del castillo no se habían interrumpido.
Al anochecer ya se había preparado el funeral del conde a entera satisfacción de su viuda, y toda la noche el aristócrata permaneció de cuerpo presente en la gran sala, rodeado por gran cantidad de cirios y velado por un grupo de damas que conversaban en susurros hasta que la luz del alba devolvió una vez más la vida al castillo.
A media mañana doce fornidos soldados tomaron el sarcófago y lo llevaron a hombros hasta el centro del patio. Enseguida se inició el lento desfile de criados y soldados por delante del ataúd. Si unas manos indiscretas hubieran tanteado las finas grietas que rodeaban el panel en el que estaba grabada la inscripción latina, hubieran notado que sus bordes se mantenían en su sitio gracias a una fina capa de ungüento ocular, tras haber colocado de nuevo en su lugar y alisado a toda prisa los granos de la argamasa de piedra pulverizada.
Sin embargo, ninguna mirada reparó en semejantes detalles, pues todos los ojos estaban clavados en la figura que yacía en el interior del sarcófago. Fernán Vasca, conde de Tembleque, yacía en todo su caballeresco esplendor, con sus manos de soldado cruzadas serenamente sobre el pecho. Iba vestido en toda la gloria de su armadura. La hermosa espada forjada por Paco Parmiento descansaba a un lado de su cuerpo, y el yelmo al otro. El sol del mediodía iluminó con sus ardientes rayos el bruñido acero de tal forma que el conde semejaba un santo dormido, envuelto por un celestial resplandor.
El sol de principios de primavera era muy fuerte y la armadura absorbía el calor cual si fuera una marmita. Sobre los adoquines del patio se habían esparcido unas hierbas aromáticas que los presentes aplastaban con sus pies al pasar por delante del sarcófago, pero el olor de la muerte no tardó en dejarse sentir. María del Mar tenía previsto que el cadáver permaneciera varios días de cuerpo presente en el patio para que el pueblo menudo de la campiña de los alrededores acudiera a despedirse de su señor, pero enseguida se dio cuenta de que tal cosa no sería posible.
Se había cavado una tumba en un rincón del patio, al lado de las tumbas de tres condes anteriores de la comarca. Un pequeño ejército de hombres trasladó el pesado sarcófago hasta el borde de la fosa, pero, en el momento en que estaban a punto de cerrarlo, la condesa María del Mar les ordenó en voz baja que se detuvieran.
Regresó a toda prisa al interior del castillo y salió momentos después con una sola rosa de largo tallo que colocó entre las manos de su difunto esposo.
Yonah se encontraba a unos ocho pasos de distancia. Sólo cuando los soldados volvieron a levantar la tapa y ya habían empezado a colocarla en su sitio se le ocurrió una idea que lo indujo a contemplar la flor.
Parecía una simple rosa. Pero tal vez la más bella que él jamás hubiera visto.
Yonah no pudo reprimir el impulso de adelantarse hacia el sarcófago, pero demasiado pronto la pesada losa de piedra se posó sobre la inscripción latina, el caballero muerto y la rosa de oro con el tallo de plata.
Las partidas
A la mañana siguiente María del Mar Cano se le acercó mientras él estaba llenando las alforjas. Se había vestido de luto con unas prendas negras de viaje. El velo negro del tocado ocultaba la pequeña cicatriz de su mejilla, cuyos puntos él le había quitado unos días atrás.
—Regreso a mi casa. Mi padre enviará a uno de sus servidores para que se encargue de los asuntos relacionados con la propiedad y la herencia. ¿Querréis acompañarme a Madrid, señor médico?
—No puedo, condesa. Mi esposa me espera en Zaragoza.
—Ah —dijo tristemente la condesa. Pero enseguida sonrió—. En tal caso, tenéis que ir a visitarme algún día cuando necesitéis un cambio. Mi padre querrá recompensaros generosamente. Daniel Tapia me hubiera podido causar un gran daño.
Yonah tardó un momento en percatarse de que la condesa pensaba que él había matado a un hombre por haberla golpeado.
—Estáis confundida acerca de lo ocurrido.
Ella levantó el velo que le cubría el rostro y se inclinó hacia delante.
—No estoy confundida. Tenéis que ir a Madrid, pues yo también os quiero recompensar generosamente —le dijo, y le estampó un beso en la boca.
Yonah se sintió dolido y enojado.
Estaba claro que su padre, ¡o cualquier otra persona que la oyera!, pensaría que el médico de Zaragoza había utilizado veneno para matar. Y él no quería que semejante idea corriera de boca en boca.
María del Mar Cano era joven y hubiera sido una tentación para los hombres aunque hubiera sido vieja, pero su presencia en Madrid sería suficiente para que él jamás se acercara por allí.
Para cuando terminó de llenar las alforjas, ya estaba de mejor humor. Miró a través de la ventana, vio a la condesa de Tembleque cruzando la puerta del castillo, y se alegró muy a pesar suyo al observar que la dama estaría muy bien protegida durante su viaje a Madrid, pues había elegido como acompañante a un fornido miembro de la guardia.
Se despidió de los dos clérigos en el patio. El padre Sebas llevaba una bolsa en la espalda y un largo bastón en la mano.
—La cuestión de los honorarios… —le dijo Yonah al padre Guzmán.
—Ah, los honorarios. Como es natural, no os los podrán pagar hasta que se establezcan los detalles de la herencia. Ya os los enviarán.
—He visto que, entre las pertenencias del conde, figuran diez copas de plata. Quisiera que fueran mis honorarios.
El clérigo mayordomo se escandalizó.
—El valor de diez copas de plata es muy superior a los honorarios de un fracaso —dijo secamente. «
No conseguisteis salvarle la vida
», le dijeron sus ojos—. Llevaos cuatro, si tanto os interesan.
—Fray Francisco Espina me dijo que me recompensarían muy bien.
El padre Guzmán sabía por experiencia que era mejor que los funcionarios diocesanos no metieran las manos en los asuntos.
—Seis entonces —dijo, comportándose como un severo mayordomo.
—Me las llevaré si puedo comprar las otras cuatro. Dos están dañadas.
El mayordomo le propuso un precio exagerado, pero las copas valían para Yonah mucho más que todo el dinero del mundo, por lo que éste aceptó de inmediato, tras una breve resistencia inicial.
El padre Sebas lo había escuchado todo con una leve sonrisa en los labios. Luego se despidió y, levantando la mano para impartir una última bendición a los guardias, cruzó la puerta del castillo sabiendo que su destino era el ancho mundo.
Una hora más tarde, cuando estaba a punto de cruzar aquella misma puerta, Yonah se vio obligado a detenerse.
—Disculpadme, señor. Tenemos orden de registrar vuestras pertenencias —le dijo el sargento de la guardia.
Sacaron todo lo que él había guardado con tanto esmero, pero consiguió reprimir su enojo, aunque se notó un nudo en el estómago.
—Tengo el recibo de las copas —dijo.
Al final, el sargento asintió con la cabeza y él apartó a
Hermana
a un lado y volvió a guardar sus pertenencias en las alforjas. Después montó de nuevo en su cabalgadura y se alegró de poder dejar el castillo de Tembleque a su espalda. Se reunieron en Toledo, delante del edificio de la administración diocesana.
—¿No ha habido ninguna dificultad?
—No —contestó el padre Sebastián—. Un carretero que me conocía se detuvo y me llevó en su carro vacío. He viajado hasta aquí como el Papa.
Entraron en el edificio, se identificaron y se sentaron juntos en un banco sin decir nada, hasta que el fraile de la entrada se les acercó para comunicarles que el padre Espina ya podía recibirles en privado.
Yonah sabía que el padre Espina se sorprendía de verlos juntos.
—Os quiero contar una historia —dijo el padre Sebastián en cuanto se sentaron.
—Os escucho.
El canoso anciano habló de un joven sacerdote dominado por la ambición que, a través de sus importantes relaciones familiares, había pedido una reliquia capaz de convertirlo en el abad de un gran monasterio. Habló de intrigas, robos y asesinatos. Y de un médico de Toledo que había muerto en la hoguera por haber rechazado la petición de un sacerdote de su nueva fe.
—Era vuestro progenitor, padre Espina.
El padre Sebastián añadió que se había pasado sus largos años de vida errante, tratando de averiguar el paradero de las reliquias robadas.
—La mayoría de la gente se encogía de hombros. Era muy difícil obtener información, pero recogí una palabra por aquí y otra por allá y todos los indicios me señalaban al conde Fernán Vasca. Así pues, adquirí la costumbre de ir con frecuencia al castillo de Tembleque hasta que la gente de allí se acostumbró a verme. Mantenía los ojos bien abiertos y los oídos atentos, pero sólo este año Dios ha tenido a bien reunirme con este médico en aquel castillo, por lo cual le doy infinitas gracias.
El padre Espina escuchó con un arrobado interés que no tardó en convertirse en asombro cuando el padre Sebastián sacó un objeto de su bolsa y lo desenvolvió con sumo cuidado.
Los tres hombres contemplaron en silencio el relicario.
La plata estaba ennegrecida, pero el oro brillaba en toda su pureza y, debajo de la suciedad, las figuras sagradas y los adornos de frutos y plantas llamaban la atención por su belleza.
—Dios guió las manos del que lo hizo —dijo el padre Espina.
—En efecto —asintió el padre Sebastián.
Levantaron la tapa del ciborio y contemplaron la reliquia que contenía. Ambos clérigos se santiguaron.
—Llenaos los ojos con esta visión —dijo el padre Sebastián—, pues tanto la reliquia de santa Ana como el relicario se tendrán que enviar a Roma cuanto antes, dado que nuestros amigos de la curia papal tardan mucho en confirmar la autenticidad de una reliquia robada cuando ésta se recupera. Puede que nosotros no vivamos para verlo.
—Pero ocurrirá —aseguró el padre Espina—, y será gracias a vosotros dos. La leyenda de la reliquia de santa Ana robada en Toledo se conoce en todas partes y vosotros seréis alabados como los héroes de su recuperación.
—Hace poco me dijisteis que, si alguna vez necesitaba vuestra ayuda, no tenía más que pedirla —dijo Yonah—. Ahora os la pido. No quiero que se mencione mi nombre en relación con este asunto.
El padre Espina, desconcertado por aquel inesperado sesgo de los acontecimientos, miró a Yonah en silencio.
—¿Qué pensáis de la petición del señor Toledano? —le preguntó al padre Sebastián.
—La apoyo totalmente —contestó el anciano sacerdote—. He tenido ocasión de conocer su bondad. En tiempos extraños y difíciles, el anonimato puede ser a veces una bendición, incluso para un hombre bueno.
Al final, el padre Espina asintió con la cabeza.
—Sé que hubo un tiempo en que mi propio padre hubiera formulado esta petición. Cualesquiera que sean vuestras razones, yo no os causaré dolor. Pero ¿hay alguna cosa en la que yo os pueda ayudar?
—No, padre. Os doy las gracias.
El padre Espina se volvió hacia el padre Sebastián.
—Vos, por lo menos, tendréis que estar dispuesto a declarar como sacerdote lo que ocurrió en el castillo de Tembleque —le dijo—. ¿Me permitís que os busque una tarea más fácil que la de vagar entre los pobres, mendigando para comer?
Pero el padre Sebastián deseaba seguir siendo un fraile mendicante.
—Santa Ana cambió mi vida y mi vocación y me llevó a un sacerdocio que yo no había imaginado. Pido vuestra ayuda para que sólo se me mencione justo lo necesario, de tal forma que pueda seguir ejerciendo mi ministerio sacerdotal.
El padre Espina asintió con un gesto.
—Tenéis que escribir un informe acerca de la forma en que se recuperaron estos objetos. El obispo Enrique Sagasta me conoce y confía en mí no sólo como hombre, sino también como sacerdote. Espero poder convencerle de que envíe los valiosos objetos a Roma, señalando que han sido recuperados por el Santo Oficio de la Sede de Toledo en el castillo de Tembleque a la muerte del conde Fernán Vasca, de quien era notoria su condición de comerciante de reliquias. La antigua basílica de Constantino en Roma ha sido arrasada, y sobre la tumba de san Pedro se va a levantar un gran templo. El obispo Sagasta desea trasladarse a la curia papal y yo deseo trasladarme allí con él. —El clérigo esbozó una sonrisa—. El hecho de que se le reconozcan los méritos de la recuperación de la reliquia de santa Ana y de este precioso relicario no dañará la fama de que goza el obispo como historiador eclesiástico.
Una vez en la calle delante del edificio de la diócesis, ambos hombres se miraron a los ojos.
—¿Sabéis quién soy?
El padre Sebastián cubrió con su encallecida mano la boca de Yonah.
—No quiero oír el nombre. —Pero miró a Yonah a los ojos—. He observado que vuestros rasgos se parecen a los del bondadoso rostro de un hombre a quien yo conocí en otros tiempos, un hombre honrado extremadamente hábil en su arte.