Al mediodía, Leah Chazán le llevó pan y un cuenco de caldo. Yonah lo aceptó con gratitud y reanudó su tarea de abrir forúnculos, hablar de trastornos digestivos y dietas, y enviar a la gente a la parte de atrás del establo a orinar en un cuenco para que él pudiera examinar su orina.
En determinado momento, apareció Adriana Chacón y se quedó fuera, conversando con los que esperaban. Varias veces miró hacia el lugar en el que Yonah estaba atendiendo a la gente. Pero, la siguiente —vez que él levantó los ojos, ella ya se había ido.
A la mañana siguiente, Adriana se presentó montada en una yegua del mismo color que el musgo pardo, llamada Doña. Primero lo acompañó a la iglesia, donde le presentó al padre Serafino. El sacerdote le preguntó a Yonah de dónde venía y él le contestó que de Guadalajara. El padre Serafino frunció los labios.
—Habéis recorrido un largo camino.
Lo malo de las mentiras, había descubierto Yonah hacía mucho tiempo, era que una sola de ellas engendraba muchas otras. Se apresuré a cambiar de tema, comentando la belleza de la iglesia de piedra y madera.
—¿Tiene algún nombre especial?
—Pienso sugerir varios nombres a los feligreses, que son los que me tienen que guiar en la decisión. Primero consideré la posibilidad de dedicarla a santo Domingo, pero ya hay muchas dedicadas a este santo. ¿Qué os parece si la dedicáramos a los santos Cosme y Damián?
—¿Eran unos santos, padre? —preguntó Adriana.
—En efecto, hija mía, se cuentan entre los primeros mártires cristianos y nacieron en Asia Menor. Eran médicos y atendían a los pobres sin cobrarles nada. Cuando se iniciaron las persecuciones de Diocleciano contra los cristianos, ordenó que los hermanos abjuraran de su fe y, al no conseguir que lo hicieran, los mandó decapitar por la espada.
—Esta mañana me han hablado de otro médico que ha tratado a los enfermos y no ha querido cobrar —añadió el clérigo.
Yonah se sintió indebidamente alabado y, además, no le hacía la menor gracia que lo compararan con unos mártires.
—Por regla general, cobro mis servicios y con mucho gusto, por cierto —aseguró—. Pero, en este caso, soy un huésped del valle. Y mal huésped sería si accediera a cobrar a mis anfitriones.
—Habéis hecho bien sin mirar a quien —dijo el padre Serafino sin dar el brazo a torcer.
Después los bendijo a los dos y ambos se despidieron de él.
Había en el otro extremo del valle varias fincas cuyos propietarios eran dueños de grandes rebaños de ovejas y cabras. Sin embargo, Yonah y Adriana no se detuvieron a llamar a las puertas sino que rodearon las casas, dejando que sus caballos caminaran al paso en serena armonía.
Yonah le había pedido a Adriana que no llevara comida, pues estaba seguro de que podría atrapar alguna trucha; pero ella llevaba un poco de pan y queso que fue suficiente para saciar su apetito, por lo que Yonah se evitó el simple esfuerzo de pescar. Ataron los caballos en un umbroso prado y pasaron el mediodía tal como habían hecho la víspera, dormidos bajo un árbol a la orilla de un arroyo.
El día era muy caluroso y Yonah se pasó un buen rato durmiendo a pierna suelta. Al despertar, pensó que ella aún estaba dormida y bajó a la corriente para echarse agua fría a la cara. Pero entonces ella se levantó y se arrodillé a su lado para hacer lo mismo, recogiendo el agua con las manos. Mientras bebían, ambos se miraron a los ojos por encima de las manos chorreantes, pero ella desvió inmediatamente la vista. A la vuelta, Yonah dejó que ella se adelantara un poco para poder contemplarla sentada a mujeriegas con la espalda muy erguida y sin perder el equilibrio ni siquiera cuando cabalgaba a medio galope. A veces, la brisa le agitaba el cabello castaño, que llevaba suelto.
Al llegar a su casa, Yonah le desensillé el caballo.
—Gracias por volverme a enseñar todo eso —le dijo mientras ella le miraba sonriendo.
No le apetecía marcharse, pero ella no lo invitó a quedarse.
Regresó con el caballo árabe a casa de Benzaquen y lo dejó pastando cerca del establo. Los hombres del valle habían empezado a excavar una acequia para llevar el agua del arroyo a las partes del prado más secas. Yonah se pasó una hora ayudándolos, llevándose los cubos de tierra que ellos sacaban para arrojarla y extenderla en un lugar situado a un nivel más bajo, pero ni siquiera aquel duro esfuerzo consiguió disipar la extraña inquietud y desazón que lo dominaba. El día siguiente era sábado. Lo primero que pensó cuando abrió los ojos fue que le apetecía ir a ver a Adriana Chacón, pero casi inmediatamente Micah Benzaquen entró en el establo y le preguntó si tendría la bondad de acompañar a unos cuantos hombres al bosque para mostrarles las hierbas medicinales que los podrían ayudar a combatir las enfermedades cuando el señor Toledano se fuera y ellos se quedaran una vez más sin médico.
—A no ser que tengáis previsto quedaros indefinidamente aquí —añadió Micah.
Yonah adivinó que el comentario iba medio en serio, pero, aun así, sacudió la cabeza sonriendo.
Inmediatamente se puso en camino, acompañado de Benzaquen, Asher de Segarra y Pedro Abulafin. Estaba seguro de que se le pasarían por alto varias plantas beneficiosas por ignorancia, pero Nuño había sido un buen maestro y él sabía que aquellos hombres vivían en un lugar que hubiera sido un paraíso para un boticario. Para empezar, no permitió que abandonaran el prado sin mostrarles la veza amarga, muy útil para ablandar las llagas o, mezclada con vino hasta formar un emplasto, para aliviar las mordeduras de serpiente. Y los altramuces que, tomados con vino, aliviaban la ciática y, mezclados con vinagre, servían para eliminar las lombrices de los intestinos. En sus huertos, les explicó, tenían otras hierbas beneficiosas.
—Las lentejas sin descascarillar curan la diarrea, como hacen los nísperos cortados a trocitos y mezclados con vino o vinagre. En cambio, el ruibarbo alivia el estreñimiento. Las semillas de sésamo mezcladas con vino mejoran el dolor de cabeza y el nabo calma la gota.
En el bosque les mostró la guija silvestre, muy buena para la sarna y la ictericia, si se mezclaba con cebada y miel. Y la alholva, que se tenía que mezclar con salitre y vinagre para aliviar los calambres menstruales de las mujeres. Y el jacinto, que, quemado con una cabeza de pescado y mezclado con aceite de oliva, servía de ungüento para aliviar el dolor de las articulaciones.
En determinado momento, Pedro Abulafin, que era el que más cerca estaba de su casa, se retiró y no tardó en regresar con dos hogazas de pan y una jarra de bebida. Todos se sentaron sobre las rocas a la orilla del arroyo, partieron y comieron el pan y se pasaron la jarra que contenía un vino amargo que, tras haberlo dejado madurar para que fuera más fuerte, ya era casi como el aguardiente.
Los cuatro estaban un poco achispados y se sentían invadidos por un espíritu de jovial camaradería cuando salieron del bosque. Yonah se estaba preguntando si le daría tiempo para visitar a Adriana tal como tenía previsto hacer al principio, pero, cuando regresó al establo de Benzaquen, Rodolfo García lo estaba esperando.
—No sé si me podréis ayudar, señor. Es por una de mis mejores cerdas. Se ha pasado todo el día intentando parir, pero no hay manera. Sé que sois un médico de personas, pero…
Así pues, se fue inmediatamente con García a la pocilga, donde la cerda jadeaba con gran esfuerzo, tumbada de lado en el suelo. Yonah se quitó la camisa y se untó la mano y el brazo con sebo. Tras varias manipulaciones, le extrajo a la cerda un voluminoso cerdito muerto y fue como si hubiera destapado una botella. En poco tiempo salieron ocho cerditos vivos que inmediatamente se pusieron a mamar.
Los honorarios de Yonah fueron un baño. Trasladaron la tina de García al establo y el porquero calentó y transportó dos grandes recipientes de agua caliente mientras Yonah se frotaba con deleite. Cuando regresó a la casa de Benzaquen, descubrió que Leah Chazán le había dejado un plato cubierto con un lienzo, con pan, un pequeño queso redondo y un vaso de vino dulce ligero. Yonah comió y, a continuación, salió y orinó contra el tronco de un árbol bajo la luz de la luna.
Después subió al henil del establo y extendió la manta junto a la ventana sin cristales para poder contemplar las estrellas. Enseguida se quedó dormido como un niño.
El domingo por la mañana acompañó a Micah y Leah a la iglesia, donde vio a Adriana sentada al lado de su padre y la esposa de éste. Había varios bancos vacíos, pero Yonah se acercó directamente a Adriana y se sentó a su lado. Leah y Micah lo siguieron y tomaron asiento a su izquierda.
—Buenos días os dé Dios —le dijo a Adriana.
—Que Él os los dé también a vos.
Hubiera querido decirle algo más, pero se lo impidió el comienzo de la misa que el padre Serafina celebró con metódica eficiencia. A veces, cuando ambos se arrodillaban y se volvían a levantar, sus cuerpos se rozaban. Yonah sabía que la gente lo estaba mirando.
El padre Serafino anunció que aquella mañana se dirigiría al prado oriental para bendecir la zanja de avenamiento que se estaba construyendo. Tras el canto del último himno, los asistentes se pusieron en fila. Mientras el sacerdote se dirigía al confesionario, Leah dijo que, a no ser que el señor Toledano deseara confesarse, sería mejor que se fueran enseguida, pues ella tenía que preparar un refrigerio para los habitantes de Pradogrande que aquel día acudirían a su casa para conocer a su huésped y presentarle sus respetos. Soltando un gruñido en su fuero interno, Yonah no tuvo más remedio que acompañarlos.
Los visitantes se presentaron con regalos como tortas de miel, aceite de oliva o un pequeño jamón. Jacob Orabuena le ofreció una preciosa pieza de madera labrada que representaba un zorzal en pleno vuelo y casi parecía de verdad, pintado con unos colores que el artesano había obtenido utilizando unas hierbas del bosque.
Adriana, su padre y su madrastra también visitaron la casa, pero Yonah no tuvo ocasión de hablar con ella a solas. Al final, Adriana se fue y él procuró disimular su contrariedad.
Adriana Chacón
El interés de Adriana hacia Yonah había aumentado tras haberlo visto atendiendo a la gente en el establo de Micah. Le atraía su diligencia y el respeto con que trataba a cada paciente y dedujo de ello que era un hombre sensible.
—Anselmo Montelbán está enojado —le dijo su padre el domingo—. Dice que se te ve demasiado en compañía del médico y que eso deshonra a su hijo que está comprometido contigo.
—A Anselmo Montelbán le importa muy poco su hijito José y es evidente que para él yo no valgo un comino —contestó Adriana—. Lo único que le interesa es recuperar las tierras de su padre.
—Sería mejor que no te vieran con el señor Toledano. A no ser que tú creas que sus intenciones son serias, claro. Sería muy beneficioso tener a un médico aquí.
—No hay ningún motivo para pensar que tenga algún tipo de intención —replicó Adriana en tono irritado.
Sin embargo, el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio a Yonah Toledano en su puerta el lunes por la mañana.
—¿Queréis dar un paseo conmigo, Adriana?
—Ya os he mostrado los dos extremos del valle, señor.
—Os ruego que me los volváis a mostrar.
Recorrieron de nuevo el camino que bordeaba el río, conversando tranquilamente. Al mediodía, Yonah sacó la caña de pescar de la bolsa junto con una cajita donde guardaba unos gusanos recogidos en la acequia que se estaba construyendo en el prado. Ella regresó a la casa por un carbón encendido de la chimenea y, cuando volvió llevándolo en un pequeño cubo de estaño, él ya había pescado y limpiado cuatro pequeñas truchas para cada uno. Cortó unas ramas secas de los árboles para encender una hoguera y se comieron la dulce y renegrida carne de las truchas con las manos, lamiéndose los dedos.
Esta vez, cuando hicieron la siesta, Yonah se tumbó más cerca de ella.
Mientras se iba quedando dormida, Adriana percibió su suave respiración y vio cómo subía y bajaba su pecho. Cuando se despertó, él estaba sentado a su lado, contemplándola en silencio.
Cada día paseaban juntos. Los aldeanos ya se habían acostumbrado a verlos pasar, profundamente enfrascados en una conversación o bien caminando en amistoso silencio. El jueves por la mañana, como si cruzara una raya visible, ella lo invitó a acompañarla a su casa, donde pensaba preparar el almuerzo. Por el camino, la joven le habló del pasado. Sin dar detalles, le dijo que su matrimonio con Abram Montelbán había sido desdichado. Después le habló de los recuerdos que conservaba de su madre, sus abuelos y su tía Inés.
—Inés era más madre mía que Felipa. Perder a una de ellas hubiera sido una desgracia, pero ambas murieron y más tarde fallecieron también mi abuelo y mi querida abuela Zulaika.
Yonah tomó su mano y se la estrechó con fuerza.
—Habladme de vuestra familia —dijo Adriana.
Yonah le contó unas historias aterradoras. De su madre, que había muerto de una enfermedad. De su hermano mayor asesinado y de su padre, muerto a manos del populacho que odiaba a los judíos. Y del hermano menor, que le había sido arrebatado.
—Hace tiempo me resigné a la pérdida de los que murieron. Me cuesta más no lamentar incesantemente la desaparición de mi hermano Eleazar, porque algo dentro de mí me dice que sigue con vida. Si así fuera, ahora ya sería un hombre adulto, pero ¿en qué lugar del ancho mundo debe de vivir? Lo he perdido tan completamente como a los demás. Sé que vive, pero yo jamás lo volveré a ver y ésa es una certeza muy amarga.
Los hombres que estaban excavando la acequia habían llegado a la altura de la casa de Adriana y vieron pasar al hombre y a la mujer, conversando animadamente.
Al llegar a la casa, Adriana cerró la puerta a su espalda y mientras le decía a Yonah que se sentara en la sala, las palabras murieron en su boca, pues ambos se volvieron el uno de cara al otro sin pensar, y él empezó a besarle el rostro. Ella no tardó en devolverle los besos y, poco después, sus bocas y sus cuerpos se unieron.
Adriana estaba tan aturdida por el ardor que ambos sentían que, cuando él le levantó la falda y la enagua, experimentó una sensación de debilidad. Hubiera deseado escapar cuando percibió el roce de su mano. Debía de ser algo que hacían todos los hombres y no sólo Abram Montelbán, pensó con temor y repugnancia. Sin embargo, cuando la boca de Yonah le rindió tributo con sus delicados besos, ella advirtió que su mano hablaba un lenguaje distinto, más cariñoso. Entonces experimentó una sensación de calor que se extendió por todo su cuerpo y le debilitó las extremidades hasta obligarla a caer de rodillas. Yonah cayó también de rodillas sin dejar de besarla y acariciarla.