—No —dijo Vicente.
Iluminó con la vela la pared del otro lado, contra la cual se apoyaba una cruz de gran tamaño.
Después iluminó la pared que había al lado de la cruz para que Yonah viera grabada en la roca el distintivo de los primitivos cristianos, el signo del pez.
—¿Cuándo lo descubristeis? —preguntó Yonah mientras ambos regresaban a la armería.
—Puede que un mes después de tu llegada. Ocurrió el día en que me encontré en posesión de una botella de vino.
—¿La encontrasteis en vuestra posesión?
—La robé en la taberna, aprovechando una distracción de Bernáldez. Pero lo debí de hacer por una inspiración de los ángeles, pues me llevé la botella para que nadie me molestara mientras bebía. Mis pies se dirigieron a aquel lugar.
—¿Qué pretendéis hacer con lo que habéis averiguado?
—Hay personas que pagarían un elevado precio a cambio de las sagradas reliquias. Quisiera que tú te encargaras de su venta y trataras de conseguir el mejor precio.
—No, Vicente.
—Te pagaré bien, naturalmente.
—No, Vicente.
Un destello de astucia se encendió en los ojos del anciano.
—Es por eso, por lo que te conviene negociar un buen precio. Te daré la mitad de todo.
—No quiero ningún trato con vos. Los hombres que compran y venden reliquias son unas víboras. Yo que vos iría a la iglesia de la aldea de Gibraltar y acompañaría al padre… ¿cómo se llama?
—El padre Vázquez.
—Sí. Acompañaría al padre Vázquez aquí para que fuera él quien estableciera si los restos pertenecen a un santo.
—¡No! —A Vicente se le arrebolaron las mejillas como si le hubiera vuelto a subir la fiebre, pero era la furia—. Dios ha dirigido mis pasos hacia un santo. Dios habrá pensado: «
Aparte su afición a la bebida, Vicente no es mal hombre. Le daré suerte para que termine sus días con un poco de comodidad.
»
—La decisión es vuestra, Vicente. Pero yo no quiero tener la menor parte en ello.
—En tal caso, deberás mantener la boca cerrada acerca de lo que has visto esta mañana.
—Tendré sumo gusto en olvidarlo.
—Como se te ocurra vender las reliquias por tu cuenta y sin la participación de Vicente, me encargaré de que recibas tu merecido.
Yonah le miró, sorprendiéndose de que el anciano hubiera olvidado tan pronto quién le había cuidado durante su enfermedad.
—Haced lo que queráis con las reliquias y allá vos —replicó secamente.
Después ambos siguieron su camino hacia Gibraltar en un tenso silencio.
Los elegidos
A la mañana del otro domingo Yonah sacó al caballo árabe tordo de los establos con las primeras luces del alba y salió del recinto de la armería antes de que se despertaran los demás trabajadores. Al principio, trató simplemente de acostumbrarse a la sensación de estar montado en la grupa del animal. Tardó más de tres semanas en armarse del valor necesario para soltar las riendas. El maestro le había dicho que no bastaba con mantenerse sentado en la silla de montar; tenía que aprender a dar instrucciones al caballo sin usar las riendas ni el bocado. Cuando quería que el caballo se lanzara al galope, un golpe con los talones. Y, para que el caballo se detuviera, una simple presión con ambas rodillas. Para que el caballo retrocediera, una serie de rápidas presiones con las rodillas. Para su gran deleite, Yonah descubrió que el caballo había sido adiestrado para que obedeciera aquellas instrucciones. El joven practicó una y otra vez, aprendió a seguir las subidas y bajadas del galope, a anticiparse a una rápida frenada y a cabalgar al paso.
Se sentía un escudero a punto de convertirse en un caballero.
Yonah trabajó como aprendiz a lo largo de la última parte del verano y de todo el otoño y el invierno. En aquella región tan meridional, la primavera llegaba muy pronto. Un día en que lucía el sol y el aire era templado, Manuel Fierro examinó todas las piezas de la armadura del conde Vasca y le ordenó a Luis Planas que la ensamblara.
La armadura resplandecía bajo los rayos del sol, junto a una espléndida espada forjada por Paco Parmiento. El maestro dijo que pensaba enviar una partida de hombres para la entrega de la armadura al noble de Tembleque, pero tal cosa no se podría hacer hasta que se terminaran otros encargos urgentes.
Así pues, en la armería resonaban los golpes y los tintineos metálicos provocados por la renovada energía de los trabajadores. El cumplimiento de los proyectos y la llegada de la primavera infundieron nuevos bríos a Fierro, quien anunció que, antes de la partida del grupo encargado de la entrega, se celebraría otro torneo.
En las mañanas de los dos domingos siguientes, Yonah cabalgó hasta un campo desierto y practicó el mantenimiento de la lanza en posición de ataque con la punta embolada dirigida hacia adelante mientras el caballo árabe galopaba hacia el arbusto que le servía de blanco.
Varias noches Vicente regresó muy tarde a la cabaña, donde se dejó caer en el jergón y empezó a roncar de inmediato, sumido en un sopor embriagado. En el taller de efectos navales, Tadeo Deza hablaba en tono despectivo de su primo Vicente.
—Se emborracha enseguida y de una manera muy desagradable, y recompensa a los que lo llenan de vino peleón con toda suerte de historias descabelladas.
—¿Qué clase de historias descabelladas? —preguntó Yonah.
—Asegura que es uno de los elegidos de Dios, que ha encontrado los huesos de un santo, que muy pronto hará una generosa donación a la Santa Madre Iglesia; pero nunca tiene dinero suficiente para pagarse el vino siquiera.
—Ah, bueno —dijo Yonah con cierta inquietud—. Con eso no hace daño a nadie más que a sí mismo tal vez.
—Yo creo que, al final, mi primo Vicente se matará con la bebida —suspiró Tadeo.
Manuel Fierro le preguntó a Yonah si quería participar en el nuevo juego, una vez más a caballo contra Ángel Costa. Mientras asentía con la cabeza, Yonah pensó que, a lo mejor, el maestro quería comprobar si había sabido sacar provecho de las prácticas con el caballo árabe.
Así pues, dos días más tarde, en medio de la frialdad de la mañana Paco Parmiento lo ayudó a colocarse de nuevo la maltrecha armadura de prueba y, en el otro extremo del palenque Luis, en su papel de escudero y mozo, se reía mientras ayudaba a Costa a prepararse.
—¡Oye, Luis! —gritó Costa, señalando a Yonah con fingido temor—. ¿Has visto? Es un gigante. ¡Ay de mí!, ¿ qué voy a hacer? —añadió, estallando en una sonora carcajada al ver que Luis Planas juntaba las manos y las elevaba al cielo como si rezara pidiendo misericordia.
El rostro habitualmente sereno de Parmiento se encendió de rabia.
—Son una escoria —dijo.
Cada uno de los contendientes fue ayudado a montar en su cabalgadura. Costa lo había hecho muchas veces y, en pocos momentos, estuvo sentado en la silla. Yonah fue más torpe y tuvo dificultades para levantar la pierna por encima de la grupa del caballo árabe y tomó mentalmente nota de aquel hecho para comentárselo al maestro, aunque quizá no fuera necesario, pues Fierro lo estaba observando todo desde el lugar que ocupaba entre los trabajadores y, por regla general, no se le escapaba ningún detalle.
Una vez montados, los dos contendientes hicieron girar sus caballos para situarlos el uno de cara al otro. Yonah cuidó de aparentar nerviosismo, asiendo las riendas con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba flojamente la lanza, con la punta embolada oscilando junto a su costado.
Sin embargo, cuando el maestro dejó caer el pañuelo para señalar el comienzo del juego, Yonah soltó las riendas y sujetó con firmeza la lanza mientras el caballo árabe se lanzaba a la carrera. Se había acostumbrado a cabalgar contra un blanco y le molestó que el blanco se abalanzara contra él, pero consiguió apuntar con la lanza al jinete que se acercaba. La punta embolada se estrelló exactamente en el centro del peto de Ángel. La lanza de Costa le rozó inofensivamente el hombro y, por un breve instante, Yonah creyó haber ganado la contienda, pero entonces su lanza se dobló y se partió y Costa consiguió mantenerse en la silla mientras ambos pasaban de largo al galope.
Al llegar al final, los contendientes dieron la vuelta con sus monturas. El maestro no dio la menor indicación de querer dar por finalizado el torneo, por lo que Yonah arrojó la lanza rota y cabalgó desarmado al encuentro de Ángel.
La punta de la lanza de Costa era cada vez más grande, pero, cuando éste se encontraba a dos pasos de su cabalgadura, Yonah comprimió los flancos del tordo árabe con las rodillas y el caballo se detuvo en seco.
La lanza no alcanzó a Yonah por un palmo, distancia suficiente para que éste la agarrara y tirara de ella con fuerza mientras sus rodillas comprimían los flancos de su dócil montura para que retrocediera. Faltó poco para que Ángel Costa cayera de la silla y sólo consiguió mantenerse en ella porque soltó la lanza y dejó que su montura siguiera adelante. Yonah sujetó con fuerza el arma que acababa de arrebatar mientras se alejaba. Ahora, cuando ambos se volvieron el uno de cara al otro, el que estaba armado era él mientras que Ángel se había quedado indefenso.
Los vítores de los trabajadores sonaron como música a los oídos de Yonah, pero su júbilo duró muy poco, pues el maestro señaló el término del torneo.
—Lo has hecho muy bien. ¡Casi perfecto! —le dijo Paco mientras lo ayudaba a quitarse la armadura—. Creo que el maestro ha puesto fin a la contienda para evitarle una humillación a su paladín.
Yonah miró hacia el otro lado del palenque, donde Luis estaba ayudando a Ángel a quitarse la armadura. Costa ya no se reía. Luis fue a protestar ante el maestro, quien le miró con absoluta frialdad.
—Es un mal día para nuestro oficial de orden —comentó Paco en un susurro.
—¿Por qué? No ha sido desarzonado. El juego ha terminado sin vencedor.
—Precisamente por eso está tan enojado, Ramón Callicó. Para un salvaje malnacido como Ángel Costa, no ganar es perder. No te tendrá el menor aprecio por lo que ha ocurrido hoy —le advirtió el espadero.
No había nadie en la cabaña de Yonah cuando éste regresó. El joven sufrió una decepción, pues no había visto a Vicente entre los espectadores del torneo y estaba deseando comentar todos los detalles de las incidencias con alguien.
El peso de la armadura y la tensión del combate lo habían dejado exhausto, por lo que el cansancio hizo que se quedara dormido en cuanto se tendió en su jergón. No despertó hasta la mañana del día siguiente. Aún estaba solo y tuvo la impresión de que Vicente no había dormido allí.
Paco y Manuel Fierro ya estaban trabajando cuando él entró en el cobertizo del espadero.
—Ayer lo hiciste muy bien —dijo el maestro, mirándole con una sonrisa.
—Gracias, señor —contestó Yonah, complacido.
Le encomendaron la tarea de afilar dagas.
—¿Habéis visto a Vicente? —pregunto.
Ambos hombres sacudieron la cabeza.
—Anoche no durmió en nuestra cabaña.
—Es un bebedor y seguramente estará durmiendo la borrachera detrás de algún árbol o arbusto —dijo Paco.
Pero inmediatamente se calló, al recordar que Fierro le tenía aprecio al viejo.
—Espero que no haya vuelto a caer enfermo y le haya ocurrido algún percance —dijo Fierro.
Yonah asintió con la cabeza, presa de una profunda desazón.
—En cuanto lo veáis, debéis comunicármelo —dijo el maestro.
Yonah y Paco le aseguraron que así lo harían.
Si Fierro no se hubiera quedado sin polvos de tinta mientras trabajaba en las cuentas de la armería, Yonah no hubiera estado en el pueblo cuando encontraron a Vicente. Se estaba acercando al taller de efectos navales cuando oyó un tumulto y un enorme griterío procedente del muelle situado bajo la calle principal.
—¡Un hombre ahogado! ¡Un hombre ahogado!
Yonah se unió a íos que corrían en dirección al muelle y llegó en el momento en que sacaban a Vicente del agua.
El ralo cabello pegado al cráneo permitía ver el cuero cabelludo y una herida en la parte lateral de la cabeza. Sus ojos miraban sin ver, vidriosos.
—Tiene el rostro totalmente magullado —dijo Yonah.
—Las olas lo habrán golpeado contra las rocas y el muelle —apuntó José Gripo.
Tadeo Deza salió del taller para ver qué alboroto era aquél. Cayó de rodillas junto al cuerpo y acunó la mojada cabeza de Vicente contra su pecho.
—Mi primo… mí primo…
—¿Adónde lo llevaremos? —preguntó Yonah.
—El maestro Fierro lo apreciaba —observó Gripo—. A lo mejor permitirá que den sepultura a Vicente en las tierras que hay detrás de la armería.
Yonah echó a andar con Gripo y Tadeo detrás de los que portaban el cuerpo de Vicente. Tadeo estaba trastornado.
—Fuimos compañeros de juegos en nuestra infancia. Éramos amigos inseparables… Como hombre, tenía sus defectos, pero su corazón era bueno.
El primo de Vicente, que tan mal solía hablar de él en vida, rompió en sollozos. Gripo había acertado al suponer que, en atención al afecto que Fierro profesaba a Vicente, el maestro accedería a hacer por él una última obra de caridad. Vicente fue enterrado en un herboso trozo de tierra detrás del cobertizo del espadero. Los trabajadores fueron autorizados a interrumpir sus tareas para congregarse bajo el ardiente sol, asistir al entierro del cuerpo y oír las bendiciones fúnebres del padre Vázquez. Después, todo el mundo regresó al trabajo.
La muerte lo cubrió todo con su manto. En ausencia de Vicente, la cabaña donde dormía Yonah estaba vacía y silenciosa. Yonah se pasó varias noches desvelado, despertándose en la oscuridad mientras los ratones correteaban por el suelo.
En la armería todo el mundo trabajaba sin descanso, en un intento de terminar todos los encargos antes de la partida del grupo que iba a llevar la espada y la armadura nuevas al conde Vasca de Tembleque. Por eso Manuel Fierro frunció el ceño cuando se presentó un mozo con un mensaje, según el cual un pariente de Ramón Callicó había llegado a Gibraltar y deseaba que el señor Callicó acudiera a la taberna del pueblo.
—Tienes que ir, naturalmente —le dijo Fierro a Yonah, que en aquel momento estaba ocupado en la tarea de afilar unas espadas—. Pero regresa en cuanto lo hayas visto.
Yonah le dio las gracias aturdido y se fue. Se dirigió al pueblo muy despacio, pues estaba confuso. El hombre que lo esperaba no era su tío Arón, eso estaba claro. Ramón Callicó era un nombre que Yonah se había inventado para salir del apuro.