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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (32 page)

BOOK: El Triunfo
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¿Le había sucedido lo mismo a Saryon? Mosiah miró al sacerdote, cuyos ojos también se clavaban en Joram. El dolor y la pena se mezclaban con el orgullo y el amor en el rostro del catalista, y esto produjo soledad en el espíritu de Mosiah, puesto que el afecto del catalista por el hombre resultaba tan fuerte y duradero como lo había sido por el joven. ¿Y por qué no tendría que ser así? Después de todo, Saryon había sacrificado su vida en aras de aquel amor.

¿Y Garald? La atención de Mosiah se volvió hacia el príncipe. Su relación era diferente; al príncipe no le había supuesto ninguna dificultad encontrar en aquel hombre al admirado camarada que había vislumbrado en el joven Joram. La diferencia en edad y madurez habían entorpecido la amistad entonces; ahora, por fin, podían equipararse. Garald había ocupado el lugar de Mosiah.

En cuanto a Simkin, Mosiah le lanzó una penetrante mirada. Joram hubiera podido volver convertido en una salamandra y eso no hubiera afectado los sentimientos de aquel payaso de ninguna manera. No había nadie que le importase. Lord Samuels y lady Rosamund seguían aún bajo los efectos de la sorpresa, incapaces de experimentar otro sentimiento que los de confusión, dolor y temor.

Así era como Mosiah se había sentido al principio, pero el miedo inicial se había diluido entre terrores más palpables; la conmoción había desaparecido poco a poco. Ahora se notaba tan sólo vacío y triste, unas sensaciones que empeoraban cada vez que Joram lo contemplaba. El muchacho veía reflejado en los ojos del hombre su propia emoción de amarga pérdida; ninguno de los dos podría recuperar jamás las antiguas experiencias. Para él, Joram había muerto cuando había cruzado la Frontera; en aquel momento había perdido a su amigo para no volver a encontrarlo jamás.

Pasaron los minutos lentamente. El único sonido que interrumpía el silencio del estudio de lord Samuels era la voz de Gwendolyn, que se elevaba y descendía, paseándose como un niño juguetón. Su letanía no resultaba nada molesta; de una forma curiosa, a Mosiah le parecía que formaba parte del silencio, que si éste pudiera hablar lo haría en ese tono, y, entonces, ya no se oiría a Gwen.

Sin que Saryon lo percibiera, absorto como estaba en un terrible ensueño del pasado, la muchacha abandonó silenciosamente la sala.

Ahora sólo se oía una clepsidra que marcaba los segundos; el gotear del tiempo transcurrido provocaba pequeñas ondulaciones que alteraban la lisa superficie del silencio. En el exterior, la nieve se había convertido en lluvia. Tamborileaba tristemente sobre el tejado, y se hundía en la espesa capa que yacía sobre el suelo con un ruido sordo. Un alud de nieve en miniatura, provocado por la lluvia, resbaló desde la altura con un sonido opaco y chirriante para ir a estrellarse sobre el jardín, frente a la ventana. Tan silenciosa estaba la habitación y tan tensos sus ocupantes que este leve chasquido los sobresaltó a todos, incluidos los disciplinados e impasibles
Duuk-tsarith
; las negras capuchas se estremecieron y los dedos se crisparon.

Por fin, Joram habló:

—Tenemos setenta y dos horas —confirmó, volviéndose para mirarlos, su voz firme y resuelta—. Setenta y dos horas para hacer con ellos lo que se proponen hacer con nosotros.

—¡No, Joram! —Saryon se alzó de su silla—. ¡No puedes decirlo en serio!

—Os aseguro que sí, Padre. Es nuestra única esperanza —repuso fríamente. Sus ropas blancas, al reflejar la luz del fuego moribundo, brillaron pálidas en la penumbra gris que invadía la habitación a medida que anochecía—. Debemos destruir al enemigo por completo, hasta el último hombre. No debe quedar nadie vivo para regresar al Más Allá. Una vez que los hayamos aniquilado podremos reparar la Frontera y aislarnos por completo del resto del universo para siempre.

—¡Sí! —exclamó Garald concluyente—. ¡Los atacaremos enseguida, los sorprenderemos!

Joram se acercó al escritorio y se inclinó sobre un mapa.

—Aquí es donde se halla el enemigo —indicó, recorriendo la zona aludida con un dedo—. Colocaremos a los Supremos Señores de la Guerra de Zith-el aquí. Utilizaremos centauros y gigantes del País del Destierro. Podemos luchar desde estas posiciones. —Observó a su alrededor con gesto impaciente—. No puedo ver. Necesitamos luz...

Hicieron su aparición en el aire esferas luminosas, conjuradas por los
Duuk-tsarith
para disipar las sombras.

—¡Los Magos Campesinos lucharán! —se apresuró a afirmar Mosiah, corriendo hacia la mesa para unirse a Joram y al príncipe.

—Expondremos este plan a los nobles en la reunión de esta noche. —El príncipe empezó a arrollar el mapa con precipitación—. Por cierto, es hora de que nos dirijamos allí.

—¿Cuándo podemos estar preparados?

—Mañana por la noche. Para entonces, nuestra gente ya habrá descansado. Podemos atacar mañana por la noche.

—¡Y los mataremos a todos, a cada uno de ellos! ¡No habrá sobrevivientes!

—¡Esto es divertidísimo! —Simkin se despabiló—. Tengo la vestimenta adecuada. ¡La llamo
Carnicería
!

—¡Que Almin se apiade de sus almas! —exclamó con indiferencia el príncipe Garald, e hizo un gesto a los
Duuk-tsarith
para que le trajeran su capa y su espada.

—¡Que Almin se apiade de nosotros! —El ronco grito de Saryon sobresaltó a todos. Joram y Mosiah se volvieron, y el príncipe Garald paseó la mirada a su alrededor.

—Disculpadme, Padre —se excusó el príncipe—. No era mi intención pronunciar un sacrilegio.

—¿Sacrilegio? ¿No os dais cuenta, estúpidos? ¿Cómo podéis estar tan ciegos? ¡
No hay
ningún Almin! ¡No habrá misericordia! Yo mismo no podía aceptarlo hasta ahora. —Saryon hablaba febril, su mirada no se dirigía a ellos, estaba abstraída, fija en la distancia—. Pero hace mucho tiempo que lo sabía.

»Lo sabía mientras veía cómo Vanya se llevaba a aquel bebé a la muerte; mientras observaba a Joram adentrándose en el Más Allá; mientras contemplaba, día tras día, aquellas brumas sin fin; en tanto que ellos destrozaban mi carne con sus herramientas y me rompían los dedos, intentando tomar aquella espada creada de la oscuridad y al divisar a las criaturas de hierro rodando con gran estrépito por nuestro mundo.

Saryon juntó sus manos deformadas como si fuera a orar, pero sus dedos retorcidos convirtieron aquel gesto en una parodia lastimosa.

—Y ahora os oigo a vosotros hablar de más muerte, de nuevas matanzas. ¡Almin no existe! ¡No le importa! ¡Nos ha dejado solos para participar en este juego insensato!

—¡Padre! —Mosiah, horrorizado, se precipitó hacia él para colocar su mano sobre el brazo de Saryon, reprobatorio—. ¡No digáis esas cosas!

El catalista se soltó con gesto enojado.

—¡No hay Almin! ¡No hay misericordia! —exclamó con amargura.

Un fuerte estrépito, proveniente de otra habitación, interrumpió su diatriba. Los gritos de la servidumbre hicieron que todo el mundo —incluidos los
Duuk-tsarith
— se precipitaran rápidamente del estudio al comedor. Todos, excepto Simkin claro está, quien aprovechó la confusión para desaparecer tranquila y silenciosamente.

—¡Gwendolyn! —Joram abrazó a su esposa—. ¿Estás bien? ¡Padre, venid deprisa! ¡Se ha hecho daño!

La vitrina de la porcelana estaba hecha pedazos, la madera rota; su frágil contenido de porcelana y cristal se desparramaba en pequeños fragmentos por el suelo. La joven estaba de rodillas en medio de todos aquellos restos, con un cristal roto en una mano y sus dedos sangraban.

—Está muy apenado, de verdad —comentó Gwen, mirando a su alrededor con sus brillantes ojos azules—, pero lo habéis cambiado todo tanto, que ya no reconoce su propio hogar.

5. El hijo del Emperador

El murmullo de la muchedumbre que aguardaba en el exterior podía oírse perfectamente del otro lado de los muros de la Catedral de Cristal, como un océano ensordecedor que se elevara de la calle y fuera a estrellarse en encrespadas olas contra su transparente superficie.

De pie junto a su sillón, contemplando a los cientos de personas que permanecían suspendidos en el aire en medio del lluvioso crepúsculo exterior, el Patriarca Vanya cerró con fuerza la mano derecha lleno de impotente furia. La mano izquierda se hubiera crispado también, si no fuera porque yacía fláccida a su costado. Malhumorado, el Patriarca empezó a darse un masaje en aquel miembro que se negaba a obedecer sus órdenes, mientras examinaba a la muchedumbre que había abajo con creciente frustración.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —exigió, volviendo su furiosa mirada sobre el Cardinal, que se echó hacia atrás ante aquel siniestro semblante—. ¿Qué es lo que esperan que
haga
?

—Quizá que les habléis, que pronunciéis unas pocas palabras... Informadles de que Almin está con ellos —sugirió el Cardinal en tono apaciguador.

El Patriarca lanzó un bufido, fue una explosión tan fuerte que sobresaltó al Cardinal, que ya temblaba con preocupada aprensión. Vanya estaba a punto de comunicar a su ministro lo que pensaba sobre
esa
idea cuando se produjo un silencio entre la multitud que aguardaba; la atención de ambos hombres se volvió hacia ella.

—Ahora ¿qué? —masculló Vanya, volviéndose para observar de nuevo por la pared de cristal. El Cardinal se precipitó junto a él—. ¿Veis? —El Patriarca bufó de nuevo—. ¿Qué os había dicho?

El príncipe Garald había aparecido por encima de la muchedumbre, montado en un cisne negro. Lo acompañaba Joram. Tan pronto vieron al hombre de la túnica blanca, una oleada de excitación se extendió entre los presentes. El Patriarca, su cuerpo apretado contra la pared de cristal, pudo oír perfectamente sus gritos.

—¡Ángel de la Muerte! —repitió con resentimiento. De nuevo miró a su tembloroso ministro—. ¿Vos queréis decirles que Almin está con ellos, Cardinal? ¡Ja! ¡Los capitanea el Príncipe de los Hechiceros, el demonio encarnado, aliado con un hombre Muerto! ¡Los conduce directamente a su perdición! ¡Y ellos, no contentos con seguirlo como si se tratase de ovejas, se precipitan hacia adelante, arrojándose por el precipicio!

Apretó los labios enojado y se volvió para contemplar la escena que se desarrollaba al otro lado de los muros.

El príncipe Garald, tras descender del lomo del cisne, subió a una plataforma de mármol que flotaba en el aire por encima de las cabezas. Echó hacia atrás la capucha de su capa y se quedó allí de pie con la cabeza desnuda bajo la lluvia, mientras alzaba las manos para pedir silencio. Joram lo siguió más despacio. Parecía incómodo, erguido sobre la resbaladiza superficie de la plataforma de mármol elevada.

—¡Ciudadanos de Thimhallan, escuchadme! —pidió el príncipe Garald.

Los gritos cesaron, pero el silencio que los reemplazó se percibía airado, casi más sonoro que el ruido que lo había precedido.

—Lo sé. —Garald se dirigió a aquel enconado mutismo—. Soy vuestro enemigo. Digamos más exactamente que
era
vuestro enemigo, puesto que ya no lo soy.

Vanya murmuró algo entre dientes al escucharlo.

—Divinidad —llamó el Cardinal, que no había captado bien el significado de las voces.

El Patriarca, que escuchaba con atención las palabras del príncipe, aunque apenas podían percibirse a través de las paredes de cristal, le hizo un gesto irritado para que permaneciera callado.

—Todos vosotros habéis oído los rumores sobre la batalla —continuó el príncipe—. Os han alertado sobre las criaturas de hierro que pueden matar con una mirada de sus refulgentes ojos y sobre los extraños humanos que llevan la muerte en sus manos.

El silencio continuó intacto, pero la multitud empezó a moverse y agitarse mientras cada hombre miraba a su vecino, meneando la cabeza en señal de asentimiento.

—Todo es cierto —prosiguió Garald en voz baja pero inexorable. A pesar de su quedo tono, el expectante gentío lo escuchó con toda claridad, al igual que el Patriarca y su Cardinal, que permanecían de pie en las habitaciones de aquél, situadas por encima de los espectadores.

—¡Es verdad! —Garald alzó la voz—. ¡Y también que el Emperador Lauryen está muerto!

Ahora el silencio se rompió. La muchedumbre gritó colérica, los ceños fruncidos y sacudiendo la cabeza; algunos, incluso, esgrimían amenazadores los puños.

—¡Si no me creéis —replicó el príncipe Garald—, levantad los ojos allá arriba y lo comprobaréis! —Señaló con el dedo, no hacia el cielo como algunos pensaron al principio, sino hacia el Patriarca Vanya.

De pie junto a la pared transparente, iluminado por las luces de su despacho, el Patriarca resultaba claramente visible para la multitud. Demasiado tarde, intentó apartarse, pero no pudo. Aunque su pierna izquierda no estaba paralizada como su brazo, había quedado muy débil y no podía mover el corpulento cuerpo con la misma facilidad que antes. Por lo tanto permaneció allí en sus aposentos, contemplando a la gente, con el rostro contraído por el esfuerzo que hacía para parecer calmado exteriormente y por la lucha que libraba en su interior para controlarse. La verdad quedaba bien patente, no obstante, en la palidez de sus mejillas, en su rostro hundido, en la retorcida mueca de la boca. Su figura parecía derretirse bajo la cortina de agua que resbalaba por la pared. Los reunidos le dieron la espalda entre miradas y cuchicheos para escuchar al príncipe.

—Hay un enemigo allí fuera —continuó implacable Garald, elevando la voz por encima de las voces de la muchedumbre, cada vez más agitadas—, más espantoso de lo que vosotros podáis imaginar. ¡Ese adversario ha atravesado la Frontera! ¡Ha venido del Más Allá, del reino de la Muerte, y quiere traer la muerte a nuestro mundo!

La muchedumbre lanzó un clamoroso grito que ahogó las palabras del príncipe.

El Patriarca Vanya sacudió la cabeza, una sonrisa burlona apareció en sus labios.


Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y, cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo...
—recitó Vanya en voz baja—. Seguidle, estúpidos. Seguidle.

—¡Debemos unirnos contra este enemigo! —vociferó Garald, y el gentío lo aclamó—. Me he reunido con los nobles de vuestra ciudad-estado. Ellos están de acuerdo conmigo. ¿Lucharéis?

—¡Sí! ¿Quién nos capitaneará?

La voz había surgido de las filas delanteras, provenía de un hombre vestido con las sencillas y gastadas ropas propias de un Mago Campesino. Voló hacia adelante indeciso, como si lo hubieran empujado. Se había quitado el mojado sombrero y lo sujetaba torpemente en la mano, como si se sintiera avergonzado de presentarse frente al príncipe. Pero una vez allí, flotando en el aire frente a la plataforma, irguió los hombros y se quedó mirándolos a ambos con serena dignidad.

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