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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (29 page)

BOOK: El Triunfo
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Lady Rosamund estaba mortalmente pálida.

—Mi señor, ¿quién es este hombre? —sollozó, abrazándose a su esposo.

—Lord Samuels, lady Rosamund —apremió el príncipe Garald con voz grave—, sugiero que toméis asiento. Las noticias que traigo os resultarán difíciles de asimilar y debéis ser fuertes. Me duele que tengamos que dároslas de una forma tan brusca, pero no tenemos mucho tiempo.

—¡No comprendo! —repuso lord Samuels, paseando la mirada de uno a otro hombre, repentinamente muy pálido—. ¿Qué noticias?

—¡Son sobre Gwendolyn! —exclamó lady Rosamund de pronto, con el instinto de una madre. Se tambaleó y el príncipe Garald se adelantó para ayudarla a sentarse en un diván; su esposo, que seguía con la vista clavada en Saryon, como aturdido, fue incapaz de reaccionar para acudir en auxilio de su mujer.

—¡Haced venir al Catalista Doméstico! —ordenó Garald en un aparte a uno de los
Duuk-tsarith
, quien obedeció al momento. A los pocos instantes, Marie estaba ya junto a su señora con un cuenco de hierbas aromáticas y reconstituyentes. Tras hacer que varias sillas se adelantaran para colocarse alrededor de la chimenea, el príncipe Garald persuadió a lord Samuels para que tomara asiento a su vez.

Unos sorbos de coñac devolvieron la serenidad a su anfitrión —aunque continuaba con los ojos fijos en Saryon— y su esposa se recuperó lo suficiente como para ruborizarse al ver que el príncipe los atendía solícito. Rogó entonces a Su Alteza que se sentara junto al fuego y se secara sus mojadas ropas.

—Gracias, lady Rosamund. Tomamos un carruaje para venir aquí —indicó el príncipe, observando cómo el color regresaba al rostro del dueño de la casa, pero prefirió de momento mantener la conversación sobre temas generales—. A pesar de ello, estoy totalmente empapado. Los vehículos del duque no están equipados para enfrentarse a este tipo de tormentas, y no había nadie en la mansión esta mañana con la energía mágica suficiente para alterarlos. Cuando llegamos aquí, había ya treinta centímetros de nieve en el suelo del carruaje. —Miró pesaroso sus elegantes ropajes de terciopelo color vino—. Me temo que estoy dejando caer agua sobre vuestra alfombra.

La dama le rogó que no se preocupara en absoluto por ello. La tempestad era realmente terrible. Su jardín había quedado destrozado... Su voz se apagó. Le era imposible continuar. Se recostó en el diván y se quedó mirando al príncipe mientras sujetaba con fuerza la mano de Marie.

Garald intercambió una mirada con Saryon, quien asintió ligeramente. Poniéndose en pie, el catalista se dirigió hasta donde estaba lord Samuels. Llevaba el estuche de un pergamino en la mano.

—Mi señor —empezó a decir Saryon, pero al oír su voz, lady Rosamund dejó escapar un sonido ahogado.

—Sé quién sois —sollozó y, medio incorporándose, apartó a un lado la suave mano de Marie—. ¡Sois el Padre Dunstable! Pero vuestro rostro es diferente.

—Sí, soy el hombre que conocisteis como el Padre Dunstable. Estuve en vuestra casa bajo un disfraz. —Saryon inclinó la cabeza y se sonrojó avergonzado—. Solicito vuestro perdón. Tomé el rostro y el cuerpo de otro catalista cuando vine a Merilon porque, si hubiera aparecido con mi propio aspecto, se me hubiera reconocido y hubiera sido capturado por la Iglesia. ¿Qué... qué sabéis exactamente sobre mi historia y la de... la de Joram, mi señor? —preguntó vacilante a lord Samuels.

—Mucho —replicó éste. Su voz sonaba firme ahora. Sus ojos seguían fijos en el catalista, pero el horror había desaparecido de ellos, reemplazado por la esperanza mezclada con el temor—. De hecho, sé demasiado, o eso pensaba Lauryen. Conozco su auténtico linaje e, incluso, la Profecía.

Al oír esto, el rostro de Garald se tornó grave.

—¿Hay muchos que la conozcan? —preguntó con brusquedad.

—¿La Profecía? —Lord Samuels transfirió su mirada al príncipe—. Sí, Alteza. Eso creo. Aunque nunca se comenta abiertamente, he oído, de cuando en cuando, alusiones indirectas de varios nobles importantes. Había, si lo recordáis, muchos catalistas presentes ese día...

—El Manantial tiene oídos y ojos y una boca —murmuró Saryon—. El Diácono Dulchase la conocía. Estuvo presente en aquella parodia de juicio que Vanya celebró para Joram. —El catalista sonrió débilmente, mientras hacía girar el estuche entre sus manos—. Dulchase nunca se ha destacado por su habilidad para mantener la boca cerrada.

—Eso complica las cosas, lord Samuels —observó el príncipe Garald—, al menos en lo que respecta a vos. Lo que pueda significar para nosotros más adelante es difícil de sopesar con tanta gente enterada de la Profecía.

Miró al fuego pensativo. Las vacilantes llamas no animaron el rostro del príncipe, sino que lo hicieron parecer más sombrío, lleno de profundas sombras de preocupación y ansiedad. Hizo un gesto en dirección al catalista.

—Lamento la interrupción, Padre. Continuad.

—Lord Samuels —empezó Saryon con suavidad, mientras sacaba un fajo de pergaminos del estuche y se lo tendía a éste, quien, aunque lo miró, no lo tomó—. Os espera una gran conmoción. ¡Sed fuerte, señor! —El catalista colocó su mano sobre la mano temblorosa del noble—. Hemos estado pensando en la mejor forma de prepararos para ella y, tras larga discusión, el príncipe y yo hemos decidido que deberíais leer el documento que sostengo en mi mano. Quien lo escribió está de acuerdo con nosotros. ¿Lo leeréis, lord Samuels?

El interpelado extendió la mano, pero le temblaba tanto que la volvió a dejar caer sobre el regazo.

—¡No puedo! Leedlo por mí, Padre —pidió en voz baja.

Saryon dirigió una interrogadora mirada al príncipe, quien asintió. El sacerdote desenrolló y alisó con cuidado el pergamino, y empezó a leer en voz alta:

Dejo este relato con el Padre Saryon para ser leído en el caso de que no sobreviva a mi primer encuentro con el enemigo...

Mientras leía la descripción de Joram de su entrada en el Más Allá, Saryon levantaba la mirada de cuando en cuando para observar la reacción de lord Samuels y la de su esposa. En sus rostros vio primero perplejidad, luego una creciente aprehensión, y, por fin, una crédula y temerosa comprensión.

Poco puedo yo contaros de mis pensamientos y sentimientos cuando me encaminé hacia la muerte, hacia el Más Allá.

Un gemido brotó de lady Rosamund al oír estas palabras y Marie le susurró unas palabras de consuelo. Lord Samuels no dijo nada, pero su expresión de dolor, pena y confusión afectó a Saryon profundamente.

Dirigió la mirada hacia Garald. El príncipe tenía los ojos fijos en el fuego. Había leído el documento; Joram había hecho que Saryon se lo entregara al regresar del campo de batalla aquella noche. Garald lo había releído varias veces y Saryon se preguntó si lo habría asimilado por completo, si lo habría comprendido cabalmente. El sacerdote no lo creía. Era demasiado complejo. Sabía que era cierto todo lo que decía. Después de todo, había visto la prueba con sus propios ojos. Sin embargo era demasiado irreal.

Entonces no sabía —tan absorto estaba en mi propia desesperación— que Gwendolyn me había seguido. Recuerdo haber oído su voz cuando me introduje entre las brumas, pidiéndome que esperara...

Lord Samuels dejó escapar un lamento, un profundo y desgarrador sollozo. Hundió la cabeza en una mano y Saryon dejó de leer. El príncipe se alzó con rapidez y fue a arrodillarse junto al hombre; colocó su mano sobre el brazo de éste y le repitió con suavidad:

—¡Sed fuerte, señor!

A lord Samuels le fue imposible articular nada, pero colocó su mano, agradecida, sobre la del príncipe y pareció indicar con un débil movimiento de cabeza que Saryon podía continuar. El catalista prosiguió y su propia voz se quebró en una ocasión, obligándolo a detenerse y aclararse la garganta.

Cuando me desperté, descubrí que a Gwen y a mí nos habían transportado a un nuevo mundo —o quizá se pueda considerar uno muy antiguo— para iniciar una nueva vida. Me casé con mi pobre Gwen para mantenerla segura y a salvo, y parte del día lo pasaba con ella en el tranquilo y encantador lugar donde permaneció mientras los hacedores de salud del Más Allá intentaban encontrar alguna forma de ayudarla.

Hace diez años... diez años en nuestro nuevo mundo...

—¡Mi niña! —exclamó lady Rosamund con palabras entrecortadas—. ¡Mi pobre niña!

Marie abrazó a la mujer, sus lágrimas mezclándose con las de su señora. Lord Samuels continuó sentado, muy quieto, y no levantó la cabeza ni se movió. Saryon, tras mirarlo un momento preocupado, continuó leyendo sin detenerse hasta el final.

El juego no es nada, el jugar lo es todo.

Saryon se quedó en silencio. Con un suspiro, empezó a enrollar la confesión que tenía en la mano.

Al otro lado de la ventana, la nieve que caía amortiguaba todo sonido; parecía estar cubriendo a Merilon bajo un pesado y blanco silencio. El crujido de los pergaminos en las manos de Saryon resultaba ruidoso y discordante, y éste, acobardado, se detuvo.

Entonces el príncipe Garald dijo, en voz muy baja:

—Señor, están aquí, en vuestra casa.

Lord Samuels levantó la cabeza.

—¿Aquí? Mi Gwen...

Lady Rosamund juntó las manos y lanzó una vehemente exclamación.

—Esperan en el vestíbulo. Quiero asegurarme de que podréis soportarlo, señor —continuó Garald con la mayor seriedad, al tiempo que sujetaba el brazo de lord Samuels para refrenarlo, ya que éste parecía a punto de saltar de su sillón—. ¡Recordad! ¡Han pasado diez años por ellos! ¡No es la muchacha que conocíais! Ha cambiado...

—Es mi hija, Alteza —replicó el noble con voz ronca, apartando al príncipe—. ¡Ha regresado a casa!

—Sí, mi señor —afirmó el príncipe con mansedumbre—. Ha regresado a casa. Padre Saryon...

El catalista salió sin decir una palabra. Lady Rosamund, con Marie a su lado, se colocó junto a su esposo. Éste la rodeó con el brazo; ella se aferró a él mientras borraba todo rastro de lágrimas de su rostro y se arreglaba los cabellos. Luego se cogió a Marie, sujetando el brazo de la catalista con una mano y el de su esposo con la otra.

Saryon regresó, acompañado por Joram y Gwen, quienes se quedaron en el umbral, indecisos. Ambos estaban envueltos en pesadas capas de piel y cubiertos con capuchas, que no se habían quitado para no revelar su identidad a los criados. Al entrar, Joram se echó la capucha hacia atrás, revelando un rostro que, a primera vista, era frío e impasible como la piedra. Sin embargo, al encontrarse con lord Samuels y lady Rosamund la seria fachada del hombre se desmoronó, y las lágrimas brillaron en sus ojos castaños. Parecía intentar decirles algo, pero no pudo pronunciar nada. Se volvió hacia su esposa, y, con dulzura, ayudó a Gwen a quitarse la capucha.

La dorada cabellera de la joven centelleó a la luz del fuego. Su rostro pálido y dulce, con aquellos brillantes ojos azules, miró a su alrededor con curiosidad.

—¡Hija mía! —Lady Rosamund intentó flotar por los aires hasta su hija, pero no encontró suficiente energía mágica para hacerlo; privada de Vida se vio obligada a cruzar la habitación tambaleante—. ¡Hija mía! ¡Mi Gwendolyn! —Extendió los brazos y rodeó a su hija con ellos, abrazándola con fuerza mientras reía y lloraba a la vez.

Gwen apartó a su madre con suavidad y se quedó mirando a la mujer con asombro. Entonces, una expresión de reconocimiento brilló de forma extraña en sus ojos azules. Pero no era el reconocimiento que anhelaban sus padres.

—¡Ah! Conde Devon —exclamó Gwendolyn, apartándose de lady Rosamund para hablar, aparentemente, con una silla vacía—.
¡Éstas deben de ser las personas de las que me hablabais!

3. Saleros y teteras

Aunque sólo mediaba la tarde, la nevada que caía sobre Merilon provocó que en la ciudad oscureciera prematuramente. La magia de los Magos-Servidores encendió suaves luces en la elegante mansión de lord Samuels, animando con el resplandor el triste saloncito en que se sentaba lady Rosamund con Marie y su hija. En las habitaciones de invitados que habían permanecido largo tiempo cerradas, ahora brillaban también esferas luminosas mientras los criados aireaban sábanas y calentaban camas, esparciendo pétalos de rosa para eliminar el olor mustio de lo inhabitado. Mientras trabajaba, la servidumbre se iba repitiendo en susurros historias de personas que habían regresado de entre los muertos.

La única cámara de la casa que permanecía a oscuras era el estudio del señor. Los caballeros allí reunidos preferían las sombras, ya que parecían más acordes con la naturaleza grave de su conversación.

—Y ésta es la situación a la que nos enfrentamos, lord Samuels —concluyó Joram, que contemplaba por la ventana cómo seguía cayendo la nieve—. El enemigo está decidido a conquistar nuestro mundo y a dejar la magia libre por todo el universo, pero de momento les hemos demostrado que tal objetivo les resultará difícil de alcanzar y deberán pagar un alto precio.

Había pasado la última hora describiendo lo mejor que podía la batalla del Campo de la Gloria. Lord Samuels escuchaba en silencio, aturdido. Vida del Más Allá. Criaturas de hierro que matan con una mirada. Humanos de piel metálica. Saryon desvió la mirada de Joram a lord Samuels y advirtió los denodados esfuerzos de éste por comprender la situación y, como era evidente por su perpleja expresión, su sensación de intentar atrapar un pedazo de niebla.

—¿Qué... qué haremos ahora? —preguntó dubitativo.

—Esperar —replicó Joram—. Hay un dicho en el Más Allá: «Debemos esperar lo mejor y prepararnos para lo peor».

—¿Qué es lo mejor?

—Según los
Duuk-tsarith
que los han estado vigilando, los invasores huyeron aterrorizados; fue toda una desbandada, más de lo que yo había esperado. Por sus informaciones, parece que están divididos y desorganizados. Conozco al oficial que escogieron para dirigir esta expedición, un tal mayor James Boris. En cualquier otra situación sería un buen oficial, en él manda la lógica y el sentido común, pero precisamente por eso constituye una mala elección enviarlo a este mundo; no entiende absolutamente nada, todo esto le sobrepasa. No podrá enfrentarse a una guerra que debe resultarle como una fantasía de una novela de terror. Apuesto a que se retirará, a que se llevará a sus hombres de aquí.

—¿Y entonces?

—Entonces deberemos encontrar la forma de sellar la Frontera para siempre. Eso no debiera representar una gran dificultad.

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