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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (27 page)

BOOK: El Triunfo
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—Caballeros, gracias por haber venido —siguió James Boris con voz cansada. Era el Reglamento el que hablaba, no él. Si hubiera tenido que pensar por sí mismo qué decir, no hubiera podido decir una palabra—. Tendré en cuenta sus recomendaciones. Pueden retirarse.

Se oyó el ruido del metal al arrastrarse sobre el suelo de plástico a medida que los capitanes se levantaban y abandonaban la sala en silencio, lo cual era un mal presagio, James Boris lo sabía.

Puso en marcha el ordenador y fingió estar muy interesado en la lectura de algo que había aparecido en la pantalla, aunque en realidad no advertía en absoluto lo que estaba observando. No quería hablarles más; no quería verlos ni tener que enfrentarse a sus rostros. Sintió, más que vio, las miradas de reojo que le dirigían y las que se intercambiaban entre ellos, interrogantes, perplejos.

¿Qué hará? ¿Hará venir las naves? ¿Retrocederá? ¿Y cuáles
eran
sus órdenes después de todo? Desde luego ya empezaban a circular rumores; el mayor ya no estaba al mando del batallón... Los mandaba Menju el Hechicero, quien se había apoderado del control cuando la batalla empezó a tomar mal cariz.

El mayor Boris podía oír la voz del sargento chillando por el teléfono de campaña mientras intentaba levantar de sus camas al personal sanitario. Las líneas no funcionaban bien, los técnicos le habían comunicado que tenía que ver con aquella extraña atmósfera tan cargada de energía. Uno de los capitanes, probablemente Collin, había agarrado al pobre Walters y lo acompañaba al exterior. Cuando todos hubieron salido, el sargento —todavía al teléfono— cerró la puerta de una patada.

—Bien, ¿qué es lo que quieres? —gruñó el mayor con los ojos fijos en la pantalla, negándose a mirar a su visitante.

Menju atravesó la habitación para colocarse frente al escritorio. Los ojos del mago eran grandes e irradiaban encanto. Tenía la piel bronceada y el rostro bien afeitado. La cabellera era espesa y abundante, peinada hacia atrás con elegancia, y su color gris plata armonizaba perfectamente con el oscuro bronceado de la piel, que el sistema de iluminación de la tienda hacía resaltar aún más. Apoyó las puntas de los dedos sobre la superficie de metal y se quedó mirando al macizo y achaparrado mayor con aire de superioridad.

—Corren rumores de que piensas retirarte —empezó el hombre. Su voz, acorde con su aspecto, era una voz de barítono cultivada durante años de actuaciones en vivo ante el público.

—¿Y qué si lo hago? ¡Aún estoy al mando aquí!

El mayor Boris apagó el ordenador con gesto irritado, y entonces se dio cuenta de que había estado mirando una nota escrita por él hacía varios meses referente a una infracción del código del uniforme militar por parte de oficiales femeninos y lanzó un juramento en voz muy baja. Al volverse para mirar a Menju, su mano se quemó con algo caliente, y las maldiciones brotaron con más fuerza.

—¡Qué diantre...! ¡Sargento! —aulló furioso.

No hubo respuesta. James Boris se levantó pesadamente de su silla, atravesó la habitación, enojado, en cuatro zancadas y abrió la puerta de golpe.

—¡Sargento! —vociferó—. ¡Esa maldita tetera...!

Allí no había nadie. Levantó el auricular del teléfono de campaña y se lo acercó al oído. La estática y otros ruidos extraños que surgían de él casi lo dejaron sordo. Al parecer las comunicaciones también estaban interrumpidas ahora; el sargento debía de haber salido en busca de los sanitarios. El mayor iba a maldecir de nuevo, pero se contuvo; tragose sus airadas palabras y tuvo la sensación de que éstas ardían en su interior. Con una mano sobre el dolorido estómago, volvió a entrar en su despacho iracundo, y, tras dejarse caer en su silla —sin dedicar una sola mirada a su visitante— dirigió una mirada asesina a aquella tetera verde de brillante tapa naranja.

—¡Maldita sea, es para volverse loco! ¡Pensaba que le había dicho que se llevara esta cosa de aquí!

—Y eso hiciste —aseguró Menju, que aparecía en todas las marquesinas de los teatros de los sistemas planetarios más importantes como
el Hechicero
. Sentado tranquilamente sobre el escritorio, observaba la tetera con sumo interés—. Y eso hiciste —murmuró—. No, no la toques. —Extendió una mano ágil de dedos finos y detuvo a James Boris cuando éste estaba a punto de agarrar la tetera y hacer algo con ella, aunque no estaba seguro de exactamente qué, pero por su mente había pasado la ventana...

La fuerte mano de Menju se cerró alrededor de la muñeca de Boris.

—Discutamos esta precipitada retirada que estás planeando —continuó el Hechicero en tono afable.

—¿Precipitada?

—Sí, y no sólo por lo que se refiere a tu futura carrera militar, no carezco de influencias como muy bien sabes, sino también por lo que se refiere a tu vida y a la vida de tus hombres. No, no lo intentes, mayor.

James Boris, el rostro rojo de ira, hizo un rápido movimiento para liberarse de la mano del Hechicero. La sonrisa no abandonó ni por un instante el rostro del mago, pero el sonido de un hueso que crujía hizo brotar un grito de dolor del oficial.

—Eres fuerte, pero ahora yo lo soy más. —La mano de Menju siguió cerrándose con fuerza alrededor de la muñeca de James Boris. Furioso, el mayor agarró el brazo del mago e intentó con todo su legendario vigor conseguir que la mano del otro se soltase. El resultado fue el mismo que si hubiera intentado doblar el cañón láser de acero de uno de sus tanques.

—¡Hace cuarenta y ocho horas hubiera podido partirte en dos esas patitas de gallina! —gruñó James Boris apretando los dientes y mirando al Hechicero con una furia que disimulaba, eso esperaba, su temor—. ¿Es esto también parte de tu... de tu magia? —Escupió la palabra.

—Sí, mayor James Boris. Como otros poderes es también parte de... ¡mi magia!

Menju pronunció una palabra en un lenguaje extraño y levantó la mano del mayor; éste chilló e intentó desasirse de la garra del Hechicero. El mago lo dejó ir con una carcajada, y James Boris cayó hacia atrás en su sillón, con la mirada desorbitada. Su mano había desaparecido. En su lugar se extendía la pata de una gallina.

Un borboteo, que provenía al parecer de la tetera, provocó que Menju le dirigiera una rápida mirada, pero el recipiente se silenció al instante, aunque una delgada columna de humo se elevó de su pitorro.

—¡Haz que vuelva a ser como era! —James Boris sujetó con fuerza su muñeca, la pata de gallina que era su mano se retorcía espasmódicamente—. ¡Quítame esto! —Su voz se convirtió en un alarido estrangulado.

—No se hablará más de retirada —anunció el Hechicero con frialdad.

—¡Demonios! —El sudor perlaba la frente de Boris—. ¡Nos han vencido! No podemos luchar contra este... este... —Intentó buscar las palabras sin éxito—. ¡Ya has oído a mis hombres! ¡Hombres-lobo, gigantes! Un tipo que tiene una espada que puede absorber energía...

—Los he escuchado —contestó Menju ceñudo. Hizo un gesto con la mano para indicar a una silla plegable que se acercara a toda velocidad y se colocara detrás de él. Se acomodó en ella, se alisó una arruga de sus pantalones de cachemir y siguió observando al mayor, quien no había apartado los ojos de su mutada extremidad—. He oído también lo del hombre de la espada. Con franqueza, eso fue lo único que encontré un poco interesante, aunque no tiene nada de aterrador.

Con un movimiento de sus delicados dedos, el Hechicero pronunció otra extraña palabra y el mayor volvió a recuperar su mano. Con un estremecimiento de alivio, James Boris la examinó febril, frotando su piel con fuerza como para asegurarse de que era real. Luego, tras secarse el sudor del labio superior, contempló al Hechicero con ojos entrecerrados y temerosos.

—Tranquilízate, mayor —indicó con brusquedad el mago—. Sabes muy bien cuál es la identidad del hombre de la espada.

Con los codos apoyados sobre la mesa, Boris dejó que su cabeza, con el corte de pelo que recomendaba el reglamento militar, se hundiera lentamente entre sus manos.

—No —murmuró con voz hueca—. No sé...

—Joram.

—¿Joram? —El mayor levantó la cabeza—. Pero me dijeron que permanecería neutral... —Se interrumpió, su boca se torció en una amarga mueca—. ¡Oh! Ya lo entiendo. ¡Hubiera permanecido neutral si no hubiéramos empezado a exterminar a su gente!

—Supongo. —Menju se encogió de hombros—. La verdad es que siempre tuve mis dudas sobre si nos dejaría conquistar este mundo sin intentar detenernos de alguna forma. No obstante, ha jugado su papel y ahora ya no lo necesitamos. ¡De hecho han aumentado nuestras posibilidades inmensamente!

El Hechicero deslizó el labio inferior por debajo de sus dos blancos dientes superiores; una costumbre suya que daba un aspecto siniestro a su atractivo rostro, pensó James Boris, que se quedó mirando al mago con mórbida fascinación.

—Joram ha conseguido recuperar la Espada Arcana —siguió el Hechicero, tras una pausa, durante la cual juntó las puntas de los dedos índice de las dos manos y golpeó con ellos ligeramente el hoyuelo de su barbilla—. ¡Maldita sea! —Aunque lo dijo con emoción, su voz seguía siendo suave y pausada—. ¡Tenemos que conseguir un poco de ese mineral para analizarlo! ¡Piedra-oscura! Según Joram, absorbe la energía mágica de este mundo. Ahora parece que también tiene la capacidad de absorber la energía física que utilizamos en el nuestro.

«¡Piénsalo, mayor! —Menju bajó las manos, se enderezó la corbata y se ajustó los puños de la camisa con un gesto abstraído, evidentemente habitual en él—. ¡Un mineral que puede tomar la energía de una fuente y transformarla para sus propios usos! Apodérate de esa arma y habremos ganado la batalla, no sólo en este mundo, sino en cualquier otro que decidamos invadir. Ahora, mayor, ¿cuánto tardarán en llegar los refuerzos?

—¿Refuerzos? —Los ojos vidriosos del oficial parpadearon—. ¡No hay refuerzos! Somos una fuerza expedicionaria, nuestra misión es..., o era —la voz se le quebró—, pacífica.

—Sí, intentamos negociar, pero se nos atacó con saña, a nuestros hombres se los mató despiadadamente —repuso el Hechicero con tranquilidad.

—De modo que
ése
es tu juego, ¿no? —repuso el militar con voz exánime.

—Ése es el juego. —Menju separó las manos—. Acaudillados por ese Joram, quien nos engañó en primer lugar para que viniéramos aquí, los habitantes de este mundo se hallaban al acecho y nos atacaron de improviso. Nos defendimos, desde luego, pero ahora estamos atrapados aquí. Necesitamos ayuda para salvarnos.

—Y cuando lleguen esos refuerzos, caerán bajo tu control, igual que ha sucedido con mis hombres y conmigo —continuó James Boris en el mismo tono de voz apagado e indiferente.

—Y siguiendo mis órdenes matarán a todos los hombres, mujeres y niños de este mundo, con la excepción de los catalistas, claro, quienes, como tú mismo puedes comprobar, me están ayudando a aumentar mis poderes mágicos.

—¡Eso es genocidio! —jadeó el mayor, su rostro enrojecido por la rabia—. ¡Dios mío, estás hablando de aniquilar a toda la población! ¿Por qué?

—¿Por qué? —El Hechicero le dedicó aquella sonrisa encantadora que provocaba que el público de mundos enteros creyera las ilusiones que fabricaba ante sus extasiados ojos—. ¿No está claro? Yo seré el único que poseerá la magia, y mis hijos e hijas, lo cual me recuerda que necesitaré a varias muchachas para la cuestión reproductora. Ya me encargaré yo de eso personalmente. ¡Con la magia, mi familia y yo gobernaremos el universo! ¡Y no quedará vivo ningún mago con el poder necesario para detenerme!

—¡No te obedeceré! ¡Te denunciaré! ¡Te haré pedazos...! —le espetó James Boris con ira, pero las palabras se le helaron en los labios cuando el Hechicero se puso en pie lentamente y apuntó con un dedo, en apariencia inofensivamente, a la mano derecha del mayor.

Pálido como un muerto, el mayor la retiró y la escondió debajo del escritorio.

—Si hablamos de hacer pedazos a la gente, mayor, te sugiero que recuerdes que con sólo decir unas pocas palabras arcanas puedo desgajarte, literalmente, hueso a hueso. ¿Hay unos doscientos huesos en el cuerpo humano? No lo recuerdo, la biología nunca me interesó demasiado. No obstante, imagino que resultaría una muerte sumamente dolorosa.

—Mis hombres no asesinarán a inocentes...

—¡Oh! Pero si ya lo has hecho, mayor Boris —lo interrumpió el Hechicero encogiéndose de hombros—. Tus hombres tienen auténtico terror a los habitantes de este mundo. ¿Cuál era aquel curioso dicho de Joram...? «Temen aquello que no comprenden y destruyen todo aquello que temen.» Unas cuantas batallas más como la de hoy y estarán más que dispuestos a exterminar a estos magos. Ahora, te hice una pregunta sobre los refuerzos. ¿Cuánto tiempo?

El mayor Boris se pasó la lengua por los labios. Se vio obligado a tragar saliva varias veces antes de poder hablar.

—Setenta y dos horas como mínimo.

El Hechicero sacudió la cabeza pensativo.

—¡Setenta y dos horas! Lo siento, pero no puede ser. Es demasiado tiempo. Los magos nos atacarán antes; Joram los empujará a hacerlo.

—¡Ni siquiera tu magia puede hacer que sea más rápido, Menju! —repuso James Boris con una sonrisa de amargura—. Hemos de enviar el mensaje y tenemos problemas para conectar nuestro sistema de comunicaciones. La base estelar está en alerta, pero los hombres tendrán que conseguir suministros y cargar las naves. Además, también está el salto. Conviértenos a mí y a todos mis hombres en gallinas, si quieres —añadió al ver que el bronceado y apuesto rostro del mago enrojecía de cólera—. No hará que los preparativos se apresuren.

El Hechicero clavó los ojos en James Boris pero éste le sostuvo la mirada con la misma intensidad. A un hombre se lo puede presionar sólo hasta cierto punto, incluso cuando sus nervios están destrozados. Al parecer, el mago había alcanzado aquel límite.

—Entonces necesitamos ganar tiempo —replicó Menju con suavidad, dándole la espalda al sudoroso y resuelto mayor—. ¡Y, por encima de todo, precisamos la espada!

James Boris apoyó los codos sobre la mesa con un suspiro y hundió la dolorida cabeza entre las manos.

Frunciendo el ceño, ensimismado, el Hechicero clavó la mirada, sin verla, en la tetera que, bajo el escrutinio de aquel hombre, de repente parecía muy tranquila y sumisa. Ya no salía humo de su pitorro y los borboteos de su interior habían cesado.

El mago empezó a sonreír.

—Tengo un plan —murmuró—. La paz... vinimos aquí pacíficamente... tal como has dicho, mayor —se inclinó y levantó con ambas manos la tetera verde con la tapadera de brillante color naranja—. Ahora, todo lo que hemos de conseguir es a alguien que lleve nuestro mensaje a un piadoso hombre santo, quien, sin duda, si jugamos bien nuestras cartas, se sentirá deseoso de colaborar.

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