Al oír la voz de Saryon, se volvió hacia él. Su mirada se dirigió a su esposo y revoloteó sobre él como las alas de una mariposa, yendo a un lado y otro sobre los tallos de las plantas marchitas. La conmoción debía de haber silenciado a los muertos, ya que el temor que la inspiraban había desaparecido. Muy despacio, empezó a ponerse en pie.
¡De repente se le ocurrió a Saryon que también ellos podían estar en peligro! ¡Lo que fuera que hubiera derribado a Joram de aquella manera tan misteriosa y horrible podría estar aguardando para soltar de nuevo aquellas detonaciones que sonaban como el restallar de un látigo!
—¡No! ¡Gwen! ¡Quédate agachada! —gritó Saryon frenético y, o bien el terror y el tono perentorio de su voz atravesaron las brumas del Más Allá que nublaban su mente, o manos invisibles la sujetaron y no le permitieron erguirse. Saryon, en su agitado estado, tuvo la certeza de que había sido esto último el verdadero motivo.
Escudriñó el Templo de nuevo, luego el Jardín, los senderos, los aserrados bordes de la cima, buscando frenéticamente a su enemigo.
—No es que me preocupe por mí mismo —murmuró el anciano sacerdote, e inclinó la cabeza sobre el cuerpo que sujetaba en sus brazos, los ojos anegados en lágrimas. Aunque seguía respirando, Joram había perdido el conocimiento. Delicadamente, Saryon le apartó la negra y espesa cabellera del macilento rostro—. Estoy fatigado de esta vida, cansado de este temor, harto de las matanzas y de las muertes. Si Joram tiene que morir aquí, entonces no puedo encontrar mejor lugar para descansar.
Saryon sacudió la cabeza con rabia y reprimió las lágrimas: «¡Deja que la desesperación se apodere de ti y
estás
muerto, y también Joram y Gwendolyn! Tiene que refugiarse en un lugar seguro, si es que existe... ¡El Templo!». Antiguamente había sido un lugar sagrado. Quizá la bendición de Almin permaneciera todavía en su interior.
—Gwen, corre al Templo —indicó Saryon, esforzándose por hablar con voz tranquila—. ¡Deprisa, hija mía! Corre al Templo.
Gwendolyn no hizo el menor movimiento. Miraba a su alrededor con la misma expresión expectante y no parecía siquiera haberlo escuchado.
—¡Llevadla allí! —gritó Saryon apremiante a las sombras del vacío Jardín—. ¡Llevadla al Templo! ¡Cuidad de ella allí!
Era un grito nacido de la desesperación, y nadie se sorprendió tanto como el catalista cuando vio que manos invisibles ayudaban a Gwen a ponerse en pie y a mantener el equilibrio.
—¡Deprisa! —susurró, mientras esperaba lleno de temor otra de aquellas agudas detonaciones.
Llevando a Gwen con ellos, los muertos regresaron junto a él a toda velocidad. Percibió el suave murmullo de su presencia en su mejilla mientras veía cómo el vestido de Gwen revoloteaba y se agitaban sus dorados cabellos al ser conducida hasta el Templo. Cada vez que tropezaba, la sujetaban y ayudaban a seguir y, cuando empezó a desfallecer, apresuraron sus pasos. Saryon la observó dar un traspié cuando subía los nueve escalones que llevaban al interior del Templo y luego se desvaneció entre las sombras.
El catalista suspiró aliviado, era algo menos de lo que preocuparse. Y ahora, se repitió testarudo, debo conseguir ayuda para Joram, para todos nosotros. Volvió a contemplar al hombre que tenía entre los brazos, y se sintió desfallecer; la parte fría y lógica de su mente le decía que, para Joram al menos,
no
había ayuda posible.
—¡Debe existir alguna posibilidad de salvarlo! —gritó Saryon desafiante en dirección al cielo.
Como en una respuesta burlona, el cuerpo que sostenía se estremeció, y un gemido de dolor se escapó de sus labios. El catalista abrazó a Joram con fuerza, intentando sujetar aquel espíritu que se escapaba con cada gota de sangre.
—¡Si tan sólo supiera qué le ha ocurrido! —le gritó al vacío y frío firmamento.
—¡Diablos! —se oyó una voz débil—. ¡Ya somos dos!
Sobresaltado, Saryon apartó los ojos del cielo para devolverlos a la tierra, al hombre que abrazaba. El rostro severo de elevados pómulos y firme mandíbula había desaparecido. Tampoco contemplaba la exuberante cabellera negra con su mechón blanco, ni las oscuras y ceñudas cejas, ni los ojos castaños que ardían con aquella intensa llama interior. En su lugar, vio un rostro de edad indefinida con una barbilla puntiaguda, una barba suave y un bigote; las pupilas lo observaban con una casi cómica expresión de perpleja indignación.
—¡Simkin! —jadeó Saryon.
—En carne y hueso —aseguró el joven, respirando con dificultad—. Aunque... parte de mí... se halla... bastante ventilada. Noto... una nítida corriente... de aire... en los riñones...
—Pero ¿dónde... dónde está Joram? —tartamudeó Saryon, desconcertado.
—Aquí —llegó la severa respuesta.
Una figura vestida de blanco, la cabeza cubierta por una capucha blanca, estaba de pie junto a ellos, su mano sujetaba la Espada Arcana. Joram se arrodilló al lado de Simkin y, a pesar de que su voz resultaba dura, la mano que se posó sobre el herido era suave. De los dedos de Joram cayó, balanceándose en el aire, un pedazo de seda naranja que parecía haber sido cortado en dos por una hoja afilada.
—¡Ah, eres un chico inteligente! —exclamó Simkin con voz ahogada, un hilillo de sangre deslizándose por la comisura de sus labios—. Esca... escapaste... de mi ingenioso nudo. —Su cabeza cayó hacia atrás, los ojos se le cerraron.
—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Saryon en voz baja.
Joram depositó la espada en el suelo y con cuidado apartó a un lado el tejido empapado de sangre que formaba parte de las blancas ropas de Simkin, examinando las heridas del pecho. Bajó la mirada hacia las otras heridas que tenía en el estómago y sacudió la cabeza.
Simkin gimió, estremeciéndose violentamente.
La severa expresión de Joram se dulcificó. Recogió el pedazo de seda naranja, y le secó con cuidado la frente perlada de sudor.
—Mi pobre Bufón —susurró.
—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó Saryon.
—Nada. No sé lo que lo ha mantenido con vida todo este tiempo, a menos que sea su magia —replicó Joram.
Debería rezar, debería decir algo, pensó Saryon confusamente, aunque la idea de enviar a Simkin al cielo en alas de la oración resultaba, en cierta forma, absurda.
El catalista depositó el tembloroso cuerpo en el suelo y colocó la mano sobre la frente del muchacho. Inclinando la cabeza, murmuró:
—
Per istam Sanctam Unctionem indulgeat tibi Dominus quidquid...
—Digo yo, Calvo Amigo —se oyó una voz débil y displicente—, ¿no podríais ir a
quidquid
a algún otro sitio? ¡Es condenadamente molesto!
—¿Por qué lo hiciste, Simkin? —preguntó Joram con ternura.
—¡Cielos! —Simkin miró a Joram con ojos febriles—. Te has transformado... en una sombra borrosa. —Hizo una mueca—. Éste es un juego horrible. No me gusta... nada. ¿Dónde estás, querido muchacho? Todo... oscuro... Me asustan... las tinieblas. ¿Dónde? ¿Dónde estás...? —Respiró con dificultad y la mano se le crispó sin fuerzas.
Joram tomó aquella mano manchada de sangre entre las suyas y la oprimió con fuerza.
—Estoy aquí —dijo—. Y está oscuro porque llevas ese estúpido yelmo en la cabeza, el que te da una apariencia de cubo.
Simkin sonrió, relajado.
—Me gustaba... ser un... cubo. Era un especialista... además. Nunca... lo sospecharon, en realidad. De esa forma... me enteré...
—¿Te enteraste de qué?
Los ojos dejaron de mirarlo para posarse en la lejanía, en el pálido y frío sol.
—«Un mundo feliz...» ¡
Te
llevaremos! No a Simkin. —Un destello de vida, de ánimo, centelleó en sus ojos. Su mirada regresó lentamente, para clavarse en Joram—. ¡Así que... tomé
tu
aspecto! Hubiera constituido... una gran jugada. Hubiera ganado... la partida. —Un espasmo de dolor contorsionó su rostro. Sujetando la mano de Joram con las pocas fuerzas que le quedaban, lo obligó a acercarse—. De todas formas, ha sido divertido... ¿verdad? —murmuró—. «Divertido», como... dijo la duquesa d'Longville... Sus últimas palabras antes... de que su último esposo la colgara...
Una sonrisa asomó a sus labios, luego se quedó fija y rígida. La voz se apagó, la mano cayó inerte. Joram la colocó con delicadeza sobre el pecho de Simkin e introdujo el pedazo de seda naranja entre los dedos sin vida.
—
... deliqusti. Amén
—murmuró Saryon.
Extendiendo la mano, cerró aquellos ojos vacíos.
—Joram, no comprendo. —Saryon, desconcertado, miró a Simkin con compasión—. ¿Qué le ha sucedido?
—¿Oísteis sonidos agudos como chasquidos justo antes de que cayera?
—¡Sí! Fue espantoso.
—Polvo explosivo, como lo que leímos en los libros de los antiguos practicantes de las Artes Arcanas. Dispara proyectiles de plomo. —Los ojos de Joram examinaron la zona, parpadeando bajo la luz del sol—. ¿Visteis a alguien? ¿De dónde salió el ruido?
—De allí, creo —contestó Saryon indeciso, indicando el borde de la cima de la montaña—. Resulta... difícil de discernir. Y no vi nada. —Se interrumpió para pasarse la lengua por los labios resecos—. Joram, quienquiera que atacara a Simkin estaba intentando matarte a ti.
—Sí. Y me parece que los dos sabemos quién es.
—¿El Hechicero?
—Desde luego. Probablemente esté escondido entre las rocas o en el borde del precipicio. Aunque, ¿por qué utilizaría un revólver? No es su estilo. —Las cejas de Joram se fruncieron pensativas—. ¿Por qué? —murmuró—. A menos que no sea él.
—¿Qué otro?
—Alguien que me teme no sólo a mí como Emperador sino también a la Profecía. Alguien lo bastante astuto para hacer que
pareciera
obra del enemigo.
—¡Vanya! —Saryon palideció.
Joram miró veloz a su alrededor, con la capucha bien echada sobre el rostro.
—No os mováis —advirtió, sujetando con fuerza la muñeca del catalista—. Tenemos que reflexionar sobre esto ahora mismo, mientras el oculto desconocido sigue desconcertado, preguntándose quién soy
yo
.
—Quizás el asesino se haya ido —sugirió Saryon—. Si piensa que ha conseguido su propósito.
—Lo dudo. De todas formas sus intenciones se han frustrado.
Joram y el catalista miraron a la Espada Arcana, que yacía cerca de la base del altar de piedra.
—Comprenderá su error y lo intentará de nuevo —afirmó Saryon con indiferencia.
Su miedo había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una despreocupada vacuidad. Al igual que en la batalla con el Señor de la Guerra, se sentía ajeno, como un observador que se contemplara a sí mismo actuando en aquella trágica farsa.
—No lo probará durante un rato. Me vio caer, luego observó llegar a otra persona con la espada. Los sucesos son inesperados. Su plan ha fracasado. ¡Debe volver a pensar! —Joram tiró a Saryon al suelo, acurrucándose sobre el cuerpo de Simkin—. ¡Manteneos agachado!
—¿Por qué no nos mata? ¿Por qué no utiliza esa... arma contra nosotros?
—Lo hará, tarde o temprano. Pero no tiene muy buena puntería. Después de todo, ha necesitado cuatro disparos para matar a un solo hombre. Se quedará pronto sin balas y, entonces, tendrá que recargar su arma, si es que ha traído más munición apropiada. Con toda probabilidad es un
Duuk-tsarith
. Esto nos da una posibilidad.
—Entonces es el Verdugo —adivinó Saryon—. Es la única persona en la que Vanya confiaría. ¡Pero no comprendo cómo puedes estar tan seguro de que es un Señor de la Guerra!
—¡Porque el Hechicero me quiere vivo! —siseó Joram, apretando la muñeca del catalista con tanta fuerza que le hizo daño—. Simkin se escondió en el cuartel general del Hechicero. Les oyó decir que
me
iban a llevar a su mundo feliz, ¡a mí,
no
a Simkin! ¡Tenía que estar muy seguro de que planeaban capturarme
vivo
, o no hubiera ideado esta estúpida trama! Esta mañana me vino a ver y me engatusó para que entrara en un Corredor. Me condujo a un lugar abandonado de la mano de Dios, me ató las manos con ese maldito pañuelo naranja suyo, ¡y luego tomó mi aspecto!
—Planeaba regresar al mundo del Hechicero haciéndose pasar por ti. Pero ¿por qué no cogió Simkin la Espada Arcana?
—¡No podía! Altera su magia. El Hechicero me necesita vivo para enseñarle a manejar la espada y mostrarle dónde puede encontrar más piedra-oscura. Vanya es quien desea mi muerte.
Es él
quien ha enviado al asesino.
Con movimientos lentos y cautos, Joram recogió la Espada Arcana.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Saryon asustado.
—Si
es
un Señor de la Guerra, se oculta tras un hechizo de invisibilidad. Tengo que dejarlo sin magia, obligarlo a salir adonde lo podamos ver. Si no lo hago, puede acercársenos desde cualquier dirección tanto como quiera. Entonces no importará lo bien que sepa disparar.
—Pero ¿y si estás equivocado? —Saryon sujetó a Joram—. ¿Y si no se trata de un Señor de la Guerra, sino del Hechicero que intenta matarte...?
—
Per istam Sanctam
, Padre —respondió Joram, inexorable. Poniéndose en pie, alzó la Espada Arcana.
Sedienta de Vida, el arma empezó al momento a absorber magia. El mismo Saryon se sintió flaquear aunque muy ligeramente; como catalista poseía muy poca magia con la que alimentar a la hambrienta espada. Sin embargo, su Vida fue suficiente para provocar que diminutos destellos de luz azulada danzaran por la tosca y fea hoja.
El poder de la espada aumentó a medida que absorbía más y más magia. La hoja empezó a brillar con más fuerza, hasta desprender un fuerte resplandor blanco-azulado. De repente, un rayo luminoso pasó junto a Saryon describiendo un arco; provenía de algún lugar a su espalda. Al dar contra la espada, el fulgor chisporroteó, una bola de fuego azul surgió de la empuñadura para ir a parar a la punta de la hoja. Saryon se volvió, asombrado, ¡y advirtió que la luz surgía del altar de piedra! La misma piedra empezaba a refulgir con un azul luminiscente; los símbolos de los Nueve Misterios resplandecían blancos sobre él. Un nuevo arco luminoso brotó de ésta, seguido de otro más.
Saryon quiso saber si Joram se había dado cuenta pero éste se hallaba de espaldas al altar. Mientras sujetaba la espada delante de él, Joram se volvía a uno y otro lado, mirando con atención a la nada que lo rodeaba, en busca de su enemigo.
Y entonces el aire dejó de estar vacío. Relució y se oscureció, y un hombre apareció, envuelto en una larga túnica gris. Andaba por el sendero en dirección a ellos, pretendidamente oculto por su hechizo de invisibilidad, y no estaba a más de tres metros. Cuando vio que los ojos de Joram estaban fijos en él, comprendió que lo habían descubierto, y entonces el Verdugo levantó la mano.