El tren se detuvo horas después en Alcázar de San Juan en plena noche, mortecina visión donde muchos desfilaron hacia la cantina y el retrete. Subieron quintos de Castilla la Nueva y de Andalucía mientras el convoy permanecía detenido mucho tiempo, soltando bufidos por sus dos máquinas. La noche pasaba plena de cánticos, vocerío y peleas. Pero el tedio se iba apoderando de los expedicionarios por las prolongadas e inexplicables detenciones del tren en medio de los silenciosos campos. Cuando llegaron a Linares–Baeza, el sol estaba en lo alto. Subieron más mozos de Andalucía. Atardecía cuando arribaron a Córdoba. Nuevos reclutas y nuevas paradas. En Bobadilla era de noche y muchos dormían. Más mozos de Andalucía, Murcia y Valencia. Había amanecido cuando llegaron finalmente a Algeciras, cansados y adormecidos después de treinta horas de viaje. Les llevaron caminando a un cuartel de transeúntes constituido por naves grandes, con ventanillas y puertas que daban a un espacioso patio de tierra cerrado por una alambrada delante del río. El aire salino les confortó tras las dos largas noches ferroviarias. A pesar de su amplitud el cuartel quedó colapsado por la enorme cantidad de reclutas, como si fuera un campo de concentración. Allí se despidieron los primeros reclutas de Cuotas, distinguibles fácilmente la mayoría de ellos por su aspecto diferenciado del que exhibían la gran masa. Eran más de cien. Pedrín, al verlos salir sonrientes, sintió cierto desamparo. No entendía que cosas así pudieran ocurrir. Tropezó con la mirada de Manín y leyó en ella el furor que le consumía. Las escasas literas de hierro sin colchones fueron inmediatamente ocupadas, así que muchos se tumbaron en el suelo y en el patio de tierra.
Manín y los suyos habían hecho amigos de diversos lugares durante el viaje. Eran comunicadores y alegres, sobre todo Manín y Antón. En animada charla estaban formando grupo con otros cuando Pedrín miró hacia otro compacto corro de vociferantes reclutas, algunos con muestras de embriaguez. Los vio reír felices, gastándose bromas y dándole a la botella. Sin decir nada se acercó a ellos, que le contemplaron con curiosidad.
—Hola, chicos, ¿todo bien?
Ellos se miraron, algo confusos, sin dejar de sonreír.
—Sí, claro —dijo uno.
—¿De dónde sois?
—De las Vascongadas.
—Bien. Supongo que, como en todos los sitios, allí se respeta a las madres.
Incluso los que tenían botellas en las manos se quedaron quietos. El corro quedó en silencio. Aquello sonaba a amenaza.
—Sí —dijo el mismo de antes, de estatura media, pelo rapado al cepillo y de fuertes miembros.
—Pues veréis. El caso es que he oído decir a uno de vosotros que mi amigo, el que está sentado en la maleta —se volvió y señaló a César con la barbilla— ha sido parido por una mona. Considero eso un insulto innecesario, y más cuando lo ha repetido varias veces y os habéis reído con mucha gracia.
Se hizo un profundo silencio en los dos grupos. Alrededor, como el tornado girando sobre su vórtice, seguía el griterío. El grupo de vascongados lo formaban unos cuarenta hombres. El de los asturianos, con otros de otras regiones, unos treinta. Pedrín añadió:
—Ninguna madre es una mona. Las madres sólo merecen nuestro respeto.
—Es cierto —apuntó el de antes—. A éste se le fue la cabeza y nos reímos, pero sin intención. Discúlpanos.
Casi todos corroboraron con la cabeza y con palabras. Pedrín miró al del insulto. El otro le devolvió la mirada, sin soltar la botella.
—¿Qué quieres, joder? Ya te han pedido disculpas.
—Tú no.
—Es que no me sale de los cojones.
Hubo protestas de sus compañeros. La mayoría le pidió que cambiara de actitud.
—Vamos, Manuel. Discúlpate. Él tiene razón.
—No me da la gana. ¿No veis que viene en plan chulo? —Miró a Pedrín y luego dejó la botella en el suelo—. ¿Quieres pelea?
—No. Pelearemos contra los moros, no entre nosotros. Lo único que quiero es un respeto a una madre y que pidas perdón. No a mí. A este muchacho que nada te ha hecho.
Un fornido muchachote se abrió paso y se colocó frente a Pedrín. Era más alto y con unos hombros y brazos desmesurados. Tenía los ojos entornados y el rostro serio.
—Te ha dicho que no. Así que lárgate y vive.
Sus compañeros volvieron a protestar y pidieron calma. Algunos quisieron interponerse entre ambos. El fornido los apartó. Pedrín no se había movido.
—Insisto. Debe pedir disculpas.
—Quieres caña, ¿eh? Ve con tu mono. Ahueca.
Manín intentó apartar a Pedrín, pero estaba como clavado en el suelo. Él sabía que el de Regalado tenía una fuerza respetable en su delgado cuerpo y que cuando su ánimo se encrespaba era difícil dominarlo. Le contempló. Supo que su amigo estaba en el límite, pero no podría con ese gigante. De nuevo intentó apartarle y ponerse en su lugar. Logró desplazarlo unos centímetros. El contrario se puso frente a los dos.
—¿Por quién empiezo? —dijo, mirándolos despectivamente.
De repente, Manín y Pedrín sintieron que una fuerza incontenible les movía de su sitio. Despacio y firme, como el émbolo de una máquina hidráulica, esa fuerza los apartó, uno a cada lado. Miraron estupefactos. Era César. Los había movido como si fueran niños y ocupó su lugar frente al antagonista, sin decir una sola palabra.
—¡El mono! —dijo el llamado Manuel—. Dale duro, José.
José y César se miraron, uno hacia arriba y otro hacia abajo. Había un mundo de diferencias entre ellos, y no sólo por los cuarenta centímetros entre estaturas. El llamado José irradiaba posición holgada en su cuerpo equilibrado y en su rostro atractivo. El asturiano era la muestra de lo mal que el destino reparte los bienes.
—Mira, tú; ya me estás tocando los huevos —dijo, adelantando los brazos.
—Sí —dijo César. Y en un movimiento relampagueante extendió su mano derecha y le agarró sus partes al otro. José hizo un gesto de gran sufrimiento e intentó quitarse la zarpa de encima. Fue en vano. Era como una tenaza de hierro que le arrancaba las entrañas. Gritó de terror y agarró la muñeca de César con sus potentes manos. El asturiano retiró la suya y el otro cayó de rodillas, llorando de dolor. Con una sola mano, César le cogió el brazo izquierdo y lo giró. Se oyó un chasquido. El brazo quedó roto.
—¡Joder! —exclamó alguien.
—¡Hostias! —dijo Manín, mientras el alarido del castigado atraía la atención de otros reclutas.
César miró al de los insultos, que había quedado blanco. Se adelantó hacia él. El vascongado se echó atrás extendiendo las manos hacia delante, con la alarma tiñendo su cara.
—¡Quieto! ¡Está bien, lo siento, lo siento, joder, lo siento!
César se volvió a su maleta y se sentó en ella. El numeroso grupo de astures y vascones le miraron como hipnotizados. La acción había durado menos de diez segundos.
—¡Madre mía! —dijo el vasco conciliador—. No he visto cosa igual en mi vida. Ha destrozado a nuestro campeón. Nadie pudo con él nunca. Es remero y levantador de piedras. ¿De dónde habéis sacado a ese tío?
—De Muniellos, donde los osos.
El lesionado se había desmayado. Ante la expectación ya acudía un sargento apartando a los mirones.
—¿C'ocurre?
Le dijeron que el herido se había roto el brazo al escurrirse y caerse. Mandó que lo llevaran a enfermería. Manín y sus amigos se apartaron de los otros y se acercaron a César, que les miraba en silencio.
—Ha sido increíble, macho. Te quedas parado cuando ofenden a tu madre y sales en defensa de un compañero de viaje. No lo entiendo.
—No sois compañeros de viaje. Sois mis amigos para siempre. Los únicos que he tenido. No permitiré que os hagan daño.
Lo miraban como si no le hubieran visto nunca.
—¿Que tú no…? —exclamó Pedrín, siendo interrumpido por voces enérgicas que reclamaban el fin de la holganza. Cogieron sus pertenencias, formaron todos y, luego, salieron hacia el puerto. Había varios vapores y ya se veían estrellas, y no sólo galones, en los uniformes de distintos diseños y colores que todavía no sabían descifrar. Las voces de mando eran ásperas y para la mayoría de los infantes empezó a cundir una mezcla de temor y desasosiego, vislumbrando los padecimientos que iban a arrostrar.
Manín, Pedrín y Antón habían visto barcos en el Musel. Pero Sabino y César, como la mayoría de gentes de tierra adentro, jamás habían visto el mar. Pocos sabían nadar. El trajín de las grúas, los vapores echando humo y el movimiento de los marineros estibando les impresionó. Tras un embarque sin problemas, el vapor se hizo a la mar, apuntando hacia la bocana de salida. Lentamente, dejaron atrás la zona portuaria y, luego, el buque rompió a más velocidad hacia el mar abierto. Los amigos se situaron en babor y se apoyaron en la barandilla mientras el aire frío les despejaba y el agua centelleaba con el oro de un sol sin fuego. Ninguna nube tapaba el cielo del Estrecho.
—Son gaviotas, ¿verdad? —dijo Sabino, señalando a las bandadas de aves.
—Sí.
—¿Y esos bichos tan grandes? —Sabino señalaba a unos peces que seguían el curso del barco por debajo de la mar rizada, nadando en manadas a gran velocidad y dando saltos fuera del agua.
—Serán tiburones —dijo Pedrín, bromeando.
—No son tiburones —intermedió un muchacho rubio y corpulento—, son delfines e inofensivos. Siguen siempre a los barcos para comer los desperdicios. Joder, todo el mundo sabe esas cosas. ¿De qué cueva habéis salido?
Los amigos se miraron y no respondieron. La mole inmensa de un peñón avanzó por la izquierda, delante de ellos, como queriendo competir con el vapor. Poco a poco fue quedando atrás con renuencia, sin dejar de avasallar a los viajeros con su impresionante masa.
—¡Mi madre! ¿Qué es esa montaña? —nueva pregunta de Sabino.
—El Peñón de Gibraltar —señaló Antón.
—¡El Peñón de Gibraltar! —exclamó Sabino—. Es el que nos robaron los ingleses. ¿Cómo es posible, si está en España?
La fuerte brisa no impidió que el eco de sus palabras impregnara los oídos de cuantos allí estaban.
—¡Gibraltar, vieja herida! —señaló el rubio—. Es ahí donde deberíamos ir a luchar para recuperarlo, antes que contra esos moros de mierda.
—Ya estaría integrada en España, seguramente —opinó Antón, mirando al sujeto—, si en nuestro lado se dieran las condiciones necesarias de trabajo y democracia.
—Se ve que eres un paleto. Eso es una base de la Armada británica, que funciona bajo un mando militar. Allí no hay democracia ninguna.
—Pero sí la hay en el poder civil que la sustenta, Inglaterra. Además, los británicos son el mayor poder marítimo del mundo desde hace años. En sus bases siempre hay trabajo y comercio, algo que no tenemos los españoles desde hace siglos por la religión y la vagancia. Si en La Línea y San Roque hubiera el mismo nivel económico que en la Roca, por el simple principio de vasos comunicantes Gibraltar ya habría vuelto a casa.
—No sé qué rollos cuentas. La única verdad es que esos cabrones están ahí por la fuerza y sólo por la fuerza se irán. Por las buenas nada conseguiremos porque el Peñón es para ellos como un símbolo de su orgullo.
Manín y sus amigos volvieron a mirarse. Pedrín dijo:
—Hay cosas más importantes que hacer en España, y no guerras coloniales como la que propones o como esta que nos lleva a África y que arruina a la nación.
—¿En España? ¿Más importante que defender a la patria? ¿Eres un comunista? —dijo el otro, irguiéndose y poniendo gesto de violencia contenida.
—Sólo digo que no hay que hacer guerras por motivos coloniales.
—Comunista y derrotista. Bazofia —insistió el otro.
Antón y Sabino sintieron que los bandazos del buque afectaban a sus estómagos. Vomitaron. Parte del vómito cayó sobre el rubio, situado más a popa.
—¡Agg! ¡Me cago…! ¡Lo habéis hecho adrede, cabrones! ¡Os voy…!
Manín se interpuso.
—¿Qué te pasa, hombre? ¿Por qué tienes tantas ganas de pelea? Espera a llegar a Marruecos. Allí podrás demostrar lo macho que eres.
El valentón sostuvo su actitud el tiempo que le duró el análisis del rostro atormentado de Manín. Luego, se volvió a sus compañeros mientras se limpiaba con un pañuelo. A lo lejos, y recogiendo los rayos del sol como si fuera un espejo, fue perfilándose una hilera de tierra, destacando a la izquierda una fortaleza sobre un promontorio.
—Mirad, el monte Hacho y el Penal —dijo el rubio a sus amigos, con la suficiente entonación para que le oyeran los asturianos—. Ahí llevan a los que cometen delitos militares. Yo metería también a todos los comunistas y derrotistas.
—¿Eso ya es Marruecos? —inquirió Sabino.
—No, es Ceuta y es parte de España —indicó Antón.
—Pero ¿no es África?
—Sí es África. Pero África es muy grande y no sólo de los moros. Te indicaré cuando lleguemos a Marruecos.
Manín miró atrás y vio rezagarse el espolón del Peñón. No se divisaba ya el muelle donde embarcaron. La barrera del mar patentizó la lejanía de su tierra. Se quitó la boina y la proyectó con fuerza al aire. La prenda dio un giro como si quisiera volar, se sostuvo unos momentos en el viento y luego cayó a las agitadas aguas. Pedrín y los demás, sin dudarlo, repitieron de inmediato el gesto. Cuatro gorras surcaron el aire casi en formación, planearon, intentando barloventear, antes de precipitarse al mar. Hubo un silencio inédito a lo largo de la cubierta. Y de repente, cientos de boinas fueron lanzadas al espacio entre griteríos. Las negras piezas se cubrieron de oro, subieron cual extraños y animados seres, se cruzaron danzando en las voladas y plasmaron una sinfonía visual inédita antes de posarse en la superficie líquida donde los delfines las capturaron para investigar de qué alimento se trataba. El jolgorio declinó en mudez, subyugados los mozos por el impacto y la mágica belleza de ese impensado y desvanecido espectáculo.
Antes de atracar, unas barcazas rodearon al vapor con banderines y música. Luego, al desembarcar en Ceuta, los formaron en el muelle. Había mucha gente mirando tras las vallas de seguridad. Un cuadro de oficiales los recibió junto a una sección del Tercio, todos en formación mientras los banderines sostenían en alto la bandera de España y otras que no supieron a qué pertenecían. Se mandó silencio a gritos y una corneta completó la orden. Manín miró de reojo. Miles de hombres quietos, sin emitir sonido. Si esa disciplina pudieran tenerla los obreros… A una voz, una charanga inició el himno de Infantería. Al acabar, sin que nadie deshiciera su posición de firmes, la sección de la legión, con la banda, interpretó
El novio de la Muerte
. Bien modulada, con voces viriles y al ritmo espaciado del tambor, la historia del soldado desconocido al que su destino lleva a la muerte hechizó a muchos y emocionó a otros. A Manín le seguía impresionando el hecho de que unos pocos pudieran mandar en tantos y dispusieran de tantos medios para seducirles. Luego la corneta vibró y la música enmudeció. Ante esos cientos de reclutas desvencijados un oficial con el pecho lleno de medallas les largó un encendido discurso. Luego comenzó la separación según destinos y armas. Muchos se quedaban en Ceuta destinados y otros esperarían a que los transportaran en barco a Larache, Arcila y Alcazarquivir. Los demás, entre los que se encontraban Manín y amigos, irían a Tetuán. Salvo los destinados a Ceuta, todos fueron conducidos a un cuartel de transeúntes, donde les dieron de comer por turnos. Al anochecer, los asignados a la capital del Protectorado fueron embarcados en un tren estrecho. Era una unidad estrictamente militar, con correo y bastimentos de intendencia y armamento, protegida por soldados armados en todos los vagones. El embarque se hizo con rapidez a pesar de la numerosa tropa. Más tarde, el tren pasó con lentitud por una pequeña estación cuyo cartel rezaba: Castillejos.