Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
—Ahora que lo menciona usted, sí.
El coche aminora la marcha y se detiene. Landsman se inclina hacia delante en su asiento y se asoma por el cristal ahumado. Están delante del hotel Zamenhof. La señora Shpilman baja su ventanilla con un botón y la tarde de color gris entra soplando dentro del coche. Ella se levanta el velo y contempla la fachada del hotel. Se la queda mirando largo rato. Un par de hombres de aspecto siniestro, alcohólicos, a uno de los cuales Landsman impidió una vez que orinara accidentalmente en los bajos del pantalón del otro, salen dando tumbos del vestíbulo del hotel apoyados el uno en el otro, un cobertizo adosado humano abandonado bajo la lluvia. Se montan un vodevil con una hoja de papel de periódico y el viento, y por fin se alejan dando bandazos en la noche, un par de polillas hechas jirones. La reina de la isla de Verbov se vuelve a bajar el velo y levanta su ventanilla. Landsman siente cómo las preguntas llenas de reproche bullen por debajo de la tela negra: ¿cómo puede él soportar vivir en semejante pocilga? ¿Por qué no protegió a su hijo con mayor eficacia?
—¿Quién le ha dicho a usted que yo vivo aquí? —se le ocurre preguntarle a la mujer—. ¿Su yerno?
—No, él no lo mencionó. Me lo ha comentado la otra detective Landsman. La que antes estaba casada con usted.
—¿Ella le ha hablado de mí?
—Ha llamado hoy. Una vez, hace muchos años, tuvimos un problema con un hombre que estaba haciendo daño a las mujeres. Un hombre muy malo, un hombre enfermo. Sucedió en el Harkavy, en la calle Ansky Sur. Las mujeres a quienes había hecho daño no querían hablar con la policía. La ex mujer de usted me ayudó mucho en aquella ocasión, y sigo en deuda con ella. Es una buena mujer. Y una buena policía.
—De eso no hay duda.
—Ella me sugirió que si por casualidad aparecía usted, yo no haría mal del todo en darle un voto de confianza.
—Muy amable de su parte —dice Landsman con absoluta sinceridad.
—Ella habló de usted mejor de lo que yo habría imaginado.
—Como ha dicho usted, señora, es una buena mujer.
—Pero aun así, usted la dejó.
—No por que fuera una buena mujer.
—¿Porque era usted un mal hombre?
—Creo que sí —dice Landsman—. Ella fue demasiado cortés para decirlo.
—Han pasado muchos años —dice la señora Shpilman—. Pero por lo que yo recuerdo, la cortesía no era uno de los fuertes de aquella judía. —Pulsa el botón que desbloquea la portezuela. Landsman la abre y se baja de la parte de atrás de la limusina—. En cualquier caso, me alegro de no haber visto este hotel espantoso antes, o nunca habría dejado que se me acercara usted.
—No es gran cosa —dice Landsman, con la lluvia golpeteando el ala de su sombrero—. Pero es mi casa.
—No, no lo es —dice Batsheva Shpilman—. Pero estoy segura de que le facilita a usted las cosas pensarlo.
—El Sindicato de la Policía Yiddish —dice el vendedor de tartas.
Echa un vistazo a Landsman desde detrás del mostrador de acero de su tienda, cruzándose de brazos para demostrar que conoce muy bien las estratagemas de los judíos. Frunce los ojos como si estuviera intentando divisar un error tipográfico en la esfera de un Rolex de imitación. El americano de Landsman es apenas lo bastante bueno como para que suene sospechoso.
—Eso mismo —dice Landsman. Desearía que no le faltara una esquina de su carnet de miembro de la delegación de Sitka de las Manos de Esaú, la organización fraternal internacional de policías judíos. En una esquina tiene un escudo de seis puntas. El texto está impreso en yiddish. Carece de autoridad o peso, incluso en el caso de Landsman, que lleva veinte años siendo un miembro bien considerado—. Estamos por todo el mundo.
—Eso no me sorprende en absoluto —dice el vendedor de tartas haciendo gala de aspereza—. Pero, señor, yo solo sirvo tartas.
—¿Va a comer usted tarta o no? —dice la mujer del vendedor de tartas. Igual que su marido, es grande y pálida. Su pelo es del color incoloro de una lámina de metal debajo de una luz tenue. La hija está en la parte de atrás, entre frutos del bosque y masas de corteza. Para los pilotos de la tundra, cazadores, tripulaciones de rescate y otros habituales que frecuentan el aeródromo de Yakovy, se considera que da suerte ver a la hija del vendedor de tartas. Landsman hace años que no la ve—. Si no quiere tarta, no hay ninguna razón imaginable para que esté usted malgastando su tiempo en esta ventanilla. La gente que tiene usted detrás tiene que coger aviones.
Ella le quita el carnet de la mano a su marido y se lo devuelve a Landsman. Él no la culpa por su mala educación. El aeródromo de Yakovy es una estación crucial en la ruta septentrional de los
shysters
, los charlatanes, timadores y estafadores inmobiliarios del mundo entero. Cazadores furtivos, contrabandistas, rusos díscolos. Mulas del tráfico de drogas, criminales nativos, yanquis problemáticos. La jurisdicción de Yakovy nunca se ha definido con exactitud. Judíos, indios y klondikes, todos se la disputan. La tarta de la mujer tiene mayor envergadura moral que la mitad de su clientela. La mujer de las tartas no tiene razón para confiar en Landsman ni para ser complaciente con él, con su carnet de pacotilla y un trozo de la nuca afeitado. Sin embargo, la mala educación de ella le produce una punzada de remordimiento por haber perdido su placa. Si Landsman tuviera una insignia, diría: «La gente que tengo detrás se puede ir a tomar por el culo, señora, y usted puede ir a darse una buena lavativa de colon con bayas de Boysen». En cambio, finge teatralmente que le preocupan los individuos que hay reunidos en una cola moderadamente larga detrás de él. Pescadores, navegantes de kayaks, pequeños empresarios y algunos ejecutivos.
Cada uno de ellos emite ahora alguna clase de ruido o señal con la ceja para mostrar que está ansioso por obtener su tarta y que empieza a perder la paciencia con Landsman y sus credenciales arrugadas.
—Quiero un trozo de tarta azucarada de manzana —dice Landsman—. De la cual tengo gratos recuerdos.
—La azucarada es mi favorita —dice la mujer ablandándose un poco. Manda a su marido al mostrador de atrás con un gesto de la barbilla. La tarta azucarada de manzana está allí sobre un pedestal resplandeciente, una entera recién hecha, sin cortar—. ¿Café?
—Sí, por favor.
—¿Helado?
—No, gracias. —Landsman le pasa la fotografía de Mendel Shpilman por encima del mostrador—. ¿Qué me dice de este? ¿Lo conoce?
La mujer echa un vistazo a la foto con las dos manos metidas con cuidado dentro de la axila opuesta. A Landsman le da la impresión de que reconoce a Shpilman de inmediato. Luego ella se gira para coger de manos de su marido un plato de plástico cargado con un trozo de tarta. Lo coloca en una bandeja junto con un vaso pequeño de poliestireno lleno de café y un tenedor de plástico envuelto en una servilleta de papel.
—Dos cincuenta —dice ella—. Vaya a sentarse donde el oso.
Al oso lo mataron a tiros unos
yids
en los años sesenta. Médicos, a juzgar por su aspecto, vestidos con gorros de lana y abrigos Pendleton. Rezuman esa extraña virilidad con gafas de aquel período dorado de la historia del distrito de Sitka. Debajo de la fotografía de los cinco hombres letales hay una tarjeta, escrita a máquina en yiddish y en americano y sujeta con chinchetas a la pared. La tarjeta dice que el oso, cazado cerca de Lisianski, era un oso pardo de tres metros setenta y cuatrocientos kilos. Solo su esqueleto se conserva dentro de la vitrina junto a la cual Landsman está sentado con su trozo de tarta azucarada de manzana y su taza de café. En el pasado se sentó ahí muchas veces, contemplando ese terrible xilófono de marfil mientras comía un trozo de tarta. Y más recientemente estuvo ahí sentado en compañía de su hermana, tal vez un año antes de que muriera. Estaba trabajando en el caso Gorsetmacher. Ella acababa de separarse de una partida de pescadores que venían de los bosques.
Landsman piensa en Naomi. Es un lujo que se permite, igual que un trozo de tarta. Tan peligroso y gratificante como una copa. Se inventa diálogos para Naomi, las palabras con las que ella se burlaría de él y lo ridiculizaría si estuviera presente. Por su sanguinario revolcón en la nieve con esos idiotas de los Zilberblat. Por beber ginger ale con una anciana ortodoxa en la parte de atrás de aquel cuatro por cuatro hipertrofiado. Por pensar que iba a ser capaz de durar más que su problema con la bebida y permanecer de subidón el tiempo suficiente para encontrar al asesino de Mendel Shpilman. Por haber perdido su insignia. Por no estar lo bastante furioso por la Revocación, por no tener una posición clara acerca de la misma. Naomi aseguraba que odiaba a los judíos por su dócil sumisión al destino, por la confianza que ponían en Dios o en los gentiles. Pero es que Naomi tenía una posición definida sobre todo. Vigilaba y mantenía sus posiciones; las pulía y les sacaba brillo. También, piensa Landsman, habría criticado su decisión de no tomar helado con la tarta.
—«El Sindicato de la Policía Yiddish» —dice la hija del vendedor de tartas, sentándose en el banco junto a Landsman. Se ha quitado el delantal y se ha lavado las manos. Por encima de los codos, sus brazos pecosos están rebozados de harina. Tiene harina en las cejas rubias. Lleva el pelo atado con una banda elástica negra. Es una mujer evocadoramente poco atractiva con los ojos de color azul aguado, más o menos de la edad de Landsman. Huele a mantequilla y a tabaco y despide un aroma penetrante a masa de cocinar que a él le resulta extrañamente erótico. Ella enciende un cigarrillo mentolado y suelta un chorro de humo en dirección a él—. Esa sí que es buena.
Ella se mete el cigarrillo en la boca y extiende la mano para coger el carnet. Ella finge que no le cuesta descifrar el texto.
—Sé leer yiddish, ¿sabe? —dice por fin—. Tampoco es que sea azteca ni nada por el estilo, joder.
—De verdad que soy policía —dice Landsman—. Lo que pasa es que hoy estoy llevando a cabo una investigación privada. Por eso no uso la insignia.
—Enséñeme la foto —dice ella.
Landsman le da la foto policial de Mendel Shpilman. Ella asiente, y en el caparazón de su tedio se abre un resquicio momentáneo.
—Señorita, ¿lo conocía usted?
Ella le devuelve la foto policial. Niega con la cabeza y hace una mueca despectiva con el ceño.
—¿Qué le ha pasado? —dice ella.
—Lo han asesinado —dice Landsman—. De un tiro en la cabeza.
—Eso es duro —dice ella—. Oh, Dios mío.
Landsman se saca un paquete sin abrir de pañuelos de papel del bolsillo del abrigo y se lo da. Ella se suena la nariz y luego arruga el pañuelo hasta hacer una bola con el puño.
—¿De qué lo conocía? —dice Landsman.
—Lo llevé en coche —dice ella—. Una vez. Y ya está.
—¿Adónde?
—A un motel de la Ruta Tres. Me cayó bien. Era gracioso. Era tierno. Un poco feo. Un poco desastre. Me dijo que tenía, ya sabe, un problema. Con las drogas. Pero que estaba intentando recuperarse. Parecía… Daba una sensación rara.
—¿Reconfortante?
—Mmm… No. Simplemente era… eh, en fin, no lo sé. Muy
intenso
. Durante una hora más o menos creí que estaba enamorada de él.
—Pero ¿en realidad no lo estaba?
—Supongo que nunca tuve la oportunidad de averiguarlo.
—¿Tuvo usted relaciones sexuales con él?
—Es usted poli, está claro —dice ella—. O
noz
, ¿verdad que lo llaman así?
—Así es.
—No, no tuve relaciones sexuales con él. Yo quería. Me invité a mí misma a la habitación del motel con él. Supongo que se podría decir, ya sabe… que me tiré encima de él. Eso no dice nada de él. Como he dicho, él fue superamable y todo eso, pero era un desastre. Vaya dientes tenía. En fin, supongo que se dio cuenta.
—¿Se dio cuenta de qué?
—De que… de que yo también tengo un pequeño problema. Cuando estoy con hombres. Es por eso que no voy mucho con hombres. No se haga ilusiones, no me gusta usted nada.
—No, señora.
—Hice terapia, doce pasos. Volví a nacer. Lo único que me ayudaba de verdad era hacer tartas.
—No me extraña que estén tan buenas.
—Ja.
—Y él no aceptó la oferta de usted.
—No quiso. Fue muy amable. Me abotonó la camisa. Yo me sentí como una niña. Luego me dio algo. Algo que me dijo que me podía quedar.
—¿Y qué era?
Ella baja la mirada y la sangre le ruboriza la cara tan deprisa que a Landsman le parece que casi la oye zumbar. Las siguientes palabras le salen roncas y susurrantes.
—Su bendición —dice. Y luego, con más claridad—: Me dijo que me daba su bendición.
—Estoy bastante seguro de que era gay —dice Landsman—. Por cierto.
—Lo sé —dice ella—. Me lo dijo. No usó esa palabra. La verdad es que no usó ninguna palabra, o si lo hizo, no me acuerdo. Creo que lo que dijo fue que todo aquello ya le
traía sin cuidado
. Dijo que la heroína era más simple y más fiable. La heroína y las damas.
—El ajedrez. Jugaba al ajedrez.
—Lo que sea. Todavía tengo su bendición, ¿verdad?
Ella parece necesitar que la respuesta a esa pregunta sea que sí.
—Sí —dice Landsman.
—Un judío gracioso. Lo más raro es que, no sé. Que se puede decir que funcionó.
—¿El qué funcionó?
—La bendición. O sea, ahora tengo novio. Uno de verdad. Estamos saliendo en serio, es muy raro.
—Me alegro por los dos —dice Landsman sintiendo una punzada de envidia hacia ella, hacia toda aquella gente que había tenido la suerte de que Mendel Shpilman les diera su bendición. Piensa en todas las veces que se debió de cruzar con Mendel y en todas las oportunidades que perdió—. Entonces, me está diciendo usted que cuando lo llevó usted en coche al motel, solamente fue, bueno, un ligue. Solamente fue porque usted… estaba planeando, ya sabe…
—¿Matarlo a polvos? No. —Ella aplasta el cigarrillo con la punta de su bota de piel de borrego—. Fue un favor. Para una amiga mía. Lo de llevarlo en coche, quiero decir. Mi amiga conocía al tipo. Lo llamaba Frank. Lo había traído hasta aquí en avioneta de alguna parte. Ella era piloto. Me pidió que lo llevara en coche y que lo ayudara a encontrar un sitio donde quedarse. Algún sitio difícil de encontrar, me dijo. Y yo, pues bueno, le dije que sí.
—Naomi —dice Landsman—. ¿Así se llamaba tu amiga?
—Ajá. ¿La conocía usted?