El sindicato de policía Yiddish (33 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Sé lo mucho que le gustaba la tarta —dice Landsman—. Y el tal Frank, ¿era cliente de ella?

—Supongo. La verdad es que no lo sé. No se lo pregunté. Pero llegaron en avioneta juntos. Él la debió de contratar. Probablemente lo pueda averiguar usted con ese carnet maravilloso que lleva encima.

Landsman nota que se le entumecen los miembros, un entumecimiento agradable, una sensación de condenación que resulta indistinguible de la placidez, como la picadura de una serpiente depredadora que prefiere tragarse a sus víctimas vivas y tranquilas. La hija del vendedor de tartas señala con la cabeza el trozo intacto de tarta de manzana azucarada que hay en el plato de plástico y que ocupa el espacio que los separa en el banco.

—No sabe usted
cuánto
está hiriendo mis sentimientos.

28

En todas las fotos que les hicieron a los dos durante un largo período de su infancia, Landsman aparece posando con el brazo alrededor de los hombros de su hermana. En las fotos más antiguas, la coronilla de Naomi le llega a él justo por encima de la barriga. En la última, Landsman tiene un bigote fantasma encima del labio y ya es solamente tres centímetros más alto que ella, cinco como mucho. La primera vez que uno vislumbraba esa tendencia en las fotografías, resultaba encantador: un hermano mayor que cuidaba a su hermanita. Al cabo de siete u ocho fotos, el gesto protector adoptaba un aire amenazador. Acurrucados juntos, sonriendo aguerridos para la cámara, como niños meritorios en la columna de adopciones de un periódico.

—La tragedia los dejó huérfanos —dijo Naomi una noche, pasando las páginas de un viejo álbum. Las páginas eran de cartón encerado y estaban cubiertas de una hoja crujiente de poliuretano para sujetar las fotos. La capa de plástico le daba a la familia retratada aspecto de algo en conserva, como si estuvieran dentro de una bolsa de pruebas policiales—. Dos adorables angelitos en busca de un hogar.

—Solo que Freydl todavía no estaba muerta —dijo Landsman, consciente de que le estaba soltando un buen jarro de agua fría. Su madre había muerto después de una breve y amarga lucha contra el cáncer, aguantando solo el tiempo justo para que Naomi le rompiera el corazón al dejar la universidad.

Naomi dice:

—Y ahora me lo dices.

Últimamente, cuando mira esas fotos, Landsman se ve a sí mismo como si estuviera intentando inmovilizar a su hermana, impedir que saliera volando y chocara contra una montaña.

Naomi era una chica dura, mucho más dura de lo que Landsman nunca necesitó ser. Era dos años más joven, lo bastante cerca en edad a su hermano como para que todo lo que Landsman hiciera o dijera constituyera una marca que debía ser sobrepasada o una teoría que desmentir. De niña parecía un chico y de mujer era hombruna. Cuando un idiota borracho le preguntó si era lesbiana ella contestó que lo era «en todos los sentidos salvo en su preferencia sexual».

Fue uno de sus novios de juventud quien le contagió el gusanillo de volar. Landsman nunca le preguntó cuál era el atractivo de aquello, por qué había trabajado tan duro y durante tanto tiempo para conseguir su licencia comercial y meterse en el homoidiota mundo de los pilotos de la tundra masculinos. No era propensa a la especulación vana, su gallarda hermana. Pero tal como lo entiende Landsman, las alas de un aeroplano están enzarzadas en una batalla constante con el aire que las envuelve, doblándolo, desconcertándolo y haciéndole muescas, retorciéndolo y eludiéndolo. Luchando contra él igual que un salmón lucha contra la corriente del río en el que va a morir. Y como un salmón —ese sionista acuático, siempre soñando con su hogar fatídico—, Naomi consumió su fuerza y su energía en la lucha.

Y no es que esa lucha se dejara ver en sus modales francos, en su porte chulesco ni en su sonrisa. Tenía ese estilo Errol Flynn de mantener la cara seria solamente cuando estaba bromeando y de sonreír como si acabara de ganar el premio gordo cuando las cosas se ponían feas. Si le añadías a aquella judía un bigotillo fino, podrías haberla puesto a balancearse de las jarcias de un velero de tres mástiles con una espada en la mano. No era una persona complicada, la hermana pequeña de Landsman, y en aquel sentido, era única entre las mujeres que él conocía.

—Era una puta chiflada —dice el controlador del tráfico aéreo de la Estación de Servicio de Vuelo del aeropuerto de Yakovy.

Se trata de Larry Spiro, un judío flaco y de hombros caídos originario de Short Hills, Nueva Jersey. Un mexicano, como los judíos de Sitka llaman a sus primos del sur. Los mexicanos llaman a los judíos de Sitka icebergs, o bien «el Pueblo Elegido para Congelarse». Las gruesas gafas de Spiro son para el astigmatismo, y detrás de las mismas, sus ojos tienen un temblor escéptico. Por toda su cabeza se levantan pelos grises y encrespados, como rayos de escándalo en una viñeta del periódico. Lleva una camisa Oxford blanca con su monograma en el bolsillo y una corbata roja a rayas doradas. Lentamente, preparándose para el chupito de whisky que tiene delante, se echa las mangas hacia atrás. Sus dientes son del mismo color que el cuello de su camisa.

—Dios mío. —Como la mayoría de los mexicanos que trabajan en el distrito, Spiro se aferra con ferocidad al americano. Para un judío de la Costa Este, el distrito de Sitka constituye el exilio de los exilios, Hatzeplatz, el culo del mundo. Para un judío como Spiro el hecho de hablar americano equivale a mantenerse con vida en el mundo real, es una promesa de que va a volver pronto. Sonríe—. Nunca he visto a una mujer meterse en tantos líos.

Están sentados en el lounge del Ernie’s Skagway Bar and Grill, en el bloque bajo de aluminio que era el edificio de la terminal en los tiempos en que esto era un simple aeródromo situado en el borde de la tundra. Están en un reservado del fondo, esperando sus bistecs. Mucha gente considera que Ernie’s Skagway sirve los únicos bistecs decentes entre Anchorage y Vancouver. Ernie se los hace traer en avioneta desde Canadá todos los días, sanguinolentos y empaquetados en hielo. La decoración es mínima, como si se tratara de un bar de aperitivos: vinilo, laminado y acero. Los platos son de plástico, las servilletas rígidas como el papel de la mesa de un médico. La comida se pide en el mostrador y después uno se sienta con su número en un pinchapapeles. Las camareras son famosas por su edad avanzada, su mal humor y su parecido físico a cabinas de camiones de largo recorrido. Toda la atmósfera del lugar es el producto de su licencia para vender alcohol y su clientela: pilotos, cazadores y pescadores, así como la habitual mezcla que se da en Yakovy de
shtarkers
y agentes encubiertos. Un viernes por la noche en temporada alta, aquí se puede comprar o vender cualquier cosa, desde carne de alce hasta ketamina, y oír algunas de las mentiras más flagrantes que alguna vez se han puesto en forma de palabras.

A las seis en punto de un lunes por la tarde, la barra está ocupada principalmente por personal del aeropuerto y unos cuantos pilotos desperdigados. Judíos silenciosos, infatigables, hombres con corbatas de punto y un piloto de la tundra americano, que habla yiddish de forma más o menos fluida y que está contando que una vez voló quinientos kilómetros sin darse cuenta de que estaba cabeza abajo. La barra en sí es una mole incongruente, de roble, parodia del estilo victoriano, reciclada del fracaso de una franquicia americana de braserías con estética vaquera que se intentó abrir en Sitka.

—Líos —dice Landsman—. Hasta el mismo final.

Spiro frunce el ceño. Era el controlador de guardia en Yakovy cuando la avioneta de Naomi chocó contra el monte Dunkelblum. Spiro no podría haber hecho nada para evitar el choque, pero el tema le resulta doloroso de todas maneras. Abre la cremallera de su maletín de nailon y saca una abultada carpeta de color azul. Contiene un documento muy extenso sujeto con un clip grande y varias hojas sueltas.

—Le he vuelto a echar un vistazo al sumario —dice en tono sombrío—. El tiempo era bastante bueno. A su avioneta ya le tocaba la revisión. Su comunicación final fue rutinaria.

—Hum —dice Landsman.

—¿Está usted buscando algo nuevo? —El tono de Spiro no es exactamente de lástima, pero sí un tono dispuesto a volverse en esa dirección si es necesario.

—No lo sé, Spiro. Solo estoy mirando.

Landsman coge la carpeta y hojea rápidamente el grueso documento, una copia de la decisión final de la Administración Federal de la Aviación. A continuación la deja a un lado y coge una de las hojas sueltas que hay debajo.

—Ese es el plan de vuelo por el que estaba usted preguntando. De la mañana antes del choque.

Landsman examina el impreso, que declara la intención de la piloto Naomi Landsman de pilotar su Piper Super Cub desde el estrecho de Peril, Alaska, hasta Yakovy, distrito de Sitka, transportando a un pasajero. El formulario parece impreso por ordenador, con los espacios en blanco pulcramente rellenados con letra Times Roman a doce puntos.

—Así que este lo hizo por teléfono, ¿verdad? —Landsman comprueba el sello de la hora—. Aquella misma mañana a las cinco y media.

—Usó el sistema automático, sí. Lo hace la mayoría de la gente.

—El estrecho de Peril —dice Landsman—. ¿Dónde está eso? Cerca de Tenakee, ¿verdad?

—Al sur de aquí.

—Así que estamos hablando de ¿cuánto? ¿De un vuelo de dos horas de allí hasta aquí?

—Más o menos.

—Supongo que se sentía optimista —dice Landsman—. Puso que su hora de llegada eran las seis y cuarto. Cuarenta y cinco minutos después de rellenar el formulario.

Spiro tiene la clase de mente que se siente atraída y al mismo tiempo repelida por la anomalía. Coge la carpeta de las manos de Landsman y le da la vuelta. Hojea la pila de documentos que ha reunido y copiado después de aceptar que Landsman le invitara a un bistec a cambio.

—Pero
sí que llegó
a las seis y cuarto —dice—. Lo pone aquí en el registro de la AFSS. A las seis y diecisiete.

—Así pues, o bien… a ver si lo entiendo. O bien hizo el trayecto de dos horas entre el estrecho de Peril y Yakovy en menos de cuarenta y cinco minutos —dice Landsman—, o bien… O bien cambió su plan de vuelo para ir a Yakovy cuando ya estaba en ruta y dirigiéndose a otro lugar.

Llegan los bistecs. La camarera se lleva su número pinchado en un palo y les deja sus gruesos filetes de ternera canadiense. Huelen bien y tienen buen aspecto. Spiro ni siquiera los mira. Se ha olvidado de su bebida. Hojea el montón de páginas.

—Muy bien, aquí está el día anterior. Voló de Sitka al estrecho de Peril con tres pasajeros. Despegó a las cuatro y cerró su plan de vuelo a las seis y media. Muy bien, así que ya era oscuro cuando llegaron. Ella estaba planeando quedarse a pasar la noche. Y entonces, a la mañana siguiente… —Spiro se detiene—. Ja.

—¿Qué?

—Aquí hay… Sospecho que este era su plan de vuelo
original
. Parece que estaba planeando regresar a
Sitka
la mañana siguiente. En un principio. No venir aquí a Yakovy.

—¿Con cuántos pasajeros?

—Ninguno.

—Pero cuando ya llevaba un buen rato volando, supuestamente sola y con rumbo a Sitka, pero en realidad con un misterioso pasajero a bordo, de repente cambió su destino a Yakovy.

—Eso es lo que parece.

—El estrecho de Peril —dice Landsman—. ¿Qué hay en el estrecho de Peril?

—¿Qué hay en cualquier parte? Alces, osos. Ciervos. Peces. Cualquier cosa que un judío quiera matar.

—No lo creo —dice Landsman—. No creo que aquel fuera un viaje de pesca.

Spiro frunce el ceño, después se levanta y va hasta la barra. Se acerca con sigilo al piloto americano y se pone a conversar con él. El piloto parece receloso, tal vez por naturaleza. Pero asiente con la cabeza y sigue a Spiro hasta el reservado.

—Rocky Kitka —dice Spiro—. El detective Landsman. —Luego se sienta y se dedica a su bistec.

Kitka lleva puestos unos pantalones de corte vaquero de cuero negro y un chaleco a juego sobre la piel desnuda, que está cubierta desde las muñecas hasta la garganta y hasta la cintura de los pantalones de tatuajes de temática nativa. Ballenas de grandes dientes, castores y, a lo largo del bíceps izquierdo, una serpiente o tal vez una anguila con una expresión ladina en la mirada.

—¿Es usted piloto? —dice Landsman.

—No, soy policía. —El otro se ríe con una sinceridad conmovedora de su propio despliegue de ingenio.

—El estrecho de Peril —dice Landsman—. ¿Ha estado alguna vez ahí?

Kitka niega con la cabeza, pero Landsman ya no le cree de entrada.

—¿Sabe algo del lugar?

—Solo el aspecto que tiene desde el cielo.

—Kitka —dice Landsman—. Es un apellido nativo.

—Mi padre es tlingit. Mi madre es escocesa-irlandesa y alemana y sueca. Llevo prácticamente de todo en las venas, menos judío.

—¿Hay muchos nativos en el estrecho de Peril?

—Es lo único que hay —dice Kitka con rotundidad, después recuerda su afirmación de que no sabe nada sobre el estrecho de Peril y su mirada se desvía de la de Landsman y se posa sobre el filete. Parece tener un hambre de lobo.

—¿No hay gente blanca?

—Tal vez un par, refugiados en las calas.

—¿Y judíos? —dice Landsman.

A Kitka se le endurece la mirada, se le pone una mirada defensiva.

—Como he dicho, solo lo conozco de pasar volando.

—Estoy llevando a cabo una pequeña investigación —dice Landsman—. Resulta que allí podría haber algo que interesara a un judío de Sitka.

—Aquello es
Alaska
—dice Kitka—. Con todos los respetos, un poli judío podría pasarse el día entero haciendo preguntas en aquel vecindario sin encontrar a nadie que se las conteste.

Landsman le hace sitio en su asiento.

—Vamos, encanto —dice en yiddish—. Deja de mirarlo. Es tuyo. No lo he tocado.

—¿No se lo va a comer?

—No tengo hambre, no sé por qué.

—Es el Nueva York, ¿verdad? Me encanta el Nueva York.

Kitka se sienta y Landsman empuja el plato en su dirección. Se bebe su taza de café y observa cómo los dos hombres destruyen sus cenas. Kitka parece mucho más contento después de terminar, menos receloso, con menos miedo a que le tiendan una trampa.

—Mierda, qué carne tan buena —dice. Da un trago largo de agua con hielo de un
schooner
de plástico rojo. Mira a Spiro y aparta la vista, después mira a Landsman y la vuelve a apartar. Se queda mirando el vaso del agua—. Me vendo por una cena —dice en tono amargo. Y añade—: Tienen una especie de centro de rehabilitación, por lo que he oído. Para judíos religiosos que están enganchados a las drogas y a qué sé yo. Supongo que hasta esos barbudos que tienen ustedes se meten en las drogas y en la bebida y la pequeña delincuencia.

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