El sindicato de policía Yiddish (14 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Entonces el anciano habla, inhalando las palabras, con una voz que parece el fantasma de un dinosaurio. Es un sonido espantoso, un mal funcionamiento de la tráquea. Un momento después de que se apague, Landsman se da cuenta de que ha dicho:

—Mis resobrinos.

Litvak les hace una señal con la mano y le pasa la tarjeta de Landsman al gordezuelo.

—Encantado de conocerlo, detective —dice el gordezuelo con un ligero acento, tal vez australiano. Ocupa la silla vacía, echa un vistazo al tablero y saca él también el caballo de rey, con astucia—. Lo siento, tío Alter. Llegamos tarde, como siempre.

El más flaco permanece a la espera con la mano en la puerta abierta del club.

—¡Landsman! —está gritando Berko desde el callejón, donde tiene a Fishkin y a Lapidus acorralados detrás del contenedor de basura. A Landsman le parece que Lapidus está berreando como un niño—. ¿Qué demonios pasa?

—Ya voy —dice Landsman—. Me tengo que ir, señor Litvak. —Le estrecha un instante al anciano los huesos, callos y cuero de la mano—. ¿Dónde puedo encontrarlo si necesito seguir hablando con usted?

Litvak escribe una dirección y arranca la página de su cuaderno.

—¿Madagascar? —dice Landsman leyendo el nombre de alguna calle inimaginable de Antananarivo—. Ahora sí que me ha matado. —Al ver una dirección tan lejana, al pensar en esa casa de la rue Jean Bart, Landsman siente una profunda remisión de su deseo de continuar con el asunto del
yid
muerto de la 208. ¿A quién le importa que atrape al asesino o no? Dentro de un año, los judíos serán africanos, y este viejo salón de baile estará lleno de gentiles tomando té, y hasta el último caso que alguna vez fue abierto o cerrado por un policía de Sitka se encontrará archivado en el armario nueve—. ¿Cuándo se marcha?

—La semana que viene —dice el resobrino gordezuelo en tono dubitativo.

El anciano emite otro espantoso graznido de reptil, uno que no entiende nadie. Escribe algo y le pasa el cuaderno a su resobrino.

—«El hombre hace planes» —lee el chico— «y Dios se ríe.»

11

A veces, cuando la policía coge a los sombreros negros más jóvenes, estos se muestran altivos y furiosos y exigen sus derechos en calidad de súbditos americanos. Otras veces se derrumban y lloran. Los hombres tienen tendencia a llorar, en experiencia de Landsman, cuando llevan mucho tiempo viviendo con sensación de justicia y seguridad y de pronto se dan cuenta de que todo ese tiempo, debajo mismo de sus botas, tenían el abismo. Forma parte del trabajo del policía apartar de golpe la bonita alfombra que cubre el agujero profundo e irregular que hay en el suelo. Landsman se pregunta si es eso lo que le está pasando a Saltiel Lapidus. Las lágrimas le caen a chorros por las mejillas. Del orificio nasal derecho le cuelga un hilo reluciente de moco.

—El señor Lapidus se siente un poco triste —dice Berko—. Pero no quiere decir por qué.

Landsman se palpa el bolsillo del abrigo en busca de un paquete de Kleenex y encuentra un pañuelo milagroso. Lapidus vacila, después lo coge y se suena las narices con pasión.

—Se lo juro, yo no lo conocía —dice Lapidus—. No sé dónde vivía ni quién era. No sé nada. Lo juro por mi vida. Jugamos unas cuantas partidas de ajedrez. Y siempre me ganó.

—Entonces está usted llorando por el destino de la humanidad —dice Landsman intentando alejar el sarcasmo de su tono de voz.

—Exactamente —dice Lapidus. Hace una bola con el pañuelo dentro del puño y tira la flor arrugada resultante a la alcantarilla.

—¿Van a llevarnos a comisaría? —exige saber Fishkin—. Porque en ese caso quiero llamar a un abogado. Y en caso de que no, tienen que dejarnos marchar.

—Un abogado sombrero negro —dice Berko, y se trata de una especie de queja o súplica dirigida hacia Landsman—. ¡Pobre de mí!

—Váyanse, pues —dice Landsman.

Berko les hace una señal con la cabeza. Los dos hombres se alejan chapoteando por los charcos inmundos del callejón.

—Y pues,
nu
, estoy irritado —dice Berko—. Admito que todo esto me está empezando a irritar.

Landsman asiente y se rasca la barbilla mal afeitada de una forma que pretende significar meditación profunda, pero su corazón y sus pensamientos están colgados del recuerdo de las partidas de ajedrez que perdió con hombres que ya eran viejos hace treinta años.

—¿Te has fijado en ese viejo de ahí? —dice—. Junto a la puerta. Alter Litvak. Lleva toda la vida viniendo al Einstein. Ya jugaba contra mi padre. Y contra el tuyo.

—Me suena el nombre. —Berko mira la puerta de acero antiincendios que constituye la majestuosa entrada del Club Einstein—. Héroe de Guerra en Cuba.

—El hombre ha perdido la voz, lo tiene que escribir todo. Le he preguntado dónde podía encontrarlo si necesitaba hablar con él y me ha escrito que se iba a Madagascar.

—Ahora me has matado.

—Eso le he dicho yo.

—¿Conocía a nuestro Frank?

—Dice que no mucho.

—Nadie conocía a nuestro Frank —dice Berko—. Pero todo el mundo está muy triste por su muerte. —Se abotona el abrigo sobre la barriga, se da la vuelta al cuello del mismo y se recoloca el sombrero con más firmeza en la cabeza—. Hasta tú.

—Vete a la mierda —dice Landsman—. A mí ese
yid
me importaba un pimiento.

—¿Quizá era ruso? Eso explicaría lo del ajedrez. Y la conducta de tu amigo Vassily. Tal vez Lebed o Moskowits estén detrás del asesinato.

—Si fuera ruso, eso no explicaría de qué tenían tanto miedo los dos sombreros negros —dice Landsman—. Esos dos no saben nada de Moskowits. Los
shtarkers
rusos, un asesinato entre bandas, nada de eso quiere decir gran cosa para el
bobover
medio. —Se da unos cuantos tirones más de la barbilla y toma una decisión. Levanta la vista hacia la franja de cielo gris radiante que se extiende por encima del estrecho callejón de detrás del hotel Einstein—. Me pregunto a qué hora se pondrá el sol esta noche.

—¿Por qué? ¿Vamos a darnos un paseo por el Harkavy, Meyer? No creo que a Bina le haga mucha gracia que empecemos a poner nerviosos a los sombreros negros de por allí.

—No lo crees, ¿eh? —Landsman sonríe. Se saca el ticket del aparcamiento del bolsillo—. Entonces será mejor que no nos acerquemos al Harkavy.

—Oh, oh. Tienes esa sonrisa.

—¿No te gusta esta sonrisa?

—Es que me he dado cuenta de que lo que viene después suele ser una pregunta que estás planeando contestar tú mismo.

—A ver qué te parece. ¿Qué clase de
yid
, Berko, dime esto, qué clase de
yid
puede hacer que un sociópata ruso endurecido por la prisión se quiera cagar en los pantalones y que el sombrero negro más piadoso de todo Sitka se ponga a llorar a moco tendido?

—Sé que quieres que diga que un
verbover
—dice Berko. Después de graduarse en la academia, su primer destino fue el distrito Quinto, el Harkavy, donde los
verbovers
aterrizaron en 1948, junto con la mayoría de los demás sombreros negros, siguiendo los pasos del noveno rabino
verbover
, suegro del titular actual, y de los restos lastimosos de su cortejo. Era una clásica misión del gueto, intentar ayudar y proteger a una gente que te desprecia y te repudia a ti y a la autoridad a la que representas. La cosa terminó cuando el joven
latke
medio indio recibió un balazo en el hombro, a cinco centímetros del corazón, en la Masacre del Shavuos en la granja-restaurante Goldblatt—. Sé que es eso lo que quieres que te diga.

Así es como Berko le contó una vez a Landsman la historia de la banda sagrada conocida como los Chasids de Verbov: empezaron sus andanzas en Ucrania, sombreros negros como todos los demás, despreciando la escoria y el alboroto del mundo laico y manteniéndose lejos del mismo, dentro de las murallas imaginarias de su gueto de rituales y de fe. Luego toda la secta resultó quemada en los incendios de la Destrucción, hasta no quedar nada más que un núcleo duro y denso de algo más negro que cualquier sombrero. De aquellos fuegos emergió lo que quedaba del noveno rabino
verbover
, junto con once discípulos y sin más supervivientes en su familia que la sexta de sus ocho hijas. Se elevó por el aire como un trozo chamuscado de papel y voló hasta aquella estrecha franja de tierra situada entre las montañas de Baranof y el fin del mundo. Y aquí encontró una forma de reconstruir el destacamento de sombreros negros a la vieja usanza. Llevó la lógica del mismo hasta un extremo, tal como hacen los genios malvados en las novelas baratas. Construyó un imperio criminal que sacaba provecho del caos absurdo que había al otro lado de las murallas teóricas, de unos seres tan llenos de defectos, corruptos y sin esperanza de redención que solamente una cortesía cósmica llevaba a los
verbovers
a considerarlos seres humanos.

—A mí se me ha ocurrido lo mismo, claro —confiesa Berko—. Y he reprimido la idea de inmediato. —Se tapa la cara con las enormes manos y las deja ahí un momento antes de arrastrarlas lentamente hacia abajo, tirando de sus mejillas hasta que le cuelgan de la barbilla como los carrillos flácidos de un bulldog—. Pobre de mí, Meyer, no querrás que vayamos a la isla de Verbov, ¿verdad?

—Joder, no —dice Landsman en americano—. La verdad, Berko. Odio ese sitio. Si tenemos que ir a alguna isla, prefiero con diferencia que vayamos a Madagascar.

Se quedan allí en el callejón de detrás del Einstein, reflexionando sobre los numerosos argumentos en contra y los escasos que se pueden presentar a favor de cabrear a los más poderosos personajes del hampa que existen al norte del paralelo 55. E intentando generar explicaciones alternativas de la conducta acobardada de los
patzers
del Einstein.

—Será mejor que vayamos a ver a Itzik Zimbalist —dice por fin Berko—. Cualquier otra persona que encontremos allí nos va a resultar tan útil como hablar con un perro. Y hoy ya ha habido un perro que me ha roto el corazón.

12

La cuadrícula de calles de la isla sigue siendo la de Sitka, trazada a regla y perfectamente numerada, pero aparte de eso allí uno está completamente desaparecido en combate: disparado a las estrellas, teletransportado, lanzado en espiral a través del agujero de gusano hasta el planeta de los judíos. Viernes por la tarde en la isla de Verbov, y el Chevelle Super Sport de Landsman cabalga la cresta de la ola de sombreros negros por la avenida Doscientos veinticinco. Los sombreros en cuestión son de fieltro, con coronas altas y mellas y alas de un kilómetro de ancho, de esos que les gusta llevar a los capataces de los melodramas ambientados en plantaciones. Las mujeres llevan pañuelos en la cabeza y pelucas relucientes tejidas con el pelo de las judías pobres de Marruecos y Mesopotamia. Sus abrigos y vestidos largos son los mejores trapos de París y Nueva York; sus zapatos, la flor y la nata de Italia. Los chavales van lanzados por las aceras con sus patines de ruedas en línea en medio de una estela de pañuelos y tirabuzones, dejando ver los forros de color naranja de sus parkas abiertas. Las chicas entorpecidas por sus faldas largas caminan cogidas del brazo, formando cadenas estridentes de chicas
verbovers
tan vehementes y exclusivistas como escuelas filosóficas. El cielo se ha vuelto del color del acero, el viento se ha apagado y en el aire crepita la alquimia de los niños y la promesa de nieve.

—Mira este lugar —dice Landsman—. Está animadísimo.

—No hay ni un escaparate vacío.

—Y hay más
yids
maleantes que nunca.

Landsman se para en un semáforo en rojo de la calle Veintiocho Noroeste. Delante de una tienda que hay en una esquina, junto a un salón de estudio, holgazanean varios licenciados en la Torá, estafadores de las Escrituras,
luftmensches
imposibles de casar y matones comunes y corrientes. Cuando ven el coche de Landsman, con su tufo a atrevimiento de policía de paisano y sus dobles eses incendiarias en la rejilla, dejan de gritarse entre ellos y le dedican a Landsman sus miradas de pez de Besarabia. Está pisando su territorio. Lleva la cara afeitada y no tiembla delante de Dios. No es un judío
verbover
y por tanto no es un judío de verdad. Y si no es un judío, entonces no es nada.

—Fíjate en cómo miran esos gilipollas —dice Landsman—. No me gusta nada.

—Meyer.

La verdad es que los judíos de sombrero negro cabrean a Landsman, siempre le han cabreado. Y a él le resulta un enfado placentero, abundante en capas de envidia, condescendencia, resentimiento y lástima. Deja el coche en punto muerto y abre de golpe la portezuela.

—Meyer. No.

Landsman rodea la portezuela abierta del Super Sport. Nota que las mujeres están mirando. Huele el miedo repentino en el aliento de los hombres que lo rodean, como si fuera una caries dental. Oye la risa de los pollos que todavía no han encontrado su destino, el zumbido de los compresores de aire que mantienen a las carpas vivas en sus tanques. Y resplandece como una aguja calentada al rojo para matar a una garrapata.

—Así pues,
nu
—les dice a los
yids
de la esquina—, ¿cuál de vosotros quiere darse una vuelta en mi bonito
noz
móvil, muchachotes?

Uno de los
yids
da un paso adelante, un bloque de piel clara, bajo y ancho, con la frente abultada y una barba amarilla y ahorquillada.

—Le recomiendo que se vuelva a su vehículo, agente —dice en tono suave y razonable—. Y que siga su camino a donde sea que está yendo.

Landsman sonríe.

—¿Conque eso me recomiendas? —dice.

Los demás hombres de la esquina se acercan, llenando todo el espacio de alrededor del matón de la barba que parece un relámpago. Debe de haber unos veinte, más de los que Landsman creía al principio. El resplandor de Landsman parpadea, chisporroteando como una bombilla a punto de fundirse.

—Lo explicaré de otra forma —dice el matón rubio, con un bulto a la altura de la cadera que empieza a llamar la atención de sus dedos—. Vuelva al coche.

Landsman se tira de la barbilla. Qué locura, piensa. Estás persiguiendo a un tipo teórico que forma parte de un caso inexistente y vas y pierdes la cabeza sin ninguna razón. Y casi sin darte cuenta has causado un incidente entre una facción de sombreros negros con dinero e influencia y provista de un arsenal de armas de fuego manchures y de los excedentes rusos que hace poco el espionaje policial calculó, en un informe confidencial, que podría abastecer las necesidades de una guerrilla insurgente de una pequeña república de América Central. La locura, la siempre fiable locura de Landsman.

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