Read El sindicato de policía Yiddish Online
Authors: Michael Chabon
Landsman no ve ninguna ventaja en contestar esa pregunta. Al cabo de un minuto Berko se levanta con agilidad del colchón y se pone de pie. Landsman nota que está estudiando la situación, calculando la profundidad del agua negra que separa a los dos compañeros, intentando tomar la decisión correcta.
—Por si sirve de algo —dice Berko por fin—, Bina también fue a verte a urgencias.
Landsman descubre que no recuerda esa visita en absoluto. Ha desaparecido, igual que la presión del pie de un bebé contra la palma de su mano.
—Estabas muy colocado —dice Berko—. Decías toda clase de cosas.
—¿Me puse en evidencia delante de ella? —consigue preguntar Landsman con una vocecilla suave.
—Sí —dice Berko—. Me temo que sí.
Luego sale de su propio dormitorio y deja a Landsman a solas para que resuelva la cuestión, si es que puede reunir fuerzas para ello, de cuánto más se puede hundir.
Landsman los oye hablar en ese tono bajo que la gente reserva a los locos, los gilipollas y los invitados no deseados. Durante el resto de la tarde, mientras cenan. Durante el tumulto del baño y los polvos en el trasero y el cuento para irse a la cama que requiere que Berko Shemets grazne como un ganso. Landsman permanece tumbado de lado con una costura ardiente en la parte de atrás del cráneo y va perdiendo y recuperando a ratos la conciencia del olor a lluvia de la ventana, de los murmullos y del clamor de la familia que está en la habitación de al lado. A cada hora que pasa, otros cincuenta kilos de arena se vierten a través de un agujerito diminuto sobre el alma de Landsman. Primero no puede levantar la cabeza del colchón. Luego no parece capaz de abrir los ojos. Cuando consigue cerrarlos, nunca se queda exactamente dormido, y los pensamientos que lo atormentan, aunque atroces, nunca son exactamente sueños.
En algún momento en plena noche Goldy entra corriendo en la habitación. Sus pasos son pesados y torpes, como los de un monstruo bebé. No se limita a subirse a la cama, sino que se pone a revolver las sábanas de la misma forma en que una batidora eléctrica revuelve la masa de cocinar. Es como si estuviera huyendo de algo, en pleno ataque de pánico, pero cuando Landsman le habla, y le pregunta qué le pasa, el niño no contesta. Tiene los ojos cerrados y el corazón le late con regularidad y débilmente. Sea lo que sea de lo que está huyendo, ha decidido refugiarse en la cama de sus padres. El niño está profundamente dormido. Huele a rodaja cortada de manzana que ya se empieza a pasar. Clava los dedos de los pies en la baja espalda de Landsman, meticulosamente y sin piedad. Hace rechinar los dientes y el ruido es como de tijeras sin afilar sobre una lámina de hojalata.
Al cabo de una hora de esa clase de tratamiento, sobre las cuatro y media, el bebé empieza a chillar, fuera en su balcón. Landsman oye cómo Ester-Malke trata de calmarlo. En circunstancias normales ella se lo llevaría a la cama, pero esta noche no es posible, así que tarda mucho en tranquilizar al pequeño hombrecito. Para cuando Ester-Malke entra en el dormitorio con el bebé en brazos, este ya está respirando pesadamente y más silencioso y casi dormido. Ester-Malke deja a Pinky entre su hermano y Landsman y sale de la habitación.
Reunidos en la cama de sus padres, los niños de los Shemets emprenden una sinfonía de silbidos, ronquidos y estruendo de válvulas internas que avergonzaría por comparación al órgano de tubos del Templo de Emanu-El. A continuación ejecutan una serie de maniobras, un kung-fu de sueño profundo, que expulsan a Landsman a los mismos límites de la cama. Lo golpean con el canto de la mano, le clavan los dedos de los pies, gruñen y murmuran. Mastican la fibra de sus sueños. Cerca del amanecer, algo muy malo sucede dentro del pañal del bebé. Es la peor noche que Landsman ha pasado nunca sobre un colchón, y eso es mucho decir.
La cafetera inicia sus expectoraciones sobre las siete. Unos pocos millares de moléculas de vapor de café entran dando tumbos en el dormitorio y trastornan los pelos del interior de la narizota de Landsman. Este oye el susurro de las zapatillas sobre la moqueta del pasillo. Lucha largo y tendido contra el impulso de admitir que Ester-Malke está allí de pie, en la puerta del dormitorio, arrepintiéndose de hasta la última pizca de caridad que alguna vez ha sentido hacia él. A él no le importa. ¿Por qué tendría que importarle? Por fin Landsman se da cuenta de que en su lucha por que no le importe nada se encuentran las semillas paradójicas de la derrota: muy bien, pues, sí que le importa. Abre un ojo. Ester-Malke está apoyada en la jamba de la puerta, abrazándose a sí misma, examinando la escena de destrucción que reina en el sitio donde una vez estuvo su cama. Sea cual sea el nombre de la emoción que inspira en una madre la imagen de la guapura de sus niños, esta compite en la expresión de ella con el horror y la consternación que le produce el espectáculo de Landsman en calzoncillos.
—Necesito que salgas de mi cama —susurra—. Pronto y de forma permanente.
—Muy bien —dice Landsman.
Haciendo recuento de sus heridas, sus dolores y la dirección predominante de su estado de ánimo, se incorpora hasta sentarse. Pese a todos los tormentos de la noche, se siente extrañamente descansado. Más presente, de alguna manera, en sus miembros y en su piel y en sus sentidos. De alguna manera, tal vez, un poco más real. Hace dos años que no comparte la cama con otro ser humano. Se pregunta si se trata de una práctica a la que no debería haber renunciado. Coge su ropa de la puerta y se la pone. Llevando los calcetines y el cinturón en la mano, sigue a Ester-Malke por el pasillo.
—Aunque el sofá tiene sus ventajas —continúa Ester-Malke—. Por ejemplo, en él no hay bebés ni niños de cuatro años.
—Tienes un problema grave con las uñas de los pies de tus retoños —dice Landsman—. Además, algo, creo que puede ser una nutria de mar, se ha muerto y se ha podrido dentro del pañal del pequeño.
En la cocina ella sirve una taza de café para cada uno. Luego va a la puerta y recoge el
Tog
del felpudo que dice «
PIÉRDETE
». Landsman se sienta en su taburete frente a la barra y se queda mirando la oscuridad de la sala de estar donde la mole de su compañero se está elevando del suelo como una isla. El sofá es un caos de mantas.
Landsman está a punto de decirle a Ester-Malke «No me merezco amigos como vosotros» cuando ella regresa a la cocina, leyendo el periódico, y dice:
—No me extraña que necesitaras dormir tanto.
Ella choca con el umbral. En portada se describe algo bueno o terrible o increíble.
Landsman busca sus gafas de leer en el bolsillo de su chaqueta. Tienen el arco de la nariz partido, las lentes cada una por su lado. Se trata de un verdadero par de gafas, dos monóculos, cada uno con su patilla. Ester-Malke saca la cinta aislante, amarilla como un letrero de peligro, del cajón que hay debajo del teléfono. Recompone las gafas con cinta y se las devuelve a Landsman. La bola de cinta es tan gruesa como una avellana. Atrae la mirada hasta del que las lleva, dejándolo bizco.
—Seguro que quedan de maravilla —dice, cogiendo el periódico.
Dos grandes noticias encabezan la portada del
Tog
de esta mañana. Una es la historia de un supuesto tiroteo que ha dejado dos muertos en el aparcamiento desierto de una tienda Big Macher. Los protagonistas han sido un detective de homicidios actuando por su cuenta, Meyer Landsman, de cuarenta y dos años, y dos sospechosos a quienes la policía de Sitka buscaba desde hacía mucho tiempo en relación con un par de asesinatos sin conexión aparente entre sí. La otra historia lleva el siguiente titular:
«JOVEN TZADDIK» ENCONTRADO MUERTO
EN HOTEL DE SITKA
El texto que lo acompaña elabora un tejido de milagros, evasiones y simples mentiras sobre la vida y también la muerte de Menachem-Mendel Shpilman, acontecida la madrugada del martes en el hotel Zamenhof de la calle Max Nordau. De acuerdo con la oficina del forense —cuyo médico forense se ha mudado a Canadá—, los hallazgos preliminares sobre la causa de la muerte apuntan a algo que en los cuentos de hadas se conoce como «desventura relacionada con las drogas». «Aunque poco de ello se sabía en el mundo de afuera», escribe el periodista del
Tog
,
en el mundo cerrado de los ortodoxos, el señor Shpilman fue considerado durante la mayor parte de su juventud un prodigio, un milagro, un maestro de lo sagrado e incluso el tan esperado Redentor. Durante la infancia del señor Shpilman el viejo hogar de su familia en la calle Ansky Sur del Harkavy a menudo se veía atestada de visitas y de peregrinos, de devotos y curiosos que venían de lugares como Buenos Aires y Beirut para conocer a aquel niño prodigio que había nacido en el señalado día noveno del mes de Av. Muchos confiaron estar presentes e incluso hicieron gestiones para ello cuando corrió el rumor de que estaba a punto de «declarar su reino». Pero el señor Shpilman nunca hizo ninguna declaración. Hace veintitrés años, el mismo día en que estaba planeada su boda con la hija del rabino Shtrakenzer, desapareció casi sin dejar rastro, y durante la larga ignominia que fue la vida posterior del señor Shpilman, aquella promesa de juventud quedó prácticamente olvidada.
La palabrería de la oficina del forense es el único elemento de la historia que se parece a una explicación de la muerte. Se dice que la dirección del hotel y la División Central se han negado a hacer declaraciones. Al final del artículo Landsman lee que no va a haber servicio en la sinagoga, solamente un entierro en el viejo cementerio de Montefiore, y que lo presidirá el padre del difunto.
—Berko dice que lo desheredó —dice Ester-Malke leyendo por encima del hombro de Landsman—. Dice que el viejo no quería tener nada que ver con el chico. Supongo que ha cambiado de opinión.
Mientras lee el artículo, Landsman sufre una punzada de envidia hacia Mendel Shpilman, templada por la piedad. Landsman pasó muchos años forcejeando bajo el peso de las expectativas paternas, pero no tiene ni idea de qué sensación debe de producir satisfacerlas o excederlas. A Isidor Landsman, él lo sabe, le habría encantado tener un hijo con tanto talento como Mendel. Landsman no puede evitar pensar que si él hubiera sido capaz de jugar al ajedrez como Mendel Shpilman, tal vez su padre habría sentido que tenía algo por lo que vivir, un pequeño Mesías para redimirlo. Landsman piensa en la carta que le mandó a su padre, confiando en obtener su libertad de la carga que le suponían aquella vida y aquellas expectativas. Reflexiona sobre los años que se pasó creyendo que le había causado a Isidor Landsman un dolor fatal. ¿Cuánta culpa sufrió Mendel Shpilman? ¿Acaso llegó a creer en lo que se decía de él, en su don o su descabellada llamada? Y cuando intentó liberarse de aquella carga, ¿acaso Mendel sintió que tenía que darle la espalda no solamente a su padre, sino también a todos los judíos del mundo?
—No creo que el rabino Shpilman cambie nunca de opinión —dice Landsman—. Creo que alguien tendría que hacerle cambiar.
—¿Alguien como quién?
—Si me lo preguntas a mí, te diría que la madre.
—Bien por ella. No hay nada como una madre para no dejar que tiren a su hijo como a una botella vacía.
—No hay nada como una madre —dice Landsman—. Examina la fotografía que publica el
Tog
de Mendel Shpilman a los quince años, con la barba rala y los tirabuzones ondeando, presidiendo con elegancia una conferencia de jóvenes talmudistas que bullían y se enfurruñaban a su alrededor—. «El Tzaddik Ha-Dor, en tiempos mejores», dice el pie de foto.
—¿En qué estás pensando, Meyer? —dice Ester-Malke, emitiendo una nota de duda.
—En el futuro —dice Landsman.
Una multitud de judíos sombreros negros avanza pesadamente, como un tren de carga de dolor, desde las puertas del cementerio —la casa de la vida, como la llaman—, y por la ladera ascendente de la colina, en dirección a un agujero cavado en el fango. Un cajón de madera de pino mojado por la lluvia se bambolea y se mece sobre la espuma de hombres que lloran. Los
satmars
sostienen paraguas por encima de las cabezas de los
verbovers
. Los
gerers
y los
shtrankenzers
y los
viznitzers
van cogidos del brazo con frescura de niñas de escuela que andan de parranda. Las rivalidades, los rencores, las disputas sectarias, las excomuniones mutuas, todo ha sido dejado de lado por un día a fin de que todo el mundo pueda lamentarse con la debida pasión por un
yid
al que todos habían olvidado hasta el pasado viernes por la noche. Menos que un
yid
: la carcasa de un
yid
, desgastada hasta quedar casi transparente contra el duro vacío de un hábito de veinte años a la heroína. Cada generación pierde al Mesías al que no ha conseguido merecer. Ahora los ortodoxos de la comunidad de Sitka han localizado con exactitud la sede de su indignidad colectiva y se han reunido bajo la lluvia para sepultarla.
Alrededor de la tumba, puñados negros de abetos se mecen como
chasids
en pleno duelo. Más allá de los muros del cementerio, los sombreros y los paraguas negros cobijan de la lluvia a miles de indignos entre los indignos. Profundas estructuras de obligación y crédito han decidido a quién se permite entrar por las puertas de la casa de la vida y quién tiene que quedarse fuera y dedicarse al
kibitz
, con la lluvia mojándoles las medias. Esas estructuras profundas, a su vez, han atraído la atención de toda una serie de detectives de Robos, Contrabando y Fraude. Landsman distingue a Skolsky, a Burwitz, a Feld y a Globus, siempre con los faldones de la camisa colgando por fuera, apoyado en la capota de un Ford Victoria de color gris. No pasa todos los días que la jerarquía entera de los
verbovers
salga y se plante en la falda de una colina, colocados los unos en relación con los otros como los círculos del esquema de un fiscal. Sobre el tejado de un WalMart situado a cuatrocientos metros de distancia, tres americanos con impermeables azules apuntan con sus lentes fotográficas telescópicas y con el pistilo tembloroso de un micrófono condensador. Se ha tejido una recia cuerda azul de
latkes
y unidades en motocicleta por entre la multitud para evitar que esta se disperse. También ha venido la prensa, cámaras y reporteros del Channel 1, gente de los periódicos locales, equipos de la filial de la NBC de Juneau y un canal de noticias por cable. Dennis Brennan, que no tiene el bastante sentido común o tal vez no encuentra el bastante fieltro como para cubrirse su cabezota enorme de la lluvia. También están los medio creyentes, y los medio observantes, y los ortodoxos modernos, y los meramente crédulos, y los escépticos, y una nutrida delegación del Club de Ajedrez Einstein.